JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA: NOVELA: CLAJ?

Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (S. A.)

Puerta del Sol, 15 Ronda de le Universidad, 1 Florida, 251

MADRID BARCELONA BUENOS AIRES

ES PROPIEDAD 19

Compañía Ibero-Americana de Publicaciones.—MADRID: I

I

Brincóla, 12 de mayo de iç...

Mi querido amigo Leandro: He accedido por último a tus ruegos, y aquí me tienes en esta posada de Brincóla esperando el coche que me ha de llevar al monasterio de Aránzazu.

Por no sé qué importuno contratiempo, la diligencia que diariamente sale para Oñate no ha venido, y esto me obliga a quedarme en Brincóla toda la noche. Pero no importa: he cenado regularmente, y ahora, a vía de distracción, me ocuparé en escribirte ex abundantia cordis.

Querido Leandro, ¡qué viaje tan pintoresco el mío!

Desde Madrid hasta Brincóla he pasado el tiempo removiendo mis conflictos espirituales, como quien hace un examen de conciencia. ¡Estaba tan deshecho interiormente!... Pero ahora creo que todo va a pasar, y que mi cuerpo y mi alma se reharán de un modo definitivo.

¿Querrás creer que mi gran preocupación, al salir de Madrid, consistía en pensar en los treinta y dos años que llevo encima? He pasado la cuesta de los treinta años, pensaba; la crítica edad en que el pensamiento adquiere su mayor fuerza y en que el corazón está maduro, a punto de vaciarse en olas de inquietud y melancolía. Tengo más de treinta años, y me parece que soy un sentimental; quiere decirse que soy un desgraciado...

¿No has pensado alguna vez, Leandro, que ningún individuo sentimental debiera salir de la edad de las ilusiones, sino que debería morirse? Dice la vieja frase que «los amados de los dioses mueren temprano».Puesto que el sentimental no es otra cosa que un hijo Benjamín, en quien los dioses ponen lo más tierno, sensible, al boreal y profundo de cuanto existe en el cielo, los sentimentales no merecían pasar de la primera juventud, que viene a ser una avanzada del Cielo en la Tierra: después, cuando entra de veras y en toda su rusticidad la vida, lo mejor que podían hacer los sentimentales es morirse.

—Yo debía morirme...—pensaba.

Y mientras me sumía en este mar de atribulados pensamientos, me asomaba a la ventanilla del vagón y miraba afuera, hacia la rasa llanura de Castilla, fría y desolada como una amable invitación de la eternidad.

¡Qué bien morirse ahí, en esa llanura desierta; no renacer jamás; morirse, morir del todo!...

El tren corría, entretanto, vertiginosamente, gozoso de encontrar aquella planicie inmensa, tan propicia para las carreras largas y veloces; y al correr metía un gran estrépito, y a veces silbaba la locomotora con extraño acento de júbilo, lo mismo que un animal fantástico y jocundo que se encuentra bien corriendo y que no siente ningún rencor por la vida. En cambio yo, cada vez que apartaba los ojos de la llanura y los volvía hacia la luz del techo, no podía separar de mis labios la eterna, la torturadora pregunta, la que me carcomía el cerebro desde muchos días atrás, y era ésta:

—La vida, ¿es vivible?...

¿Es vivible la vida, sirve para algo la vida, vale la vida lo que cuesta?—me preguntaba una y otra vez. Y de allá dentro de mi alma salía una voz remota y contumaz que me hablaba de lo estéril, de lo vano, de lo amargo de todo. Me acordaba del padre Salomón, y afirmábame resueltamente en la idea de que los viejos antecesores nuestros no ignoraban nada, todo lo sabían. Vanidad de las vanidades, todo vanidad, y todo angustia del espíritu.

—¿Es vivible la vida?...

Encendí un pitillo y arrojé al aire una bocanada de humo como aquel que está aburrido y desea distraerse. Mis compañeros de viaje, ajenos como estaban a mi tragedia interior, unas veces roncaban, otras veces se desperezaban, y nuevamente volvían a dormirse.

—Ciertamente—seguía yo pensando—que la vida es un fenómeno bastante singular. He ahí que nos dan una vida, y nadie acaba de comprender para qué ni por qué nos la dan. Nuestros padres, cuando se ayuntaron, maldito si pensaban en nosotros, ni nosotros, antes de nacer, teníamos gran prisa por conocer el mundo; y entre la inconsciencia de unos y la no voluntad de los otros, éste ahora y aquél luego, vamos saliendo al mundo de los mortales. Bien, ¿y qué? ¿Qué venimos a hacer aquí? ¿Qué es lo que hay aquí que hacer? ¿Para qué sirve todo este tinglado del Universo? Nadie lo sabe. Probablemente la vida no tenga más objeto que el vivir por el gusto de vivir...

Entonces, ¿es acaso la vida una buena tontería que sólo nosotros tomamos en serio? ¿Es tal vez un simple e inocente juego de moléculas que andan por el Infinito haciendo entretenidas combinaciones, y que nosotros, los hombres, conceptuamos como una temerosa transcendencia?...

En llegando aquí no pude evitar una leve sonrisa, que se dibujó por debajo de mi bigote de una manera sarcástica y que hizo fruncir el ceño a uno de mis compañeros de viaje. Este compañero, que acababa de despertar a impulsos de una enérgica cabezada, calculó sin duda que yo me reía de él, y para responder al ultraje gruñó con mal humor algunas sordas palabras:

—Cada uno duerme como puede, y ronca cuando puede, y pone la cara que Dios quiso darle.

Pero no pude contestarle, sencillamente porque no le oía. En aquel momento iba mi trayectoria mental directamente a sumirse en la eterna, en la incontestada interrogación.

¿Es vivible la vida?... Si la vida es una pura simpleza, ¿para qué vivir? Pero si la vida, además de necia, es también amarga, ¿por qué vivirla?, ¿por qué no machacarle los sesos a la infame y coqueta existencia, vana como una mujer, amarga como la misma mujer? Pero, ¡ay!, la Naturaleza tiene cogidos a los seres de un modo tan astuto, que no podemos elegir ni discernir; los seres reciben una vida, y aunque después les salga mala, no pueden cambiarla por otra como se hace con las manzanas en el mercado. Podríamos dejarla como a las manzanas defectuosas... Pero la Naturaleza puso previamente en cada ser un fuerte instinto de conservación, y ante la espantosa probabilidad de perder la vida nos aterrorizamos y transigimos con la manzana podrida. Es una astuta e irónica combinación, una malvada treta. Nos dan la vida, nos la arraigan dentro del alma, y luego nos pasamos las horas tapándole las grietas a la existencia, tomando pócimas, abrigándonos el pecho, curándonos la dispepsia o el reuma. ¡Ser galeotes, y amar las cadenas que duelen, y no poder ya vivir sin las cadenas, y las cadenas duelen cada día más, y cada día ama el galeote más sus cadenas, y las odia más!...

Lancé un suspiro tan tremendo, que los viajeros despertaron sobresaltados. Pero yo no quería hacer partícipes de mis preocupaciones a aquellos durmientes, compañeros míos de viaje. Vi que uno era viajante de comercio, el otro también... No se merecían ninguna confianza. Así, pues, disimulé tan perfectamente, lanzando al aire una tranquila y larga bocanada de humo, que los que se despertaron volvieron a dormirse y yo me quedé solo otra vez.

El instinto de conservación, seguí pensando, es muy fuerte, sin duda alguna; pero una vez pudiera ocurrir que venciéramos el miedo a la muerte, sumiéndonos en la misma muerte... ¿Y después?...

Pero aunque la nada sea lo más horrible que podamos concebir los seres vivientes, lo importante sería averiguar si el peso de la vida es mayor o menor que el peso de la nada. ¿Cuál peso es mayor?

En aquel momento, Leandro amigo, es posible que mi mente adoptase el aspecto de una balanza cuyos platillos vacilasen sin llegar nunca a detenerse. Por más esfuerzos que mi imaginación hacía, no lograba precisar la cantidad exacta de peso que correspondía a cada platillo.

—¿Qué pesa más? ¿La facultad de conocer el dolor o la negación de todo conocimiento? ¿La vida o la nada? Esta es la cuestión.

Paró el tren entonces y la trayectoria ideal de mi mente se paró también, deteniéndose asimismo el vaivén de la balanza, que pudiera llamarse de la duda.

¿Cuál pesa más, cuál pesa más?... ¿La vida o la nada?... ¿La nada o la vida?...

En la estación, entre el ruido de los baúles que se embarcaban y los chillidos de unas mujeres que se despedían para un largo viaje, nadie se preocupaba de contestar a mi horrible dilema. Y mientras murmuraba maquinalmente: la vida, la nada..., me entretuve en mirar los hombres yertos de frío, los árboles secos y escuálidos, los campos, espantosos de soledad bajo la espectral caricia de la luna. Se me ocurrió pensar que, en efecto, lo mejor que podía hacer la tierra era dormirse, y lo mejor de la vida está en su último acto, la muerte.

Y así como la locomotora empezó otra veza silbar y a correr vertiginosamente, mi cerebro se puso de nuevo en agitación, corriendo tras la idea definitiva. ¡Ser o no serl

—La vida me pesa mucho: la siento como una mano dura y fuerte que me cogiera del hombro y me apretase. No sé qué rara sensación de agobio, de cansancio gravita sobre mi ser; hay una mano que me oprime, que pesa mucho y de una manera autoritaria, y yo no puedo libertarme de esa mano... Veo enfrente de mí una multitud de horas pesadas, llenas de monotonía, todas iguales y abrumadoras. El trabajo, la lucha, el estímulo» el afán de sobresalir, el deseo insaciable de amar, po-seer, conquistar..., todo eso es la vida. ¡Yyo siento que la vida cae sobre mí como un peso formidable al que no puedo soportar de tan grande como es! El trabajo es el núcleo de la vida; es nuestro tirano, nuestro castigo, nuestro pecado original. Los hebreos hicieron bien en inventar la teoría del pecado original; tenían razón cuando pensaban que el hombre nace bajo un estigma divino. Nacemos malditos todos los seres, puesto que nos obligan a trabajar; y del trabajo nadie se libra, porque todo es trabajo, y nada, ni el mismo placer de los sentidos o del espíritu, se alcanza sin esfuerzo y sin fatiga. Trabajar siempre, siempre, siempre... Acostarse rendido. levantarse y abrir los ojos, y ver que el día es largo y está lleno de fatiga. Correr siempre, siempre, aguijoneado, martirizado siempre, siempre... El aguijón del honor, del amor propio, de la envidia; el aguijón del placer, de la gloria, del eterno femenino; el aguijón—y éste es el más cruel de los aguijones—el aguijón del miedo... Miedo a la miseria, miedo al día que va a venir, el horrible miedo al hambre, eí miedo de perder la cama el pan, la lumbre... ¡Hala, hala, corriendo bajo el imperio de los aguijones, siempre y nas ta morir!... Y el orgullo, ¡cómo pesa el orgullo! Hay que luchar por tener más honra cada día; hay que pelear con los que nos rodean; hay que defender las conquistas brutal y despiadadamente. ¡Y cómo pesa el hombre! ¡Cómo pesa el necio, el vano, el intrigante, el astuto/el vil, el cínico! ¡Cómo pesa el hombre!... ¡Y cómo triunfan los viles y los necios, y qué irritación carcome las entrañas del justiciero al ver el éxito de los viles y los necios!... ¡Y siempre descontentos, irritados, comidos de una ira sorda, siempre!

Al llegar a este desesperado trance de mi pensamien-to, volví a recurrir a la balanza ideal, y me propuse el eterno dilema: —¿La vida o la nada? ¿Cuál es lo mejor? ¿Qué pesa más?...

Como tampoco esta^ vez lograse decidirme por la vida o por la nada, mi cerebro se entristeció, me puse melancólico ¡y todo mi corazón quería deshacerse en lágrimas de desesperanza! Hubiese querido llorar, como los niños cuando les ocurre alguna contrariedad superior a sus fuerzas; pero mis ojos no tenían lágrimas, no habían llorado hacía lo menos diez años; faltos de hábito, mis ojos no sabían de qué modo segregar el salado líquido. Así, pues, no lloré. Pero mirando por la ventanilla vi en la linde del horizonte palidecer el alba, y aquélla acabó de enternecerme y anegarme en un mar de sentimentalismo.

La tímida aparición del alba fué para mí como un salto hacia atrás y hacia muy lejos; una recordación, una llamada, un beso del día, que parecía un beso sagrado, algo como un beso maternal. Toda la niñez se me vino encima de repente. Me acordé de mi madre, por una extraña relación entre la candidez del alba y el amor materno. Poco a poco mis nervios se distendieron, mi cerebro se calmó. Me sentí pequeñín, como cuando vivía mi madre: me vi lo mismo que en aquel tiempo dichoso, cuando me recogía en el halda materna, encogía el cuerpecito, gruñía el último puchero y allí me quedaba sosegado. Me dormía y todo lo olvidaba.

Recordando estos frívolos pasajes de la infancia, depurado por la memoria de mi madre, poco a poco, suavemente, cerré los ojos y abrí la boca; respiré con más fuerza, ladeé la cabeza y hasta di una cabezada.

Me arrellané en el asiento y busqué una'postura más grata. Las ideas, las dudas, las interrogaciones, todo aquello que momentos antes era tan trágico y grandilocuente, todo aquel drama intenso y cerebral, se desvaneció.

Quiero decirte que me dormí.

Si no existiese el sueño, ¿qué sería de nuestra vida? Todas las torpezas pueden perdonársele a la Providencia en gracia a haber inventado el sueño. El sueño es un mar tranquilo adonde bajan todas las zozobras. Allí se calman los corazones, y hasta los pensamientos más febriles se tranquilizan. ¡Bendita sea la Providencia porque inventó el sueño!

Adiós, querido Leandro, hasta mañana. Te abraza tu amigo

Pedro.

II

Monasterio de la Virgen de Aránzazu, 14 de mayo de

Mi querido amigo: Me siento bastante dichoso... Por de pronto comienzo a recoger los frutos de este viaje de convalecencia: la vista de las montañas, la vecindad de las praderas y de las aguas corrientes, todo esto se insinúa rápida y enérgicamente en mi alma, esta pobre alma que, como tú dices, está enferma del mal de la inapetencia. Sí, es cierto: confío en la sana y materna Naturaleza, y espero que a fuerza de comunicarme con las montañas concluirán éstas por compadecerse de mi debilidad, prestándome un poco de fortaleza. Así sea.

Pues bien, abandoné el apeadero de Brincóla y me subieron a un coche que nos había de llevar a Oñate. Y como te decía, apenas arrancaron a trotar los caballos por la cuesta arriba, entre el cascabeleo de las bestias y los gritos del conductor formaron en mi oído una música—¿me quieres creer?...—formaron una música de lo más agradable, campesina y anacrónica que puede darse; me sentía retrotraído a los bellos y románticos tiempos de las diligencias. Esto empezó a confortarme.

Luego, los campos... Yo no sé qué singular atrae-tivo tienen estos montes vascongados que nunca puedo contemplarlos sin una especie de pueril ternura. Después de todo, la ternura infantil que me inspiran no tiene nada de inverosímil. Son unos montes familiares, adjuntos a la estirpe, compenetrados con el alma de mi casta; repito que no puedo contemplarlos sin ternura. Y estos patriarcales montes me parecían ahora como viejos leales amigos que salían a verme y a saludarme. Pero se espesaron de tal modo en cierto punto, que formaron una serie de bravas cuestas y de breñas enmarañadas, y allí verías a los caballos, los infelices, sin acertar a trasponer el puerto. Entonces yo, lleno de un ánimo valeroso, completamente desconocido ante mí mismo, decidí aligerarles el peso a los rocines y confiar a mis piernas el viaje.

Bajé del coche, alcancé la cumbre que llaman de «Inunciaga» y me paré admirado. El panorama que se abría ante mis ojos concluyó de aligerar y desentumecer mi espíritu. No has visto paisaje tan hermoso como el que se contempla desde allí alto. Una sierra enorme al lado izquierdo, queriéndose casi venir encima del espectador; unas lomas que se suceden como escalones, plantadas de hierba y de boscaje, hasta parar en la hondonada; un valle irregular, con algunas colimtas desparramadas pintorescamente, y en todo el conjunto del valle una infinidad de blancas casas, de al-dehuelas, de caminos y sembrados; finalmente, un fondo severo, en cuya lejanía se levanta un montañón peñascoso, puntiagudo y de color sombrío. Además de esto, el sol primaveral, los árboles vestidos con sus primeras hojas, algún rebaño en una remota ladera... En fin, que estoy encantado de mi viaje.

Y di con mi persona en Oñate. Este Oñate se me figuró algo así como un oasis, o algo como un rincón que se esconde muy adentro y que desea que no le importunen ni tan siquiera se acuerden de él.

En otros tiempos fué una villa muy noble, muy honrada, cabeza de una comarca considerable, y tuvo hasta su conde correspondiente; el conde levantó un castillo encima del pueblo; los caballeros e hijosdalgo levantaron sendas casas fuertes, timbradas de escudos, y este valle, con todo esto, se rodeó de cierto aparato respetable y señorial; por tener, tuvo su Universidad, hecha de un puro estilo Renacimiento. Pero aquellos tiempos pasaron; vinieron tiempos diferentes, en que los blasones no se cotizan ya, ni pueden luchar contra la soberbia de las máquinas y de las mercaderías; y las máquinas concluyeron por aislar, esconder y olvidar a la noble villa de Oñate.

La gente me pareció muy buena, con trazas de vivir bien y en una modesta holgura. Unicamente los vestigios antiguos le dan un vago tinte de tristeza al pueblo. Aquellas casonas señoriales, en cuyos portalones descansa acaso un grave jumento, ¡tienen tan honrada melancolía! Y el claustro de la Universidad, aquel patio silencioso en que vuelan las mariposas sobre un paño de césped, ¡inspira unas ideas tan remotas, unas consideraciones tan amargas!...

¡Ah! La muerte no es mala por sí misma; la muerte, en fin de cuentas..., ¡la muerte no es nada, ni tiene importancia alguna! Morir, vivir: las dos cosas se mezclan, confunden y suceden, con la misma dulzura con que dos blancas mariposas se persiguen y vuelan entrecruzándose. Pero si la muerte no es nada que nos pueda producir terror, ¡el cadáver sí, el cadáver es el enemigo malo! El cadáver es lo que entristece la vida y lo que le presta figura horrorosa a la muerte. Un cuerpo sin vida, una casa arruinada, una torre vacía, un claustro solitario y muerto, ¡esto es, esto, lo amargo y profundamente entristecedor!...

Perdóname, amigo mío, que sea incorregible en mi manía. Dejemos tranquila a la muerte: hoy es el día que menos debía acordarme de ella. Me siento feliz: me veo en mi posada de Aránzazu, señor de un cuantito blanqueado de cal, respirando un aire tranquilo y sano, escribiéndote esta carta a ti, mi buen amigo...

Pero ahora me doy cuenta de que no te lo he contado todo.

Desde Oñate hasta Aránzazu hay dos leguas bien pasadas, y cuesta arriba todo el camino, para mayor gloria de la Virgen. Los peregrinos, que suelen ser muchos, porque la Virgen de Aránzazu tiene grandes devotos en el país, suben la cuesta a pie, rezando las estaciones en unas capillitas que hay a lo largo de la carretera; pero yo, como tú sabes, no soy un peregrino de la Virgen, sino un peregrino de la montaña, y no tenía por qué subir andando la cuesta. Subí, pues, en un cochecillo.

Y era ya cerrada la noche cuando salí de Oñate, y como la luna tardaba en salir, claro es que el paisaje no podía distraerme ni darme nada. A falta de paisaje, opté por descabezar un sueñecillo; y casi me dormía, cuando el coche dio un brinco en un bache, me desmodorré, asomé la cabeza y vi a un mismo tiempo que la luna había aparecido y que el monasterio estaba ya enfrente de mí.

¿Has oído hablar de Lassa, capital del Tibet, meca del budismo? Cuentan que es una ciudad en forma de convento, colocada en el repecho de un monte, con grandes paredes lisas y con infinitas ventanas misteriosas. Pues así es como se me apareció el convento de Aránzazu a la pálida luz de la luna. Para que el efecto fuera mayor, la luna rompió su cortina de nubes, y con el refuerzo de luz se presentó el convento aún más hermoso, fantástico y sugeridor. Y todo estaba circundado de montañas... Un ruido de aguas despeñadas subía pavoroso desde la profundidad del barranco.

Entré en la hospedería cuando la gente se preparaba para acostarse. Sin embargo, disimularon lo extemporáneo de la llegada y me recibieron con mucho afecto. El mesonero me llevó a la cocina, y a pesar de mis protestas, el bueno del hombre se empeñó en que había yo de tomar «algo caliente» antes de acostarme. Ya conoces la habitual glotonería de nuestros paisanos, y su culto medicinal por la «comida caliente...» No quise reñir desde el primer día, y acepté el «algo caliente».

En dos boleos me hizo una sopa con huevos la criada de la hospedería. Comí el plato de un tirón, y cuando lo acabé me sorprendí de tanto apetito. ¡La montaña iba surtiendo su efecto!

Mientras comía, el amo de la casa creyó prudente amenizarme el rato con su conversación. ¡Es un buen hombre!

Habló de cien cosas, mezclando los gestos más exagerados con las risas más estrepitosas. Por lo que comprendí, el digno hostelero es uno de esos indi vi-duos que tanto abundan en el país; vive, como si dijéramos, «cantando». Debe de gustarle la broma, otro poco la holganza ¡y algo también el vino!... Para obligarme a beber, pues decía que el vino «calienta el cuerpo», el bravo hospedero se bebió dos vasitos de vino; y se hubiera bebido otros dos más, seguramente, si yo no me levanto a tiempo de la mesa.

Entre las cien cosas de que me habló, mentó a una hija suya, a quien llamó Teresa. Por lo visto no tiene más familia que su hija, y ésta debe de ser lo único que le impone cierta gravedad a mi regocijado hombre. Cuando nombró a su hija observé que sus ojos saltarines se entristecían ligeramente.

—¿Y en dónde está ahora su hija?—le pregunté.

—Se ha acostado temprano esta noche. Tenía jaqueca...

Y los ojos del hostelero acentuaron su tinte melancólico.

En fin, mañana la veré y podré juzgar por mí mismo la razón que tuvo su padre al llamarla «hacendosa, buena, lista y guapa».

Ahora me marcho a dormir. ¡Buenas noches! Como aquí no me sobrarán distracciones, y como el escribir es en mí un vicio capital, mañana, y acaso todos los días, te escribiré largo y tendido.

Adiós, y gracias a ti por haberme «empujado» a este saludable rincón...

III

Aránzazu, 15 de mayo

¿Quieres, mi querido amigo, que te haga una minuciosa descripción del lugar que habito, de las gentes que me rodean y de las cosas que se ofrecen en espectáculo ante mis ojos?

Sí; yo creo que debo explicarte el «medio» en que vivo: es la mejor manera de proceder con perfecto orden. Si no te describo el lugar, ¿en qué diablo mataré yo lo que me resta de la tarde?... Está lloviendo una lluvia menuda, consecuente y fría. No puedo pasear por el campo. ¿Leer? No siento la menor ganá. Prefiero escribirte.

Tendré que quitarle bastante jierro a aquel primer entusiasmo que sentí ante la aparición del monasterio. Entonces era de noche, brillaba la luna, y entre la noche, que es una soberana mentirosa, y la luna, que es la madre de la exageración sentimental, hicieron que este modesto convento de frailes franciscanos se me apareciera como un grandioso y romántico monasterio digno del lápiz de Gustavo Doré. ¡Nada de eso! Pongamos las cosas en su lugar, desmintamos a la noche y a la luna, y vengamos a decir que el convento de Aránzazu nada tiene de excepcional, al menos arquitectónicamente.

Es sencillamente un caserón muy grande, con altas paredes llenas de ventanitas, blanco, silencioso y modesto. La antigüedad de la fábrica debe de ser bien corta, y como galas de estilo, no tiene ninguna.

Sin embargo de esta sencillez, ¿querrás creerme que el convento tiene mucho carácter, mucho encanto?... Y es que a falta de arte arquitectónico humano, el arquitecto que se llama Naturaleza ha puesto todo su empeño en adornar el sitio con sus mejores detalles artísticos: soledad, silencio, montañas, poesía.

Lo mismo que al convento le pasa a la iglesia: nada de particular ofrece a la vista del arqueólogo ni a la vista del artista. Es una iglesia pequeña, con una torrecilla no muy alta. Para dar acceso desde el convento, han construido un pasadizo, a manera de puente cubierto, sobre la carretera. Y esto es todo.

Pero también, como al convento, le sucede a esta sencilla y humilde iglesia que atesora una poesía particular, un encanto inefable. El pórtico, por ejemplo, está situado en lo hondo, después de una ancha escalinata; y en el seno de ese pórtico ¡hay una penumbra tan grata, tan mística, tan reconfortante! Dentro de la iglesia no existe nada tampoco: ni esculturas notables, ni cuadros antiguos, ni reliquias de artística labor. Y a pesar de esto, ¡se siente aquí uno tan bien, tan tranquilo y tan lejos del mundo! Y el órgano ¡suena de un modo tan ingenuo en este íntimo lugar! Ya conoces mi adoración por el órgano.

De la posada en que vivo, ¿qué te contaré? Es como todas las posadas. Pero como aquí no hay paso para ninguna parte, como no se ven más viajeros que los peregrinos, y éstos no vienen todos los días, ocurre que estoy libre de ese plebeyo vaivén de las fondas al uso. Ni carromatos a la puerta, ni arrieros que entran a beber, ni compadres, ni gente dudosa y trashumante: aquí no hay nada de eso. Mucha calma, mucha limpieza, y un ambiente mezclado de pastoril y de eclesiástico. Fuera del olor de la cocina, aquí se disputan el reino del aire por una parte el olor a incienso, y por otra el olor a suero o a corderillos mamones. A veces llega una tufarada de incienso por la puerta de la iglesia; pero en seguida llega otra tufarada de leche cuajada, de queso rancio... Estos pastores parece que se remojan en grasa de queso por la mañanita; y el caso es que vienen limpios, con la camisa recién mudada.

Tengo un cuarto de regular dimensión, blanqueado de cal, con una ventana que se abre sobre la barrancada: ¡entran el sol y el aire en proporciones pasmosas! Tengo una cómoda, una mesilla de pino para escribir, cuatro sillas de paja, una cama muy espaciosa; todo muy limpio y acondicionado. Y en las paredes tengo, para que se distraigan mis ojos, un Cristo de relieve, una aguabenditera con la imagen de la Virgen de Arán-zazu, otra imagen de la misma Virgen en estampa, otra Virgen más, bordada en colores, con la fecha al pie y la firma de la autora: 1893. «Pilar Bolívar y Ulíbarri me hizo.» Como comprenderás, ¡estoy bien defendido del demonio!

A la hora de la comida he tenido ocasión de tratar a mis compañeros de casa. Se empeñaban en servirme la comida dentro de mi cuarto, pero yo me opuse a tamaña profanación; ¡precisamente lo mejor de estas posadas es la cocina!... De modo que he yantado junto al fogón, en la amable compañía de un perro canelo, que se ha hecho ya mi más entrañable e inseparable amigo; de una criada, que es la que nos sirve, y del patrón y su hija. Actualmente no hay huésped alguno en la casa, fuera de mí.

La criada es navarra, oriunda de Echarri-Aranaz. Tiene pocos atractivos físicos; en cambio, posee una devoción que raya en lo inaudito. Como su único ideal consiste en irse a un convento de monjas que hay allá en su tierra, la pobre mujer está ahorrando peseta tras peseta desde los quince años, para reunir el dinero de la dote. Casi lo ha reunido ya, y esta buena mujer, curioso ejemplar de constancia y de firmeza en los propósitos, verá colmadas sus ilusiones a la entrada del invierno. Se encerrará en su convento, y en paz. ¡Cuántas vidas oscuras andan por el mundo, que están llenas de misterio y de intensas, reconcentradas pasiones espirituales!

El patrón, como te dije ya, es un tipo encantador. Se llama Pello-Mari. ¡Gran hablador, gran incoherente y gran chascarriílero! El buen hombre vive aquí, entre las breñas, como fuera de su centro, como ardilla enjaulada. Vino con su mujer y su hija desde Beasain, y tomaron esta fonda; mejor dicho, fué su mujer quien la tomó, porque él es incapaz de ninguna obra seria. Su mujer, según él mismo cuenta con palabras conmovidas, ¡era una «valiente mujer»! Probablemente sería una de esas heroicas mujeres vascongadas que cuidán de la familia, educan a los niños, gobiernan la casa y sacan adelante el negocio, y aun les queda corazón para permitir que sus maridos se estén en la taberna cantando zorcicos.

Pero se murió la heroica mujer, y mi Pello-Mari tiene que atenerse a su trabajo y a su posada. ¿Pero qué trabajo? La hija es ahora la que sustituye a la madre; el padre se ocupa... ¡en guisar! Yo no he visto hombre que considere tan alto y tan interesante el arte de cocinar. Entiende de guisos que es una maravilla. Y le merecen tal respeto las cacerolas y las salsas, que no permite que nadie se entrometa cuando él está cocinando. Guisa, riñe a la criada, conversa con el perro, canta, ríe, todo a la vez. ¡Yo le oigo con la mayor de las simpatías! Me ha confesado que es versolari, y que en sus tiempos de juventud se iba por las ferias con otros amigo tes a contender en las disputas de poesía aldeana. Dice que era muy famoso, y que hacía versos muy bonitos... Me ha asegurado, en fin, que su mujer se enamoró de él por una canción que la dedicó cierta noche de San Juan. gj

También tenemos en casa a un muchachón, cuya vida es un tanto vaga. Hace de mozo, de correo, de mandadero, de cuanto se ofrezca; y cuando llegan algunos señoritos de la ciudad, les sirve de guía para subir a Aitzgorri. No lo he podido ver más que un momento.

A propósito me he dejado para el final a Teresa, la hija del posadero. ¡Si la vieras, mi querido amigo!...

Es de buena estatura, erguida, suelta y fuerte de cuerpo; tiene esa incomparable arquitectura física que tanto distingue a las vascongadas. Es decir, que, sin ser hombruna, es fuerte y arrogante; sin ser descocada, es esbelta y airosaf siniser ñoña, es encantadoramente dulce y amable. Y sobre todo, ¡aquel aire tan femenino, aquella aura de honestidad, con un poco de tentación sensual!...

Es una hermosa y buena chica. Muy amable, muy inteligente. Y laboriosa como ella sola.

En cuanto a su naturaleza íntima, no sé... He observado en sus ojos algo... ¡Bah! Serán aprensiones mías.

Me llaman a cenar. Hasta mañana.

IV

l6 mayo.

Amigo Leandro: Tu «pobrecito» Pedro está curándose. Me siento bien. Creo que pronto podré escribirte la frase definitiva: Soy dichoso.

Aquí es donde espero poner en orden mis asuntos del alma, que andaban bastante revueltos y confusos. No pienso trabajar nada ni preocuparme de ningún negocio; mi única labor consistirá en escribirte, y esto me servirá de alivio. Estaba abrumado por el trajín de la corte, completamente deshecho. Aquí no sentiré pesar sobre mi ánimo la grosería de la muchedumbre; porque entre las variadas molestias que nos brinda el mundo, para mí la más mortificante es la molestia de la muchedumbre, expresión patente de la animalidad y plebeyismo humanos. Quiero estar solo conmigo mismo, a solas con la Naturaleza, bien cerca y en contacto con ella. Y no quiero ver sino pacíficos animales, de esos que no fastidian, como fastidia el hombre. Y no escuchar tonterías envueltas en ropaje sabio.

En efecto, hoy me he levantado de la cama y he sentido algo como la caricia de un terciopelo muy suave, algo como la sensación de que me han quitado una carga enojosa. ¡Qué silencio, qué gran sencillez alrededor, y qué bondad rústica, inocente, en las cosas! Los hombres miran de otro modo distinto, y los ruidos son más lentos; las mismas horas parecen más largas.

Observo con verdadero asombro que aquí mi espíritu puede percibir la ondulación sosegada del tiempo, como si fuese una cosa material y sensible; me figuro estar viendo desdoblarse el tiempo, y que pasa ante mí con paso lento y grave. En la ciudad, al revés, el tiempo se me figuraba un algo irreal que no existe. Aquí en el pueblo puedo verme a mí mismo, poner la mano sobre el corazón y sentir el latido de la vida. Aquí me poseo, aquí me siento vivir.

Encuentro que la casa donde me hospedo, aunque no muy lujosa, es grande y confortable. Tengo, según ayer te dije, una amplia habitación, blanqueada con cal, muy limpia; una cama antigua en un extremo, una ventana abierta sobre el lado del barranco, otra ventana sobre el monte, un arcón de madera tallada y un suficiente espejo.

Di un paseo a lo largo, otro paseo a lo ancho, y he visto que el cuarto está bien. Abrí la ventana y miré a lo lejos, hacia las oscuras montañas: también eso está bien. He levantado la tapa del arcón y sale un olor a hierbas aromáticas que me satisface. Después me he mirado al espejo larga y fijamente, sintiendo aquella extrema e indecible sensación que nos corre por todo el ser cuando nos abismamos en la contemplación de nuestro propio gesto, de nuestros ojos, puertas por donde quiere asomarse el alma.

En fin, he llamado y acuden con el desayuno. Al mismo tiempo que el desayuno llega un gato de color rubio, tan lindo, tan redondo, tan inteligente gato, que otro igual sería difícil encontrarlo. Llega el gato caminando pasito, con la cabeza no muy alta, y mientras camina, por un exceso de pulcritud va sacudiéndose las patitas para expulsarlas el polvo: todo él es la misma limpieza y hermosura. Y cuando llega al centro del cuarto, sin titubear un segundo salta, siéntase en una silla junto a mí y me mira recta y profundamente con sus redondos ojos. Asiste impasible, sin pestañear apenas, a mi desayuno, y cuando quiero pagarle la visita con una sopa de leche, el gato rehúsa la oferta.

«No quiero—parecen decirme sus ojos enigmáticos—ningún pago a mi amistad; yo soy tu amigo gratuitamente.» Sólo acepta una caricia, y ésta la sabe gustar con profundo agradecimiento. Enarca el lomo, se relame los labios, entorna los ojos y pone rígida la cola; por último, gime cariñosamente. Es un gato sensual, lleno de sentimiento y sabiduría.

Terminado el desayuno, me vuelve a tentar el espejo y vuelvo a mirarme en él. Viene la luz del día por la abierta ventana, y al dar en mi cabello lo hace brillar como un oro; pero uno de esos rayos de sol, el más indiscreto, da en un cabello que no es rubio ni es moreno, sino blanco. Una cana... La he visto, y he procurado atraparla con los dedos, y cuando la atrapé la he arrancado inmediatamente. Pero viene otro rayo de sol y descubro otra cana, y mis dedos vuelven a buscarla con diligencia; hasta que me he puesto a reír... ¡Pero después de reír me ha entrado una enorme tristeza!

La juventud se va escapando, ésa es la verdad. ¿Quién es capaz de ver tranquilamente alejarse la juventud? Hay individuos que parecen nacidos para una juventud perpetua; eso me sucede a mí, y por eso precisamente me entristece el anuncio de la vejez. ¡Cómo resignarse a la vejez, amigo Leandro!...

Pero observo que la manía clamorosa vuelve a dominarme. ¡No lo haré más, Leandro! Nunca tuve menos motivos que ahora para quejarme. Tengo salud, estoy tranquilo: ¿qué más puedo"pedir?

Hasta mañana. Recibe un abrazo de

Pedr®.

V

iy de mayo.

¿Sabes, Leandro, que en este rincón de la montaña comienzo a vislumbrar un misterio?... En estos tiempos protervos nada queda ya inmune; ni los más apartados riscos se ven libres del demonio.

Ahora resulta que Aránzazu tiene su demonio correspondiente. ¡Y yo que venía a anegarme en la idílica paz campesina! Pues no, señor, no existe tal paz campesina en Aránzazu. Vive aquí un demonio, ni más ni menos que un demonio. ¿Sabes quién es?... Asómbrate, amigo mío. ¡Es Teresa!'

Voy a contarte el caso.

Te hablé de un chicarrón que vive aquí «a la que salta», y que hace de todo, lo mismo de criado que de cartero; se llama Manu, y me parece que es un chico honrado, pero holgazán. Antes trabajaba en el campo; pero me lo llevaron a servir al Rey, y el buen mozo se acostumbró a la vagancia; volvió del servicio, le hizo la cruz a la azada, y aquí le tienes, viviendo libre e independiente.

Este Manu, viéndome ayer errabundear por los alrededores, se acercó a mi lado y quiso hacérseme propicio. Comprendí la intención y le dejé hacer; después de todo, el hombre vive de eso, de acudir a cuanto se le manda y de ver cuándo cae una propina. Charló el hombre cuanto supo. Me contó su vida de militar, me explicó la topografía del país, me brindó una excursión al pico más alto de la sierra de Aitzgorri, y, guiñando el ojo, me habló de una venta que hay allá lejos, hacia Oña te, en donde encontraríamos muy buena sidra, buenas magras de jamón y una ventera de treinta años, alegre y guapa. Después de esto, el hombre pasó a revelarme los secretos del convento y de las dos posadas que viven a costa del convento.

Me habló de Teresa. Y me contó unas cosas tan terribles...

—¿Usted ha visto esa chica, que anda por ahí como si tal cosa? Pues dicen que tiene el diablo en el cuerpo...

Yo me eché a reír cuando Manu me dijo cosa tan absurda. Pero el hombre se picó, y de un tirón me contó lo que ahora voy yo a contarte.

Teresa llegó a Aránzazu cuando aun no había entrado en la pubertad; aquí creció, aquí se hizo mujer y aquí se abrió la flor de su belleza. Antes que ella llegase, en Aránzazu no existía ninguna mujer. Había, sí, dos o tres mujeres, pero eran ya viejas o muy abatidas por el trabajo; en cuanto a las pastoras, ésas viven desparramadas por los montes y no bajan al convento sino los domingos a oír misa. De modo que Aránzazu, con sus varias docenas de frailes, era un lugar perfecto de celibatismo, en donde la mujer no tenía parte ni el eterno femenino turbaba la paz monacal y campesina.

Todo era aquí puro antes; nada, ningún aroma de sensualidad se entrometía en la vida de tantos hombres atormentados por el ideal místico. Pero llega Teresa, crece, se hace una jovencita hermosa, alegre, cantarína, llena de salud, sonrosada, respirando vigor, y Aránzazu, el místico, el solitario Aránzazu, empieza a estremecerse ante la gran tentación femenina.

Figúrate a un santo en el desierto, que ha huido del mundo precisamente por escapar a la eterna tentación de la lujuria; figúrate que ese santo despierta y halla junto a sí una doncella más fresca y juvenil que una rosa. ¡Figúrate el tormento de este austero santuario!... La mujer ha penetrado; el olor de la mujer ha impregnado el aire; la risa de la mujer tintinea continuamente en los oídos de todos esos hombres célibes. Hay en el santuario como hálitos de pecado; pasan sobre los pechos de estos hombres como ráfagas calientes, sensuales y juveniles. ¡El convento se halla en guerra!

En aquel primer período, me dice Manu que era Teresa la muchacha más linda de Guipúzcoa. Su pelo castaño, abundante, le caía sobre la redonda nuca y formaba sobre sus sienes dos ondas abultadas; su tez, que ahora ha empalidecido, entonces tenía la misma frescura de una flor; sus ojos grandes y húmedos miraban siempre con franqueza, con atrayente amabilidad; su cuerpo, que hoy tiene las líneas tan bellas y suaves, entonces era más regordete, más opulento; y en fin, la muchacha era tan alegre, que se pasaba el día riendo y cantando.

Llegaron los veinte años, y aquello fué una verdadera explosión de belleza. Se dice que el padre prior avisó a Pello-Mari, exhortándole a que cuidase un poco de su hija, que la previniese... Pello-Mari, que es un hombre inocente y honradísimo, atendió con mucho t 3

respeto la advertencia del padre prior, pero en realidad no le hizo caso. ¡A buena parte iban con exhortaciones de recato! El posadero dijo a su hija que se riera cuanto quisiese, que cantara...; pero la rogó que, para reír y cantar, se retirase a la trasera de la casa, donde los frailes no la oyesen.

Pero la guerra estaba armada y no valían precauciones; el demonio había entrado en el convento y empezaba a trabajar. Había un fraile joven, rubio, delicado; tenía una voz de tenor admirable, y él se encargaba de cantar el Credo en la misa mayor; dicen que era un ángel cantando. Pues bien, este fraile vió a Teresa, se enamoró de la muchacha, se puso triste, cada vez más triste; cometió unas cuantas tonterías; empezó a desvariar: al fin se lo llevaron al manicomio de Santa Agueda, loco perdido...

Al enterarse la chica, cayó en una especie de estupor. Cesó de cantar, adelgazó; buscaba los rincones escondidos, y allí se pasaba las horas como asombrada. Hasta que el tiempo lo arregló todo.

Sin embargo, la chica salió de aquella crisis transfigurada. De entonces acá su tez se ha hecho más blanca, sus ojos se han hundido un poco y ya no canta como antes. Ahora es menos fresca, menos opulenta... Aunque Manu no ha sabido explicármelo, yo conjeturo que la chica, de inocente y risueña que era, se ha convertido en mujer. Vivía, en un estado de infantilismo; al llegar a los veinte años la sorprendió la noticia del amor. El amor le ha profundizado el alma.

No acaba aquí todavía. Como si el amor y la sensualidad fueran pestilentes, a la chica van persiguiéndole nuevos casos de locura erótica. ¡Debe de haber una epidemia amorosa en estas montañas! Después del fraile rubio vino un pastor, y éste lo ha tomado por lo salvaje. Al principio rondaba la casa mañana y tarde, y más de una noche se le vió acechando la ventana de la alcoba en donde duerme Teresa. Tuvo que salir un día Pello-Mari y amenazarle con soltarle un tiro si insistía en su ronda nocturna. El pastor no ronda hoy como antes; pero a veces, cuando más entretenida se halla, ve Teresa a lo lejos, en lo alto de un risco, plantado al pastor, que la mira...

Hay todavía más. Cuando se volvió loco el fraile rubio, pusieron de sustituto a otro fraile alto, moreno, pálido, de mirada intensa; tiene una buena voz de barítono, y canta el Credo con acento admirable. Pero este fraile ¡también se ha enamorado de Teresa!

Y ocurre que a éste le ha dado la manía por expresar con el canto su pasión amorosa. Al cantar el solo del Credo en la misa, su voz adquiere un timbre emocionado, como si en aquel solemne momento se confundieran dentro de su alma la pasión mística y la pasión erótica..., y dice Manu que hasta ahora no se ha oído nunca un efecto musical tan sorprendente. Dice que es conmovedor... Mañana bajaré al templo a oírle.

¿Qué te parece, mi querido amigo? Ya ves que tengo con qué distraerme en Aránzazu. Yo pensaba dedicarme todo entero a los biche jos del campo y a las nubes del cielo; pero tendré que dedicarles alguna atención a la8 personas. ¡Es justo! Al fin y al cabo las personas son lo más interesante que hay en el mundo: no he dicho bueno, sino interesante

Y esta Teresa empieza a interesarme de veras. Sin embargo, tendré en cuenta el consejo de Manu, quien me ha advertido, con voz baja y temblona, del peligro que hay en esa espiritual y hermosa muchacha.

—Tenga usted cuidado, señorito—me dice Manu—: tenga cuidado, porque esa chica tiene maleficio...

Pobre Teresa!

VI

l8 de mayo.

Mi buen Leandro: Hoy amaneció el día lloviznando; ha hecho una mañana completamente desoladora. Parecía que estuviéramos en pleno mes de noviembre.

Las nubes se agarraban a las montañas obstinadamente, y por la cuenca de los barrancos descendían las nieblas ni más ni menos que si fueran rebaños de albos fantasmas. A veces clareaba un poco el espacio, y entonces, con la ayuda de una tenue luz, el paisaje adoptaba aspecto singular, muy bello y sumamente sugestivo: algo como paisaje de leyenda germana. Pero pronto se iba la tenue claridad y volvía la bruma espesa, la llovizna persistente, y todo el país quedaba anegado en sombra húmeda.

Gracias le doy al domingo, que ha moderado con su poca de alegría la fealdad del cielo. La campana de la iglesia no ha parado de repicar; a este repique han respondido hasta una veintena de individuos, entre la gente de las dos hospederías y los pastores del contorno. Todos nos hemos metido en el templo.

Oficiaba un fraile anciano, de venerables y blancas barbas; otros dos frailes le asistían como acólitos. Los hombres mos hemos situado en la parte delantera, casi pegando al altar, mientras las mujeres se replegaban al fondo de la nave. Me he pasado toda la misa contemplando a un muchacho que apenas si llegaba a los quince años; el hombrecillo tenía la apostura más pintoresca que se puede pedir. Abarcas bien ceñidas, zamarra color de violeta, con presillas rojas, y un gran palo, sobre el que se apoyaba varonilmente. Su rostro ofrecía un aire como de otra época, como del fondo del medioevo; daba la sensación de un ser arqueológico.

¿Hasoído alguna vez el «canto llano»? Yo no me canso nunca de oírlo. Esta mañana ha sido para mí de completa fiesta, y en verdad te digo que durante algunos minutos me he visto sumido en un verdadero transporte, en algo de eso que los místicos llaman arrobo o exaltación del espíritu. Ligan y se funden tan divinamente los graves acordes del órgano y las robustas voces de los hombres, que esa música le sumerge a uno en la región de lo sublime. Bien lo sabe la religión; y de ahí que la religión haya puesto un esmero tan grande en perfeccionar y depurar continuamente la música litúrgica. ¿Qué sería del Cristianismo si le faltase el canto, combinado con el órgano?

¡Ah! La música religiosa tiene tal atractivo, que aun aquellos que han salido de la religión no pueden resistir la sugestión del órgano, de las voces del coro, del canto de los tiples en las fiestas de mayo. Yo creo que los sistemas políticos y las religiones, cuando no pueden resistir los ataques de la razón, de la lógica y de los nuevos tiempos, se refugian en la música y allí viven, permanecen y resultan casi invulnerables. Podrás reírte, por ejemplo, de los absurdos de la Revolución francesa; pero oyes el himno marcial, arrogante, glorioso y en tu-

LA VIRGEN DE ARANZAÜ siasta, el himno sublime de la Marseltesa, y tu risa desaparecerá de tus labios y no podrás menos que conmoverte. Podrás, si quieres, reírte de los absurdos de un predicador pedestre y vulgar; pero sonará el órgano, cantarán unos niños una de esas canciones aladas, propias de serafines, y tu alma temblará como si asomase a las puertas del Cielo... ¡La música es un arte muy poderoso contra el cual no valen sonrisas!

De pronto, cuando más embebido me encontraba, ha llegado el momento de «alzar»; y me ha entrado un escalofrío...

¿Cómo te explicaría yo esto? Una voz ha sobresalido entre todas; pero una voz que parecía una queja y a la vez una exaltada invocación... La voz era fuerte, bien entonada y se movía con una gran flexibilidad: era la voz de un sincero artista. Pero el tono externo de la voz era lo que menos me importaba a mí; el interés estaba dentro de la voz, en las interlíneas del recitado. Me acordé de Teresa... ¡Sí, es verdad lo que me contó Manu! Aquella voz no podía salir sino de un pecho enamorado. Tenía una cadencia especial, que a veces se arrastraba y languidecía, mientras que otras veces se aceleraba, se exaltaba, como si la inspirase un anhelo impaciente y angustioso. Ahora la voz parecía una lamentación, ahora parecía un grito de dolor que no se atreve a manifestarse del todo y que se interrumpe temblando...

El venerable fraile, entretanto, estaba orando delante del altar, antes de beberse el cáliz; sus ayudantes balanceaban los incensarios, y una nube olorosa ascendía gravemente hasta los pies de la imagen de la Virgen. Y sonaba la voz en el coro, crecía el canto en emoción y el órgano se iba apagando gravemente, como para dejar que el canto del hombre se manifestase libremente en el momento sagrado de la misa.

¿No era aquello un sacrilegio?... Mezclar el amor de Dios con el amor carnal, ¿no es un nefando maridaje? Pero... un amor que se manifestaba en aquella sublime forma, aunque fuese un amor terreno, ¿podría llamársele amor camal?

En fin, aquello se acabó; y se volaron el incienso, el órgano y el canto gregoriano; y salimos al aire libre, al aire de la realidad. Pero me detuve en la puerta un instante, y al volverme vi... ¿a quién? A Teresa en persona.

Pero tú dirás: ¡Cuánto le preocupa a mi amigo esa mujer!... Y es verdad; me preocupa cada día más, y creo que concluiré por creer a Manu. ¡Esta mujer tiene maleficio!...

Mi preocupación ha crecido desde esta mañana, precisamente desde el momento en que me volví y la miré pasar, rozando conmigo. Aquel gesto de su cara, aquella mezcla de dolor y de resignación, aquella palidez inusitada, aquellos ojos hundidos... ¡y sobre todo aquella belleza que entonces me pareció más espiritual que nunca!

Es cierto, sí; esta mujer tiene algo singular sobre y dentro de su persona. No he podido resistir a la tentación de seguirla hasta el umbral de la hospedería; allí la he alcanzado, y sin tener en cuenta ninguna clase de discreción la he interrogado:

—¿Qué le pasa a usted, Teresa? ¿Qué tiene usted esta mañana?

—Nada, no tengo nada...—me ha respondido.

Su boca se cerraba con un gesto de dolor, sus ojos brillaban de un modo extraño; se ha metido en casa y al poco rato la he visto aparecer de nuevo. Pero había cambiado ya; su gesto ya no era doloroso y sus mejillas no conservaban la intensa palidez de antes. Es posible que esta mujer tenga un alma enérgica, capaz de los más violentos disimulos.

La he interrogado otra vez:

—¿Qué es lo que le pasa a usted hoy, Teresa?... Pero no me ha dejado seguir. Su rostro sonríe, sus ojos me miran alegre y amablemente; hace un gesto pueril y se va.

¿Que por qué te cuento estas minucias? No sé... jEa, adiós! Mañana saldrá el sol y estaré más alegre. le abraza tu amigo

Pedro.

VII

21 de mayo.

Hace ya tres días que la lluvia no quiere abandonarnos. Tendré que hablarte de la lluvia, puesto que no hay otra cosa de que hablar.

Sin embargo, no me quejo en absoluto; esta lluvia menuda y pertinaz tiene también su poesía. Todo está callando; todo, desde las plantas hasta los animales, sin contar las personas, parece que están meditando sobre cuestiones abstrusas; la bruma, la calma, el gran silencio, hacen a los seres y a las cosas ensimismarse y meterse dentro de sí.

Dicen que los países de sol resultan los más propicios para la vida contemplativa, y es indudable que las sectas monásticas han tenido su origen en los climas cálidos, desde los monjes budistas hasta los monjes de la Tebaida; el sol, las horas iguales y abrumadoras de los páramos, indudablemente son inmejorables para estarse mirándose el ombligo espiritual. Pero un día cerrado de lluvia, ¿es acaso menos propicio para la meditación y para el examen metafísico? Yo creo que en los países brumosos es donde el alma inquiere hasta una profundidad mayor; esta calma, este absoluto silencio de un día de lluvia, hace a los seres rumiadores. Rumiando los problemas del alma y de ultratumba es como ha salido de los nebulosos países septentrionales toda esa cantidad de metafísica y de reformas religiosas.

Aquí estamos toda la gente en un estado como de somnolencia. Hasta Pello-Mari anda abrumado por el peso de la lluvia. Habla poco y hace sus guisos con menos entusiasmo. En cuanto a mí, paso las horas leyendo un libro que encontré en la biblioteca del mesón y es nada menos que... la Biblia. No sé cômç ha podido llegar hasta aquí ni quién lo dejó olvidado. Es un libro interesantísimo, como tú sabes bien.

Anteayer llegó un sacerdote, seguido de su anciana madre. Esta pobre señora tiene el aspecto de una ruina moral; viene a rezarle una novena a la Virgen, y basta con verla para comprender que se trata de un ejemplar de religiosidad aguda, de la que tantos frutos da nuestro país. Habla poco, suspira mucho, no presta atención a ninguna cosa. En cuanto acaba de comer se marcha a la iglesia; después de cenar se retira a su habitación, y allí vuelve a rezar. Lo poco que habla se refiere a las ánimas, al infierno, a la muerte.

Debe de vivir, como tanta gente del país vascongado, bajo la obsesión de la muerte y del infierno. ¿Has observado, mi buen amigo, que la religión de los vascos gira casi entera alrededor de las ánimas del Purgatorio? Parece mentira que una gente tan robusta y audaz para el trabajo y la vida, sea tan cobarde para las cuestiones de la muerte.

Al hijo de esta señora aun no lo he podido calar. Se muestra, como su madre, muy sobrio de palabras. Sólo he advertido en él dos rasgos significativos: cuando ve pasar a Teresa frunce el ceño, y cuando Pello-Mari canta alguna chuscada, también frunce el ceño... Probablemente este señor sacerdote será un enemigo del mundo, un sincero fanático. A mí, como tú sabes, los fanáticos no suelen disgustarme del todo, porque son sinceros, y la sinceridad es siempre digna de respeto e interés.

Ando tras de una coyuntura cualquiera que me permita hablar largo y tendido con Teresa. Quiero desentrañar el misterio de esa alma femenina. Pero fuera de algunos retazos de conversación, no he logrado todavía explayarme con ella.

¡Es tan amable, tan solícita y delicada! Pero es al mismo tiempo un alma fuerte, y se recata; hay en ella un exquisito pudor, que la hace inviolable a los requerimientos de la curiosidad.

Ya he conseguido mucho; creo que he logrado su amistad... Cuando menos, sé positivamente que le merezco confianza.

¡Y qué! ¿Empezarás a sospechar? ¿Sentirás ya miedo por tu amigo? ¿Crees que voy a ser una víctima del maleficio de esta mujer extraña?...

VIII

24 de mayo.

Antes de abrir tu carta sabía ya lo que me ibas a decir. «Que tenga cuidado, que soy un sentimental impenitente, que mis nervios necesitan sedativos mejor que excitaciones pasionales...» ¡Bah! No pases temor; yo me cuidaré. En último caso, ¿te parecería mal una aventura entre estas montañas?... Aventura platónica, ¡claro es! De esas que no afectan a la neurastenia.

Pues sabrás que tengo mucha suerte, y que voy camino de insinuarme en el alma de esta bella muchacha. He andado gran trecho hacia el corazón de Teresa. Voy a contártelo.

Teresa tiene por costumbre esconderse en un lugar solitario, cuando el trajín de sus quehaceres la dejan libre un par de horas. Allí se sienta, debajo de una copuda haya, y allí se dedica a bordar unas flores entrelazadas con unas mariposas. Se sienta a bordar; ¿pero en realidad borda?... Yo más bien creo que sueña.

Esta haya secular parece puesta por un hada del ensueño. Aislada en la ladera del monte, tiene como telón de fondo la grandiosa inmensidad de las montañas, el áspero horizonte, los bosques que se hacinan en las sinuosidades de los barrancos; y como individuos que animan la soledad del paisaje, no están más que los moscardones, los grillos, los humildes biche jos, y en la lejanía tal vez un rebaño de ovejas que cruza por una solitaria loma. Allí se oye al viento hasta en sus más leves gemidos; allí no se pierde ni el menor suspiro de la brisa; allí, en aquel silencio, el oído distingue cualquier pormenor de la grave y profunda melodía de los campos.

No hay nadie; no se ve rastro de hombres, ni de pasiones humanas... Allí se sienta Teresa, extiende el bastidor del bordado, mira a lo lejos y, mirando al horizonte, se le pasan las horas... Piensa. ¿En qué?...

Hoy me he atrevido a romper el recato de este refugio femenino, de este sagrado lugar en que se esconden los sueños de una doncella. La he visto desde lejos, reclinada en el árbol, con la mirada en la línea donde se juntan el cielo y la tierra; pero no he querido abordarla de sorpresa. Una tonadilla que silbaban mis labios ha puesto a Teresa sobre aviso. Se ha rehecho al instante, ha separado los ojos de la lejanía y los ha clavado en la labor del bordado con un perfecto femenino disimulo. El gesto de su cara ha cambiado también; si antes era vago, como anhelante o como lleno de una delicada melancolía, ahora es un gesto natural. Se propone demostrarme que el bordado atrae toda su atención... ¡Oh discreto santuario del alma femeninal

—Buenas tardes, Teresa.

Y Teresa medio se ha incorporado, saludándome con una de sus más alegres y francas sonrisas.

—Entonces, ¿es aquí, Teresa, donde se esconde usted por las tardes?

—Sí, aquí es. Pero no vengo siempre...

—Hermoso lugar. El silencio que lo rodea, el espectáculo de las desiertas montañas, la claridad del cielo, todo eso hace del sitio un admirable refugio para...

Me detengo turbado. Pero Teresa es valiente, y aunque empieza a comprender, quiere obligarme a confesar toda mi indiscreción.

—¿Para qué? Acabe usted.

—Pues bien, éste es un admirable sitio para esconder un alma; un bello rincón para soñar.

Teresa presiente que yo no ignoro su secreto; sabe también que la he sorprendido en un momento de melancolía, de triste debilidad. No pretende, pues, engañarse queriendo engañarme.

Ha cesado de sonreír; sus ojos se nublan ligeramente; adquiere su rostro un tono de dulce gravedad. Mira a lo lejos, y dice con un tono extraño, desconocido hasta ahora para mí:

—Tiene usted razón; aquí se sueña bien. Nosotras las mujeres tenemos varias necesidades, sin las cuales pueden vivir tranquilamente los hombres; cada una de estas necesidades es un secreto... ¡La mujer está llena de secretos y de alcobas cerradasl Yo siento la necesidad de divagar, y ésta era mi alcoba cerrada, que usted ha entreabierto...

—La casualidad fué quien me condujo hasta aquí...

—¿Sólo la casualidad?...

Al pronto no supe qué responder. En realidad, no estaba yo muy al corriente de mis sentimientos, ni de la clase de curiosidad, simpatía o mera indiscreción que hacia Teresa me guiaban. Así es que me quedé indeciso, de la misma manera que se quedan los cadetes ante su primera conquista.

Teresa me miró; mejor dicho, me examinó de una sola y amplia mirada, y en seguida sus labios se entreabrieron con una sonrisa indescifrable. Pero pronto desapareció aquella sonrisa; sus labios volvieron a plegarse tristemente.

—¿Ve usted?—la dije yo entonces—. Su rostro se ha vuelto a nublar, y apenas si la sonrisa ha durado en sus labios un segundo. ¿Y aun se extraña usted, Teresa, de mi curiosidad?

—Pero bien, esa curiosidad, ¿por qué?... No se tiene curiosidad por las cosas indiferentes...

—¡Naturalmente que no! ¿Y ha podido usted suponer que me fuera indiferente su vida?

—¡Pero si mi vida no tiene nada de interés! A mí, a una pobre mujer que vegeta entre estas montañas, ¿qué quiere usted que le ocurra? Usted viene del mundo, de las grandes ciudades, donde las pasiones toman una forma aparatosa, donde los conflictos sentimentales son muy intensos; llega usted aquí, me ve, acaso sorprende en mi ademán o en mi rostro algo que usted cree tendencioso, y ya quiere usted componer un drama descomunal. ¡No, no! En Aránzazu no ocurren dramas.

—Sin embargo, yo tengo noticia de cierto drama que aquí se está fraguando entre la posada y el convento...

Dije yo esto con la más audaz de las imprudencias, y no hice más que decirlo, cuando el rostro de Teresa se demudó, sin que le valiese a la muchacha entonces su discreto disimulo. Sus ojos me miraron despavoridos, su cuerpo quiso ponerse en pie: parecía un reo a quien de improviso delatan. Su voz se hizo temblorosa, humilde.

—¿Conoce usted la historia?—murmuró—. ¡Ah, yo creí poder ocultar mi secreto a mis amigosl—continuó diciendo con un tono que me conmovió hasta el fondo del alma—. Pero ya veo que es imposible. ¡Y es que debe de transcender de mi persona un algo maléfico, extraño!... ¿Por qué ha descubierto mi secreto? Yo quería que entre usted y yo no existiese ninguna sombra ni ninguna impureza; ¡pero no ha sido posible!... Se me ocurrió consolarla, y en vez de arreglar el conflicto creo que lo embrollé todavía más.

—Vamos, Teresa, no se afecte así. El que yo conozca su secreto me parece que no es ningún motivo de desolación; después de todo, si nuestra amistad ha de ser verdadera, vale más que desde el principio nos conozcamos. Además, usted no tiene derecho a pronunciar la palabra impureza; lo impuro no está en usted, sino en la imaginación y en los torpes sentidos de los hombres...

—¡No, no! La impureza está en mí, en toda mi persona... ¡y yo no puedo remediarlo! ¡Oh qué desgracia y qué asco!...

Y la muchacha, diciendo esto, se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar. ¡Valiente situación la mía! Estaban dándome ganas de machacarme la cabeza por imprudente, por indiscreto. Yo, con mi torpeza de hombre ciudadano, había removido el amargo poso de aquel corazón femenino, de aquel corazón que tal vez reservaba para mÇsu^homenaje de simpatía y de pudor.

De pronto, sin preámbulo alguno, Teresa se levantó de junto al árbol y se dispuso a marchar. Me miró —¡qué incomparable mirada aquélla!...—» y antes de irse dijo:

—Adiós. Olvide usted esta escena, yo se lo ruego. Usted es bueno y caballeroso...

—¡Sí, Teresa; puede usted afirmarlo! Pero no me pida lo imposible: yo nb podré olvidar esta hora de melancolía...

—Pues olvídela usted. ¿Para qué acordarse de la tristeza?

—En ese caso, procuremos tener otros momentos, otras horas más alegres, para que después las recordemos... Mañana, otro día cualquiera, ¿no podríamos reanudar nuestros coloquios?

—No hay inconveniente. Pero, ya que conoce mi secreto, acuérdese del maleficio...

Sonrió, hizo un gesto de adiós con la mano y bajó a pequeños brincos por el sendero, hasta ocultarse en la hondonada. Yo estuve mirándola como un idiota, y cuando desapareció, aun seguía mirándola...

¡Adiós, amigo mío! Hay un destino que nos guía, y que nos lleva hasta el borde de la felicidad con la misma energía ineludible con que nos arrastra al fondo de la desgracia.

IX

27 de mayé.

Mi querido Leandro:

Desde el fondo de estas montañas, en la soledad de este retiro religioso, no acierto a escribirte otra cosa que de la mujer que es al mismo tiempo alma, flor y llama abrasadora del lugar. Tienes razón si me acusas de ser hombre de una sola idea. ¿Pero cómo evitarlo? De la mañana a la noche, mis ojos y mi pensamiento giran en torno de esa mujer encantadora, y cuando me siento a escribir y hago un índice de mis impresiones, siempre resulta que no me ha ocurrido ni he visto nada que no sea Teresa.

¡Si hubieras podido escucharla ayer tarde, como yo la escuché!... Ahora mismo tiemblo de emoción al recordar sus palabras.

Se hallaba en una especie de meseta que domina el monasterio, bajo una gran haya. Muchas veces nos hemos reunido allí para conversar amigablemente. Hacía labor de bordado, o la fingía. Me acerqué con cierta turbación; pero me recibió tan amable, tan alegre, que desaparecieron todos mis temores. Hablamos. Inmediatamente nuestra conversación tomó un rumbo confidencial.

Ahora me doy cuenta de quería hermosa joven sentía verdadera impaciencia por revelarme lo que yo llamo su «secreto». Creo también que mi aparición en este solitario sitio ha sido para ella un acontecimiento transcendente. Te ruego que no interpretes esto como una baladronada de vulgar tenorio. Lo dijo ella misma bien categóricamente:

—Yo estaba aguardando a alguien... Necesitaba que alguno pudiera oírme, para lograr abrir las puertas de este tormento interior, y descansar después de abrirlas. No tenía a nadie. Mi pobre padre es incapaz de comprender ciertas sutilezas íntimas, y los otros son gentes demasiado simples y toscas. Pero ha llegado usted por último...

Te ahorraré las palabras intermedias, para conducirte al fondo del asunto. Después de algunos preámbulos, de algún titubeo por su parte y de fervientes seguridades de discreción por parte mía, la joven me refirió la historia de su angustia. Hablaba un poco atropelladamente y con vehemencia; otras veces se detenía, inquieta y temblorosa. A veces también, como si quisiera huir de una visión repugnante, su mirada se posaba en algún punto amable: en una flor, una golondrina, una nube arrebolada sobre el horizonte. Y su pecho mecíase anhelante... ¡Ahí ¡Cuántas veces sentí la tentación de envolver aquel pecho entre mis brazos y decirla al oído palabras de fe y de esperanza!

—Conoce usted ya—me dijo—que en este escondido lugar soy una especie de ser maléfico que no hace más que esparcir tentaciones de amor. El ambiente de este místico paraje se halla por mi culpa infestado de paganismo. Es que poco a poco esas ideas de amor que yo sin querer sugiere han ido corrompiéndose, hasta derivar en la mayor impureza... ¡Sí! En vano tratará usted de atenuar el sentido de mis palabras; estoy demasiado cierta de lo que digo. Este lugar se halla infestado. Todo respira aquí amor, pero un amor sucio, sensual, repugnante. ¡Y yo soy la culpable!... Al principio no me daba cuenta de lo que sucedía; acababa de salir de la adolescencia, y mi inocente juventud era ajena a todo pensamiento torpe. Iba a través de la vida como un pájaro, cantando y riendo. Como los pájaros, yo no conocía la belleza de mis plumas, ni la tentación que mis plumas causaban. Hasta que un día un pastor, al pasar por el camino de la montaña, me miró de tal modo, con una mirada tan honda, tan hambrienta y bestial, que me quedé aterrada. El velo que antes cubría mis ojos fué descorrido, y comprendí que en el mundo hay algo más que inocencia...

Aquí la joven se interrumpió un momento. Yo callé, para que no se malograra la confidencia. Al reanudar su relato, su voz.tenía un acento ligeramente ronco.

—Otro día—no recuerdo en dónde fué—sorprendí la mirada fija de aquel fraile que luego se volvió loco. Era una mirada que materialmente me estaba quemando... Empecé a sufrir inconfesables torturas, y desde entonces ha desaparecido de mi alma la serenidad. Se llevaron al pobre fraile loco lejos del monasterio. Pero otro ha ocupado su lugar. Y el de ahora me persigue con más obstinación todavía... ¡Dios mío! ¡Yo terminaré por enloquecer también! ¿Quiere usted conocer lo más horrible de todo, lo más alucinante?

Pues óigame. Una tarde salí de casa para meterme en la iglesia y rezar un rato. Sobre la carretera viene a caer el corredor o pasadizo cubierto que, como usted sabe, une el monasterio con la iglesia. Se me ocurrió mirar hacia arriba. ¡Jesús! Allí, tras el enrejado en forma de persiana que cubre el corredor, había un hombre..., un hombre que me estaba mirando con una mirada terrible como la del pastor! Entré en la iglesia, completamente desierta en aquella hora. Me arrodillé. Pero cuando más fervorosa era mi oración a la Virgen, oí que allá arriba, en el coro, sonaba un nombre: /Teresa!... Se oyó muy apagado. Tanto que, al transcurrir el primer momento de estupor, pensé que pudo ser una alucinación mía. Pero en seguida volvió a sonar mi nombre, ¡Teresa!..., tan bajito, tan apagado como el siseo de unos labios que oran. Entonces me invadió un miedo muy grande. Temí que del fondo de los confesonarios surgiesen hombres para llevarme. Me levanté de un brinco, huí a la carretera... ¡Allí estaban los ojos mirándome a través de las persianas del pasadizo! Desde aquel día ya no he vuelto a cruzar por delante de aquel corredor, si no es acompañada o cuando hay gente. Desde aquel día el monasterio se me figura que está lleno de ideas de amor impuro, y que tras de cada ventana hay dos ojos voraces que me miran y que me queman... Por eso acudo con frecuencia a este sitio; aquí no veo más que el cielo y las montañas. Aquí me siento un poco más tranquila. ¿He dicho tranquila?... No puedo estarlo. Una ola de sensualidad viene a envolverme, como si el Infierno me hubiera escogido precisamente a mí como sujeto de perdición. Yo no sé cómo explicarle mi anhelo. Qui-siéra... Quisiera poder despertar un amor que fuese lo contrario de esa inmunda pasión que a pesar mío sugiero. Un amor limpio y sin vergüenza...

Al decir esto, el pecho de Teresa, todo tembloroso, se hinchaba, se redondeaba. Sus ojos adquirían un tono brillante, con un punto húmedo en las oscuras pupilas. Por sus mejillas pálidas aleteaba un ligero rubor. Sus labios carnosos se entreabrían anhelantes... Hablaba la joven de un amor puro y sereno, y yo pensaba, ¡oh mi querido amigo!, que el amor de aquella extraordinaria mujer no podría ser completamente puro jamás. Había, sí, un extraño maleficio en ella... Pero necesito decírtelo todo. Yo mismo me sentía en aquel momento bajo la fatal influencia de ese maleficio, y a pesar de mi voluntad, no obstante el gesto de mis maneras, saltando a través de mis sentimientos compasivos, había algo en las sumidades de mi ser que gritaba con voces de deseo...

Después de mi silencio, volvió a decir ella:

—Alguna vez le he propuesto a mi padre que debiéramos abandonar este sitio contaminado por la impureza. Le he recordado el clima, los inviernos crudos, la soledad embrutecedora. Pero mi padre me ha respondido siempre que es aquí, con nuestra hospedería, donde nos ganamos la vida bastante bien, y que ya no tiene edad para aventurarse en nuevos negocios y en lugares desconocidos. ¿Qué puedo yo responderle? Mi pobre padre tiene razón. Entretanto, sueño...

—¿ Qué sueña?—exclamé en un irreprimible arrebato.

—Sí. Muchos días sueño con poder huir a países remotos, a ciudades lejanas y rumorosas, a esas tierras claras que conozco solamente a través de los libros y de los grabados. Debe de haber en la tierra países donde la vida sea fuerte, diversa y hermosa. Donde exista la libertad. Yo quisiera huir a ese mundo...

—¿Por qué no?—le dije—. Usted tiene derecho a ese vuelo de golondrina que va hacia un ideal de una vida mejor, más clara y más fuerte...

Pero Teresa me atajó irrevocablemente.

—Dejemos esto—murmuró—. No hablemos de volar. Está mi pobre padre...

Te escribo a medianoche. Corre un viento cálido del Sur. Todo duerme en tomo mío. A pesar de que todo duerme, siento como que la tierra late con inquietud, con la profunda y eterna inquietud del amor. Y es que todo, debajo del cielo y más arriba del cielo, es amor...

X

2p de mayo.

Ayer noche, amigo Leandro, estuve departiendo con un individuo muy singular.

Te hablé de un sacerdote, que venía acompañando a su madre y que me producía especial curiosidad. Pues bien, ahora que he podido conocer sus sentimientos, me inspira mucho más interés todavía.

Es el verdadero, el legítimo ejemplar del fanático. ¡Pero qué categoría de fanatismol Te confieso que cuando le escuchaba no sabía qué partido seguir: si admirarle o si aborrecerle. ¡Qué complicada es la vida de nuestra sociedad, y qué lleno está el mundo de ejemplares raros! En realidad, nosotros pasamos a través de la vida por entre almas profundas o tortuosas, y a menudo no nos damos cuenta de ello. La flora humana es mucho más variada que la vegetal. De tarde en tarde los naturalistas tropiezan con una planta o con un animal antediluviano, y se paran sorprendidos; los psicólogos también tropezamos a veces con un hombre que piensa y vive en pleno anacronismo, y nos llenamos de asombro. Hay hombres a quienes puede llamarse antediluvianos.

De esta clase de hombres es el presbítero con quien conversé anoche. Estábamos en la cocina matando el tiempo, después de cenar; la madre del sacerdote se había retirado a dormir, el posadero dormitaba, y yo me entretenía en mirar cómo se consumían las últimas brasas. El sacerdote fumaba su habitual cigarrillo, muy pausadamente, muy meditabundo. De pronto se incorporó, exclamando:

—Yo creo que debiéramos abandonar de una vez todos estos vicios pequeños: el fumar, el beber, el tomar café.

—Sin embargo—repliqué yo—, cada uno de esos vicios pequeños nos proporciona una felicidad pequeña, y como esta felicidad la logramos a tan poca costa...

—¿A tan poca costa? Repare usted, caballero, en lo que dice.

—A mí me parece—continué—que estos vicios pequeños no nos causan un perjuicio excepcional: quiebran un poco nuestra salud, nos roban un poco de dinero, y nada más. En cambio, nos procuran menudos pero continuos consuelos. Y nuestra vida no está tan sobrada de felicidad para que desdeñemos los consuelos continuos, aunque menudos.

—No es eso a lo que yo me refería—dijo el sacerdote—. Quiero decirle a usted que estos vicios pequeños son los que complican la vida social, los que recargan de obstáculos y de necesidades nuestra existencia. Nuestra vida es demasiado complicada...

—Sí, por desgracia—añadí yo.

—Y lo que convendría es hacerla simple, lo más sencilla que fuera dable.

—Convenido—seguí yo asintiendo.

—Haría falta suprimir todas estas cosas inútiles primero: café, cigarro, vino, etcétera, y luego las cosas que nos parecen útiles, pero que carecen de positiva utilidad, como son el vestido, el calzado, la casa, la cama, el ferrocarril, las calles, las ciudades.

Al llegar a esto el sacerdote, empecé yo a inquietarme y a disentiry naturalmente, de sus teorías. Pero él continuó sin vacilar:

—Suprimiendo todas esas cosas inmundas, simplificando la vida, habríamos conseguido evitar...

—¡Ah, bien!—exclamé yo entonces—. Lo que usted predica es una de tantas ampliaciones de la doctrina socialcristiana: el reinado de la sencillez, la vida primitiva, la supresión de la tiranía, de la violencia y del hambre; ¿no es eso? Una ramificación más del grande, del antiquísimo anhelo humano que busca la evasión del dolor por medio de la «no lucha»; la vuelta a la naturaleza, en fin. Un sueño que arranca desde Buda, desde Cristo, desde los ascetas medievales, desde Rousseau, desde Tolstoy y desde una infinidad de sectas místicosocialistas...

El sacerdote me interrumpió bruscamente, diciendo:

—A mí no me importa nada la cuestión social; lo que a mí me importa es que desaparezca el pecado.

—Pero el pecado, el pecado... Es una palabra muy vaga esa de pecado. Pecado son la tiranía, la violencia, el error, el egoísmo...

—Yo no creo más que en un pecado—argüyó el sacerdote rotundamente y con el ceño contraído—; el único pecado es la lujuria.

Me quedé, amigo mío, pasmado, como podrás comprender. Pero yo veía allí un filón de oro para mi curiosidad. El sacerdote había abierto la puerta a sus sentimientos, yrne era prudente espantarlos. Me callé, por consiguiente, y le dejé explayarse. El buen señor, cada vez más exaltado, y como aquel que está reventando por confesarse, me contó las cosas increíbles que vas a oír.

—Yo no creo más que en un pecado, el de la lujuria. Ese es nuestro enemigo, ése es el verdadero diablo. El diablo es la carne, y si Cristo vino al mundo no fué para extirpar los otros pecados, como cree la gente, sino para ahuyentar al diablo, a la carne, que se había enseñoreado de la tierra. Fíjese usted en que la lascivia apenas si se consideraba pecaminosa en el paganismo; el mundo estaba infestado de lujuria, hasta que se levantó Jesucristo y le hizo guerra a muerte. La labor principal del cristianismo en la Edad Media fué luchar contra la lascivia; el ascetismo, el monaquismo, la ausencia de ciudades, hasta la ausencia de cultura, fueron medios empleados en la guerra contra la carne. Pero vino el Renacimiento, y el demonio desbarató la obra... Resucitó la came, renacieron la industria y el comercio, se conmovió el mundo ante esa fuerza que ustedes llaman el «progreso», y la tierra volvió a ser pasto del demonio. ¡Ah qué desgracia!...

El sacerdote se interrumpió. Estuvo mirando vagamente las brasas del hogar, como si soñara. Luego reanudó su discurso con mayor vehemencia todavía.

—Yo odio el progreso. Usted me perdonará, joven... Yo odio el progreso, porque del progreso viene toda la maldad. ¿Qué es el progreso, en fin de cuentas? Un esfuerzo coaligado de todos los hombres en favor de la buena vida. ¿ Y qué se entiende por buena vida? Pues la satisfacción de los instintos sensuales. Suelen decir las gentes que no; que el fin del progreso es afirmar y perfeccionar la vida espiritual; pero yo opino que eso es una mentira. Yo sigo creyendo que la perfección espiritual, que el arte y la ciencia y las demás cosas espirituales son remanentes y residuos que deja el progreso a un lado: lo principal, el núcleo del progreso es de esencia puramente sensual. Se trabaja para vivir bien, se hacen ferrocarriles para vivir bien, se hacen las maravillas de la ciencia para vivir bien, y por ese vivir bien se comprende el comer, el beber, el dormir, el yacer cómoda y abundantemente, intensamente. ¡Pero le cuesta cara la felicidad al hombrel Media humanidad está enferma del estómago y la otra media de sífilis, y el ochenta por ciento de los ciudadanos se hallan picados de neurastenia. ¡Aborrezco el progreso, lo aborrezco de todo corazón! Créame usted, joven: la carne es nuestro mayor enemigo, el único. ¡Cómo se ensancha mi corazón al subir a estas montañas! Aquí me veo libre de esa inmundicia de las poblaciones; aquí desearía vivir siempre; ¡y aquí vendré a pasar el resto de mi vida, en cuanto mi pobre madre se vaya al cielo! Quiero vivir lejos de los ferrocarriles, de las fábricas, de los pueblos, de esa alegría bestial de 1as muchedumbres. ¡Qué asco de humanidad!... No se respira más que torpeza y lascivia. La atmósfera está como empapada por un vaho sensual; parece que de los ojos no brotan sino miradas torpes y de los cerebros no surgen más que ideas de pecado. ¡Si usted supiera el tormento mío!... Considere usted que aborrezco tanto el pecado de lujuria y que tengo obligación de asistir en el confesonario a un jubileo eterno de lascivia... Considere usted mi asco, mi continuo tormento, al verme en el confesonario ante un pueblo entero, que pasa dejándome la inmundicia de sus pensamientos. ¡Y todos igual! ¡Todos apestados de lascivia! El anciano viene a decirme que sueña con cuerpos desnudos; el esposo me habla de adulterios cometidos brutalmente cualquiera noche de parranda; la esposa me cuenta su adulterio estúpido, consumado en cualquier rincón con el primer muchachote osado; las viudas, las solteras... Luego viene la lascivia solitaria, con su abyección secreta; esa lascivia insaciable, que tiene tanto de tormento... Los niños, ¡oh, cómo sufre mi alma cuando vienen a contarme sus primeras torpezas, su iniciación en la bestialidad del vicio!... La sociedad está gangrenada, comida por el pecado de lascivia. ¡Es asqueroso, muy asqueroso, completamente asqueroso!

Y repitiendo la palabra «asqueroso», moviéndose a impulso de esa palabra, el sacerdote se levantó, movió los brazos iracundamente, como un profeta hebreo, y se marchó, repitiendo todavía una última vez: —¡Asqueroso!

XI

30 de mayo.

Mi querido Leandro:

Tu carta me tiene preocupadísimo desde ayer, en que la recibí. Tienes razón: estoy profundamente enamorado, y no me daba cuenta de mi amor, hasta que tú me lo has dicho. Es verdad: me hallo en el mismo centro de la corriente, llevado por la atracción de esa mujer fascinadora, suavemente fascinadora...

Pero en lo que ya no te concedo la razón es en suponer que mi amor ha de llevarme a un abismo. ¿De qué abismo hablas? ¿Por qué hemos de ver un abismo dentro del amor? Yo creo que exageras, querido Leandro.

Ciertamente, en el fondo de esa mujer existe algo incógnito, un algo indeterminable que sugiere la tragedia. Pero ¿acaso en todas las mujeres no hay un sedimento trágico? ¿Y hemos de huir por eso de la mujer, de toda mujer?

Teresa comienza a ligarse con mi vida de un modo irremediable. Tú lo presientes, y te alarmas y me avisas. Pero... En fin, Leandro, que no sé adonde inclinarme. ¿Qué haré? ¿Debo marchar, huir repentinamente, dejando tras de mí este episodio romántico?

Pero si me marcho, ¿conseguiré borrar el recuerdo?

¿Y cómo quedará esa pobre Teresa?... Yo he llegado a las puertas de su alma para insinuarle un afecto diferente a todos los que le asedian; su alma ha estado aguardando hasta ahora, y cuando llega la promesa, cuando el alma sale a recibir a la promesa, a la soñada promesa, yo escapo como un forajido... Sería cruel. Yo no tengo tanta fuerza de crueldad.

. Después de todo, ¿qué inconveniente puede haber?... Supongamos que esta avéntura se descorre hasta su fin, y que llega el desenlace lógico: lo más que ocurriría es que nos casáramos...

¿Y por qué no? Teresa es hermosa, es honesta, es inteligente; Teresa, aunque no desciende de ningún aristócrata rural, viene de una familia honrada; su madre dicen que fué rica. Ha sido educada con esmero, parte en su pueblo y parte en un colegio de Francia. Su penetración, su natural gallardía, harían de ella sin esfuerzo una mujer de sociedad, si es que me entusiasmase la vida mundana. Conque ya ves...

Además, yo estoy solo en el mundo; me he quedado más solo que un cenobita. ¿Por qué no había de tomar una compañera?

jY qué admirable compañera tendría! Esta tarde hemos estado juntos más de una hora en el Belvedere. Hubo un momento en que el aire pareció quedarse suspenso; ni la menor hoja, ni la más pequeña brizna de hierba se movía; y el sol se había acostado detrás de un bosque, tan serenamente como un dios paternal y bondadoso. Era como si la tierra hubiese interrumpido su afán para prosternarse ante el astro de la vida que se ocultaba. Entonces, en aquella inmensa calma del crepúsculo, Teresa acertó a mirarme; y me miró de una manera tan diferente,"que permanecí un largo minuto en una especie de transporte.

¿Qué tenían aquellos ojos?... No eran los mismos que los de antes... Había en ellos una irisación desconocida; se me figuraron algo verdes...

Aquello duró como un minuto. Después Teresa se levantó, miró a lo lejos, dejó escapar un ligero suspiro. Volvió a mirarme y exclamó:

—Hay ciertas horas que parecen preparadas para morir. En estas horas la muerte debe de ser tan dulce como un sueño...

Yo quise decir algo, y no supe cómo empezar. Me callé. Y así, en silencio, llegamos hasta la puerta de casa. Cuando entré en mi gabinete las más locas ideas daban vueltas en mi cerebro. Sentía al mismo tiempo una gran vaguedad y un anhelo de vida, de amor... Hubiese querido morirme junto con Teresa, allí, enfrente de las montañas, a la caída del sol; y al mismo tiempo hubiese querido abrazarla, y besarla, y escapar con ella muy lejos...

Pero no, esto ha de acabar de algún modo. Me hormiguea el corazón, me ahoga la impaciencia. Mañana mismo la hablaré...

Adiós, Leandro, hasta mañana.

XII

3 de junio.

Ayer, poco antes de que anocheciera, estábamos sentados junto a nuestra querida haya. El sol se había ocultado ya. En Oriente brillaba la primera estrella. Y si algún ruido se oía, era el tintineo del ganado que iba recogiéndose al abrigo de sus apriscos.

Esta hora crepuscular suele ser la más propicia para las confidencias; yo no sé lo que nos ocurre en ese momento transcendental, que parece subírsenos el corazón a la boca, como si quisiera volar también él, lo mismo que un pájaro, o fundirse en la vaguedad panteística de la tarde. Entonces, pues, cuando nada nos quedaba por decir, Teresa se levantó, y antes de emprender el descenso exclamó con un tono apagado que no olvidaré jamás:

—No sé en dónde he leído yo que el amor es una merced del Cielo. Pues si es un regalo de Dios, igual que la luz solar, ¿por qué hay tantas criaturas que no conocen el amor?...

—Tarde o temprano—respondí yo—todas las criaturas reciben la visita del amor. ¿Puede concebirse un ser animado que carezca del alma motora, el alma de las almas, el amor? Hasta los animales inferiores conos un momento el ardor amoroso, sin el cual no podrían sucederse a sí mismos.

—Sí, sí, todos sienten el amor... — replicó Teresa mirándome fijamente a los ojos—; pero es que existen dos clases de amores. Yo no podría explicarlos...

—¿Quiere usted referirse, Teresa, al amor sensual y al amor platónico?

—¡Eso es, eso esl—exclamó Teresa apresuradamente. En seguida, con un tono de voz en que se advertía la emoción más grande, dijo la muchacha:

—Yo quisiera librarme de una especie de atmósfera impura que me rodea y me ahoga. Estoy como hundida en un pantano..., siento asco de lo que me rodea y de mí misma. Concluiré por enfermar. A veces me propongo contarle todo esto a mi padre; pero desisto enseguida. Mi pobre padre, ¿qué habría de responderme? Ni siquiera me comprendería... Quisiera encontrar un amor limpio, uno de esos amores que no producen vergüenza...

En esto, sin saber por qué ni cómo, Teresa cesó de hablar y emprendió una carrera apresurada por la cuesta abajo. Al llegar a un repecho de la pendiente, se detuvo. Yo, aunque empiezo a estar profundamente enamorado, no he perdido aún por completo el sentido de las cosas; me hice cargo del asunto y comprendí todo lo que temía y todo lo que anhelaba Teresa. Fui corriendo hacia ella, dispuesto a exponerle de una vez hasta el último de mis sentimientos...; y cuando la alcancé, ni siquiera se me ocurrió decirla una palabra.

Estaba Teresa sin poder disimular su emoción; a mí me temblaba el corazón como si fuera a ©currirme una gran desgracia. Me miró, estuvimos mirándonos un buen rato. Por último le tomé la mano y se la acaricié...

Seguíamos mudos y sin movernos, mirándonos siempre; la noche se venía encima. En estos días de junio los crepúsculos parecen dilatarse hasta lo infinito; llega un momento en que no se sabe si es noche ya o si es día; es como una noche y un día que se diluyen, que se funden, componiendo estos sublimes, estos inefables momentos de dulzura y de paz. ¡Oh, qué difícilmente olvidaré yo aquel momento de ayer!...

Cogí su mano, se la acaricié suavemente. Luego la llevé a mis labios... Temblé, temí que protestase. Teresa se sonrió con la más tierna sonrisa. Entonces yo continué besando su mano con efusión.

No nos decíamos nada. Callaba todo en nuestro rededor. Solamente un cuclillo, allá en el fondo de la barrancada, repetía monótonamente su canto simple y poético.

Nos separamos al fin, y no ocurrió nada más. Ella se metió en casa, yo di un rodeo para disimular. Ya ves, Leandro amigo, que nuestra declaración no ha podido ser más infantil... Pero yo no pienso gozar en mi vida de una emoción tan suave, tan intensa, como la que gocé ayer tarde, mientras cantaba el cuclillo.

Pedro

XIII

5 de junio.

Amigo Leandro:

Quise escribirte ayer, y no pude hacerlo: ¡tenía la cabeza llena de fantasmas! Pero necesito escribirte, aunque me cueste un verdadero sufrimiento. ¡Qué de cosas me están pasando!

Ayer llovió todo el día; por consiguiente, no pudimos subir a nuestro Belvedere. Pasé la mañana recordando la escena del día anterior: el beso en la mano de Teresa, sus palabras, sus ojos, el canto del cuclillo, todo esto embargaba mi atención de un modo extraordinario, hasta el punto de tenerme inquieto, impaciente, como loco.

Andaba por los pasillos buscando la ocasión de ver a Teresa. Llegó la hora de la comida: nos encontramos, nos miramos. ¡Te juro que Teresa tenía ayer una cara distinta a la de otros días! Yo no sé qué extraño fuego había en sus ojos, rodeados de unas intensas ojeras.

Creo que Teresa sufre; yo también sufro... Esto que yo siento ya no es amor; es dolor.

Por la tarde, como si previamente lo hubiéramos concertado, nos vimos en el corredor de la planta principal. Ella se detuvo, me miró; yo avancé de puntillas, y sin más preámbulo, completamente en silencio, la cogí por la cintura, busqué sus labios, puse en ellos los míos... ¿Cuánto duró aquel beso, Señor?

Nos separamos sin chistar una palabra, como dos delincuentes que sellan un compromiso de pecado. Yo comprendí, y ella debió comprenderlo también, que desde aquel instante había algo pendiente entre los dos y que no nos veríamos tranquilos hasta no consumar el pecado.

A la hora de retirarnos, por la noche, me estuve fijando en su nuca. Hasta ayer no he reparado en aquella divina porción de su cuerpo. Es una nuca torneada, blanquísima, suave y esbelta; como se peina el pelo hacia arriba, la nuca queda al descubierto, y si le da la luz por acaso, el pelo entrerrubio se pone brillante, y entonces la nitidez de la carne es de una tentación tremenda. Sentí fuertes deseos de ir hacia ella y besarle en la nuca...

Tardé mucho tiempo en dormirme. Daban vueltas todas las visiones eróticas que ha inventado el demonio. ¿De dónde he sacado yo tanta porquería?... Tenía el cerebro sucio; estaba empapado en obscenidad.

Lo que más pena me causaba era que yo quería evocar la visión de Teresa en actitud pura, sonriente, en forma de doncella enamorada; pero no conseguía imaginarla sino en actitudes perversas. ¡Sentía asco de mí y un gran remordimiento por mi pecado! Me parecía que estaba mancillando, prostituyendo la imagen de la pobre virgen.

Pero no podía evitarlo... Y así continué hasta que me dormí. Soñé unos sueños inmundos. Veía a Teresa desnuda... La veía contoneándose indecentemente... Los gestos y los meneos, las sonrisas y los movimientos de ojos que había yo visto a otras mujeres en mis noches de imprudentes devaneos, ahora se los atribuía a Teresa... En fin, te aseguro que ayer noche mi imaginación ha cometido una infamia. Necesito contártelo para que me castigue mi misma vergüenza.

Hoy me siento fatigadísimo, como después de una orgía. He observado en Teresa evidentes muestras de cansancio.

Tiene los ojos hundidos, brillantes; se nota la fiebre en su rostro. Afortunadamente para los dos, hoy al anochecer se marcha a Oñate, en donde pasará dos días.

Yo aprovecharé su ausencia para subir a la montaña de Aitzgorri, en compañía de Manu, que se ha brindado a acompañarme. Dice Manu que la excursión es bellísima; dormiremos en una camada de pastores, y en cuanto amanezca escalaremos la cumbre, desde donde se divisa un ancho y hermoso panorama.

Sí; quiero hundirme en el seno de la Naturaleza pura, simple y virgen; quiero limpiar mi cerebro de inmundicias, purificarme, restituir a mi querida Teresa el pudor que ayer noche le arrebató mi imaginación desatada.

Hace pocos momentos, antes de ponerme a escribir, ha entrado en mi gabinete. ¿A qué venía? Le hubiera sido bien difícil disculpar su entrada en mi habitación.

Al verla, he sentido el mismo arrebato de ayer.

—Me voy a Oñate para pasar allí dos días—me ha dicho.

Sonreía con una sonrisa forzada, y aguardaba en el dintel de la puerta... Le temblaba la mejilla derecha, con un guiño nervioso. Sin hablar nada, impetuosa-mente, me he dirigido a ella y la he vuelto a besar... Y todo esto ha ocurrido callando, en el más tácito de los silencios. ¿Para qué hablar? Sabemos bien, sobradamente bien, sabemos ambos que un mismo fuego nos abrasa y consume. Y que hay algo a resolver entre los dos...

En fin, me voy a la montaña. Que la montaña me purifique. Y que nos encontremos después y nos podamos mirar sin temor, como dos honestos enamorados.

Adiós, Leandro, adiós. A la vuelta de Aitzgorri te escribiré. Un fuerte abrazo de tu amigo

Pedro.

XIV

3 de junio.

Querido amigo Leandro: He pasado dos días felices. He estado en la cumbre de esa montaña que llaman Aitzgorri, la más alta de la provincia de Guipúzcoa. Salí ayer por la tarde; he vuelto hoy poco antes de anochecer. De veras te digo que la excursión me ha salvado: ha sido como un baño de inocencia, de olvido y de salud. Me siento limpio, sano, tranquilo...

Como te decía, al mediar la tarde vino Manu en mi busca, trayendo dos bastones y una buena bota de vino, junto con un pollo asado.

—Allá en lo alto cenaremos con los pastores—dijo el prudente Manu—; pero como los pastores no entienden de cocina, llevemos este pollo a prevención.

Este Manu es un buen muchacho, y lo sería mucho más si no le gustase el vino tanto como le gusta. Te bastará saber el siguiente dato: la bota salió llena de Arán-zazu, yo no caté el vino, y a la hora de la cena no quedaba ni una gota de mosto..., y se fumó una cajetilla de cigarrillos para entretener el gusto de la bebida.

En fin, salimos del monasterio de Aránzazu con dirección a la cuesta de Urbía los dos hombres, por un camino áspero y solitario, a sumirnos en la salvaje soledad de la montaña y a convivir con los pastores, volviéndole la espalda a la civilización. El camino subía por una ladera escarpada; inmediatamente se ocultó en un bosque de hayas muy espeso, y en aquella maraña de árboles me consideré en plena naturaleza, como a cien leguas del mundo de los hombres. Cuando el bosque se aclaraba un poco, los ojos solamente contemplaban rocas, árboles bravios, inmensas montañas. Abajo, un barranco profundo y lleno de misterio; enfrente, un montañón pelado, erguido y alto como un gigante; descomunal centinela que estaba apostada en la boca de la barrancada. Pastaban las ovejas bajo los árboles, el viento movía suavemente las ramas, ondulaba la niebla en formas caprichosas, agarrándose a los riscos; a veces la niebla descendía hasta el bosque y lo cubría con su velo. Entonces todo quedaba como anegado en misterio y en melancolía.

Las hayas, de tan gruesas como eran, semejaban blanquecinas columnas de un templo primitivo; se unían las ramas hasta cubrir el cielo, y caminábamos en una vaga penumbra como de santuario- druídico. Pero hubo un momento en que se aclaró el bosque, se disolvió también la niebla y apareció ante mis ojos un panorama magnífico, vigoroso. El monasterio de Aránzazu estaba en lo hondo de las rocas; lejos, muy lejos, asomaba el pico de una montaña, como una cabezota gris que se empinase a curiosear; una serie de rasas, de solitarias mesetas, extendíase por lo ancho del país. De repente, las mesetas se cortaban en precipicios de roca viva, y entonces acudía a mi imaginación el recuerdo del Dante. Sí; aquel panorama bravio, grande y terrible, no podía denominarse con otro nombre que con el de «dantesco».

Llegamos, por último/a? lo alto”del puerto y descubrimos la meseta de Urbía. En esta meseta suelen veranear los pastores con sus rebaños de ovejas. Vienen de los diferentes pueblos de las tres provincias vascongadas y hay años en que se reúnen algunos miles de cabezas de ganado. Allí tienen los pastores sus chozas, hacen vida democrática, fabrican quesos, engordan los rebaños y con las primeras nieves bajan a los templados valles de la costa.

Yo quería ver todo esto; pero una importuna y maldita niebla empezó a cubrir el puerto, la meseta y las montañas que le sirven de contrafuerte. Y a medida que avanzábamos, la niebla se espesaba más, y nos hundíamos en aquel mar ondulante, hasta que la niebla cayó tupidamente y nos envolvió en absoluto. Y allí nos hubieras visto a los dos hombres, perdido nuestro rumbo, divagando entre la niebla, a una altura sobre el nivel del mar de 1.200 metros, entregados a nuestro destino, incapaces de nada. Con verdadera dificultad pudimos acercarnos al grupo de cabañas pastoriles que se recuestan a la falda del monte Aitzgorri.

¡Oh, qué bellas cabañas!... Viéndolas agrupadas bajo la mole de la sierra, en aquella profunda soledad, me creía transportado al mismo seno de las edades primitivas. No puede darse nada tan antiguo ni tan inocente; de un momento a otro esperaba ver surgir la silueta de un tártaro, con su lanza y su caballo peludo... Un cuadrilátero de pedruscos unidos con tierra, un techo de paja, dos palos cruzados en el caballete: a esto se reducían las cabañas, que por su estilo recordaban las estepas del Asia. Pero salió un pastor, vestido con boina y abarcas, fumando en una pipa de barro, y por él me convencí de que estaba en el Pirineo y no en las estepas del Tibet.

Iba cayendo la tarde; encendimos fuego, y al poco rato nos pusimos a cenar. Cuando la niebla entumece el cuerpo, cuando el viento frío de las alturas azota el rostro,qué singular encanto existe en el sencillo hecho de encender una hoguera, calentarse, mirar la llama, ver el humo que se remonta suavemente al cielol Y el miserable cuerpo, este cuerpo civilizado y vicioso que sólo desea refinamientos y cosas blandas, entonces que la fatiga y el frío lo ha castigado, ¡con qué humilde agradecimiento recibe la caricia de la sopa caliente, de una ordinaria sopa de ajos!...

Cenamos, pues, entre pastores, y nunca tal vez cenaré yo con tal voracidad y alegría como en aquella ocasión, con cuchara de estaño, con plato de arcilla,* junto a una hoguera.

Caía la tarde; esfumábase la niebla; el paisaje se envolvía en una mayor gravedad. La meseta de Urbía tendíase entre los riscos que la limitaban y aislaban del mundo, ancha como una llanura, pelada como un desierto, sin un árbol, sin una casa ni un camino. El crepúsculo daba al campo raso una rara entonación muy suave, muy fina. Bajo los peñascos de la montaña, hacia el ocaso, las praderas tomaban un tinte verde claro, pero de un verde ideal y purísimo, como el que usaban los pintores primitivos. Por aquellas laderas corrían los rebaños de ovejas, de vuelta a sus hatos; parecían desde lejos líneas blancas y fugitivas rayando caprichosamente las laderas; o parecían también rosarios que envolvieran a las montañas en la hora mística del crepúsculo. Oíase en la serena majestad de la tarde el melancólico balido de los rebaños... Y estaba yo contemplando y escuchándolo todo, y soñaba con meterme a pastor...

Es fatal lo que a mí me ocurre: que en viéndome en una catedral oyendo el órgano, me entran ganas de ser clérigo, y estando en una montaña desierta, quiero volverme pastor. ¡Ser pastor, renunciar a la vida de las ciudades, romper enérgicamente los hilos que nos atan a la civilización y vivir para uno mismo, a solas con nuestro ser interiorl ¿Para qué inquietarse por las complicaciones de la vida? La vida apenas es un soplo, las delicias que ambicionamos son otro soplo; y después de ensayar cuatro piruetas y cuatro voces, nos morimos. Pues si todo esto acaba así, muriéndose, ¿qué importa• alborotar entre hombres o alborotar entre bestias? Vivir una vida sencilla, anegarse en la contemplación, comer un pan y un queso, dormir sobre unas pieles, beber el agua de los arroyos, ver los valles y las colinas tendidos a mis pies, ver salir el sol amarillo, seguir a las nubes en su vuelo, contar una a una las estrellas. ¿Para qué más? El resto de las cosas que poseemos son superfluas, y tan vanas como los juguetes de un niño. ¡Yo quisiera tener bastante coraje para ser pastor, para darle un olímpico puntapié a los juguetes de la vida!...

Cayó la noche luego, y arrebujado en una mala manta, en el fondo de una de aquellas chozas, me tendí a dormir. Dormí de un solo tirón hasta la madrugada.

No podré contarte, querido Leandro, la índole de mis sueños, sencillamente porque no soñé nada. Dormí tan profunda y tan absolutamente como duermen los leñadores. ¡Y cuánta falta me estaba haciendo uno de estos sueños que podríamos llamar animales! Durmiendo como dormí, me curé de todas mis febriles impudicias cerebrales. Y en cuanto alboreó el día, nos levantamos Manu y yo, cogimos una senda entre las rocas y subimos hasta la misma cumbre de la montaña de Aitzgorri.

Al tiempo de llegar nosotros a la cima, el sol asomaba su rojo disco por la quebradura de una sierra lejana. Y entonces tendí la vista en derredor, y no pude resistir a la tentación de arrodillarme.

¡Qué inmenso, qué sublime, qué divino ¡espectáculo!

Pero esta carta va resultando demasiado extensa; mañana me dedicaré a describirte ese espectáculo que no he tenido rubor en titularlo divino. Hoy me limitaré a decirte que volví con salud de la caminata, y que aquí me tienes otra vez, en mi posada de Aránzazu...

Postdata. En este momento—nueve de la noche— sube la criada con una taza de té. Me dice que acaba de llegar Teresa, de vuelta de Oña te. Dice que viene enferma. ¡Dios mío!...

Pero no: quiero creer que no será nada. Alguna fiebre, algún catarro... En fin, mañana veremos.

Adiós, amigo Leandro. Voy a ver si duermo tan profunda y sosegadamente como ayer dormí.

XV

6 de junio.

Amigo Leandro: Hoy es uno de mis días más negros. ¡Teresa, mi hermosa Teresa, está enferma!

¿Comprendes, Leandro?...

Cuando yo esperaba verla, cuando aguardaba el momento de hablarla, de confesarle acaso mis pensamientos sobre el porvenir de los dos, la pobre muchacha cae enferma... Pero no enferma de cualquier modo, sino enferma grave, ¡muy grave!

Ha subido el médico de Oñate, y dice que todavía no puede afirmar nada. Dice que puede tratarse de una pulmonía, o de una pleuresía, o yo no sé qué...

Todo anda en la casa de cabeza. Pello-Mari, el padre de Teresa, está como loco, danzando de una parte a otra, gimoteando como un chiquillo; la criada no hace más que rezar y encenderle velas a la Virgen. En cuanto a mí...

¡Ay, Leandro, si el cruel destino quisiera que se muriese Teresa, mi último amor, mi único amor!...

He conseguido verla un momento. Al principio no ha hecho caso de mí; después, acaso en un breve respiro de la fiebre, se ha fijado, me ha mirado... ¡Oh, qué profundos ojos, brillantes, abrasados por la calentura! Ha entreabierto los labios: iba a decirme algo... Pero en seguida, como si un algo abrumador le oprimiese la cabeza, ha cerrado los ojos... La he cogido una mano entre las mías: la mano se ha puesto a temblar... Le temblaban también las mejillas, cada vez más pálidas...

Pero ha llegado entonces el médico y me he retirado. No he podido pasar de la puerta sin que mis ojos reventasen en lágrimas.

I Así ha transcurrido el día. Ahora llega la noche; ¡sólo de nombrarla me entra un miedo cerval! ¿Qué ocurrirá esta noche?...

Adiós, Leandro.

XVI

7 de junio

Amigo Leandro: Hay ocasiones en que el destino parece reconcentrar todas sus fuerzas y dirigirlas contra nosotros. ¿Qué gran pecado he cometido yo para que de esa manera me aplaste la desgracia?

Amigo mío, Teresa se muere, Teresa está muriéndose. ¡Y yo me moriré con ella! ¿Qué he hecho yo para ser tan desgraciado?

Dice el médico que acaso no pase de esta noche. Han venido unos parientes; la casa está llena de personas a quienes no conozco. Y yo ando por ahí, de corredor en corredor, acechando a la muerte, aguardándola, temiéndola... ¡Dios mío, qué será de mí!

No he dormido en toda la noche anterior: ha sido una noche espantosa. Por todas partes pusieron lamparillas; al verlas brillar en los rincones, se me figuraba estar en medio de una población de almas en pena. Sobre las mesas, sobre las sillas, en cualquier pared, bajo cualquier imagen, las lamparillas de aceite salían a mi encuentro. Y luego las criadas, los parientes, todo el mundo acarreando pócimas. Y todo el mundo rezando, en cualquier pausa o en cualquier alcoba oscura. Si ayer no me volví loco fué por un milagro.

¿Qué haré ahora, querido Leandro? Teresa se morirá, yo me quedaré solo, el amor último^y definitivo se me volará. ¿Qué haré yo, Leandro?...

A^medianoche fui sigilosamente a verla, pero me sorprendió la criada. La pobre mujer estaba rezando, de rodillas a la puerta"de la alcoba; me miró con unos . ojos de animal acobardado. Después salió Pello-Mari y se me echó encima, j Desgraciado padre, que pierde súbitamente la flor más bella de su vida! Me abrazó y se puso a llorar a raudales, empleando toda su voluntad en sofocar los sollozos para que la enferma no los oyese.

Entré en la alcoba. Teresa tenía los ojos cerrados, las manos caídas, el rostro blanquísimo... La enfermedad le había arrancado la máscara de forzada alegría, y sólo quedaba de ella la parte integral, delicada, sublime... ¡Oh, qué inefable expresión de dolor y de pureza! ¡Oh, qué desgraciado soy, pues pierdo a una mujer tan ideal!

Por más cuidado que puse al entrar, despertó la enferma y abrió los ojos. Me miró... ¡Ya no olvidaré jamás aquella profunda mirada!

—Al fin has llegado—murmuró débilmente.

Creo que se iluminó su rostro, como si una doble alma le hubiese penetrado en el cuerpo.

Luego me estuvo mirando atentamente; se incorporó un poco y exclamó asombrada:

—¡Pero qué alto eres, Pedro!

Yo quería llorar, y no me atrevía; quería abrazarla, besarla...

—¿Conque nos hemos casado ya, querido Pedro? —dijo después de un rato. Y añadió en seguida, con un aire de conformidad y de gozo:

—Vaya, pues abrázame...

Iba a obedecerla, cuando la enferma, fatigada por aquel esfuerzo y comida por la fiebre, dobló el cuello y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Y seguía sonriendo, sin embargo... Te juro que Teresa estaba sonriendo. ¡Jamás veré una sonrisa como aquélla! Si los ángeles pueden estar tristes, deben de sonreír de aquel modo melancólico.

Después se durmió. Permanecí de pie mucho tiempo, pensando en no sé qué cosa. Sólo recuerdo que los cirios chisporroteaban con un fúnebre ruido. Por la puerta entornada venían unos rumores sordos y tétricos; serían rezos o sollozos, tal vez el agua del torrente...

El día ha pasado sin contratiempo. La enfermedad sigue su curso. Esta noche se resolverá definitivamente. Y mañana...

Querido Leandro: Abro la carta que y& tenía cerrada, para escribirte de nuevo. No puedo sosegar; necesito vaciar mi corazón de algún modo. Me he acordado de ti, mi fiel amigo, y en ti vaciaré este pobre corazón desgarrado.

Acabo de hablar con Teresa. Estaba sola. La gente ha aprovechado este momento de relativa tranquilidad para descansar un rato. Así he podido juntarme con mi novia, ¡acaso por última vez! Ha sido nuestra hora nupcial...

El ambiente de la alcoba era de una pesadez indecible: el olor de la fiebre, junto con el de las medicinas y el de las lámparas, saturaban el cuarto y hacían de aquello un lugar propicio para perder la razón. Por espació de un cuarto de hora he permanecido de rodillas, mirando a la enferma, sin noción de la realidad. Parecíamos dos muertos que soñasen juntos.

¡Qué rarezas ofrece la vida! Unicamente me ligaban al mundo de los fenómenos reales las cosas más nimias e inocentes; estuve mirando con prolija atención el ondular de la llama de un cirio y el deslizamiento de la cera derretida. Mientras tanto, ¿hacia qué mundos volaba mi pensamiento?... En casos como éste uno piensa en que los orientales dicen la verdad: tenemos dos almas, una que corresponde al mundo de los fenómenos contingentes y otra inefable y mucho más elevada e incomprensible.

Pero al fin ha vuelto esta segunda alma de su viaje remoto, y entonces me he dado cuenta completamente de mi situación. Yo estaba vivo; Teresa iba a morir...

Me ha invadido un terror loco. He querido cerciorarme de que no era yo solo quien vivía; he aplicado mi oído a su corazón... ¡Aun latía!

¡Qué bella, qué sublime está mi pobre novia! Todo en ella es gracioso, perfecto, naturalmente hermoso. Hasta los pliegues de las sábanas caen con poética belleza. El descuidado pelo se le desborda sobre la blanca frente. Las líneas del rostro se le han suavizado. Tiene una expresión de pureza, de castidad, de reposo... Respira con esfuerzo, débilmente, entreabriendo los labios. Las pestañas proyectan sobre sus mejillas una sombra ideal.

¡Esa era mi mujer! Me la había traído el destino. En ella se compendiaba lo más bello, puro y risueño; era el fin de todos mis anhelos. La había hallado al fin, el destino me la brindaba... ¡Y ahora me la arrebata!

No he podido sofocar el arrebato de una gran ola de ternura; el corazón quería saltárseme fuera. Y la he rodeado con los brazos en cruz, en un abrazo totaldelicado, procurando no llorar, y no atreviéndome a besarla...

Bruscamente, Teresa ha despertado. Al ver su mirada, me ha entrado un frío mortal: yo no he sentido nunca una impresión como ésa...

Ha sonreído. Después ha exclamado bajo, muy bajo:

—¡Qué breve ha sido nuestro amorl

Yo he querido protestar, para engañarla a ella y para engañarme a mí mismo. Pero la pobre ha dicho que no con la cabeza.—¡No, no! ¡Todo lo hermoso ha terminado!, responde la oscura mata de pelo oscilando sobre el blanco rostro. Entonces yo me he puesto furioso. He manoteado como un energúmeno, yo no sé contra quién...; contra eso, contra lo imprevisto, contra el ciego y bárbaro azar.

De nuevo el ala negra del cabello se ha movido de un lado a otro, negando definitivamente. Ha vuelto a hablar:

—Nuestro bello sueño ha terminado. Pronto vendrá... ¿No la sientes ya? Anda por ahí, por todo el cuarto; me tiene cogida de las piernas... Pero me voy contenta, Pedro. ¡Sólo siento dejar a mi pobre padre, y a ti, pobre amado mío!... Pero en el Cielo nos aguarda la paz, y yo marcho contenta. Moriré pura... ¡Cuánto le agradezco a la Virgen esta merced que me hace! Me veía rodeada de fango, llena de impureza... La Virgen me ha librado del fango de la tierra. Ahí queda la sucia tierra, con sus pecados inmundos...

Tras una corta pausa, la enferma ha entrado en un nuevo período de delirio. En su desvarío lo ha mezclado todo: los ángeles, la Virgen, su padre, el fraile, el amor, la muerte...

Se ha acordado del haya, adonde solía ir en las tardes de mayo; me ha nombrado veinte veces con veinte adjetivos cariñosos... Finalmente, ha tarareado una alegre canción.

Yo no he podido resistir más y me he marchado.

Adiós,Leandro. Acaso mañana...

XVII

10 de junio.

Querido Leandro: Han pasado dos días; creo que podré escribirte ya. Hasta hoy me ha sido imposible fijar la atención sobre un punto concreto.

Creo también que podré escribir la frase definitiva. Teresa ha muerto...

No sé cómo han ocurrido tantas cosas en tan breve tiempo. A ciertas horas del día suelo quedarme adormecido; entonces tengo un instante de ilusión: se me figura que todo es un sueño. Pero no es un sueño, no. Teresa ha muerto, ¡ésa es la verdad!

No sé qué hacer: me faltan energías hasta para incorporarme de la silla. Mañana, ¿adónde iré? Después, ¿en qué emplearé mi tiempo? ¿Es posible vivir sin voluntad, sin deseo, sin ilusión y sin esperanza?

Era próxima la madrugada cuando me despertaron unas voces y gritos agudos. Comprendí al momento de lo que se trataba. Pero asómbrate, Leandro: no me apresuré ni perdí el tino para nada; recuerdo que me vestí como de ordinario y que me presenté en la alcoba como un señor cualquiera. Sólo recuerdo que me castañeteaban los dientes, de tanto frío como sentía.

Me asomé a la puerta. Allí estaban los parientes, criados, pastores, un sacerdote, un chico, una niña, todos llorando y voceando. Ella estaba tendida, blanca como una nieve, completamente muerta. Y mis dientes no podían parar: castañeteaban de un modo inverosímil. Tenía temblores en todos los miembros, hasta el punto de dolerme las coyunturas.

En fin, la cosa estaba hecha. Me retiré a un lado, sin saber qué hacer. Lo que me maravillaba era aquella impasibilidad mía. ¡Qué rara es nuestra naturaleza humanal

Corría un viento duro. Las ventanas eran sacudidas vigorosamente por aquel estúpido ventarrón.

En esto, cuando más embobado me hallaba, me enderezo como un palo, miro a la puerta de la alcoba y veo salir a un fraile. ¡Era él!...

Al verme, se detuvo un momento; clavó en los míos sus ojos; escondió las manos en las amplias mangas del hábito y se fué.

Entonces se me ocurrió pensar que él... ¡Señor, había estado con ella hasta el último instante!...

¡Qué tristes son los efectos del amor, Leandro! Pintan al amor como un niño, y sería más lógico que lo pintasen como una fiera. Todos los efectos del amor son tristes y trágicos.

En cuanto se marchó el fraile, dejé de sentir frío y de castañetear los dientes. Corrí a preguntar. Encontré a Pello-Mari. Pero aquel infeliz ni siquiera podía articular palabra. Interrogué a uno de los parientes, y me contestó que sí, en efecto, el fraile había venido media hora antes de que Teresa expirase: estuvo con ella cinco minutos a solas, y luego se retiró a una habitación cercana, en donde rezó o lloró... Nadie sabe lo que hizo el fraile en aquel espacio de tiempo.

Esta explicación me tranquilizó un poco. Tuve fuerzas para entrar otra vez en la alcoba, y la miré entonces más despacio. ¡Oh amada mía, oh Teresa!... Estaba muerta, del todo muerta. ¡Pero qué blanca estaba, qué hermosa, qué ideal estaba Teresa!

¡Y que esto haya de acabar así! ¿Por qué se ha muerto tan pronto? ¿Qué motivo había para que se muriese?

Está amaneciendo; ya cantan los gallos. Ese canto de los gallos me recuerda el alba de anteayer, cuando me asomé a la ventana y vi enfrente, como colocado aposta, el ataúd de Teresa. Habían trasladado el cadáver a una habitación más lujosa y esa habitación tenía precisamente sus ventanas frente a la posterior de mi cuarto. Yo creí encontrarme con la luz del alba y me encontré con el ataúd. Dentro dormía Teresa, alumbrada por cuatro cirios. Tenía las manos cruzadas y el rostro como de marfil, delgado, muy flaco, muy fino. Nadie la velaba en aquella hora crepuscular. Una anciana, vestida de negro, dormía en un rincón.

Si en aquel instante llego a tener un poco más de valor, hubiese cogido el revólver y me hubiera reunido con ella. Pero somos unas miserables bestias, cobardes como bestias, atados a la vida por mil escrúpulos y convenciones.

Si recibes esta carta de noche, asómate a mirar el espacio y verás la luna creciente ¡cuán divinamente bella remonta la cumbre del cielo! Las almas de las mujeres muertas ¿irán a habitar alguna estrella? Las almas de las vírgenes deberían escoger la luna como patria.

Estoy mirando la luna, y no me canso de mirarla. Su blancura ideal logra paliar este horrible tormento de mi corazón. La luna es para mí, en este momento, como un algo sedativo, como un baño espiritual que me calma.

¡Si pudiésemos desprendemos de estas groseras ataduras, volar, remontamos, entrar en la esfera de la luna, y allí vivir una vida imponderable, en unión con las almas que hemos adorado antes!

Mira: el alba ha roto por completo el velo de la noche. La peña más alta de la sierra empieza a teñirse de oro. Ya llega el día... ¿Para qué amanece el día? ¿Hay cosa más estúpida que el día?

Pedro.

XVIII

12 de junio

No puedo, querido Leandro, acceder a tu súplica: pídeme lo que quieras, menos que abandone este lugar.

Te sientes intranquilo; dices que temes por mi salud corporal, y hasta por mi salud moral. Pues bien, estoy resuelto a seguir todo el camino de mi amor; déjame ir hasta el fin... Ya que mi destino me ha arrastrado hacia esta senda, quiero recorrerla toda, sufrir sus consecuencias todas.

¿Crees que es tan fácil obedecer a las llamadas de la razón? Yo también lo creía antes; en estado de frialdad todas las cosas son posibles; cuando el corazón se halla sosegado y los sentimientos duermen, la razón, el sentido común, el practicismo, las conveniencias, fácilmente nos conducen. Pero cuando el cerebro se ha convertido en un océano, ya no es posible... Mi pobre individuo es ahora como una hoja en medio de una tempestad. Déjame ir. Y si echamos bien las cuentas, ¿qué importa detenerse o ir adelante? Deteniéndome, ¿qué supones que hallaré? ¿La paz? Y si me abandono, ¿encontraré la muerte? ¿Pero la muerte no es también la paz?

He ido a Oñate para despedirme de Teresa; la he dejado en su cama de tierra, en el cementerio, abrigada con la ofrenda de unas flores. Pensaba marcharme del país para no volver; pero no he podido hacerlo. Una fuerza, parecida a un automatismo, me ha obligado a subir nuevamente la carretera de Aránzazu. Y aquí estoy. Se me figura que estando aquí participo de alguna de las potencias espirituales de mi amada. Hay algo en la atmósfera que es como una impregnación de su ser; ese algo misterioso me rodea, me acaricia, y yo me siento lleno de su persona. ¿Estará ella aquí realmente?

Voy a contarte ahora un episodio muy importante, tan importante que acaso decida él de mi vida futura; por ese episodio te explicarás también mi actual estado de ideas, más que de ideas, de sentimientos. Yo ya no creo en las ideas; creo que todo es sentimiento. Hasta lo que llamamos ideas son sentimientos... No sé, no sé. Lo único real es que estoy anegado en sentimiento.

Había, pues, anochecido, y estaba yo en mi cuarto viendo cómo la luna llena emergía de entre las crestas de los montes. No recuerdo qué clase de pensamientos ocupaban mi atención; lo que sí sabré decirte es que en aquel preciso instante hubiese yo deseado reducirme a espíritu puro, volar por el éter y llegar hasta la luna, y confundirme allí con la luz blanca, tan serena, tan poética, tan dulcemente ideal. Esta es una manía que me asalta ahora todas las noches: quisiera ir a vivir en la luna, pero no en cuerpo y por medio de ningún aparato científico, sino en espíritu. La visión que me da la ciencia de la luna, con sus cráteres y planicies, me repugna; actualmente aborrezco la ciencia.

Quiero considerar la luna a la manera de los primitivos: como un mundo blanco, ideal región de las almas enamoradas.

Así estaba, cuando siento que abren la puerta. Me vuelvo a mirar... En el umbral veo al padre Daniel, encapuchado hasta los ojos, con las manos ocultas, inmóvil... En fin, le invité a sentarse.

No intentaré reproducir la conversación que sostuvimos, en las dos largas horas que duró la visita del fraile. ¡Nos dijimos tantas cosas! ¿Qué asunto sentimental o religioso dejamos de tratar? Además, existen ciertos matices de conversación imposibles de transcribir; hay el tono, las pausas, las insinuaciones, los silencios y las mutuas miradas de asentimiento, cuya interpretación se escapa a la palabra.

¿Por qué somos tan soberbios y tenaces? Ahí tienes al padre Daniel: hace cuatro días yo le odiaba...; hoy le considero como a uno de los hombres más nobles y puros. Y los que vivimos en el tráfago del mundo, sin tiempo para que nuestras impresiones se posen, ¿por qué tenemos de las cosas una idea tan superficial y tan estúpidamente presuntuosa? Según mi primera impresión, consideré a este fraile como un impúdico; sabía que amaba a Teresa y en seguida calculé que su amor tenía que ser torpe y oscuro. Después ambos tuvimos conocimiento de nuestro mutuo amor por Teresa, y en seguida también calculé que el fraile me aborrecía. Estas eran las lógicas consecuencias que me inspiraba mi vanidosa, mi necia experiencia mundana. Pero ahora, después de aquellas dos horas de íntimo, de inefable coloquio, ¡qué desprecio me produce mi opinión anterior!

El mismo padre Daniel quiso abordar este delicado punto de nuestra rivalidad.

—No ignoro—me dijo—que en el mundo se tiene un concepto del amor mucho más violento; entre ustedes las pasiones se desenvuelven libremente y alcanzan su grado máximo. Así, pues, probablemente usted me habrá aborrecido en algún instante de su vida...

Traté de disculparme. Pero el fraile acudió prontamente y me atajó, prosiguiendo:

—No, no; excuse usted toda palabra de disculpa. He empezado por decir que conozco la trayectoria pasional de los corazones que se mueven en el mundo, y así tengo también que disculpar todas las naturales intemperancias de esos corazones. Si digo que usted me habrá odiado, no lo digo a título de recriminación, ni para que usted me brinde una cortesía que había de lastimar su orgullo. Lo digo simplemente para dejar estos puntos preliminares de nuestra amistad por completo aclarados. Usted me ha odiado un momento; ahora que conoce mis sentimientos, ya no me odia. Por mi parte, necesito confesarle que nunca le he odiado a usted, ni aun cuando vivía... aquella mujer; ni siquiera cuando supe la predilección que por usted sentía. En mi alma no encontraría alojamiento el odio... ¿Me creerá usted por sólo el testimonio de mi palabra?

—Sí, le creo a usted—respondí.

—Gracias—murmuró el fraile con una voz en que se advertía la emoción más tierna. Transcurrida una pausa, el padre Daniel prosiguió diciendo:

—Conozco también la manera que tienen de interpretar el amor los corazones que viven allá abajo, en el mundo/El amor, para ustedes, es... Pero no hace falta definir una sensación tan vulgar y por todos conocida. En cambio ustedes pueden ignorar la calidad de un amor concebido por un hombre que vive en otro ambiente, que aspira a ideales distintos, que tiene el corazón hecho a sensaciones inexplicables por lo extrañas. Nosotros, los frailes, es verdad que al entrar en el convento no dejamos a la puerta nuestra naturaleza humana, y como nuestros órganos y nervios continúan siendo los mismos, las pasiones e instintos continúan también desenvolviéndose en consecuencia. Pero si nuestro cuerpo no nos abandona, las pasiones e instintos que emanan de nuestro cuerpo adquieren un aspecto tan diferente, que a ustedes, los mundanos, les sería difícil comprender. Por de pronto, las pasiones nuestras parece que pierden sus atributos externos; el ambiente en que vivimos está impregnado de tal modo de ideas ul-traterrenas, que las pasiones participan de esa misma inclinación a lo irreal y a lo ultraterreno. Por ejemplo, yo puedo sentirme invadido por la pasión amorosa, pero mi amor se desprenderá de sus atributos corrientes y se convertirá en un amor puro. La impudicia, que huyó hace mucho tiempo de mis sentidos, no perturbará la inocencia de ese amor. Y así es como podrá explicarse que estando yo, como estaba, enamorado de Teresa, no aspirase más que a recibir en los míos una dulce mirada de sus ojos...

Miré al fraile sorprendido. El entonces levantó los ojos, los clavó en la luna y añadió a media voz:

—Sí, yo aspiré solamente a que me mirase y sonriese. Tener su mirada en la mía, estrechar sus manos juntas, inclinar mi frente sobre su seno... ¡Esto nada más me hubiera hecho feliz!

Amigo Leandro, confieso que me sentí invadido por una emoción profundísima. Si algún rastro de celos quedaba en mi corazón, las palabras del fraile lo ahuyentaron. Quedó mi corazón limpio de todo odio. Y en cambio me sentí lleno de simpatía, con ganas de inclinar m cabeza sobre el pecho de aquel hombre extraño, y llorar allí hasta sosegarme.

El debió comprender mi proceso emocional, porque me tomó una mano entre las suyas y la apretó fuertemente. Yo callaba, sin saber lo que me ocurría. De pronto el fraile rompió aquella inefable pausa. Y dijo así:

—¿Por qué no se viene usted con nosotros?...

Le miré con asombro, sin atreverme a comprender todo el sentido de la frase.

—¿Adónde?...—repliqué.

—Al convento—añadió él—. Allí descansará usted: su alma y su cuerpo sanarán de sus dolencias. Y lo que usted necesita antes que nada es reposo.

Mis ojos seguían mirando aquella cara, aquella frente de marfil, aquella nariz fina y larga, aquel gesto inexpresable de melancolía y de inteligencia, de bondad y de dolor. Y mis labios continuaban sin saber qué decir, h?': —Lo bueno que tienen estas pasiones—prosiguió él—es que dejan un sedimento de tristeza, lo mismo que las riadas dejan una fructífera capa de limo. La tristeza es la antesala de la religión, y sin tristeza no podemos penetrar en la esencia de Jesucristo, porque Jesucristo es el dolor hecho hombre y hecho Dios... Yo estoy muy agradecido a esta tristeza, pues ella me ha enardecido en el amor de Dios. He llorado mucho interiormente, y me he avergonzado hasta la raíz de mi alma por mi pe-ccado de amor terrenal; el pecado me ha dado fuerzas»

Ahora es cuando siento de veras inflamarse mi espíritu en religiosidad. ¡Cuánto agradezco esta tristeza, esa pasión, ese pecado!... Ahora me voy. Acaso nunca nos volvamos a ver. Usted se irá al mundo, yo me quedaré aquí en la soledad. Tenía necesidad de hablarle, de decirle esto que le he dicho... Me separo de usted muy contento, porque sé que en su alma no queda ningún mal pensamiento contra mí. Adiós... Y si algún día no puede usted resistir la tristeza, si hay en su vida un momento de terror pánico, acuérdese de mí: yo le reservaré siempre una celda y los dos brazos abiertos para recibirle.

Dicho esto, el fraile se levantó en actitud de marcharse. Su timidez le impedía llegar a mis brazos; sin embargo, no se decidía a marcharse: aguardaba.

Entonces yo me arrojé en sus brazos y descargué mi pecho. Lloré. Creo que él también lloraba...

XIX

13 dé junio.

Fué por la tarde. Había un silencio y una calma que de puro profundos llegaban al enervamiento. No pude resistir a la tentación, y aun sabiendo que todo mi ser se abriría de nuevo a la más horrorosa de las tristezas, penetré sigilosamente en su alcoba.

No estaba ella... Se la habían llevado para siempre. Ya no hacía su cuerpo muerto, como en la noche anterior, aquel ademán pesado sobre la cama funeraria. Ya no resplandecían en el aire denso de la habitación su rostro afilado, de una blancura ideal, que me dejó, lo recuerdo, estupefacto y ensimismado en la puerta. Entonces todavía vivía la mujer de mis sueños y de mis alucinaciones. Entonces la tenía aún al alcance de mis miradas, y podía, mirándola, fingirme que era la esposa sublime que me aguardaba para un himeneo inmaterial. Mientras que ahora...

Querido Leandro, perdona esta* inocentes confidencias. Sopórtame, te lo ruego. Tengo necesidad de referir los más triviales episodios, porque creo que así podrá acaso tener un alivio mi dolor.

Ya no estaba ella. Pero entré, sin embargo, como si realmente toda la estancia temblase al contacto de su persona. Me senté en la silla de junto al lecho y permanece no sé cuánto tiempo pensativo. ¿En qué pensaba? Sólo sé que mis ojos se conservaron secos. En m1 alma florecía la melancolía.

Un objeto atrajo de pronto mi atención: sobre la mesilla descansaba un libro. Aproximé la mano, lo cogí. Era el libro de rezos de Teresa.

Al palparlo entre mis manos, me pareció que todo su ser vivía en aquel objeto íntimo, en aquel pequeño y lindo volumen que le acompañó a ella en los momentos más graves de su vida, desde los años cándidos de la adolescencia. La suave encuadernación de piel perfumada del libro de oraciones estaba saturada de las esencia8 de su propio ser, y sus páginas retenían aún el destello de sus ojos, tal vez el prestigio de las lágrimas de contrición de su alma pura...

El libro que la había acompañado siempre; el libro de sus meditaciones religiosas; el libro sobre el que había rezado y llorado; el libro de su primera comunión; el libro al que confió seguramente el secreto de su amor hacia mí, aquel libro estaba sobre la mesilla y yo no pude resistir al imperioso impulso de abrirlo y de besarlo.

Fui de puntillas y cerré la puerta de la alcoba. Me senté junto a la cama. En aquel momento, por la entreabierta ventana que daba al campo, entró el gorjeo alegre y mimoso de un ave, tan musical, y sobre todo tan claro e insinuante, que me hizo apartar la vista del libro y fijarla en el paisaje. Pero en seguida sentí despecho, rabia, contra aquella voz jubilosa e indiferente de la Naturaleza, tan extraña, tan sorda al drama tre-mendo de mi corazón. Cerré la ventana. El pájaro cantarín se marchó a otro árbol a entonar sus gorjeos.

Al abrir el libro de oraciones encontré una de esas estampas religiosas que suelen marcar en la vida de las adolescentes alguna fecha memorable, tal vez una confesión algo atormentada, acaso una de esas fiestas conmovedoras que remueve los más íntimos posos del alma. Era una estampa de la Virgen. La besé, y fué verdaderamente como besarla a ella misma.

Luego encontré una flor aplastada, todavía no del todo seca. La tomé entre los dedos y absorbí lentamente, ávidamente, su lejano y mustio aroma. Yo conocía aquella flor. Era un gajo de nardo que mi amada conservó en la mano todo el tiempo que duró nuestro coloquio una tarde, frente al panorama de las montañas. Mientras yo le decía todas esas palabras que mi amor sabía entonces susurrar a su oído, ella aspiraba, pensativa, el olor profundo del nardo.

En esto mi mirada se detuvo sobre las letras del libro. Empecé a leer el texto religioso con una curiosidad extraña, como si estuviese revelándoseme una idea no conocida hasta entonces, y cada nuevo párrafo estimulaba con más energía mi interés. Querido amigo, no imagines que aquel libro de oraciones fuese de un autor genial; no había allí nada de nuevo. Sencillamente me puse a leer unos rezos dedicados a la Virgen María.

Sí, yo conocía esas plegarias, pues eran las de ritual, y más de una vez hube de rezarlas yo mismo. Pero ahora yo no sé qué raro sentido oculto encontraba en unas frases que me parecían de una belleza insuperable. No, yo no conocía aquellas plegarias. Las repetí sin duda siendo niño muchas veces, pero siempre inconscientemente. Era ahora cuando de veras las "comprendía, cuando de veras resplandecían en mi alma con toda su luminosa y consumada hermosura. Al llegar sobre todo a la Salve, sentí una emoción que me puso trémulo.

¿Conoces tú algo tan divinamente bello en literatura como la Salve? Veinte siglos de disciplina eclesiástica y de fervor adorativo han ido labrando esa obra de decantación en que el adjetivo y el apóstrofe adquieren una concisión y una elegante ternura de joya. Nunca se ha hecho un piropo tan sublime a la mujer.

Y al repetir la Salve, en aquel momento, ¡te lo confieso!, mi intención iba directamente hacia ella... Sentí la voluptuosidad del recuerdo. Me complacía en figurármela viva, toda engalanada con los inspirados apelativos déla Salve. La piropeaba yo también con un gozo entusiasta, mientras los ojos apenas podían contener por más tiempo el llanto. «Dios te salve... El Señor es contigo... Bendita tú eres entre todas las mujeres...»

Después me puse a recitar la letanía. Pero no entre labios, sino a viva voz y con fuerza creciente. ¡Oh aquellas palabras sobre las que tantas veces resbaló mi atención distraída! ¡Qué extraordinario acento lograban tener ahora! ¡Cómo me parecían infinitamente sonoras y cómo expresaban el grito de admiración que eternamente y desde las honduras de la vida dirige el hombre hacia la divina, hacia la adorada mujer!

«¡Sancta DeiGenitrix, ora pro nobis!... ¡Sancta Virgo virginum, ora pro nobis!» Y pasando como en una furia exaltada al mismo centro de los inspirados piropos, me puse a recitar con voz fuerte y a repetir con obstinación: «¡Virgo prudentíssima!... ¡Virgo veneranda!..* ¡Virgo clemens!... ¡Virgo fidelis!... ¡Rosa mística!... ¡Tu-rris ebúrnea!... ¡Domus áurea!... ¡Stella matutina!...»

No pude más. La exaltación me sacudió como una embriaguez. Me sentí aniquilado por la violencia del esfuerzo. Y caí sobre el lecho vacío, donde mis brazos en cruz no encontraron a nadie. Las lágrimas saltaban de mis ojos a raudales. Un gran sollozo, hacía temblar mi cuerpo. Gemí con el abandono de un niño, besando la cama vacía. En tanto que, como un retornelo, iba a pesar mío pronunciando mi mente: «¡Virgo fidelis!... ¡Rosa mística!... ¡Stella matutina!...»

XX

14 de junio.

No he podido dormir, amigo Leandro: he pasado la noche agitadísimo.

Al llegar el día me ha invadido un sopor pesado, del que he salido muy tristé... Estoy tan triste, que he llegado a materializar la tristeza: siento el peso de la tristeza del mismo modo que sentimos el peso y el contacto de la ropa y del sombrero. Estoy rodeado, apretado, oprimido por la tristeza.

En seguida han venido a buscarme las palabras del fraile: «Venga usted con nosotros...»

Tú me conoces, amigo Leandro, y sabes que soy incapaz de ninguna mistificación. Por consiguiente, me creerás si te digo que he pasado toda la mañana pensando en Dios. Ahora que la tarde está muy avanzada^ continúo todavía pensando en El.

También conoces mis ideas, y sabes muy bien que los libros, la ciencia y los trabajos de la vida entibiaron la fe de mi infancia. Sin embargo, hay momentos en que el mundo y todas las cosas del mundo no pueden darnos soluciones para nuestros conflictos internos; entonces recurrimos a la religión. Pero ¡ay! ¡La paloma blanca de la fe hace mucho tiempo que huyó de mi alma!

Querido Leandro, me he pasado la mañana en la iglesia del monasterio. ¿Qué buscaba, me preguntarás lo que buscaba? Pues iba a buscar la paloma blanca de mi fe.

¡Dios sería mi salvación en este momento! ¡Quién pudiera darme la fe!...

Me arrodillé debajo del coro, y allí estuve... ¿Cuánto tiempo estaría arrodillado? Volví a ver a los Cristos, aquellos ensangrentados y moribundos Nazarenos de mi niñez, los que dejaron en mi alma para siempre una arraigada propensión a la tristeza. Cuando yo era muchacho sentía ante su vista una mezcla de terror y de devoción; ahora he sentido un anhelo de concordia, un ansia de llegar a El...

Primero estuve contemplando un Cristo de marfil, que para morir sin duda más a solas y sagradamente, se escondió en una hornacina; pero alguna mano devota, no queriéndole desamparar en su agonía, le puso una lámpara a los pies, y su tímida lucecilla alumbra tenuemente los miembros del Crucificado.

Algo más lejos descubrí otro Cristo, que me llamó la atención desde luego. Estaba en uno de los retablitos que llaman del Calvario. Significaba la pintura el instante en que Jesús, Hijo de Dios y Salvador de los hombres, llega al último trance de su vida, el momento doloroso e inexpresable de su martirio entre dos ladrones y enfrente de la santa Jerusalén. Se veía el cielo anubarrado; un relámpago hendía con un violento guiño la lobreguez del espacio; a lo lejos blanqueaban los muros de la Ciudad, y por los caminos del monte se iban alejando los soldados y el pueblo. Nadie rodeaba a Jesústodos se marchaban; únicamente le hacían compañía los dos forajidos, que amarrados a sus cruces blasfemaban y torcían los ojos impíos. Jesús moría, Jesús iba a morir. Tiene el cuerpo lleno de sangre, el pecho abierto por una enorme cuchillada y de la frente le chorrea sudor sanguinolento; y levanta los ojos al cielo, y se queja: «¡Por qué, Padre mío, por qué me abandonaste!...»

También a mí me asaltaban deseos de gritar: «¡Por qué me abandonaste!...»

Mi espíritu se anegaba en mares de ensueño dentro de esa iglesia pequeña y vacía, silenciosa como un sepulcro. ¿Recuerdas los panteones sepulcrales de las familias ricas, que tienen ventanas con cristales de colores, un altar de mármol, una luz cernida, un silencio suave, y allí reposan los sarcófagos y dentro de los sarcófagos los muertos?...

Salí, por último, de la iglesia. Pero mi angustia no se había calmado. Al dolor por la ausencia eterna de Teresa se une ahora el dolor de la ausencia de la fe. Y el pensar que no la volveré a ver a ella y que acaso no volveré tampoco a ver a Dios, ¡estas dos ideas me retuercen el alma!

¿Quién me quitaría este peso abrumador que cae sobre mí, que no me deja”sosegar? Acaso la muerte.

Hace un rato que he"vuelto de vagar por ahí, por esos contornos. Está el tiempo nublado y nada me interesa: ni árboles, ni personas, ni nada.

Mi mente está llena de ideas oscuras y anhelantes. Una ola sentimental me rodea, y en ella vienen confundidos los recuerdos de la niñez, la pompa de las fiestas religiosas que vi cuando muchacho. Los judíos, Jesús, el Portal de Belén, los cirios..., mi madre...

Adiós, Leandro.

XXI

15 de junio.

Querido Leandro:

Ayer tarde, en cuanto concluí de escribirte, me volví a meter en la iglesia. Es una fuerza misteriosa la que me lleva al templo; un instinto secreto me agarra de la mano y me arrastra adonde tal vez podré hallar la calma, mi perdido reposo.

Es posible que mi rostro haya llegado al punto máximo de palidez, porque las cuatro o cinco mujeres que rezaban en la iglesia se me quedaron mirando sorprendidas, creo que atemorizadas. Pero esto lo olvidé bien pronto. Al momento de llegar, el órgano abría su boca sublime, y a mí me faltaban oídos y atención para escuchar esa voz mística, esa voz que se deshace en acordes desgarradores, inmensos.

Tú sabes, Leandro, la enfermiza fruición con que siempre he oído la voz de ese instrumento ideal. Los hombres no han inventado nada tan definitivo, en el orden emocional, como la música del órgano; el órgano es la más alta expresión del acento humano, en lo que ese acento quiere expresar el ansia mística y la fuga hacia lo eterno.

Tenía abiertos mis oídos, abría mi alma de par en par, y hubiese querido que la música del órgano’llenase» colmase mi alma. Hubiese querido ser yo mismo un órgano, y gemir, orar, llorar, cantar, vaciarme yo todo en música. ¡Qué suerte de huidas ideales y de místicos arrobamientos me producía el órgano allá en la buena edad délos quince añosl ¡Qué escalofríol ¡Aquella aurora de la vida, la adolescencia, la virilidad que apunta ya, la niñez que no se ha marchado todavía, cuando aparece la rosa de la pubertad, cuando se empieza a pecar del pecado de lascivia y, sin embargo, aun se es puro!...

Cuando me arrodillé, el órgano sacaba su voz más poderosa, en tono que correspondía al grito del hombre. Eran unos acordes viriles, angustiosos; se mantenían en un mismo tono alto por espacio de mucho tiempo, y luego se complicaban entre sí, se entrelazaban y terminaban con la misma frase musical del comienzo: la frase que afirma la eternidad del dolor sobre la vida del Universo. A veces los acordes se deshacían y desgranaban, como si la alta tensión de sufrimiento se aflojase, y entonces algunas notas atipladas, jugueteando en las escalas agudas, me sugerían la idea de unos niños que gimieran, corroborando por sí mismos la afirmación del dolor. Luego volvían a sucederse los acordes graves, y la iglesia entera temblaba de espanto.

Tengo, según te dije, una Biblia conmigo, y todas estas noches la leo. Ayer, cuando escuchaba el órgano, inconscientemente venían a mi memoria versículos enteros del Eclesiastés. Y encontraba entre ellos y la música del órgano una admirable consonancia. ¡Oh Salomón, Salomón, tú que lo supiste todo!

«Vanidad de las vanidades, ¡todo vanidad! ¿Qué tiene más el hombre de todo su trabajo, con que se afana debajo del sol? Generación va y generación viene; mas la tierra siempre permanece igual. Y sale el sol y pónese el sol... y torna a nacer. El viento tira hacia el Mediodía, luego hacia el Norte y torna de nuevo... Los ríos van al mar, y vuelven a su origen para correr otra vez... ¿Qué es lo que fué? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol...»

Pero estas terribles palabras tienen todavía un último sarcasmo:

«Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia añade dolor.»

¡Leandro, querido Leandro, qué verdaderas son las palabras de Salomón! ¿De qué me sirve a mí la sabiduría? ¿ No sería yo más dichoso siendo un simple carbonero? Entonces creería, mientras que ahora... ¡La ciencia no me sirve más que para agrandar mi tribulación!

«Aborrecí, por tanto, la vida; porque la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa, por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu.»

¡Ah, ah! La vida, en efecto, no es vivible; la vida es un asco y un recipiente de inmundicias; la vida es vanidad; todas las cosas, ¡dice bien Salomón!, son vanidad, y no hay mayor amargura que el conocimiento; la confirmación, por medio de la ciencia, de que todo es vanidad.

Querido Leandro, en aquel mismo momento el órgano intentaba un supremo acorde, más desesperado y vehemente que los demás: un acorde tremendo e inaudito en que el órgano ponía su fuerza de expresión más grande, en que los tubos vibraban, en que el sonido brotaba como con un esfuerzo doloroso. Parecía aquello una rebelión del alma del mundo contra un peso demasiado grande; una queja tan desesperada que llegaba a la blasfemia.

Recuerdas, Leandro, la desgarrada blasfemia de Job cuando amaneció en su cabaña cubierto de postemas y roído de gusanos?

«i Perezca el día en que yo nací y la noche en que se dijo: varón es concebido! ¡Sea aquel día sombrío y Dios no cuide de él desde arriba, ni claridad sobre él resplandezca! ¡Ocupe la oscuridad aquella noche!... ¡Maldíganla los que maldicen al día, los que se aprestan a levantar su llanto! Por cuanto no cerró las puertas del vientre donde yo estaba... ¿Por qué no morí yo desde la matriz o fui acuchillado en saliendo del vientre?... ¡Ahora yaciera yo y reposara, durmiera y tuviese entonces pleno reposo!»

Iba a levantarme ya, cuando el órgano cesó bruscamente en sus grandes quejas y atacó las notas más altas; y fué tan repentino esto, de tal contraste, que una nueva ola emocional llenó mi alma: creí ver que la techumbre del templo se abría, aparecía el cielo, el sol, una bandada de ángeles...

Las notas agudas y aflautadas cabrilleaban en lo alto del coro, subían a la bóveda, querían como escaparse al cielo. Eran como angelillos que gemían, pero sin ira ni desesperación; como inf an titos, tiernamente tristes, que implorasen piedad para los dolores del mundo. Todavía llegó un instante en que aquellas notas perdieron todo su matiz de tristeza y se hicieron alegres, pero de una alegría mística, femenina, virginal. Voces de doncella enclaustrada, voces como para soñar en el jardín silencioso de un convento, entre lirios, cipreses e imágenes de la Virgen María; voces aladas, pastosas, frágiles y fluctuantes...

Leandro, mi fiel Leandro, estoy temblando como una hoja en el viento. Un algo definitivo me está acechando... Quiero asirme de nuevo a la esperanza, quiero creer que la vida aun podrá ofrecerme cosas amables, puras y amorosas. ¡Que no me abandone esta esperanza! Podrán venir las mañanas inocentes de la primavera, los jardines y las flores; acaso también volverá, quién sabe en qué renacimiento de la segunda juventud, aquella alba de la adolescencia, y acaso la fe, la esperanza en la Eternidad...

XXII

16 de junio

No vengas, no, amigo Leandro; déjame a mí solo bandear esta tormenta. Además, como tú vendrías en un estado de espíritu diferente, chocaríamos sin remedio.

Te alarmas, Leandro; me das consejos, me ofreces venir a salvarme y a sacarme de esto que llamas «pozo sentimental lleno de fantasmagorías»; me riñes... ¡Ah, Leandro, qué fácil es hablar razonablemente cuando se tienen las cuentas morales saldadas! Estás sereno, y te guía la razón; pero yo no estoy sereno... ¿Qué me darás si vienes? ¿Razones?... ¡Pero eso no me sirve ahora de nada! Dame a Dios, restitúyeme a Teresa, restitúyeme la alegría... No puedes. ¡Pues déjame ir, aunque me pierda del todo! Déjame, Leandro.

Amigo mío, esto no tiene fácil remedio. Se me ha desbaratado el andamiaje interior, y no sé cómo armar de nuevo ese tinglado de adentro. No lo sé, no lo sé...

Y estoy muy débil. Creo que tengo fiebre. Duermo mal. Me levanto muy tarde, y durante más de una hora suelo estar sin poder moverme. Quisiera dormir otra vez, aunque me asaltasen nuevas pesadillas. Mejor aún quisiera dormir y no despertar.

Los débiles, los sanos... Creo que la historia del mundo se reduce a esa lucha que mantienen eternamente los débiles y los sanos, las ideas de éstos y las de aquéllos. Los débiles inventan la religión, la poesía, las quimeras, la caridad, el socialismo; los sanos inventan la ciencia, la guerra, las leyes, el mando y el sentido de realidad. Pero si no existiesen los enfermos, ¿qué sería del mundo?

¿Es el mundo triste por sí mismo o es que lo soy yo? ¿Es que el mundo nació triste desde su principio o la tristeza está sólo en mí y se la reflejo al mundo?...

He subido a la montaña; ¡he estado en el Belvedere después de tantos días de ausencia! Al llegar me asaltó el recuerdo de Teresa; la vi corporalmente, como cuando se sentaba bajo el haya; luego la vi muerta, en aquel lecho, entre cirios... ¡Oh tristeza! Estoy triste hasta la raíz del alma.

He mirado las rocas; durante una hora he permanecido como en éxtasis, viendo la soledad de la montaña, las rocas desnudas, las nubes que vuelan arriba, el cielo azul... La soledad de la montaña, la noche y la música del órgano están anegándome en misticismo. ¡Qué bella vida, Leandro, la del asceta! Entrar en ese convento, cantar al órgano, respirar incienso y luego quedarse en éxtasis sobre estas montañas... Y ver cómo pasa la vida serenamente, aguardando aquella hora en que las almas se restituyen otra vez a su origen, a Dios...

Pero no creo, no tengo fe... ¡Cómo he de meterme en el convento! ¿Y qué haré de otro modo? ¿Qué resolución tendrá esto?...

¡Ayúdame, Leandro!

Te abraza fuertemente tu amigo

Pedro.

XXIII

18 de junio.

Querido Leandro: El día de ayer fué uno de los más transcendentales de mi vida. Ahora mismo estoy bajo la influencia de una emoción extraordinaria. Sospecho que esta Vez va de veras... Me parece que estoy a punto de salvarme.

Voy a contártelo, Leandro.

Ayer, muy de mañana, subió una muchedumbre de peregrinos hasta los riscos de este convento de Arán-zazu. La gente del país es muy devota de la Virgen que aquí se venera, y los sacerdotes cuidan de que esa devoción no se mitigue, organizando al efecto periódicas peregrinaciones. Ayer les tocaba peregrinar a las gentes del valle de Leniz, y subieron todos en montón, hombres, mujeres, niños y ancianos, sanos y enfermos, hasta un número que no bajaría de dos mil.

Poco antes de llegar al monasterio, los capitanes de la peregrinación organizaron militarmente a la muchedumbre. Primero los hombres, muy fornidos y graves todos ellos; después los enfermos y ancianos; en último lugar las mujeres.

Traían sus mejores ropas y traían también sus caras de las grandes solemnidades. Los hombres sostenían hasta diez o doce estandartes bordados en oro y con inscripciones devotas escritas en vascuence. Y las mujeres lucían a manera de divisa unas cintas azules, que las envolvía el cuello y remataban en una medalla con la imagen de la Virgen.

Formaron en columna de honor, y uno de los sacerdotes que los capitaneaba dió la voz convenida. Como una sola persona, dos mil peregrinos comenzaron a cantar un himno de salutación. Yo no oí más que el princi* pió: Agurt Ama Virgiña... (i). Después no pude oír más, porque la emoción me quitó el conocimiento; el corazón me bailaba apresuradamente... Con voces de mi alma, yo también murmuré dentro de mí: «¡Salud, Virgen Madre!»

Pero al nombrar a la Virgen, mi mente dibujó una imagen de mujer. ¡Era Teresa!... Y con lágrimas que me brotaban de muy adentro, muy adentro, penetré en la iglesia.

Entraban los peregrinos, y según iban entrando depositaban los estandartes en el altar mayor. Y seguían cantando. Las dos terceras partes de los peregrinos, no hallando cabida en el templo, se quedaron en el atrio, bajo la bóveda de la escalinata y contra los muros del monasterio. Y cantaban, seguían cantando con una voz solemne, medida, inspirada, con una voz llena de ferviente entusiasmo, llena de una unción inenarrable.

¡Qué envidia me daban aquellas pobres y toscas gentes! ¡Con qué envidia les miraba los rostros transfigurados, los ojos brillantes y fijos, los gestos que emanaban fervor; pero un fervor casi extático, casi visionario!...

¿Por qué no había de llegar también a mi alma el soplo divino? Yo buscaba la revelación, la anhelada revelación... Miraba a la imagen de la Virgen, encendida de joyas y de luces; miraba a Cristo clavado en la cruz; y todas las potencias de mi alma llamaban con voces desgarradoras a Aquel que guardaba en su seno la paz, el reposo y la esperanza...

Pasó la misa de este modo. Volví a oír el órgano. Las modulaciones extrañas del «canto llano» me tuvieron como suspendido en una ola emocional. Envidié a los frailes, porque cantaban tan divinamente... ¡Quién pudiera vivir así, cantando esa música divina, con la mirada puesta en Jesucristo crucificado y dejando al alma que remontase hasta las puertas del Cielo!

Por la tarde me tendí en la cama y dormí varias horas. Digo que dormí, pero en realidad no hice más que soñar. Soñé que oía misa junto a mi madre, una mañana de primavera, y que me había comulgado por primera vez, y que tenía un bordado cirio en la mano... Soñé que era fraile. Luego soñé que aun vivía Teresa y que me estaba sonriendo... Soñé también que me había muerto.

Cuando me levanté de la cama, la tarde moría. Sobre los montes lejanos veíase aún la pura claridad del crepúsculo. Presté atención; un rumor sordo y largo llenaba la plazoleta. Eran los peregrinos que celebraban la procesión del Rosario.

Me asomé a la ventana : una multitud de luces pequeñitas, parpadeantes, pululaba por entre aquel ejército piadoso. Volvieron a cantar... /Agur, Ama Virgiña! Y nuevamente cal en aquel mar de emoción.

¡Cómo te explicaría y» ia intensidad sentimental de aquellas voces vehementes, la unción de aquellos peregrinos!...

Un grupo de mujeres enlutadas avanzaba con penoso andar, la cabeza baja, rezando, pálidas y tristes; detrás venía la imagen de la Virgen llevada en alto por algunos hombres; otros hombres, también enlutados, traían grandes cirios, que humeaban y esparcían ese olor particular de los entierros y de las procesiones, «olor de muerte». Al final, sobresaliendo de entre la multitud, venía el Nazareno, con la cruz al hombro, con el gesto desolado.

Era aquello un espectáculo trágico, imponderable, sin igual. Ayudaba al efecto trágico el canto de los clérigos y el rumor monótono de los rezos femeniles. Fue un momento solemne, de una grandiosa fuerza dramática; ninguna otra emoción podría avasallar de tal modo el alma de la muchedumbre. Hasta las cosas inanimadas parecían participar del sentimiento dramático. La hora crepuscular, el silencio del campo, el cielo turbio y nuboso, todo predisponía en favor del sentimiento místico.

La procesión pasaba por debajo mismo de mi ventana. Oía claramente los cantos graves de los clérigos. Hubo una pausa de silencio; todo el mundo calló... Pero aquel silencio tenía una elocuencia más profunda que los mismos cantos. Casi creí percibir de una manera material la palpitación conjunta de la multitud humana y de la Naturaleza...

No sé lo que me pasó. Volví a tumbarme en la cama y después me arrojé al suelo, delante de una estampa de la Virgen; busqué el amparo de un Crucifijo y me prosterne de rodillas... Fuera seguía cantando la multitud con una solemnidad creciente.

Me entró una especie de angustia. Más tarde la angustia se transformó en un raro entusiasmo. Por último me sentí invadido de un gozo muy grande... Creí que nacía nuevamente: figúrate que el capullo de una rosa revienta de pronto y se abre en olas de perfume, y te formarás una idea aproximada de lo que sentí.

¿Era la revelación que llegaba?... La revelación del sentimiento estaba cumplida desde luego. Pero la razón seguía protestando...

¡Ah, maldita razón!

Adiós, Leandro, adiós.

Ruega por tu amigo

Pedro.

XXIV

20 de junio

No te obstines, amigo Leandro; no conseguirás nada. Quiero permanecer aquí hasta la última hora. Puesto que aquí he vivido el instante más alto de mi vida, aquí también quiero solucionar el problema de mi vida.

Tampoco te permito que vengas. Hay mucha distancia por medio, y los negocios no puedes dejarlos sin grandes perjuicios para ti y para los tuyos. Déjame solo.

Sí, sí; tus razonamientos son muy recomendables: piensas como un buen amigo y como un hombre sensato, ecuánime y bueno. Pero me permitirás que te diga que no sabes una palabra de estas cosas.

¡Razones! Yo no necesito razones. Dame lo otro, dame...

¿Que todo esto es morboso? ¿Que son imaginaciones, fruto de la fiebre y del aislamiento?

¿Que estos arrebatos místicos son pura debilidad nerviosa? Bien; pero lo cierto es que yo tenía algo, un algo transcendental, y ya no lo poseo. Y lo cierto es que yo quiero sustituir ese algo que se me fué con otra cosa espiritual... ¡Y no puedo encontrarla!

No encuentro la fe, ¡no la encuentro, no! Anteayer creí que la revelación bajaba al fin del Cielo; han pasado dos días, y aquí me tienes ahora en un estado deplorable, con el alma fría y como exhausto. Estoy vacío: no hay nada dentro de mí.

Me pregunto lo que he de hacer, y me quedo perplejo. ¿Qué haré, qué haré?...

Acaso la muerte lo arreglaría todo. ¿Por qué tanto miedo a la muerte? Allí no se sufre, allí no hay recuerdos, allí no se siente frío en el alma ni este vacío interior espantoso.

Después de todo, la vida no vale lo que cuesta. Ponte a pesar el pro y el contra, y te sonreirás seguramente. ¡ No hay comparación entre el peso inmenso del dolor y el granito de almíbar del placer!

Desde la mesa en que escribo veo la ventana abierta; veo el cielo y las estrellas que brillan allá arriba. ¡Qué lindas luminarias del infinito!... Cuando yo tenía quince años compuse mis cuatro versos primeros: todos los hombres necesitan pagar ese tributo juvenil a la madre poesía. Entonces solía mirar a las estrellas, y me pasaba largas horas mirándolas embelesado. La vida se abría antes mis ojos como un país encantado donde hay muchos secretos, muchas maravillas...

Ahora estoy mirando esas estrellas y la vida se abre ante mí; ¡pero ya no tiene secretos ni maravillas! La vida es una insensatez. ¿Para qué vivirla?...

Y esas estrellas que vieron mis primeras exhalaciones poéticas, ahora ven el fracaso de mi vida. Mi vida está en su mitad: pronto empezaré a bajar la cuesta. ¿Qué resta por delante? ¡Se ha marchado el amor! ¡Sin amor es una insensatez la vida!

Están mirándome las estrellas desde la cumbre del firmamento. Pienso que esos mundos brillantes han estado parpadeando millones de siglos, y que han alumbrado los tormentos infinitos de tantas generaciones humanas. Y alumbrarán a otras generaciones... Y las generaciones se irán sucediendo vanamente ante la mirada tranquila de esas claras estrellas, que morirán también ellas mismas, ante la indiferente mirada de otras estrellas más grandes y remotas...

Lo mejor sería morirse cuanto antes. ¿Qué nos ocurrirá cuando nos muramos? ¿Qué habrá después de muertos?... Quisiera conocer la sensación de la muerte; las ideas que le asaltan a uno al morir; si es un fuerte dolor, o si acaso es un sedante marasmo... Para eso hará falta morir en un momento determinado, con el ánimo vigilante y la atención apercibida. Por ejemplo, morir de un tiro de revólver.

¿Cómo se desprenderá el alma? ¿Qué pasará, qué se sentirá? ¿Cómo ocurrirá eso?...

XXV

21 de mnio.

Querido Leandro: He soñado unos sueños muy rarotfj he visto que venían fantasmas negros a rodear mi cama. En la niñez yo creía en fantasmas y aparecidos; ahora no creo en nada. La vida no tiene misterio, no tiene fantasmas. ¡Ah si hubiese fantasmas de verdad

¿Es vi vi ble la vida? ¿Es posible vivir esta vida seca y rasa, que carece de fantasmas y de misterios?

Siento la inconsolable amargura de aquel que ha sido engañado. ¿Es ésta la vida que me prometieron? No, no. Las promesas fueron demasiado grandes; el fruto, demasiado pequeño.

Todos se confabulaban para henchir mi alma de ilusiones, para incitarme a entrar en la hondura de la vida: me prometieron bellos juguetes de amor y gloria, palacios encantados, favores de las hadas. «Entra, pasa el lindero de la pubertad, vente a la vida», me decían todas las sirenas. Entré en la vida con la cabeza llena de vanidades, y ahora que hago el recuento, nada de lo que me prometían se me ha dado. {Y no tendrá remedio jamásl

Cuántas vidas fracasadas rodarán por el mundo lo mismo que yo, cuánto y cuán terrible fracaso de unos

seres disgustados, sentimentales, rotos, inservibles; cuántas vidas taciturnas, fracasadas... La promesa fué mayor que la realidad, la lejanía era más bella que lo inmediato y poseído. ¡Fracaso y mentira de todas las azules lontananzas!

¿De qué me vale la vida? El mundo no guarda ya maravillas, ni doble fondo, ni secretos: se me aparece el mundo completamente acotado. La misma muerte carece de fuerza maravillosa, porque sé lo que hay tras ella. No me quedan ya misterios, segundos términos, lugares desconocidos; a esta vida le falta curiosidad y grandilocuencia. Todo vanidad y pequeñez* todo acotado y nimio.

Morir, acaso morir... ¿Y después?

Nada me importa el después. Mis deleznables carnes se pudrirán, cierto estoy, y me basta. Mi nombre permanecerá vibrando entre las gentes. ¿Cuántos días, años o siglos?... Los cerebros de las gentes están llenos de nombres; cada nombre tiene su celdilla en el cerebro, y mi nombre hallará también su celdilla correspondiente. Pero llegarán otros nombres nuevos, las celdillas se harán económicas; hasta que un día los nombres serán más numerosos que las celdillas, y el mío se verá obligado a huir. Desapareceré...

Me abismaré en el Infinito, en la Eternidad, en la Nada, en el Olvido, en el no ser. ¡En el no ser eterno, en el nunca más, nunca jamás!...

XXVI

Aránzazu, 2J de junio de

Señor don Leandro Ortiz.

Muy señor mío: Esta carta sirve para comunicarle a usted la noticia de una probable desgracia.

Su amigo, el señorito Pedro, ha desaparecido de estos lugares, donde residía desde hace algunas semanas. Después de la muerte de mi pobre hija (q. e. p. d.), el señorito Pedro empezó a entristecerse y a huir de toda compañía: bien es verdad que a todos, en este lugar, se nos ha marchado la alegría con la muerte de mi adorada Teresa.

Ultimamente me pareció observar que la tristeza del señorito Pedro aumentaba, hasta el punto de preocuparnos seriamente a todos los de casa. De pronto se le ocurrió meterse en el convento, con gran asombro de los frailes. Dicen que llamó a la puerta una noche, y que preguntó por el padre Daniel. Este fraile acudió en seguida y le preparó una celda, en donde el señorito Pedro pasó dos días sin salir ni ver a nadie. Dicen que estaba enfermo, con mucha fiebre.

Cuando menos lo esperábamos, el señorito Pedro desapareció del convento, y ésta es la hora en que no sabemos adonde se fué ni lo que ha sido de su persona.

En la habitación que ocupó en mi casa han quedado las cosas intactas, sin que nada indique un viaje repentino; los libros están sobre la mesa, los papeles abiertos y el sombrero en la percha. Hemos abierto su maleta, encontrando ropas, libros y algunas cartas firmadas por usted. En vista de ello, he creído prudente avisarle a usted, como amigo de confianza, para que vea las disposiciones que se deban tomar.

Hemos explorado todos los contornos, y nadie nos ha sabido dar cuenta del señorito Pedro. También hemos mirado el fondo del barranco que hay junto a este Santuario, así como los precipicios y lugares peligrosos; pero nuestras investigaciones han sido infructuosas.

¡Ojalá no quiera Dios añadir una nueva desgracia a las muchas que pesan sobre nosotrosl

Sírvase usted avisarme cuanto se le ocurra sobre el asunto, y mande a su atento s. s., q. b. s. m.,

XXVII

Pedro María Iturralde.

Burdeos, 28 de junio de

Mi querido Leandro: La pesadilla se ha ido, las sombras que me envolvían se han marchado... Aqu* me tienes en esta ciudad de Francia, pronto a embarcar con rumbo a aquella América juvenil, que espero me ha de recoger amorosamente y curarme por completo.

Ha sido una pesadilla muy larga. ¡Cuánto he sufridol... Y también tú has sufrido, mi buen Leandro. Pero todo pasó, y ahora ¡que la vida me conceda un poco de placer, o cuando menos de reposo!

Si esta carta puede tranquilizarte respecto a mi destino, allá va, con un abrazo muy fuerte.

¿Quieres oír, por última vez, el relato de mis torturas morales? Estas serán las últimas, y servirán como de epílogo a la especie de tragedia interior en que he sido el actor preferente, y tú el espectador único. En lo sucesivo ya no habrá lugar a esta clase de revelaciones: he dejado en España mi bagaje sentimental, y voy a entrar en el Nuevo Mundo dispuesto a empezar una vida diferente. He saldado mis cuentas con la tradición de la raza. Ahí se quedan la raza, la tradición y todas las sombras de una vida trágica, demasiado trágica.

Pues sucedió que una mañana tomé el coche que hace el servicio de Oñate, y en llegando entré en ej cementerio. Aun se notaban las huellas del sepulturero? ¡todavía no se habían secado las flores que dejé sobre su tumba cuando la enterraron!... Estuve allí mucho tiempo; no sé cuántas horas permanecí sobre la tumba de Teresa. Sin darme cuenta de lo que hacía, tomé la carretera de Vergara y fui paseando, camino abajo, lo mismo que un autómata. Y me encontré en Vergara.

La tarde había muerto; una línea de vaga luz flotaba aún sobre la cima de los montes; caía la noche, y por Oriente amanecían las estrellas. Larga y angosta, oscura y callada, la villa de Vergara iba sumiéndose en la profunda religiosidad de la noche. En aquel punto sonaron las campanas con un acento tan bronco, tan lento, tan quejumbroso, que todas las casas de la villa parecieron estremecerse como si las rozase un ala mística. Tocaban a la oración de la tarde; cantaban el himno vespertino del «Ave María». El silencio entonces se hizo absoluto, las cosas adquirieron mayor inmovilidad, la sombra cayó totalmente. Una calma taciturna y meditativa llenaba el valle, el pueblo, las montañas, el mismo cielo. Todo quedó sumido en silencio y quietud. Allí arriba estaba la iglesia, con su maciza y alta torre, dominando la villa y el valle. Escudero y protector del templo, una vieja casa mayorazga, armada de cuatro torrecillas feudales, erguíase junto a la casa de Dios.

En los vetustos pueblos vascongados, donde no llega el ruido de la industria o el vaivén del turismo, las costumbres conservan un fuerte sello tradicional, un carácter de rigurosa devoción; no és la devoción brillante y ostentosa que singulariza el catolicismo de los pueblos meridionales, sino una devoción austera y metida en sí, algo como una forma de culto puritano, que se manifiesta en rezos a baja voz, en cánticos tristísimos, en fiestas religiosas sin ningún aparato de flores ni de procesiones pintorescas. En esos pueblos taciturnos, viejos y austeros, la iglesia es el punto culminante de la vida, adonde afluyen por la tarde, en la hora religiosa de la muerte del día, todos los veci-nos a sumirse en la oración.

Era, pues, esa hora en que los afanes del día se aquietan, en que el espíritu grita y pide su parte, en que la soledad y el silencio se ofrecen propicios a los coloquios del alma. El pueblo entero iba entrando en la iglesia: hombres, mujeres, ancianos. Los hombres se colocaban a un lado de la nave central o bajo el coro, y las mujeres en el centro. Y a medida que las mujeres entraban, como si obedeciesen a una disciplina, iban situándose en filas simétricas; se arrodillaban en el suelo, dejaban caer la mantellina sobre el rostro y poníanse a orar, sin gestos, sin ruido, como sombras tácitas. Cada una .de las mujeres traía una candelilla amarillenta, retorcida en forma de aro pequeño; la encendían, dejábanla en el suelo frente a ellas, y de este modo el templo aparecía lleno de filas de mujeres negras, inmóviles e impasibles, y de luces muy débiles, parpadeantes.

Nada tan fuerte de expresión, ni tan severamente religioso, como el aspecto de aquella iglesia grande, sembrada de bultos negros y de largas filas de luces;

nada tan impresionante como aquel silencio del templo, en que sólo se oían los pasos tímidos de alguna mujer rezagada, o el chisporroteo de una lámpara, o la voz de un monaguillo que transitaba entre las mujeres pidiendo limosna para las ánimas, para las pobres ánimas que padecen en el purgatorio.

De repente se oyó el preludio de un cántico. Unas voces infantiles comenzaron a salmodiar arriba en el coro, y el órgano, abriendo sus poderosos registros, inundó la iglesia con su voz tenante. Fué como si una ola sagrada gáyese sobre las almas de los devotos: un largo estremecimiento corrió por la multitud. Y yo bebía aquella música del órgano como se bebe un agua antigua y familiar, nacida del manantial de la niñez. Yo dejaba que mi espíritu se saliese fuera, huyendo con la ola sagrada, escapándose a los tiempos remotos -de la adolescencia; dejaba que mi corazón se deshiciera en un mar de sensaciones; y venían los recuerdos, y pasaban los anhelos dormidos, y volvían a surgir las emociones olvidadas. La vida real, la torpe vida de las cosas, se esfumaba hasta desaparecer, y levantábase una vida inmaterial en que nada era concreto, en que todo era anhelo y angustia vaga, sed de misterio, pena del bien perdido, esperanza de lo que no existe, sueño de lo imposible...

¿Por qué no estaría sonando eternamente esa voz del órgano en lo hondo de mi espíritu? Yo quisiera —pensaba—vivir la vida del éxtasis, y que el mundo fuera un templo, y que en el mundo no existiese nada sino la voz del órgano. Y la vida fuese un sueño, un ensimismamiento, una vuelta del ser hacia el ser mismo, una compenetración íntima cada vez más grande.

Y el órgano me hablaría de lo que ha sido, de lo que ha perecido, de las almas que fueron, de los siglos que desaparecieron; me hablaría con palabras tácitas de unas cosas que ninguna otra voz podría explicar; y así eternamente, aunque los ideales de vida enérgica se malograran, aunque el éxito y el triunfo, el amor, el poder, todas las afecciones fuertes fracasasen. Hundido en el ensueño, volviéndome hacia el mundo interior, abismándome en mí mismo...

A mi lado había un altar, cubierto con una cortina blanca: pasaba entonces un monaguillo, se detuvo y encendió unas velas; luego tiró de un cordón y se descorrió la cortina. Y apareció la imagen del «Cristo de ,Montañés», el Cristo asombroso, maravilla de arte.

Estaba Cristo clavado en su cruz, retorcido de dolor, en el momento de la agonía; sin duda era el instante en que se volvía al cielo y clamaba aquella suprema voz de angustia: «¿Por qué me has desamparado?» Las piernas se le doblaban una sobre la otra, los brazos se tendían con el último esfuerzo, el cuerpo caía anonadado, y la cabeza, volviéndose de un lado y hacia arriba, buscaba el apoyo del cielo. Los labios entreabiertos, los ojos vidriosos, las mejillas sumidas, el cuello vacilante, todo indicaba el momento final en que la vida ya no puede resistir la opresión del dolor.

Los devotos, cuando vieron descorrerse la cortina, se volvieron a mirar al Cristo moribundo. El órgano retumbaba con una máxima y prolongada voz de amargura, los niños cantaban un salmo tristísimo: Cristo iba a morir, y la multitud oraba con mayor fervor ante la agonía del Crucificado. Era aquél un Cristo casi real; el templo estaba lleno de él, el pueblo entero. Vergara, la vetusta villa, hundida en el angosto valle, padecía la angustia mística de su Cristo moribundo. Finalmente calló el órgano, cesaron los oficios y la gente fué saliendo paso a paso y recatadamente: el templo quedó vacío: en la profundidad del altarcillo, allá dentro, alumbrado por la lámpara de aceite, el Cristo agonizaba, solo y abandonado...

Yo salí también, siguiendo lo largo de la estrecha calle.

El pueblo empezaba a dormirse bajo la sombra de las montañas, hundido en el grave silencio de la noche. Solamente alguna luz alumbraba el crucero de los callejones; sólo alguna tenducha permanecía abierta, y dentro, bajo los anaqueles empolvados, la vieja tendera dormitaba con las manos cruzadas sobre el vientre: un acordeón, en el fondo de una taberna, allá en la extremidad del pueblo, plañía su música desconsolada, y dos mozos bailaban cogidos de los hombros, dando brincos violentos. Como vestigio de una edad más gallarda, las casas mayorazgas abrían sus portalones ojivales sobre la calle, y por encima de sus aleros sobresalían las torrecillas .nobiliarias, todas enhiestas y sin el menor portillo, como para atestiguar la permanencia del orgullo de sus dueños.

Fuera del pueblo dormía el campo: dormían las montañas, que bajaban hasta el mismo borde del río; dormían las caserías, metidas en los repliegues de las laderas; dormían los molinos; únicamente la carretera parecía vivir, semejante a una móvil y ondulante serpiente blanca que salía del pueblo y se metía en la tortuosidad del barranco, hacia el Mediodía, buscando las llanuras y las vegas luminosas que hay a la otra parte de los montes.

En medio de la calma nocturna, oyendo la palabra de la Naturaleza, mi espíritu se sumió en la profundidad de aquel ideal silencio religioso, y no había un aliento, ni un ligero matiz de la sombra, que yo no entendiera y percibiese, como si a mí me fuera ofrecido. Callaba la tierra, dormían los hombres. Por encima de un mon-tañón soberbio, amarilla y puntiaguda, la luna menguante salió a alumbrar la vega. Un perro despertó y lanzó un ladrido largo, quejumbroso. Luego volvió todo a callar. La luna caminaba sobre la cima del monte, seguida por dos estrellas que guiñaban nerviosamente. Llegó una ráfaga desde lejos, movió la espesura de los árboles; crujieron las hojas levemente, y luego todo calló. El mundo dormía bajo la caricia de la luna, madre de la noche, vigilante pupila de la Eternidad.

De repente... ¿Cómo fué aquello? De repente sentí una especie de desmayo, la vista se me fué, la cabeza me dió vueltas. Cerré los ojos. Pero al abrirlos, enfrente de mí había una sombra. ¡Y aquella sombra era Jesús, el mismo Jesús en persona, Jesús que me estaba mirando fijamente!...

Lancé un grito de estupor, que se convirtió al punto en un grito de alegría. ¡La revelación había llegado!

¡Por fin me había tocado el dedo de Dios!

Corrí a la plaza y mandé que enganchasen un coche: a los pocos momentos emprendía la subida a Aránzazu.

Llegué a medianoche, y sin pasar por la hostería, con fuertes golpes llamé a la puerta del convento. Abrieron. Pregunté por el padre Daniel. Transcurrido un cuarto de hora, se presentó el fraile y yo me arrojé a sus pies.

—Aquí estoy...

El fraile me levantó del suelo cariñosamente, y al coger mis manos entre las suyas exclamó:

—Viene usted muy enfermo, hermano. Acuéstese, y en cuanto se reponga hablaremos.

Me acostaron en una habitación, y allí pasé dos días sin noción del tiempo, sin saber cuándo estaba dormido ni cuándo despierto. De tarde en tarde entraba el padre Daniel y me miraba en silencio.

Una mañana desperté de un largo sueño, y al despertar sentí la impresión extraña que deben sentir los enajenados cuando vuelven de la demencia a la razón. Miré alrededor, hice un balance mental, me palpé el cuerpo... Todo lo comprendí; vi las cosas de una manera diferente, como si las estuviese alumbrando la clara luz del sol, al contrario de antes, que vivía sumido en niebla, en alucinación y en mentira. Sentí, en fin, algo como el efecto de una «contrarrevelación». {Era la realidad del mundo y de la vida que se me revelaba de una vez, claramente, con nítida exactitud!

Salté al suelo y me vestí rápidamente. Y más rápidamente aún cogí la puerta, atravesé los desiertos corredores y salí al aire libre. Era la más bella mañana del año: los pájaros cantaban alegremente...

Huí como aquel a quien persiguen feroces enemigos. Ni siquiera pensé en mi equipaje, ni en los amigos de la hospedería: tenía miedo de que volvieran a cogerme las sombras de aquella larga pesadilla. La lisa se había

hecho en mi cerebro, y no quería que la viva y matinal luz de la realidad se apagase nuevamente.

¡Estaba salvado! Las piernas se me figuraban alas...

Me voy de este Continente viejo y sombrío, en donde todo está cubierto de musgo tradicional, en donde el amor mismo se recubre de musgo y moho, y Dios es infinitamente triste y lóbrego. ¡Basta de alucinaciones místicas, de nebulosas sentimentales! La vida me llama, y es preciso obedecerla. Voy a ver si en alguno de esos países ágiles, infantiles, despreocupados e inocentes, es posible vivir una vida clara.

Todo es una cuestión de fisiología: tener salud o no tenerla, ésta es la cuestión. Yo he conseguido sanar del todo, siento la conciencia de mi salud y el problema del mundo se me aparece del todo claro.

Dentro de pocas horas embarcaré en la nave que me ha de conducir a América. Amigo Leandro, no te inquietes por mí: poseo conciencia de mi salud y confianza en mi energía. Cuando el olvido haya borrado este trágico episodio de mi vida, volveré a España. Te abrazaré entonces.

Entretanto... adiós, y felicidad.

Pedro.

XXVIII

El corresponsal de El Pueblo Vasco comunica de Burdeos lo siguiente:

«Anoche, al cruzar la barra, cerca de Royan, el trasatlántico La Normandie tuvo que detener su marcha más de media hora. Un pasajero de primera se había caído al agua; pero con tan mala fortuna, que fué al punto devorado por el remolino que levantan las hélices. Por más que arriaron una lancha para explorar los alrededores, no fué posible encontrar ninguna huella del náufrago. Se llamaba Pedro Orozco y era español. Nadie se explica cómo pudo caerse al agua estando el mar tranquilo. ¿Hay oculto algún misterio?... Se ha dado aviso a las autoridades de la costa para que procuren descubrir el cadáver del infeliz pasajero, si es que el mar quiere devolverlo, lo cual parece bastante dudoso.—Corresponsal

Appendix A

FIN
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