Canto I
Deseo de cantar, oh sacro Orfeo,
tu espíritu divino enciende el mío,
si se digna bañar de ámbar sabeo
tan débil arco la purpúrea Clío:
tu lira (dulce sueño del Leteo)
quiero imitar, y con ardiente brío
en claro verso, en número sonoro
ser Prometeo de sus cuerdas de oro.
Empresa desigual, mas noble empresa,
(de todo ingenio fáciles engaños)
que oprime grave, aunque agradable pesa,
los flacos hombros de mis verdes años:
no sin estudio y arte, fuerza expresa,
del natural más vivo desengaños,
que a quien de azul y blanco laurel tiene
mejor de Apolo el verde honor le viene.
Tú, divina beldad, cuya obediencia
disculpa y fuerza, mi atrevido canto,
y más donde padece competencia
quien tu heroico valor celebra tanto:
anima el instrumento, y la excelencia
de tu sonora voz al tierno llanto
del triste esposo, del amante Orfeo,
aplica dulcemente a mi deseo.
Si cantara tu voz, tu ingenio y arte
este amoroso y trágico suceso,
los montes se humillaran a escucharte
aligerados de su grave peso:
mejor tu lira en la celeste parte
tuviera el arco sonoroso impreso,
que impele el alma de tus manos bellas,
que la que mira el Sol con diez estrellas.
Aun no he llegado a tiempo que levante
la pluma a las que cubren superiores
las armas, que retratan en diamante
con luces de oro trémulas colores:
cuando los hechos españoles cante
perdonará la edad de los amores,
agora blandamente me retira
de Marte Venus, y su ardor me inspira.
Entre la Macedonia, y el corriente
Istro, la fiera Tracia inculta yace,
donde el Hebro veloz al rojo Oriente,
de perlas hijo, en esmeraldas nace:
la corona de Rodope eminente
en lo feroz también bárbaro Trace,
hijo del sacro Apolo Didimeo,
luz de las Musas, habitaba Orfeo.
Su padre por su edad vio veinte veces
el Aries de los hijos de Atamante,
y del Éufrates los australes peces
por el terror de encelado gigante:
dejaba suelta de la frente a veces
al hombro la madeja rutilante,
rubia prenda del Sol, y a veces junta
con un listón la remataba en punta.
No se atreviera la purpúrea grana
(aunque a lo rojo del rubí se atreve)
de la sangrienta rosa castellana,
cuando a la fresca Aurora el llanto bebe
ni del jazmín la flor lustrosa y cana
a los engastes de la blanca nieve:
que en única belleza las colores
no es la que tienen las comunes flores.
Eran los ojos de zafir celeste,
objeto de la vista, que indecisa
le da color azul, que manifieste
la gloria que por ellos se divisa:
quiso Naturaleza que le preste
perlas al mar del Sur, al Alba risa,
rubíes a Ceilán, la boca hermosa
marfil hablando, y en silencio rosa.
Apenas guarnecían hilos de oro
el coral superior, como se muestra
línea en marfil, si bien para decoro
señala en flor la primavera nuestra:
poeta dulce, y músico sonoro
no temiera deidad en la palestra,
lira, ni pluma el único mancebo,
respeto solo de su padre Febo.
Amábanle las verdes hamadrías,
suspirando en las mudas soledades,
los negros faunos, y las blancas drías,
con todas las selváticas deidades,
rompiendo el vidrio de las fuentes frías,
por círculos de perlas sus náyades
salieron a la selva, y las colores
trocaron los corales con las flores.
Eco olvidada del cruel Narciso,
esforzando la piedra en que vivía,
sacar el alma de su centro quiso
a la forma exterior helada y fría:
ya la torre de ramos Cipariso
esmaltada de pájaros movía
el rudo tronco, y por los verdes nudos
lloraba el alma entre suspiros mudos.
Amaba Dafne, o Ropode en tus vivas
peñas escribe que ama, y que desea
Dafne, cuyas estampas fugitivas
fueron espejos de la luz febea,
ceñidas de pacíficas olibas
con las fértiles copias de Amaltea
le vinieron a ver Pomona y Flora,
y se olvidó de Céfalo el Aurora.
Para rendir sin resistencia alguna
tantos orbes de plata por despojos,
el monte Latmo despreció la Luna,
y del pastor astrólogo los ojos:
ya no era Clicie al Sol tan importuna,
ni el tener fijos le causaba enojos
en su Oriental espléndido tesoro
gigantes ojos con pestañas de oro.
La Diosa que animó la blanca espuma
atando el carro y dilatando al vuelo
los vagos cisnes de purpúrea pluma,
bajó tal vez de su tercero cielo:
cantaba el joven en la cumbre suma
del Rodope, tan dulce, que del velo
celeste desclavadas las hermosas
estrellas, se engastaban en las rosas.
Templa estudioso, y la mistión coloca
de agudo y grave en ecos desiguales,
pasa del arco o mucha parte, o poca
al mapa de los orbes celestiales:
alga, tuerce, disuena, baja, toca,
quedase el aire, y en estando iguales
proporciona la voz, y admira el suelo;
música, no eres Dios, pero eres cielo.
Este cantó, que Amor hizo una escala,
adonde puso la materia prima
con el deseo que lo informe exhala,
porque la forma elemental le imprima:
allí la mista y vegetable iguala,
como la forma intelectiva estima,
y como desde el punto inteligible
miró y amó la luz incomprehensible.
La cadena (después) con que se enlzan
los elementos en el firme centro
deste mundo inferior, y como trazan
la tierra y agua su amoroso encuentro:
como en el tiempo que las dos se abrazan
templa la sequedad que tiene dentro
la tierra, y como el aire los vapores
vuelve al agua en recíprocos amores.
Cantó cómo se vuelve en aire el fuego,
y en fuego el aire, el agua evaporada
en aire, y cómo condensado luego
se vuelve el aire en agua dilatada:
y cómo el agua pura halló sosiego
en tierra por lo denso transformada,
concurriendo los cuatro a toda forma
de cuerpo misto que su junta informa.
Cantó cómo el primero movimiento
(con ley perpetua) por el mediodía
de oriente a ocaso, rápido y violento,
los inferiores círculos movía:
y cómo para dar temperamento
al fuego ardiente, que engendrar podía,
en agua se bañó la nona esfera
con luz que en sus cristales reverbera.
Siguiendo al firmamento (así llamado
por los varios ejércitos de estrellas)
del uno al otro cóncavo dorado
de los planetas las esferas bellas:
el Sol en medio, para dar templado
calor y vida resurtiendo en ellas
su pura luz, que por la cinta de oro
reparte en doce signos su tesoro.
Cantó cómo era el alma acto primero,
y forma sustancial que perficiona
la materia del cuerpo, y lisonjero
de la exterior belleza se apasiona:
cómo después del tránsito postrero
el alma vive, y la inmortal corona
premio de la virtud; o la condena
el vicio al daño de la eterna pena.
Cantó cómo la tierra dividían
tres partes, siendo la menor Europa,
no las ciudades, que después tendrían
el Regio Imperio, y la fortuna en popa:
que entonces libres de opresión vivían
los siete montes, cuya excelsa copa
Roma ocupó, que Troya (¡gran trofeo
de Grecia!) un siglo fue después de Orfeo.
Este dijo también de qué manera
la Elocuencia sus partes dividía,
poniendo la Invención por la primera,
a quien la igual Disposición seguía:
la Elocución no escura, aunque severa,
con la Memoria, a quien aumenta y cría
el ejercicio, y que hace más valiente
viva Pronunciación al eloquente.
Enseñó la Teórica del canto,
y de las tres composiciones puso
la armónica en razón, del alma encanto,
que de tonos dulcísimos compuso:
el concertado son, que mueve tanto,
dividiendo en agudo, y en obtuso,
y del mundo mayor a la armonía
respondiendo la humana Simetría.
La Pintura, sujeta a mil agravios
del rudo vulgo, dijo en dulce verso,
ya digna de Adrianos, ya de Fabios,
en lino, en bronce, en oro, en mármol terso;
Naturaleza a los Pintores sabios
sustituyó criar el universo,
con alma no; porque si ser pudiera
cada Pintor Naturaleza fuera.
Con esto que cantaba convertía
las tormentas del mar en dulces calmas,
y de las fieras hórridas movía
al tierno son las sensitivas almas:
las fugitivas Dafnes detenía,
y daba pies a las ingratas palmas;
que desde entonces con razón pudieron
llamarse plantas, pues andar supieron.
Las fuentes por las márgenes floridas
los líquidos cristales dilataban,
las ninfas en sus ondas convertidas
los dorados coturnos le besaban:
las aves por el aire detenidas
de tan diversas plumas le esmaltaban,
que hacían en las nubes sus colores,
pénsiles prados de diversas flores.
Hermosa ninfa, honor del Hebro undoso,
era entonces Eurídice, tan bella,
que el planeta del cielo más hermoso,
ni nació ni murió con tal estrella:
rizo el cabello, al ébano lustroso
igual, prende una cinta, y preso en ella
forma sortijas, cuyo real decoro
diamantes almas engastó sin oro.
Eran los ojos sobre escuros velos,
puesto que en su región resplandecían,
cometas vivas, que por negros cielos
el aire que tocaban encendían:
por ellos tuvo el Sol del amor celos,
y amor de los amores que tenían,
que de suerte el amor celoso amaba
que envidiaba lo mismo que mataba.
Cual suele al Alba entre claveles rojos
salir risueña cándida azucena,
amanecía al rayo de sus ojos
la limpia nieve de su faz serena:
con encendida púrpura (despojos
del pez de Tiro) de vergüenza llena,
eran las dos mejillas amorosas
en pura leche deshojadas rosas.
Rindió al hermoso nácar de la boca
su grave pompa la encarnada malva,
y a su garganta aquella luz que toca
rayando el cielo el resplandor del Alba:
y de la suerte que a formar provoca
las aves al salir música salva,
así cuando en el prado el pie ponía
agradecían a su sol el día.
No era inferior su claro entendimiento
a su hermosura, ni su gracia y gala,
que apenas imagina el pensamiento
lo que con la interior belleza iguala:
que al precioso licor su dueño atento
que ambar espira, y que jazmín exala,
no digna vaso humilde, que en belleza
sin alma, se durmió Naturaleza.
Etolo dardo y arco persa armaban
el hombro y manos, con piedad guerreras,
y con nevadas plantas que volaban
pisaba el viento al perseguir las fieras,
por morir a sus flechas se paraban
del Hebro circunfuso en las riberas,
cuyas cabezas de las mas crueles
eran la guarnición de sus linteles.
Allí formaba nueva arquitectura
el yerto adonicida, el Oso feo,
debiendo ser el alma a su hermosura,
si se pudiera ver, digno trofeo:
viola una tarde, en nieve, en rosa pura,
retratando a Diana el dulce Orfeo,
y parando a la lira el son canoro
llevóle el alma en los coturnos de oro.
Ella suspensa, como fuente al yelo
los ramos cristalinos que difunde,
aseguró su tímido recelo
para que nuevas esperanzas funde:
y como al pescador desde el anzuelo
aquel famoso pez veneno infunde,
al alma un amoroso fuego espira
desde las cuerdas de la dulce lira.
Prosigue el arco, y da la voz Orfeo
más tierna al canto, con tan dulces pasos
que al pie de un lauro la asentó el deseo,
sino de amor, de los futuros casos:
a su Ocaso llegaba el dios Timbreo,
y pudiera llegar a mil ocasos,
mas no sentir Eurídice si el día
aspiraba en el mar, o amanecía.
Sabeslo tú, divina Musa hermosa,
décima por la edad en que naciste,
primera por la voz, que sonorosa
suspende el alma que a escucharte asiste:
en cuya suspensión maravillosa,
no Circe, que Calíope tuviste
de nuestro Tajo al español Orfeo,
cantando tu hermosura y su deseo.
Pero si peñas, árboles y fieras
aves, aguas y peces le escuchaban,
y en sus altos excéntricos y esferas
las luces que sus orbes habitaban:
si las playas del mar, si las riberas
del Hebro atentas a su voz estaban,
mejor quien alma racional tenía,
y más amaba cuanto más sentía.
Cesó la voz, y dándola a los ojos
cobardes a la lengua la volvieron,
mas ninguno venció, que los despojos
trocaron desde el punto que se vieron:
sin desdenes, sin penas, sin enojos
trasladaron las almas que se dieron
de un pecho a otro, y desde allí adelante
apenas supo amor cuál era amante.
Que aunque se debe aqueste nombre al hombre
acción más propia en libertad fundada,
parece que perdió de amante el nombre,
y que le pretendió la prenda amada;
a nadie (Amor) la brevedad asombre,
que está la voluntad determinada
en las estrellas, que al nacer se miran,
como también contrarias se retiran.
Viéndose al fin, y hablándose turbados
que así quiere el Amor que el amor sea,
se fueron por la margen de unos prados
que una sierpe de plata lisonjea:
descuidados de sí, con mil cuidados,
llegaron al albergue del aldea,
de tan sabroso ardor entretenidos,
animaban al alma los sentidos.
No consultó desde este alegre día
(si bien a tal desdicha destinado)
Venus a Temis, pues Amor nacía
de Anteros dulcemente acompañado:
¿qué selva, soto, prado, o fuente fría,
qué valle humilde, o monte levantado
no los vio juntos, y decirse amores
abrasando las aguas y las flores?
Cuando el zafiro azul raya y colora
de mal formada luz el Alba pura,
y quando Febo el Occidente dora,
éxtasis de los dos fue su hermosura;
de suerte que a la tarde, y a la Aurora;
con sola ausencia de la noche escura
estaban juntos; porque solo llama
tiempo al que goza de su amor quien ama.
Cantaba el felicísimo poeta
en versos como claros numerosos,
sin el horror que apenas interpreta
los concetos en círculos odiosos:
no líneas como rayos de cometa,
que resplandecen a la vista hermosos,
y luego que pasando fenecieron,
aun no saben los ojos si los vieron.
Cantaba sus amores, y cantaba
tal vez sus esperanzas y favores,
que de los mudos árboles fiaba,
de las aves, las fuentes y las flores:
en dorada prisión le presentaba
tal vez los elevados ruiseñores,
que viniendo a aprender dulce armonía,
con la mano (dormidos) los cogía.
Así daba a entender músico y preso
en dulce jeroglífico su vida,
si bien la ninfa con mayor exceso
su preso amaba de su voz rendida:
tal vez del verde prado y monte espeso
la caza que prendió sin red ni herida,
los vagos ciervos de ganchosos ramos,
tímidas liebres, y ligeros gamos.
Cinco vezes el padre de Faetonte
del toro de Fenicia fue Perilo,
vistió la Primavera el valle y monte,
y Egipto vio la inundación del Nilo:
en tanto que por todo su horizonte
del divino poeta en dulce estilo
Rodope conoció por cuanto gira,
que por la bella Eurídice suspira.
Ya con un lustro más de quince a veinte
en la perfecta edad para casarse
Orfeo la pidió, y infelizmente
la infausta boda vino a concertarse:
bajó del verde Rodope eminente,
(así pudo la fama dilatarse)
del alto Orbelos, y del fértil Hemo
cuanta ninfa y pastor vivió su extremo.
Con poco gusto la montaña toda
(puesto que alegre a festejarla vino)
trágica y triste celebró la boda,
claros efectos del cruel destino:
que mal presago el gusto se acomoda
al decreto oponiéndose divino,
que cuantos casos por los hombres vienen
de su bien o su mal preludios tienen.
Vino del Helicón el sacro coro
de las divinas Musas, y Pangeo
fértil de rosas, porque daba al toro
selvas de luz entonces Didimeo:
esparció de sus venas el tesoro,
viendo en traje mortal su corifeo,
que a las bodas del hijo entró con ellas,
vistiendo rayos y pisando estrellas.
Calíope su madre (así la llama
Tracia) a las fiestas amorosa vino,
más blanca que las flores que derrama
cerca del agua el oloroso espino:
Musa inmediata al templo de la Fama,
engendradora del furor divino,
por quien premian los tiempos la elegancia
que no la presunción y la ignorancia.
Clío inventora de la varia Historia,
teatro universal de lo pasado,
vertiendo rayos de su misma gloria
sin afeite llegó, no sin cuidado:
Talía, a quien se debe la memoria,
geórgica del trigo, y del ganado,
vino tan bella como el cielo admira
la que se huyó de la mortal mentira.
Terpsícore divina el rostro muestra
severo, aunque templado en su hermosura,
Erato con el traje que en la orquestra
fue cómica, fue trágica figura:
con Melpómene que en el canto diestra
de las voces juntó la compostura,
remisa, o intensa en signos diferentes,
deducciones, mutanzas y diapentes.
Polimnia con la lira numerosa
en la firme Aritmética fundada,
con quien está la Música amorosa
para toda verdad subalternada:
Urania (aunque parece fabulosa)
en la ciencia astrológica versada,
y en cuantos orbes da la egipcia sierpe
con sus eclipses la infalible Euterpe.
¿Quién pensara que fueran desdichadas
bodas en que asistió tanta alegría?
Mas, ¿cuándo a las acciones envidiadas
menos trágica fue la suerte impía?
Almas deidades, que venís turbadas,
haced de lo severo profecía,
a Eurídice decid que lleve al prado
el pie inocente de diamante armado.
A la fiesta asistieron tristemente
Himeneo nupcial, prónuba Juno,
muerta la luz, en traje diferente,
sin querer admitir placer ninguno:
las mesas en la alfombra de una fuente
con el calor, entonces importuno,
duraron poco, y fueron mal servidas,
presagios tristes de sus breves vidas.
Los sátiros de Baco no sintieron
ardor que de las frentes les quitase
la corona de pámpanos, ni hicieron
baile o coro las ninfas que agradase:
los dioses tristes sin hablar se fueron,
y como fuego un rústico llevase,
de una centella que cayó en las eras
se abrasaron los montes y las fieras.
A vista de los nuevos desposados
tiró un pastor con una honda a un nido,
cayendo con la madre los atados
ramos, entre el horrísono estallido:
revolaron los otros espantados,
y al puesto en sangre y en dolor teñido
volvió el esposo la siguiente Aurora,
allí suspira y gime, canta y llora.
¿Qué pájaro no fue trágico agüero
aquella noche? ¿Qué siniestras aves
no dieron con su canto horrible y fiero
anuncios tristes de sucesos graves?
Amor en todo tiempo lisonjero
a los requiebros tiernos y suaves
con recíproco aliento atiende, y solo
siente el pensar que ha de salir Apolo.
“Dulce esposa”, le dice, “esposa mía”,
repite muchas veces, que parece
que afirma el nombre posesión que fía
de los abrazos que el lugar le ofrece,
desvelado de amor, habla y porfía,
pero luego el cansancio le enmudece;
Eurídice se ríe (más despierta)
de ver que quiere hablar, y que no acierta.
Vence corrido al sueño el dulce amante
que en descortés el que se duerme toca
la noche que del tálamo triunfante
la gala obliga, y el honor provoca:
ella, que no desea que se espante,
(aunque pendiente de su dulce boca)
le ruega que se duerma, y él replica:
sueño y amor, contradicción implica.
Al fin lo que permiten los abrazos
de ociosidad, refieren sus historias,
y cuentan con licencia de los brazos
lo que aun allí regala sus memorias:
y después de rendir con varios lazos
a batallas de amor tantas vitorias,
ocupa su lugar el dulce sueño,
que de la suspensión del alma es dueño.
Duerme, engañado miserable amante,
que con agüeros de la muerte luchas,
que son del bien mortal (siempre inconstante)
pocas las glorias, y las penas muchas:
espera, pues, que tu tragedia cante:
y tú, décima Musa que me escuchas,
dame tu lira, que aunque el Sol la engaste
también para desdichas la templaste.
Canto II
Pasados eran ya (si pocos días)
muchos años de amor, que en sus engaños
reparten las humanas alegrías
placer por horas y pesar por años:
no la experiencia de las breves mías
me dieron tan costosos desengaños,
pues hasta agora me gobierno y templo
por los precetos del ajeno exemplo.
En tanto, pues, que fieras, plantas y aves,
movía con su voz el sacro Orfeo,
en himnos dulces, y canciones graves
a la felicidad de su Himeneo,
de Eurídice también las dos suaves
estrellas puras el mortal deseo,
con aquella ventaja y excelencia,
que el alma racional se diferencia.
Vivía entonces las riberas de Hebro,
robusto amante de su casta esposa,
Aristeo pastor, cuyo requiebro
pudiera a Dafne convertir piadosa:
mas como armado el oloroso enebro,
(sin la disculpa de la intacta rosa)
con las nativas puntas se defiende,
así le escucha, y al llegar le ofende.
No era villano rústico Aristeo,
Tracia protomelicola le llama,
por la invención que el ático y hibleo
campo cubrió como de flor de fama;
que por la miel el árbol de Peneo
le honró la frente con su verde rama,
él fue el primero que de propio Marte
de su conservación compuso el arte.
Que viendo la república sonora
de las abejas por los verdes prados
en largos escuadrones al Aurora
salir desnudos y volver pintados,
las casas fabricó, por quien agora
de los panales útiles, dorados,
se goza aquel licor, con beneficio
tan fácil, en su débil edificio.
Este enseñó (después que de los bueyes
dejó el oficio) que si a guerra fiera
de las abejas vienen los dos reyes,
el uno a manos de su dueño muera:
que dos se impiden con diversas leyes,
porque ha de ser (aunque ciudad de cera)
uno el gobierno, que aun de allí se arguye,
que el Reino dividido se destruye.
Dio señas del que tiene más decoro
para el gobierno, porque aquel se guarde,
que todo salpicado a manchas de oro
resplandece en la frente de su alarde:
que el otro es erizado, y como toro
vencido, es débil, pálido, y cobarde,
y como si a su rey quitan las alas
con él se están en las melifluas salas.
También este enseñó cómo en sus puertas
tienen porteros que abren y que toman
las flores que otras traen, y despiertas
a ver el tiempo astrólogos se asoman:
y cómo van por agua descubiertas,
antes que el pasto de las flores coman,
brezo, tejo, azafrán, jacinto, y casia,
aroma fértil de que abunda el Asia.
Cómo si enferman, las alienta al vuelo
el galvano y tomillo en humo y llama,
la centaura olorosa, y el amelo
de flor dorada en verdinegra rama:
cómo las más ancianas con desvelo,
para ganar de diligentes fama,
fortalecen las celdas y colmenas
con un susurro que se escucha apenas.
Desta suerte científico Aristeo,
de gallarda persona, y bien hablado,
publicaba su amor, y su deseo,
tan bien sentido, como mal pagado:
la casta ninfa, que en su amado Orfeo
tenía el alma, de temor helado
el corazón, de verle vergonzosa
el cándido jazmín trocaba en rosa.
Bajaba a la sazón al prado ameno,
del Rodope fragoso verde falda,
que del llanto del Alba estaba lleno,
bañándose en aljófar su esmeralda:
y el casto pecho de violencia ajeno,
sentóse a entretejer una guirnalda,
convidando sus manos tantas flores,
que su elección turbaban sus colores.
De los cabellos desprendió las cintas,
y siendo un mirto el fundamento verde,
mezcló, como pintor, las varias tintas,
para que juntas su labor concuerde:
las clavellinas repartió distintas
del rojo acanto, y el jazmín, que pierde
tan presto la hermosura, puso entre ellas,
a trechos nardo y manutisas bellas.
Codiciosas de ver que engrandecían
en su nevada frente sus colores
al marfil de las manos se venían
las verdes almas de las rojas flores:
apenas los cabellos guarnecían
(si bien de escuro sol rayos mayores)
cuando el loco pastor, en frente puesto,
en yelo convirtió su pecho honesto.
No de otra suerte labrador, que puso
la mano sobre el áspid, que dormido
estaba en el lugar que descompuso
sobre las pajas del caliente nido,
tímidamente se alteró confuso,
que Eurídice quedó del atrevido
amante; ni en mirándola Aristeo
tuvo menos veneno en su deseo.
Así quedó la bella cazadora
ceñido el blanco pie de cristal puro,
más claro en agua cuanto el Sol la dora,
bañada en hojas de clavel escuro:
el joven la requiebra y enamora,
de los testigos árboles seguro,
ella se pone en pie, y a sus colores
remite la guirnalda de las flores.
No con las perlas de la blanca mano
líquidos rayos de cristal fulmina,
como Diana al príncipe tebano
efeto solo a la deidad divina:
que fuera transformado en ciervo humano,
darle (supuesto que venganza dina)
para seguir su cándida belleza
mayor velocidad y ligereza.
La senda toma, donde el miedo helado,
que no el discurso, la provoca y guía,
y por el valle solo y apartado
de los vecinos pueblos se desvía:
las flores que le dio le vuelve al prado,
la guirnalda arrojó, que aun presumía
que le pesaban los cabellos, y ellos
eran las velas dando el aire en ellos.
No así ligera nave el viento en popa
(cuando serena se le muestra franca)
atropellando cuantas ondas topa,
rompe el sudor al mar, la espuma blanca,
como ella aligerándose la ropa,
por los segados céspedes arranca,
llevando siempre en los turbados labios
el dueño a quien tocaban sus agravios.
Ni así la herida cierva con la flecha
al ditamo corrió, o al agua pura,
como la hermosa ninfa, que sospecha
que lleva su desdicha en su hermosura:
tal vez se desespera, y se despecha,
tal vez piadosa víctima procura
sacrificar a los celestes numes,
haciendo de sus lagrimas perfumes.
“Dioses”, decía, “el casto pecho mío,
¿por qué no ha de mover vuestras deidades,
para que fulminéis un mozo impío
deshonesto agresor de honestidades?
Mas remitiendo la defensa al brío
dejaba atrás las mudas soledades:
pedir milagros con la fe se mide,
pero es bien que se ayude el que los pide.
Siguiendo sus estampas Aristeo,
(que se detuvo por coger las flores)
iba diciendo, con mayor deseo,
a mujer sin amor, detente amores:
“¿Soy por ventura yo tan rudo y feo
como el rústico dios de los pastores?
¿Tienes por dicha tú por más hazaña
que ser tierna mujer, ser débil caña?”
“Mira que Dafne, por castigo agora
de hojas vestida, el alma en tronco rudo,
al mismo amante que laurel la adora
se está quejando con acento mudo:
si coronar la frente vencedora
de espada y pluma es el favor que pudo
pedirle a un Dios, el que es mortal que puede
hacer por ti, que en tu memoria quede?”
“¡Ay, dura más que desta peña el alma,
si a competir con su dureza vienes,
y más que el fiero mar, que a veces calma,
y tú ni aun a matarme te detienes!
¡Oh, más ingrata que la dura palma,
si te quieres vengar, porque entretienes
mi vida huyendo, vuelve, y tus enojos
me maten como un rayo de tus ojos!”
“Si viese yo tu cara, yo tendría
más respeto a su luz; detente un poco,
que el no te ver aumenta mi osadía,
y a seguirte por verte me provoco”.
Ya Eurídice cansada se rendía
al flaco aliento, no al amante loco,
cuando una fiera víbora dormida
del pie nevado se quejó ofendida.
Pisó su extremo, y erizó flexible
el yerto cuello, y de la abierta boca
la venenosa flecha con terrible
dolor las venas alteradas toca:
el pie que fue de nieve inaccesible,
con líneas de zafir cristal de roca,
paró súbitamente, y con ruina
fácil al suelo el edificio inclina.
Desde entonces los blancos alelíes
aromáticos jaspes se volvieron,
y los puros claveles carmesíes
más encendida purpura vistieron:
las hierbas transformadas en rubíes
en minas de Ceilán se convirtieron,
alegrando la tierra la sangría
con la misma riqueza que vertía.
Los sátiros lascivos, que miraban
por celosías de árboles frondosos
al envidiado amante, que juzgaban
tan cerca de sus brazos amorosos,
a lágrimas los montes provocaban,
trocando con acentos lastimosos
(viendo morir la nueva Venus gnidia),
en nieve el fuego, y en dolor la envidia).
Quedó su blanco pie como el divino
terso marfil de la acidalia diosa,
cuando el rigor del atrevido espino
sacó la sangre que engendró la rosa:
no de otra suerte cuando el Sol vecino
al sirio pecho de algonela hermosa
suele caer la dormidera verde,
la viva lumbre de los ojos pierde.
Así clavel purpúreo la hermosura
de la rueda aromática deshace,
si vil gusano la raíz que apura,
o los cogollos de las hojas pace:
así la adelfa, que nació segura,
a manos del pastor lánguida yace,
cuando por ser veneno del ganado
tirana reina coronaba el prado.
Y como suele tierno corderillo
volver los ojos al tormento fuerte
del riguroso paso del cuchillo,
escondió las estrellas en la muerte:
y así con el bocado del tomillo
(que del temido plomo le divierte)
cayó cierva veloz, y el polvo ardiente
negras esferas hizo al aire ambiente.
Vivo (aunque muerto en su dolor) miraba
este suceso trágico Aristeo,
y con estarle viendo, le dudaba,
prestándole sus lágrimas Orfeo:
pero al tiempo que Eurídice espiraba,
por dar satisfacción a su deseo,
quiso coger con libertad grosera
la ya mortal respiración postrera.
Diose prisa la vida, y de los labios,
viendo que ya sacrílego los toca,
partióse el alma a no sufrir agravios,
tembló el amor, y respetó la boca;
porque si fuerzas y consejos sabios
pudiera haber en facultad tan poca,
a no salir del pecho se esforzara
lo que en defensa de su honor bastara.
Viendo Aristeo que bajaba el dueño,
con el temor dejó la empresa incasta,
culpado en que tuviese eterno sueño
de aquellas selvas la mujer más casta:
y aunque el castigo pareció pequeño,
para quien tiene entendimiento basta,
que morir la que amaba por su culpa,
ni merece consuelo, ni disculpa.
Llegó a su choza el inventor famoso
del arte de las áticas colmenas,
y derribando el corcho artificioso
los panales mezcló con las arenas:
el escuadrón volante sonoroso,
que ignoraba la causa de sus penas,
en torno de los corchos discurría,
admirado de ver sereno el día.
Unas volaban a la selva umbrosa,
y otras al dueño ya desesperado,
que ciego de la cólera furiosa,
como vencido toro, araba el prado:
en tanto Orfeo su querida esposa
miraba en tiernas lágrimas bañado,
y no lejos la víbora pisada,
si muerta la mitad, toda vengada.
No con mayores ansias el troyano
miró de Hesperia el cuerpo, que mordido
del áspid fiero, ensangrentaba el llano,
sobre los verdes céspedes tendido;
ni de Cleopatra el ínclito romano
el pecho en sangre y en piedad teñido,
que el triste amante su difunta esposa,
muerta por ser tan casta como hermosa.
Que Lucrecia por serlo se matase
menos desdicha fue, más valentía,
y justo que la Fama le pagase
lo que a tan altos méritos debía:
pero que huyendo Eurídice pisase
un áspid venenoso que dormía,
sentencia fue de Júpiter severa,
pues quien la causa dio morir pudiera.
No es lícito al humano entendimiento
juzgar de los secretos celestiales,
que solo dan licencia al pensamiento
los límites del orbe naturales:
del mundo superior el movimiento
pueden estudios inquirir mortales;
pero a imposibles bárbaros se atreve
quien quiere penetrar a quien los mueve.
“¡Ay!”, dice el triste amante (que no Orfeo
sino Alfeo era ya mudado en río),
“¿cómo si mueres tú, vivo me veo,
si tu espíritu fue vida del mío?
¿Qué gloria, qué vitoria, qué trofeo
deste suceso trágico y impío
esperaba la muerte? ¿Qué grandeza
diera a su honor tu angélica belleza?
“Ay dulce esposa, por quien siempre el día
aborrecible fue para mis ojos,
porque perder tu dulce compañía
¿a qué vida mortal no diera enojos?
Ay dios, cuando tu sol amanecía
(y aun no despierto bien) tus labios rojos
mi nombre pronunciaban mal formado,
¡qué gran señal de amor! ¡Qué gran cuidado!”
“Eras tú sola Eurídice mi Aurora,
las perlas de tu boca aquel rocío
con que baña las flores, y colora
del hielo de la noche el manto frió:
tú mi esposa y mi bien, tú mi señora,
tú centro, esfera y movimiento mío;
donde eran como propios elementos
siempre rosa del Sol mis pensamientos.”
“Por ti dejé las selvas y los prados,
por ti los ríos, y las claras fuentes,
por ti de los estudios los cuidados,
ocupados en ciencias diferentes:
ya solo profesaba enamorados
concetos en discursos diferentes,
pintando del Amor por tu belleza
la humana y celestial naturaleza.”
“Tú fuiste amor primero de mi vida,
y el último serás hasta mi muerte;
¡ay pena humildemente encarecida,
pues es forzoso el no vivir sin verte!
No fue mujer de mí jamás querida,
que no supe querer hasta quererte,
y bien estás desta verdad segura,
porque nació mi amor con tu hermosura.”
“Como para matar a Adonis bello
alma de un jabalí fue Tesifonte,
deste áspid (uno en fin de su cabello)
se revistió la envidia en este monte:
¡ay si pisaras el soberbio cuello,
que ha dejado sin luz nuestro horizonte,
y rendida a tu pie la indigna fiera
con cinco flechas de marfil muriera!”
“Pero ya que los hados permitieron
(hermosa luz del alma que te adora)
que mueras tú, porque vengar quisieron
la especie de animales más traidora:
ya que tu Sol a los Elisios dieron
(donde hoy amaneció) tan nueva Aurora,
yo iré con pies mortales para verte
hasta el escuro reino de la muerte.”
“Y entre tanto, mi bien, mi amor primero,
(y desde aquí te doy palabra y mano)
que ver los ojos que adoraba espero,
espíritu desnudo, o cuerpo humano,
con tanta pena, con dolor tan fiero
ser de mi vida bárbaro tirano,
que quien me mire en tan suspensa calma
conozca luego que me falta el alma.”
“Que a estar seguro yo (dulce señora)
de que el inexorable Radamanto
me diera el campo donde estás agora,
la dura muerte no me diera espanto:
que no es la vida, no, para quien llora,
(ay dulce prenda) un bien que quiso tanto,
que quien se ha consolado de perdelle,
ni tuvo amor, ni mereció tenelle.”
“Si mirare mujer, aunque Diana
baje a correr de su epiciclo altivo
las márgenes del Hebro en forma humana,
descubriendo el coturno el nácar vivo,
trífida flecha de ira soberana,
me deje como suele verde olivo,
que espira por las ramas humo, y dentro
es fuego el corazón, ceniza el centro.”
“Yo te amaré, divina prenda mía,
con amor tan leal, con fe tan rara,
que diga Amor, que solo yo podía
suceder en su fuego, si él faltara;
será la soledad mi compañía,
y aun pienso que si en ella gusto hallara,
con el profano vulgo me volviera,
y entre necios soberbios anduviera.”
Así se lamentaba el triste esposo,
y así los altos montes que le oyeron
a su postrero acento lastimoso
con duplicados ecos respondieron:
el campo, el soto, el prado, el valle umbroso,
todos llorando, Euridice dijeron,
ni fue peña tan dura, que rompida
no repitiese, Eurídice perdida.
Quejábase con voces tan suaves,
que por los verdes sauces de los ríos
dél aprendieron a decir las aves:
“Ay dulce prenda de los ojos míos”.
Lloraron su dolor los montes graves,
y el Hebro y Nestos en sus centros fríos
con intrincadas ovas se enlutaron,
y los verdes corales se quitaron.
Lloróla el alto Rodope, el Pangeo
y la tierra de Reso belicosa,
los getas, y la hija de Eriteo,
ceñida de ciprés la frente hermosa:
lloráronla las ninfas del Egeo,
y saliendo a la margen arenosa
fabricaron en arcos de cristales
una pira de perlas y corales.
Lloróla el tracio Bósforo, y Etusa,
el río Atira, y el corriente Neso,
y desde Filonópolis confusa
al término del áurea Quersoneso:
tú, ninfa celestial, décima Musa,
llora también el trágico suceso,
con el aljófar de esas dos auroras;
mas ¿quién ha de cantar mientras tú lloras?
Canto III
Ya decendía del Lacón Tenaro
por nieblas de su rígido horizonte,
del amor conyugal ejemplo raro,
Orfeo triste al reino de Aqueronte:
ya los rayos del Sol, ya el cielo claro
(volviendo a veces la cabeza al monte)
miraba, como suele en perspectiva
mostrar el arte lo que el lienzo priva.
Ya se esparcía entre confusos llantos
por las cavernas del tormento eterno,
opuesto al Polo de los orbes santos,
el fétido vapor del lago Averno.
Mas este asunto y yo (si bien de tantos
imitación que pintan el infierno)
no somos (Musa hermosa) paralelos,
que más quisiera yo pintarte cielos.
Suele seguir la inclinación la mano,
diferencia que prueba la pintura,
pues el pintor de condición humano
pone mayor estudio en la hermosura:
el feo, el arrogante, el inhumano,
que tiene condición áspera y dura,
pinta fieros escorzos, y esta parte,
que es propia en él, disculpa con el arte.
Yo que aborrezco Tántalos y Furias,
lo menos te diré que han dicho tantos,
aunque por ti me oponga a las injurias
de los que pintan hórridos espantos:
pintaba Lope al príncipe de Asturias,
la hermosura de Angélica, y de chaciendouantos
vinieron a servirla, en que se vía
la tierna inclinación que le movía.
Yo, pues, ¿cómo podré desvanecerme
por yertas peñas, si su ejemplo sigo?
Supuesto que pudieran convencerme,
si trujeran a Circe por testigo:
no pienso a sus peligros atreverme
si tu esplendente luz no va conmigo,
Sibila celestial, Musa divina,
con el ramo sagrado a Proserpina.
Entre peñascos fieros, que desnudos
de hierba, eterna sombra están haciendo
a escuros valles, para siempre mudos,
a la margen llegó del Lete horrendo:
vio por cipreses, cuyos troncos rudos
besaba el agua círculos rompiendo,
con negras algas y teñida espuma,
infaustas aves de erizada pluma.
Pasando apenas, vio la parda orilla
cubierta de almas que la barca esperan,
y viéndole, con nueva maravilla
peregrina deidad le consideran:
desata al fin la mísera barquilla
Caronte fiero, y trépidas se alteran
las ondas tanto, como entrar le vieron,
que las arenas átomos hicieron.
Como suele pintada mariposa
(imitación sin resplandor ninguno)
en las alas copiar presuntuosa
los ojos de Argos del pavón de Juno;
así pintó sobre color mohosa
las fieras suyas, sin concierto alguno,
y el esqueleto vil que descubría
un Ícaro de jaspe parecía.
Llega a la orilla opuesta, y embarcando
las almas, se admiró de ver a Orfeo,
el carcomido remo levantando
con el reciente ejemplo de Teseo:
Orfeo la elocuencia dilatando,
(de las almas dulcísimo Leteo)
venció con la retórica admirable
un necio poderoso inexorable.
Finalmente, movió las alas de haya
de la infernal laguna el ave fiera,
y un cuerpo y muchas almas a la playa
pasó, si bien por el menos ligera:
no se turba, se admira, o se desmaya
el constante amador en la ribera,
que cuantos monstros discurriendo vía
por sombras de su pena los tenía.
Vio el árbol de los sueños a la puerta,
sus hojas son imágenes pintadas,
la Vejez de la incierta muerte cierta,
y el Miedo con las alas levantadas:
la Hambre, siempre con la boca abierta;
y a bajezas indignas inclinadas
la Usura, la Venganza, la Torpeza,
y la Necesidad con la Pobreza.
La Enfermedad y la Discordia mira,
las Arpías, las Escilas y Centauros,
con la Falsa Amistad a la Mentira,
y con la Envidia la ateniense Aglauros:
la Ambición arrogante con la Ira
buscando arbitrios, pretendiendo lauros,
la Guerra injusta, y la Traición confusa,
con las fieras hermanas de Medusa.
Caliginoso horror le cubre luego,
y por los muros de diamante brota,
como en la casa que se abrasa el fuego,
ya por ventanas y por puertas rota:
así miró después, vengado el griego,
desde las naves en la mar remota
ardiendo a Troya, y del incendio llenas
excediendo las llamas las almenas.
Paró al umbral el atrevido amante,
y viendo ya que con rigor le mira
Cerbero, en la cadena de diamante
el arco puso a la templada lira:
“No me permitas que reitere y cante
lo que enternece, mueve, templa, admira
la dureza, el rigor, la pena, el fuego,
donde jamás entró piedad, ni ruego”.
Cantó cosas tan altas, tan suaves,
que suspendieron los tormentos duros,
pesadas ruedas, y rapantes aves,
los manes de los cóncavos escuros:
en versos claros, limpiamente graves,
y con dulzura gravemente puros
su tragedia cantó, si bien el llanto
llevó el compás al amoroso canto.
Obligando el rigor de sus tristezas
lascivas almas que el ardor disfama,
sacaron del Cocito las cabezas
cubiertas de ovas por la espesa llama:
bajaron de las altas asperezas
los que la lengua y deslealtad infama,
y todos suspendiendo sus tormentos
estaban a su dulce lira atentos.
Allí ninguno duda, ni interpreta
las locuciones de que está adornado,
que el arte no es escuro, si perfeta
naturaleza le acompaña al lado:
porque cantar pudiera algún poeta
que ni fuera entendido, ni escuchado,
que adonde por su falta se endurece
congoja, engaña, ofende y desvanece.
Pongan sobre el Parnaso los Tifeos,
en escura región montañas de arte,
que no tendían laureles por trofeos,
ni en las armas de Amor, ni en las de Marte:
si bien yo los tuviera por Orfeos,
como cantaran en la misma parte,
aunque a las almas de tormento llenas
fuera doblar la escuridad las penas.
Yo, pues, la Metafísica armonía
no he querido imitar de su instrumento,
ciencia que del Autor que el Orbe cría
enseña universal conocimiento:
oh Musa, aunque saber Filosofía
es de tu sacro monte fundamento,
lo que cantó de amor cantar permite,
que no todo lo grave el gusto admite.
“Con cuatro montes”, dijo el gran poeta,
“los yertos miembros a Tifonte oprime
su misma presunción, y le sujeta
por más que airado y tremebundo gime:
la Reina de las Islas inquieta,
tiembla el líbico mar, tiembla Inarime
y porque el respirar le desocupe
por la boca del Etna fuego escupe.”
La tierra que vivió tantas edades
junta a la Italia, el húmido tridente
dio libre a las marítimas deidades,
y a Sicilia apartó del continente:
el temblor de sus montes y ciudades
el bajo rey de las tinieblas siente,
de suerte que pensó que se rompía,
y que su noche penetraba el día.
Sale furioso, y al celeste hermano
quiere quejarse del agravio injusto,
cuando rendido al sueño el Centimano,
cesó la turbación, paró el disgusto,
la hermosa presunción del oceano,
Venus lasciva, esposa del robusto
fabricador de redes y de rayos,
de ver al ígneo dios fingió desmayos.
Al niño antiguo, que en la propia forma
las canas de los siglos conocieron,
cuando el primero instante el tiempo forma,
a quien tantas edades sucedieron,
la diosa airada de Plutón informa,
y dice que los dos honor perdieron
en que este solo dios exento viva
de la ley de los hombres primitiva.
Y que pues ella misma no merece
sagrado para Amor, ni el Amor mismo,
que es injusta excepción la que se ofrece
al rey severo del profundo abismo:
y que pues cielo y tierra la obedece,
o viviera en confuso barbarismo
el orden natural, tenga el infierno
fuego más vivo que su fuego eterno.
Amor la madre mira, Amor la nieve
del cuello más que cisne abraza y toca,
y un rato en blanda risa el jazmín bebe
en el clavel de su divina boca:
con esto las fenicias alas mueve,
y para el curso al pie de una alta roca,
donde hurtaban dos manos celestiales
al campo flores y a la mar corales.
Hija de Ceres, Proserpina bella,
como del suelo honor, del cielo adorno,
conduce amor, y porque ponga en ella
Plutón la vista, el aire cerca en torno:
él descuidado que de tal estrella
eran las almas desigual retorno,
dejar quería el Sol, cuando su forma
Cupido en ciervo tímido transforma.
Las ramas de la frente de oro puro,
los engastes del pie de tersa plata,
y de aljófar bordado en verde escuro
el nombre de la ninfa más ingrata;
admirado Plutón al verde muro
del bosque ameno el pie veloz dilata,
el ciervo sigue, que su curso inclina
a los pies de la bella Proserpina.
Él por mirarla, y ella más turbada
por verle a él, el ciervo libre olvidan,
toma una flecha Amor la más dorada,
y no halla fuerzas que su fuego impidan;
las ninfas de quien era acompañada
huyen sin ver a quien remedio pidan,
como suele esparcir trueno las ciervas,
que apenas doblan las menudas hierbas.
Hablar quería el hijo de Saturno
cuando le lleva Proserpina huyendo
los ojos en el cándido coturno,
y él queda en amoroso fuego ardiendo:
ya del lucero espléndido nocturno
iban los rayos fulgidos saliendo,
cuando el tartatero rey vuelto en sí mismo
con nuevo fuego decendió al abismo.
Allí viendo las almas dijo: “¡Ay triste,
aunque es la pena que sufrís notoria,
quien en el mundo las de amor resiste
las del infierno juzgará por gloria!”
Y a Radamanto, que al castigo asiste,
mandó que las hubiese por memoria,
mas respondióle: “No querrán los cielos,
que aquí no vive amor, sino los celos”.
Con esto hizo poner al carro de oro
a Nicteo, Alastor, Orneo y Etonte,
y por escuras sendas de Peloro
la frente vio, fanal de su horizonte:
Proserpina segura, el dulce coro
de sus ninfas conduce al verde monte,
aunque avisada de su madre Ceres,
que es el mayor peligro en las mujeres.
Allí coge el clavel, allí le pisa,
porque a nacer con más belleza vuelva,
la blanca maya, y roja manutisa,
la pálida retama, y madreselva:
como suele del Alba entre la risa
banda de abejas afeitar la selva
del brezo, del tomillo y del romero
con el son de los picos lisonjero.
El flamígero rey, como acomete
tímida garza halcón, de los feroces
caballos la vitoria se promete;
suenan las ruedas al partir veloces:
al trasladarla desde el Etna al Lete
quejosa suspiró, lloró, dio voces,
no por la fuerza, aunque del rey tremendo,
mas por las flores que perdió corriendo.
Las ninfas despreciando el valle ameno
fueron trepando las desiertas peñas,
hasta que apenas por el mar tirreno
el robo y robador dejaron señas:
precipitadas al profundo seno
(mal despenas Amor a quien despeñas)
del piadoso Neptuno recibidas
quedaron en sirenas convertidas.
Ceres, mal informada de Aretusa,
ya fuente de llorar, último extremo,
la hija infama, el robador acusa
al tribunal de Júpiter supremo:
Plutón culpa al Amor (común excusa)
que en profecía de mis años temo,
puesto que yo, si poderoso fuera,
no supiera forzar, amar supiera.
Júpiter manda dividir el año,
y que asista seis meses a su esposo,
y seis a Ceres, que amoroso engaño
no le castiga bien juez amoroso:
“Agora puedes por tu mismo daño
medir mi desventura, rey piadoso,
que si te falta temporal paciencia,
que harán mis ojos para eterna ausencia?”
“¿Qué harán los ojos que por luz tenían
el claro resplandor de su belleza?
¿Con que verán los que por ellos vían,
si la costumbre fue naturaleza?
Y si en el cielo cuantos hay confían,
a extraño mal me trujo mi tristeza,
pues pongo mi esperanza en el infierno,
y no la tiene su tormento eterno.”
“Si no me das el alma de mi vida,
yo moriré donde ninguno ha muerto,
porque es vivir, Eurídice perdida,
de la naturaleza desconcierto:
no fue por graves culpas conducida,
defendiendo su honor en un desierto
del fugitivo pie la vida vierte,
con tal rigor, que aun no la vio la muerte.”
“Áspid fiero, mortal, que de Tesalia
parece que comió cicuta fría,
por los lazos (sutil) de la sandalia
pisada penetró la boca impía:
debió de ser envidia de acidalia
(tal fue la gracia de la prenda mía),
que celosa de mí puso deseo
en el bárbaro nieto de Peneo.”
“Así murió mi Eurídice, así vivo
(si vivo yo) sin alma y sin sosiego
en fuego tan ardiente y excesivo,
que soy el elemento de tu fuego:
tú vencedor del hado ejecutivo,
con experiencia de que amor es ciego,
derogar el decreto de la suerte
podrás contra las leyes de la muerte”.
“Y porque de mi amor disculpa sean
sus méritos, si acaso el tuyo admiran,
haz que estas almas su hermosura vean,
y verás que no penan mientras miran;
tanto sus ojos al mirar recrean,
tan dulce llama, tal feidad espiran,
que harán memoria en los futuros daños
para no los sentir en muchos años”.
Así cantaba el tracio, y entre tanto
a su divina voz se suspendieron
de la guerra el furor, del fuego el llanto,
y cuantas penas su instrumento oyeron:
durmió el Temor, las Parcas y el Espanto,
solamente los Celos no durmieron,
que por la ardiente condición de locos,
si no es estando en necios, duermen pocos.
Durmió el trifauce de la lira asido
más que de la cadena, y entre tanto
las Furias sepultaron en olvido
el incendio, la guerra, el fuego, el llanto;
y Proserpina el pecho enternecido
a la dulzura y suavidad del canto,
pidió a Plutón que a Eurídice le diese,
y que a vivir segunda vez volviese.
Rompió la eterna ley el fiero esposo
que temblaron los montes sicilianos
cuando en fuego mayor, aunque amoroso,
bañó del Etna los cabellos canos,
con pacto a tanto amor tan riguroso,
no ver sus ojos, ni tocar sus manos,
hasta salir del infernal distrito,
dejando atrás las aguas del Cocito.
Consiente el pacto el deseoso amante,
determinado de sufrir su ausencia,
¿quién vio que fuese ausencia el ir delante,
y fuese menester mayor paciencia?
Mándale que a los muros de diamante
vuelva la espalda, y viene a su presencia
Euridice sin verla, ¡extraño caso!,
que andaba menos por oír su paso.
“Ay dulce esposa de mi alma y vida”,
alegre dice el lírico poeta,
“de la ley rigurosa defendida,
que a cuantos nacen a morir sujeta:
hoy volverás a ver la luz perdida
contra el poder que universal decreta,
que no pueda volver al mortal velo
quien al último fin destina el cielo.”
“¡Qué triste vida que sin ti he pasado:
Hombre para sentir, peñasco yerto
para la soledad de un campo helado,
al viento, al Sol, al agua descubierto!
Que mal juzgara en el dolor pasado
quien nos viera a los dos, cual era el muerto
pues viera sin la vida que animabas
que yo sin alma, y tú sin cuerpo estabas.”
“Pues siendo el cuerpo yo, tú el alma mía,
después del trance riguroso y fuerte
ninguno de los dos vivir podía,
que esta separación llamaron muerte:
¿cómo has sentido tú mi compañía,
pues ya te he dicho lo que fui sin verte?
Si venció tu memoria, ¿o la has tenido,
pasar las aguas del eterno olvido?”
“Que yo desde que el Sol las altas cumbres
del Rodope bañaba en lumbre pura,
lloraba en noche eterna aquellas lumbres,
que faltaban en mí, de tu hermosura:
y cuando de sus verdes pesadumbres
declinaba mayor la sombra escura,
lloraba yo también que no tenía
esperanza de ver la luz del día.”
“Pues cuando pude alguna vez rendido
a la naturaleza, no al cuidado,
dormir, si puede ser que yo he tenido
un átomo de tiempo descansado,
luego formaba el interior sentido
pálida imagen de tu rostro helado,
y el blanco pie con la pequeña herida
que en tu sangre vertió mi propia vida.”
“Despertaba llamándote, y pensaba
que estabas a mi lado, esposa mía,
Eurídice mil veces te llamaba,
y me abrazaba con la sombra fría:
y aquel instante solo que engañaba
piadoso amor mi dulce fantasía,
¡ay dios, qué grande bien, ay Dios, si agora
te viera yo verdad, dulce señora!”
“Tente”, decía Eurídice, “y advierte
que yo te sigo, hermoso dueño mío,
y aunque me agravie yo, tu amor divierte,
hasta pasar las aguas deste río:
después me podrás ver, y podré verte,
no pueda un amoroso desvarío
perder, para doblar después el llanto,
lo que me dices que te cuesta tanto.”
“En los Elisios campos he vivido,
y aunque entre fuentes, árboles y flores,
sin ti que gloria puedo haber tenido,
sino suspiros, ansias y dolores?
Allí contra las fuerzas del olvido
siempre se me acordaban tus amores,
y cuando tú, mi Eurídice, decías,
y preso en mi cabello amanecías.”
“No pudiera su gloria divertirme,
celos pudieran solos engañarme,
pues era fuerza que viviese firme,
no mudándome tú con olvidarme:
¿qué hazaña puede haber que más confirme
tu grande amor, que haber venido a darme
la vida que perdí, pues te ha costado
igualar los peligros al cuidado?”
“Presto verás si llevo yo de verte
más ansia, más cuidado, y más deseo,
que ya a pesar del cetro de la muerte
llegamos a la margen del Leteo”;
esto decía Eurídice, y de suerte
se enterneció de oír su voz Orfeo,
que volviendo a decir “esposa cara”,
ni aun vio la sombra donde todo para.
Desvanecida en la región del viento
caliginosa esfera la recibe,
vestida negro horror, y en su elemento
estas palabras últimas escribe:
“Amor, que con tan dulce pensamiento
te trujo al reino en que la muerte vive,
el mismo para siempre te ha quitado
el bien que tantos males te ha costado.”
“Pudiendo no quisiste ser dichoso,
de que a los dos mayor desdicha alcanza,
a dios eternamente dulce esposo,
que ya perdí de verte la esperanza:
cual suele tierno niño que lloroso
al pájaro que vuela se abalanza
suelto del hilo en qué le tuvo atado,
corrió el amante en lágrimas bañado.”
“Espera, espera, Eurídice querida”,
iba diciendo el miserable Orfeo,
y ella entre el negro horror mal entendida,
a dios último fin de mi deseo:
con esto a la ciudad llegó sin vida,
en cuya puerta del trifauce feo
le recibieron tres abiertas bocas,
que a tanto amor le parecieron pocas.
Volvió a templar el instrumento en vano,
que apenas acertaba temeroso,
puso en los trastes la turbada mano,
y en las cuerdas el arco sonoroso:
mas no durmió el trifauce, ni el tirano
rey de la noche, ni admitió reposo
alma ninguna, ni a su voz se inclina
por reina o por mujer la diosa trina.
Canto IV
“Oh tenebrosas de la noche sombras,
eterna escuridad de mi alegría,
y tú, que rey de confusión te nombras,
enemigo del Sol, opuesto al día:
si tímido con ellas no te asombras
del orden, compostura y armonía
del instrumento con que el cielo imito,
rompe a tu ley el termino prescrito.”
“Vuélveme Elisio, que no rey tremendo
mi amada esposa, así la hermosa tuya
goces en paz, que de vivir me ofendo
por tanto error sin la belleza suya:
impuros manes, que me estáis oyendo,
así libres del fuego os constituya
en los sagrados campos Radamanto,
que os mueva a compasión mi tierno llanto.”
“Tú que en Sicilia las pintadas flores
de las faldas del Etna (en que Tifeo
atado brama) varias en colores,
desde la mano dabas al deseo:
pues sabes lo que pueden los amores,
cuando bajaste al hórrido Leteo
por crespas llamas de alquitrán ardiente,
mis quejas oye, mi tormento siente.”
“Pide mi prenda a tu querido amante
segunda vez, Perséfone triforme,
que siempre ciego y mudo iré delante
a los decretos de tu ley conforme:
así en los cielos por mayor diamante
tu hermano con eterna luz te informe,
y cazadora a las trinacrias selvas
con dulces flechas de tus ojos vuelvas.”
“Obedecí las leyes rigurosas,
a vuestra voluntad presté obediencia,
no pude con las ansias amorosas
de no mirar mi bien tener paciencia:
hay cosas en amor dificultosas,
y entre ellas la mayor la resistencia;
fui Tántalo de amor, pero no vía
que en eso estuvo la desdicha mía.”
“Yo conozco la culpa, mas no fuera
mi amor amor, si convertido en roca
lleuándola tan cerca resistiera
los tiernos ecos de su dulce boca:
dura ley me pusiste, dura y fiera,
cuando a los brazos la ocasión provoca;
hecho (aunque en dioses) digno de culpalle,
dar con cautela el bien para quitalle.”
“Imagen dura sin razón quería
Pigmaleón, cuando a la diosa informa,
madre de Amor, de que en su nieve ardía,
y el duro mármol en mujer transforma:
¡cuán al contrario fue la suerte mía!,
que amando yo mujer, en mortal forma
me la volvéis con riguroso intento,
no solo en piedra, pero en sombra y viento.”
“Mas yo espero que tú de Flegetonte
supremo rey y universal monarca,
atarás, a pesar de Tesifonte,
tercera vez el hilo de la Parca,
y mandarás al rígido Caronte.
(aunque solos espíritus embarca)
pase otra vez mi Eurídice querida
del umbral de la muerte al de la vida.”
Así cantaba, así lloraba Orfeo,
pero su canto, o lastimoso llanto,
como suele juez airado al reo,
severo oyó sin alma Radamanto:
sonaban las corrientes del Leteo.
en las cavernas del eterno espanto;
¡oh inútil voz adonde el llanto suena,
que incompatibles son música y pena!
O fuese que cantó menos sonoro
los quiebros y redobles olvidados,
o con menos aplauso a su decoro,
como suelen cantar los desdichados:
no resonaban bien las cuerdas de oro,
con que tantos se vieron escuchados
de Penélopes castas y Catones;
que donde no hay oídos, no hay razones.
Menos cruel castigo mereciera
la débil culpa de aquel breve instante,
si en tanta confusión lugar se diera
a la disculpa de tan loco amante:
Orfeo canta y llora, y persevera,
doblando a las murallas el diamante,
que ya sobre que mal les parecía
también fue desdichada la porfía.
No le escuchaba Eurídice, que fuera
algún alivio a tanta desventura,
ladra el Cerbero, y brama la Quimera,
dura la confusión, y el canto dura:
no de otra suerte la región se altera,
que suelen despertar en noche escura
al vuelo del halcón, que no temían,
los pájaros que en álamos dormían.
Y viendo que vencer no era posible
con soldados de lágrimas, que esfuerza,
el muro del infierno inaccesible,
que a ser del cielo padeciera fuerza;
la conquista dejó por imposible,
y el obstinado amor oprime y fuerza
a que deje la empresa, y vuelva al monte
que baña en fuego el Tártaro Aqueronte.
No como suele músico en cesando
la voz, bajó la prima al instrumento,
que el rudo tronco de un ciprés mirando,
rompióle en él con el postrero acento:
los dorados fragmentos arrojando,
dicen que Apolo a su desdicha atento,
porque no le tocase alguna llama,
para su templo se le dio a la Fama.
Cual suele jugador cuando ha perdido
por el aire arrojar los blancos huesos,
o en el papel pintado y colorido
los reyes y los números impresos:
o como arroja gladiator vencido
la espada en que esperó tales sucesos,
y como suele estar niño enojado
cuando le dieron lo que le han negado.
Vio finalmente desatar la barca
que vuelve a la ribera de vacío,
donde con tiernas lágrimas se embarca,
y siente el peso extraordinario el río:
“¿Qué leyes te defienden de la Parca”,
le dice el viejo (duplicando el brío
como le vio venir pálido y triste),
“que fuerza de los hados te resiste?”
“Passa”, replica el mísero mancebo,
“un hombre sin primero, ni segundo
en las desdichas, con rigor, tan nuevo,
que va a penar desde el infierno al mundo:
todo su fuego en mis pesares llevo,
mira si con razón mis penas fundo,
pues que mi gloria dejo en el abismo,
y voy a ser infierno de mí mismo”.
“Canté, lloré, moví tu reina hermosa,
gané, tuve, gocé mi prenda amada,
hablé, miré, perdí mi amada esposa,
cegué, temí, seguí su sombra helada;
lloré, volví, pedí con voz piadosa,
cansé, rogué, sufrí con alma osada,
oyó, calló, mató mi luz, mi día,
imperio, obstinación y tiranía.”
En tanto, pues, que de su triste tálamo
hizo en su pecho mísero depósito
los remos puso en el torcido escálamo,
y de no le pasar mudó propósito:
la barca desató del pie de un álamo,
a la ribera contrapuesta opósito
y el viejo, aunque con ánimo decrépito
rompió las ondas con furioso estrépito.
Camina, pues, hasta llegar Orfeo
a las faldas del Rodope llorando,
donde también las cumbres de Pangeo
estuvieron atentas escuchando:
que su deifico padre su deseo
desde su ardiente eclíptica mirando,
le dio su misma lira, a quien agora
entre el cisne y Alcides el Sol dora.
Si la tuviera yo, que dulcemente
fuera en sus voces dilatando el arco,
haciendo de su lazo transparente
cárcel a las envidias de Aristarco:
de los últimos soplos de Ocidente,
adonde el Sol por el dorado marco
asoma la cabeza, oh Musa mía,
fueras más clara que la luz del día.
Cantara yo primero tu belleza
como exterior principio y ornamento,
y luego tu virtud con tu nobleza
alma de tu divino entendimiento:
mudara a las montañas la firmeza,
por cuyos pies el Tajo corre atento,
porque pudieran por sus vidros puros
dar, como a Tebas, a mi patria muros.
Tú, sirena de amor, si duros robles,
si montes firmes en la mar nacidos,
suspendes con tus quiebros y redobles
cromáticos y dulces sustenidos:
que mucho que tu voz las almas nobles
reducidas por centro a los oídos,
cuando las cuerdas al trinar sutiles
se quejan de tus cándidos marfiles.
Cantara yo también la soberana
lira de aquel Francisco, honor de Apolo,
que a defender la lengua castellana
a España vino del opuesto Polo:
del Tajo al Rin, del Ganges a la Tana
dilatara mi voz tu nombre solo,
Borja, príncipe insigne, si al intento
igualara el valor del instrumento.
Pero mejor lo hubiera encarecido,
por cuanto la dulzura de tu verso
ha de llevar tu nombre esclarecido,
que ha de ocupar veloz el universo:
no por escuras sendas conducido,
sino corriente, puro, limpio y terso,
que el mismo Sol (a cuyo cielo subes)
parece noche, si le cercan nubes.
Luego dijera, cordobés divino,
tus alabanzas de ti mismo dignas,
ingenio celestial, que peregrino
sin dejar rastro de tu luz caminas:
ninguno a la difícil cumbre vino
por donde doctamente peregrinas;
pues tú para ser único has hallado
camino ni sabido, ni imitado.
Lope lo que mi amor de ti cantara
si deifico me diera su instrumento,
envidias a tu ingenio acrecentara,
si bien son rasgos de cometa al viento:
ya no es la Fénix en el mundo rara,
tu de tu patria singular portento
volverás a vivir por tus escritos
tan dulces como doctos y infinitos.
Diérame el Betis por don Juan de Vera
sus fértiles olivas por guirnalda,
si Mérida ambiciosa no pidiera
el docto hijo de su verde falda:
la puente que oprimiendo persevera
al sacro río la nevada espalda
tuviera estatua en bronce, y en el plinto
escrito: historiador de Carlos Quinto.
Por ti suave Hortensio el árbol tierno
(objeto ingrato del ardiente nume)
mi frente ornara, si tu nombre eterno
librara al tiempo que la edad consume:
luego que desta máquina el gobierno
(Félix o Fénix) vio Madrid, presume,
que aquel dulce pronóstico de sabios
bañó de ambrosia tus melifluos labios.
¿Qué fama, qué laurel previene Febo
a ti de entrambas Musas docto amparo,
o Virgilio andaluz, Píndaro nuevo,
Rioja ilustre, honor del Betis claro?
Ciña tus sacras sienes delio Efebo,
en tanto que te copia en mármol paro,
mínimo insigne, por tu dulce estilo,
Montoya universal, nuevo Cirilo.
Cuán bien Tellez científico pudiera
sobre las cuerdas reiterar el plectro
si el instrumento orfénico me diera
las consonancias de su dulce metro.
A frutos de León de Tapia espera
de Aganipe, Helicón, Pimpla y Libetro
el corriente cristal para su Apolo,
con don Ioseph de Salas, Sol y solo.
Oh cándido entre todos, Valdivieso,
si tus versos de mi fueran cantados,
fuera el aplauso de la envidia exceso,
y mis deseos de tu amor premiados.
Oh tú que tienes el Parnaso en peso,
Atlante de tus círculos dorados,
en don Alonso del Castillo admira
gracia, donaire, ingenio y dulce lira.
No con premio inferior, del docto mira
el mundo hiciera universal teatro
la dulce Erato cómica, que admira
del Norte al Sur, y desde Tile a Batro;
del valenciano Eurípides la lira
(tan digna del romano anfiteatro)
me dieran la tragedia, y en la historia:
por don Guillén de Castro honor y gloria.
Tu docto ingenio competir presuma,
Livio de España, don Tomás Tamayo,
con la esfera de Apolo, pues tu pluma
doró los puntos en su mismo rayo:
si puede haber quien tu valor resuma,
de la envidia feroz mortal desmayo,
oh Francisco de Francia, cante en rima
las de tu amor, que el tiempo en oro imprima.
A Gil González de Ávila, a quien debe
mi patria tanto honor por su alabanza,
la edad del tiempo fuera instante breve
para cantar la que su ingenio alcanza:
si a Francisco de Zárate se atreve
la justa presunción de mi esperanza,
iguales miro con el mismo Orfeo
su ingenio celestial, y mi deseo.
No puede, don Antonio de Mendoza,
menos dorado plectro, menos arte
de la alta Fama referir, que goza
tu ingenio natural, mínima parte:
Cintio su ardiente aurífera carroza
detenga a oír tus versos, o a envidiarte
Antonio López, cuya fértil vega
a ser el monte de las Musas llega.
Don Lorenzo Vander a Manzanares
de su verde laurel corona y premia,
y a su alabanza (sin los patrios lares)
de Sebastián Francisco Apolo apremia:
si el maestro de tantos, claro Henares,
Alonso Sánchez, luz de tu Academia,
quieres loar, podrás como él se alabe,
pues tantas ciencias como lenguas sabe.
Si fuera yo Timantes, o Parrasio,
en un Ángel Manrique, en forma de hombre
retratara a Crisólogo, a Atanasio,
y él fuera antonomasia de su nombre:
tu dorado crepúsculo, Anastasio,
con tantas letras y elocuencia asombre
pues ya responde Apolo en profecía
lo que será tu Sol a medio día.
Si del doctor Silveira celebrara
ingenio, erudición, docta cultura.
Si de Pedro de Vargas dilatara
versos de tanta gracia y hermosura.
Si de Francisco de Quintana osara
describir el ingenio y compostura,
yo sé que él mismo Apolo Tegireo
se consolara de perder a Orfeo.
Mas pues le dio la lira por la falta
de la que en el laurel rompía la ira,
el cante en voz armónica, tan alta
que llegue donde Eurídice suspira.
En fin cantó por cuanto el Hebro esmalta,
Orbelos humedece, inunda Atira,
los afectos de amor, a cuyos celos
rinden humildes su exención los cielos.
Cantó cómo Cibeles al hermoso
Atis pidió que castidad guardase,
con pacto, que ella al mozo virtuoso
en juventud eterna conservase:
mas como de una ninfa el amoroso
ruego, o su gran belleza le engañase,
perdió tan alta prenda, y el divino
poder airado convirtióle en pino.ç
Cantó cómo el gallardo Cipariso
murió llorando por su ciervo amado,
quedando en muestra de su poco aviso
en pirámide verde transformado:
y cómo fue Tifonte, cuando quiso
alzarse con el cielo, fulminado;
y aquel a quien el mar (aunque le asombre)
le dio la sepultura por el nombre.
Cantó cómo rompiendo el claro viento
águila enamorada (como suele
negra nube escupir rayo violento,
que con truenos horrísonos expele)
arrebató de Troya el fundamento
de su incendio fatal, y cómo impele
llorando el mozo, el robador turbado
hasta llegar al pabellón dorado.
Cantó cómo lloraron a Jacinto
Febo y las ninfas, alternando a coros,
y que la amante del planeta quinto
los cerastas volvió piedras y toros:
y cómo puso en un dorado plinto,
por más estimación que sus tesoros
Pigmaleón la imagen, que animada
por largos años fue su esposa amada.
Era de piedra, y en mujer volvióla
Venus, dejando el arte a la figura,
para que no quedase mujer sola
que pudiese alabarse de ser dura:
que puesto que a las buenas acrisola
la casta resistencia en la hermosura,
pocas veces juntó Naturaleza
en ellas la crueldad y la belleza.
Cantó de Mirra el amoroso engaño
hecho a su padre, y de aquel tronco rudo
el parto lastimoso, desengaño
de cuanto Amor en los mortales pudo:
árbol en fin de los demás extraño
al monte vino, y con silencio mudo
las ramas acerco de aromas llenas;
así suelen mover pasadas penas.
No menos flor hermosa, que ya fuiste
alma bella de Adonis, te acercaste
al eco dulce de tu historia triste,
y los granos en lágrimas trocaste:
tú que para matar de amor naciste
a la madre de Amor, y me vengaste,
¿supiste de su lira qué secreto
hijo te hizo de quien fuiste nieto?
Pasó por la resina transparente
de las unidas cerdas el sonoro
Iris de ácana roja, y dulcemente
dio vida a las templadas líneas de oro:
para cantar, o Hipomenes valiente,
(moviendo a envidia el apolíneo coro)
la triste historia tuya, y de Atalanta,
que huyó de amor con ligereza tanta.
Allí cantó que fuistes el ejemplo
que al mundo fue tan claro testimonio
de aquel respeto que se debe al templo,
cuyo rigor no acepta el matrimonio:
mas ya el estruendo insólito contemplo
del vulgo infame bárbaro Ciconio,
efeto del licor, que pudo solo
quitar la vida al sucesor de Apolo.
Armada escuadra de mujeres locas
con los ojos feroces, y bañadas
de ira y furor las descompuestas bocas,
porque fueron lascivas despreciadas,
cubre las verdes elevadas rocas
del Rodope eminente, convocadas
de la Envidia, que intenta (aunque secreta)
la muerte al divinísimo poeta.
Mas quién ha de dudar que la ignorancia
no fuese el fin de su gloriosa vida,
y más cuando la incita la arrogancia
de la bajeza y presunción nacida:
del laurel a la envidia no hay distancia,
porque también la ha de llevar ceñida
la frente docta entre la verde rama,
pensión precisa de la ilustre fama.
Con piedras, palos, troncos, ramas hizo
la escuadra bacanal tan fiero estrago,
que con darles la vida satisfizo
el pecho ya de tanto mal presago:
como después del rígido granizo
(clarificando el Sol el viento vago)
suele quedar la vid que en tanto colmo
de verdes hojas abrazaba al olmo.
Que allí el sarmiento, allí los verdes grumos
yacen entre la arena desmayados,
y de las ramas los pimpollos sumos
del olmo esmaltan los vecinos prados:
o como suele entre los negros humos
de la abrasada encina evaporados,
a quien el rayo hirió (muertas las llamas)
en la ceniza parecer las ramas.
Así quedaste tú, vate divino,
la famosa cabeza destroncada,
que por el Estrimón a Lesbos vino
cantando tu tragedia desdichada:
honraba el elemento cristalino
tu vencedora frente coronada
por única en el mundo, de tal suerte
que se apartaba el agua de ofenderte.
Pero hambrienta de ti culebra fiera
(que aun hasta allí la envidia te seguía,
y con harpada lengua te mordiera
sino vengara el cielo su osadía)
acometió tu rostro entre la esfera
del agua que la riñe y la desvía,
hasta que en piedra convertida cesa
de la crueldad y de la injusta empresa.
Bajaste a los Elisios, alma pura,
sin pena del horrísono Aqueronte,
ni te detuvo la región escura,
ni pagaste la barca de Caronte:
de Eurídice tu esposa la hermosura,
tan cantada de ti por todo el monte,
gozaste para siempre, que es más fuerte
que las sangrientas leyes de la muerte.
Tu lira halló lugar en los zafiros
del manto azul, y fueron sus diamantes
tus lágrimas de amor y tus suspiros
entre las dulces cuerdas resonantes:
mientras duraren los celestes giros
entre sus velos vivirán constantes,
estando siempre con sus orbes fijas
sus cuerdas de oro, trastes y clavijas.
Tú, Musa celestial, que me has oído,
no adúltero, fantástico y hinchado,
escribir en la lengua en que he nacido,
con los estudios en que me he criado,
no ambicioso de fama, ni de olvido,
humilde sí, de tu laurel honrado,
espera un día en que celebre y cante
tu nombre en lira, que la envidia espante.