SALVADOR RUEDA LA COPULA Novela de amor CÓPULA NOVElA DE AMOR MADRID IMPRENTA DE J. RUEDA —HUERTAS 1908 Esta obra es propiedad de su autor. Queda hecho el depósito, que marca la Ley. I Rosalía era la unigénita de un riquísimo moro, perezoso y soñador, y de una andaluza bautizada en Sevilla. Del padre heredó la mocita la intuición artística, el pensar vago y flotante, la somnolencia que hacía resbalar su alma por idealidades aúreas, como el amor á la luz, al color, á la brillantez y á cuanto llena el alma de halago y la preña de visiones sensuales. El raudal de caliente sangre mora que la casi mujer llevaba en las venas, caldeaba su cerebro constantemente como si fuese un narcótico do placer, una morfina inefable. De la madre, tenía la concepción pintoresca, lija en el acto por la imagen plástica que esculpe; el sentido rápido de lo cómico, que, á sus solas, desahogaba en frescos borbotones de risa. Reíase á solas para no desprestigiar nada de la vida, que ella hubiera dado algo de su ser por remediar. También tenía la virtud de la limpieza; no ya la que viste de claridad cuanto toca, sino otra de origen más alto, la que bruñe por medio de la estética el alma. Esa limpieza que es derrame de luz interior, daba á Rosalía la condición suprema, la de un corazón templado en la luz viva de la belleza. No ejercía el arte, lo amaba, y ni siquiera sabía ella que lo amaba: en el génesis de mujer tan especial, la sensibilidad era lo más despierto, la afinación de sentidos, el temblor constante en que la tenían siempre cuanto suena y refulge, atrae y enamora. Cuando su padre dejó al fin su gran negocio de piedras preciosas, que le había dado un enorme caudal, se retiró á unos montes andaluces con su hija, único ser que le quedaba de su familia. Y al verse Rosalía frente á la Naturaleza y á la vista de tantos mundos presentidos, el de los insectos, el de los árboles, el de las aguas, el de los sonidos, el de las luces á cielo abierto; cuando ella columbró aquella inmensidad, pensó morir de alegría. Abierto su espíritu á la vida como los miles de ojos de una esponja, todo se grababa en ella día por día, desde la mosca hasta el astro. Se iba haciendo de un fecundo tesoro de alegrías fuertes, de las que perduran, nutren y ayudan á vivir, de una serie de embriones de pensamientos hondos, sólidos, aprendidos en las invariables lecciones de la Naturaleza. Por entonces, ya se embebecía la imaginativa jovenzuela en las lecturas de libros de arte; pero, al ponerse en contacto con los modelos de que estaban sacados los libros,—personas, paisajes y cosas—tiró con altísimo instinto estético los volúmenes y se arrojó con toda su alma y de un modo instintivo en los orígenes y fundamentos de la belleza. Así, sin intermediarios que le dieran encerradas en la palabra impresa, las emociones y las ideas, ella las tomaba directamente con el polvillo virgen que poseen. Se enseñó á amarlo todo, el velo de impalpables átomos virginales que cubre todas las cosas, alas, frutos, hojas, y amó por inspiración la gran idea madre, fuente inacabable de todas fas ideas. En el plano blanco, metaíísico, de su alma, y en la complicadísima enredadera de sus nervios, se iba cincelando, hora tras hora, la eterna Lección. En aquella inconsciencia intuitiva de la mocita árabe-andaluza, la lógica echaba raíces; la reflexión se engrandecía; las ideas nuevas ensanchaban el cerebro; y las vibraciones infinitas prismatizaban el alma. Atolondrada y á la vez reflexiva, con anticipos de mujer do cerebro formado y con mariposeos de niña loca, adquiría una nutrición enorme, porque las ideas capitales aprendidas, no en los libros, sino en la madre común, son filones que jamás dejan adivinar la terminación del oro. Este era el boceto de persona que empezaba á diseñarse en Rosalía. El vaso, el cuerpo donde se encerraba el espíritu, era alto, delgado, aéreo con la armonía y la ligereza que tienen al andar las mujeres de Sevilla. Su cuello era csnceño; las orejas exageradamente reducidas; la mata de polo, espesa, negra, brutal, pelo para hacer tres cabelleras; la nariz aguileña; los ojos rasgados y verdes, llenos de vaguedades y ensueños, ojos de profundidades sin fondo; la frente curva y redonda como una patena; las mejillas aterciopeladas, y en medio de la soñadora faz árabe, unos 1 abios gruesos, redondos, que incitaban á chuparlos, labios de un carmín alarmante, especie de doble grito rojo del sensualismo. II Aprendido de su mismo padre desde pequeña, llegó Rosalía á saber el árabe, y de saber el árabe vulgar, pasó á conocer el árabe literario, el árabe elegante de los poetas. Cuando pudo dominarlo bien, se amplió su alma con un goce nuevo, el de la poesía hiperbólica sembrada de imágenes deslumbradoras. Aquellos libros no le parecieron enfadosos como los demás: al contrario, cada estrofa se le antojaba un trabajo comprimido de piedra preciosa, especie de apretada estalactita que se compone de millones y millones de gotas convertidas en piedra. Luego, las imágenes de los poetas de su raza, eran tan vivas como si fuesen recortadas de relámpagos, y se complacía ella en la soledad, en ver rutilar una hipérbole presa á la poesía como una trémula mariposa atravesada por un alfiler: aquella intensidad de vida y de visión, la enloquecía. Como quien se tiende boca abajo al borde de un estanque para ver pasar por el fondo el inmenso parpadeo sideral, ella tendía el alma sobre los libros forjados á golpe de ritmo, para ver pasar por sus páginas las estalladoras imágenes de los poetas. Aquel centelleo cegador do la frase, aquellas explosiones de luz le hacían temblar con un placer á otro ninguno igualado, y le hacían ver que hay todavía una cosa superior á la naturaleza misma, y es la propia naturaleza grabada por imágenes inalterables dentro de la cadencia del verso. La piedra de toque suprema para saberse si un temperamento humano es artista hasta la médula del espíritu en punto á literatura, no es penetrarse de la idea, no es ejercitar el raciocinio, no es abarcar la síntesis, no es ver claramente la brújula con que señala el autor: es sencillamente sentir la imágen por ella misma, dejarse alumbrar interiormente por su luz como por un relámpago que hace oscilar de goce todos los matices del alma, bien como hace oscilar el sol toda la gama de una perla. Así era Rosalía: nadie la enseñó á sentir la imágen en la poesía, porque eso no se puede enseñar, como no puede enseñarse por profesor ninguno el sentimiento del color en la pintura ni el sentimiento del ritmo en la estrofa. De lo más complicado y misterioso del instinto artístico, nace esa cualidad suprema, y quien la tiene, domina y siente toda la vida, de la cúpula al pie, porque ese sentimiento es el punto más alto que lo divino ha podido dar á las almas. Más allá de ese temblor estético, no hay nada, y sólo se tropieza con Dios. Rosalía, placa de una vibración absoluta, no podía leer las novelas escritas sola' mente con el cerebro, ni las poesías hechas conforme á las recetas de los profesores, en que no falta un solo tilde y está faltando todo, el temperamento. No podía ver un cuadro en que los colores estuviesen de cuerpo presente, es decir, muertos, más aún, nonnatos, sin estar legítimamente paridos por la emoción divina. Casi todos los escritores y casi todos los libros, eran para Rosalía, sin ella querer explicarse el por qué, pasta sorda, cauchú sin vibraciones, goma sin sonidos, yesca tísica, nada. Pero algunos de los poetas que ella leía, cincelaban sus imágenes con tanta emoción como si llevaran el espíritu en carne viva; cada adjetivo, era el temblor de una llama; cada verbo, tenia la fuerza de un rayo; cada hipérbole, era un encandílamiento: la imagen quedábase hormigueando para siempre en los ojos interiores como la imagen inalterable del sol. Elevada la literatura á esa intensidad, cuyas metáforas eran alaridos penetrantes que jamás se borran, sí la amaba con todo su corazón Rosalía. En ver á una flor mecerse igual que una candela en el aire, y en releer la imágen sobre aquella flor hecha por un poeta para darle vida inmortal, llevábase la joven largas horas, considerando cómo, por ejemplo, un edificio de robustos mármoles lo derriba el curso de los siglos, y cómo una idea santificada y hecha cristal eterno por el ritmo, los siglos no pueden desvanecerla. ¡Oh arte prodigioso de la poesía, lo único que no muerden ni roen las eternidades! Claro es, que todo eslo lo pensaba la casi mujer, no con la valentía de un cerebro formado, grande en transcendencia; sentíalo y pensábalo entre intuiciones vagarosas. Más adelante las concretaría sacándolas de su pensamiento, como quien saca astros terminantes de una nebulosa. ¡Qué embriaguez la suya enmedio de la naturaleza! Solamente viendo su imaginación prodigiosa los miles de rizados diversos que hacían los distintos vientos en el mar, la ocupaba días enteros y la hacia mecerse como en un columpio má- . gico. Cuando bajaba, en sus correrías, á la playa y se hacia pasear sobre una lancha bordeando la costa, tendíase sobre la borda de la embarcación con la cabeza llena de adormideras divinas, con el cerebro destilando gotas de opio y tejiendo y destejiendo sueños, que en el fondo eran de una realidad sorprendente. Aquel peine invisible del viento, que peinaba la super- ficie del agua á cuadros, á círculos, á rayas, de miles de maneras y ciñéndose á miles de dibujos, la sumían en un narcótico de oro. El velo de hebras salobres, tejiendo el haz marino y rizándolo y desrizándolo de nuevo y desbaratándolo otra vez para describir las líneas de geometrías no soñadas; aquellas ruecas invisibles que hilaban é hilaban las hebras del plegado eternamente vario, era uno de sus goces predilectos. Miraba los millones de escalas de átomos del agua, vibrar arriba, en la superficie, componiendo cualquier trazado de rizos, y veía esas mismas escalas de átomos líquidos llegar á lo hondo llevando impresas las ondulaciones, los mandatos del viento, y poco á poco trasmitir al plano de arenas del fondo, el dibujo de arriba, como se trasmite una idea por miles de telégrafos, ó un cánon por medio de millones de lápices que repiten automáticamente la misma red lineal. Esta inmensa tela de Penélope del mar, haciéndose y deshaciéndose eternamente para adaptarse á infinitos temblores del viento, para ceñirse á multitud de dibujos variados, para pleglarse á millones de modelos distintos, fascinaban la fantasía de la joven de tal manera, que al saltar á la playa después de algunas horas de estudiar el rizado infinito, sé tambaleaba borracha materialmente de sueños, como si su cerebro fuese una ancha copa de morfina. Y lo particular era que el maravilloso rizamiento, no constituía sólo una mágica fiesta de sensibilidad para Rosalía, sino que aprendía de ella docilidad, adaptación, agilidad, obediencia, transmisión, orden, lógica, dibujo, geometría, tonalidades y cientos y cientos de principios sólidos y perennes con que fortalecía, y ampliaba, y engrandecía su ser. Y ese provecho fecundo, esa lección perenne, la sacaba esta maga divina, no sólo de cuanto veía, sino de cuanto escuchaba, de cuanto pasaba por su olfato sutilísimo, y por su tacto, el cual hacía de las diez yemas de sus dedos todo un profesorado. El cordaje nervioso de la joven templado estaba al unísono de todas las cosas de la naturaleza, y cualquier sonido, cualquier matiz, cualquier olor, cualquier estremecimiento, iban á resonar en su organismo, como el más leve soplo del viento hace gemir las cuerdas de un violín prodigioso. III Un día, esta gran intuitiva, al dejar el lecho, regó de amapolas de sangre las sábanas, y saltó á tierra hecha mujer. Durante el sueño, la fisiología no paró de hacer su misterio, y al romper el sol, estalló del capullo la soberana rosa de carne. Los átomos, que no paran durante los siglos, que son los más tenaces trabajadores de la Creación, vinieron cincelando y cincelando-durante años en aquel cuerpo, hasta íormar una estatua de hermosura. Se alegró el padre de Rosalía de aquel desplega-miento, porque enfermo como se hallaba, á la hora menos prevista dejaría de vivir, y era un gran consuelo para él dejarse en el mundo, ya íuera de la primera evolución material, á su hija, coronada, además, por una inmensa fortuna. La abrazó con amor tiernísimo, nacido de los huesos y se miró en aquellos ojos profundos de Rosalía, que semejaban dos fuentes de misterios. Luego se entretuvo en enredarla, jugando, en su propia cabellera fúnebre y enorme, gozando el viejo con aquel prodigio, especie de compacto cortinaje de hebras de ébano. Era un espectáculo siempre nuevo, en verdad, mirar aquel torrente de cabellos: parecía como si hecha un desbordamiento de hilos largísimos, se le saliera la fantasía por la excelsa redondez de la cabeza. Enfundado con noble abandono en una costosa bata y con su gorro árabe de borla ingrávida que le barría los hombros hundidos y caducos, el moro gustaba jugar con su hija como le gustará á la nieve jugar con una llama. Comprendía que Dios había dado demasiada imaginación á la joven, que la había hecho demasiado sensible y quebradiza, como si la fraguara con tentáculos de caracol y con películas do cristal. Además la encontraba demasiado taciturna; pero en eso se equivocaba el padre. Las largas horas que en silencio pasaba la joven con los ojos fijos en la naturaleza, eran horas de clarísimas fiestas interiores, de despilfarros de goce exquisito, de éxtasis ensoñadores en que la ya mujer veía con clarividencia maravillosa la gran armonía de la Creación. Dotada de una enorme aneurisma espiritual, de una dilatación sensible como una atmósfera, pudiera parecer, comparada con el tipo humano corriente,—topo y turbio—alguna enlerma de fantasía; pero la seguridad lógica con que á la vez que soñaba analizaba por instinto; la solidez robusta de pensamiento con que veía las líneas del dibujo general del mundo, la contrapesaban y hacían de ella una saludable, una vigorosa, que no oscilaba por exceso de velamen. De haber sido un hombre, un narrador, por medio de la pluma, de las emociones bellas de un siglo, Rosalía hubiese sido un genio: pilares de observación intuitiva y grandes candelas de fantasía contaba para ello. Pero Rosalía no se inquietaba con el deseo de hacer la emoción medalla externa, imagen visible, hipérbole real. Rumiaba sus largas letanías de ensueños sin dar consistencia plástica á nada, sin dejar como colecciones de insectos fijos con alfileres, sus imágenes clavadas también por los alfileres de oro del estilo. Todo aquel río de imágenes, de cosas admirables, de peregrinas visiones, pasaba sin ser visto de nadie: nacía en ella, y en ella volvía á esconderse, como ciertos ríos enigmáticos. Lo que sí sintió la hija del moro con un ansia ciega y avasalladora, una vez pasado algún tiempo de estar ya en ella formada la mujer, fue la atracción sexual, fuerte, imperativa, arrolladora. Era natural, y por lo tanto bello y lógico, aquel deseo de sus átomos al anhelar encarnación en otras moléculas amorosas. Un hombre y una mujer no son uno y uno; son medio y medio; y el proceso que se abre y se desarrolla durante la atracción de esas mitades para formar un todo, es la eterna historia de amor de todos los seres humanos. En Rosalía se abrió ese proceso un día en que-durante el calor de una siesta de ascuas, olía fuertemente y con los ojos entornados un puñado de rosas. Paréceme que el momento en que un cuerpo humano, siente el hambre voraz del amor, consiste en que todos, absolutamente todos los átomos de ese cuerpo ya en estado de madurez, se acordonan, es decir, se someten á un compás de fuego, se ponen acordes, se codean participándose la misma ansia, se avisan como un rosario de hormigas transmitiéndose el mismo secreto. Los granos todos de una espiga al ponerse en sazón, los puntos de una granada al enrojecerse, todos los pótalos de un clavel al vestirse de llamas, todos los miles de cabezas de una plaza de toros acordonándose de súbito al resonar el clarín, creo que son cosas idénticas á la unanimidad de calor que armoniza todos los átomos del cuerpo de una mujer, cuando el gran momento misterioso, especie de golpe de batuta manejada por Dios, dice, Ama. De todos los átomos del cuerpo de la mujer, como de todos los átomos del cuerpo del hombre, sale en ese instante una divina llamarada invisible que abrasa todo el organismo, y el amor está hecho. Pero aquellos millones de medias moléculas del cuerpo do Rosalía, se pusieron á esperar otros tantos millones de medias moléculas varoniles, para en un solo punto y en un solo día, hacer un casamiento de millones de nupcias amorosas, de que son síntesis los distintos órganos sexuales, el cáliz materno y la sonda seminal. Estos signos, transmisores de razas, se funden, so compenetran, y en el gran espasmo fisiológico, los átomos todos de los dos cuerpos calcan sus mitades, y surge el milagro prodigioso de un hombre nuevo ó de una nueva mujer. Y aquí ocurrió, en las interioridades del sér de Rosalía, algo muy grande y maravilloso, algo que fué un nunca visto espectáculo de piel adentro . Al hacerse mujer, su fantasía, después do mil tanteos difíciles, después do trazar un laberinto de líneas, que querían como dar con alguna figura de hombre vista alguna vea, grabada inconscientemente por una ley tísica en lo más recóndito de su alma después de luchar así su imaginación, un semblante y después una fígura entera, completa, sa adelantó en la penumbra de su espiritu y dijo: Aquí estoy. Era un hombre que llevaba agazado, sin saberlo, en las recondileces de su ser. Ese trabajo de tanteo involuntario para dar con aquel hombre replegado dentro de ella, ese querer recordar y no poder, ese balbuceo que antecede a la apariciónn de lo que va oculto en nuestra memoria, es un caso de requisitoria igual al que empleamos un día cualquiera en que a nuestros labios vienen algunas notas de un determinado motivo musical: mecánimcamente, los la bios cantan algunos sonidos, que nos leggan de los más remotos límites del recuerdo; y al cantar aquel silabeo de notas, acuden otros sonidos que se enlazan a ellos y constituyen un acorde, un compás. No ahy duda, es una melodía que llevábamos grabada no se sabe en qué página misterioa de nuestros átomos. ?Quién la cinceló en la tabla absorbente del alma? ¿CUándo? ¿En qué momento? ¿En qué época? ¿Qué buril hizo ese trabajo melódico tomando nuestro corazón por pentrgama? No sabemos; pero el divino motivo musical está allí, en lo hondo, en lo interno, alerando a nuestros huesos como una avariciosa espiral de enredadera. Nuestros labios isguen balbuceando notas a estas, por la ley de atracción, acuden otras más, y otras, y otras frases que van completando el motivo, hasta que por fin surge entera y brillante la canción como si del fondo obscuro de nuestro ser se levantara una bandada de pájaros de luz. Llevábamos una armonía acurrucada en nuestra alma, como Rosalía llevaba acurrucando un hombre en su corazón. Semejante a una carmbola de retroceso, la joven, con el cuerpo endencido de amor, anduvo mentalmente hacia atrás buscando el plano justo de aquel hombre que se lo aparecía, y caminando y caminando hacia los comienzos de su vida, dió con el punto del tablero de aquella ficha humana. Un comercio grandioso de piedras preciosas del padre de Rosalía; éste, lejos durante muchas temporadas; la madre de la joven, ya no existía; el encargado del comercio, durante las ausencias paternales, enseñó á la pequeña el primer temblor de la fisiología amorosa, pero era entonces tan niña, que aquella trepidación de la carne, sólo ligeramente pudo notarla. Se llamaba el dependiente David; era alto, más que alto, grandón, armonioso y varonil. Tenía como hasta cuarenta do edad; usaba unas barbas grandiosas, de ébano, nutridísimas, que le rodaban por el pecho con una gran-dezasugestiva. La cara era abultada, como do mascarón lleno do bondad, donde había una constante risa entre los gordos labios de sensualismo sin doblez: niño colosal do cuarenta años, con canas prematuras, sin gran inteligencia, menos para ol conocimiento do las piedras ricas quo lo poseía de un modo maravilloso, sensual por naturaleza, por brutalidad, por mansa complacencia, por arrobo casi religioso. Sus ojos mansos y llenos de nobleza poseídos de éxtasis carnales, quedábanse clavados hacia el cielo mientrascruzaba beatíficamente las manos sobre el vientre, y solo decía al notar que Rosalía se alejaba de su lado: «Ven, toma, juega». Y replegado el jaique moro, con las manos cruzadas como un creyente, David permanecía en inmovilidad extática, mostrando la exuberante rúbrica de su poderío sexual. Quería sumamente á Rosalía, como un bruto sin maldad quiere á una persona, y él era su caballo, y su elefante, y su camello: se la subía á los hombros, la paseaba sobre sus muslos, la sentaba sobre su dorso mientras él poníase en cuatro pies; y os juro con la mayor de las gravedades, que casi era tan chiquillo como ella. Mezcla de perro noble que se deja pisotear por los que quiere, y de caballo de sangre árabe, David era un compuesto de hombre y de bruto, á quien para ser todo bondad, solo lo laltaba poder contener sus sensaciones do afrodisiaco, que él no creía pecami nosas. Como ora do un moreno encendido Rosalía, la llamada Rubí, y no la nombraba de otro modo. David, que conocía todas las almas y todos los espíritus de las piedras preciosas, por que en otro gran comercio de ellas, anterior al del padre de Rosalía, se crió entre esos divinos minerales, veía ? con su sentir instintivo, cierta analogía entre el rubio quemado del rubí, y el moreno de la piel árabe de la muchacha. Y tan le cayó ajustado el sobrenombre, que el mismo padre do Rosalía acabó por llamarla siempre Rubi. Cuando I). Ezequiel, que así se llamaba el padre de ella, practicaba algún viaje, quedábase David encargado de la casa, porque asi lo merecía su honradez absoluta; y siempre procuraba estar solo largas horas con Rubi, para que jugara. Una exaltación fisiológica, hija de un rico venero procreador, mantenía en tensión constante á este mascarón de bondad, á este insaciable erótico, cuyo goce, más bien consistía en los largos éxtasis amorosos, que en las torrenciales emociones supremas. Esto magnífico hijo de Alá, que á tudas horas tenía metido entre ceja y ceja el Paraíso de Mahoma con todas sus mujeres, no tuvo en toda su vida más quo un solo dolor intenso, inaplacable; el de no haber mandado como Señor en todos los serrallos del mundo. ¡Y había que considerar la corpulencia del descendiente de cien Kalifasl: para despanzurrar circasianas, árabes, judías, armenias y toda la fauna mujeril de una Alhambra, no hubiera tenido más que removerse. Cuando andaba por su tienda, entre las vitrinas atestadas de tesoros, todas las piedras preciosas, bailaban, titilaban, reían extremecidas jugando con la luz. Mientras algún dependiente á sus órdenes vendía, él paseaba y comunicaba su temblor, no solo á las piedras que se crispaban de risa, sino á toda la manzana del establecimiento. Como de un bloque helénico, ó de una cantera italiana, había salido aquel cuerpo armónico y grande, digno de ser el de Júpiter en el momento de lanzar los rayos; pero David solo lanzaba su sonrisa de magnanimidad inagotable por entre sus labios, donde seguramente había un cuarterón de carne roja, doble coral enorme que asomaba riente por entre la gran zalea de su barba de ébano prodigioso. Cuando, en utra época, él vendía piedras selectas por encargo de grandes comerciantes, gustaba ver los minerales divinos en las manos do aquel dios aparente, de aquella estatua gigantesca cuyas barbas le daban la apariencia de un patriarca bíblico. Las babuchas que usaba David eran grandes, como para dos pie3 humanos; sus piernas parecían columnas de templo; su pecho recordaba el de una escultura célebre, el torso del Cefiso de Fidias, do una sublimidad y grandeza que pasman; lástima que un pecho así de grande y varonil hermosura por lo armónico y rotundo, perteneciera al mascarón de David. Asomado éste al pico agudo de vina proa de buque, hubiera subyugado á las ondas con sus líneas de dios: era una gran figura decorativa, solo decorativa, por que apenas si tenía unas cuantas docenas de palabras para rudamente expresarse. Su cuello era dórico, firme, de corrección primitiva, amplio, robusto; los cinceles de un maestro, no hubieran podido estarse quietos mirándolo; pedía aquello ser transmitido á lo blanco del bloque; era cuello propio de Homero; propio para una cabeza de vastas cavidades en que la sangre tiene que pasar por las yugulares á torrentes. Su cabeza recordaba la excelsitud del Olimpo. ¿Vistéis el Zeus de Pidias, el más amplio y noble? Pues así era la cabeza gloriosa de David, cabeza-apoteósis, cabeza de último acto de ópera, por que es de advertir que la cara de mascarón, chorreante de nobleza, del moro, era, vista á cierta distancia, de un efecto escenográfico maravilloso. Este era el David do carne amorosa y viviente, el David soberano y magnífico que al registrar Rosalía su memoria contusa, se irguió de pronto en su alma y dijo: / Aquí estoy! IV Al incorporarse aquel hombre, en ilusión, dentro de ella, Rubí lo reconoció y dió un grito do intenso júbilo material, de alegría salvaje y loca, y sintió que su corazón disparado, transmitía su repique de campanario á las sienes, al cerebro, á los ojos, que se le llenaron de chirivitas anunciadoras de un exceso de sangre rica y ociosa. Si Rubí quería millones de medias moléculas en qué calcar las suyas, allí tenía moléculas de largo. Se podían hacer seis Rosalías del cuerpo colosal del moro. Después de aquella alegría intensísima, casi dolorosa, do todas las vértebras de la mujer al reconocer á su antiguo eleíante, un arrebato de desesperación la acometió al extender las manos hacia el gigante y no poder agarrar más que un sueño; aire: sus manos quedaron vacías como las del que pretende agarrar un rayo de luz. Lo veía en la actitud por él preferida, y en presencia de aquella aparición, más ardía su pecho apasionado. ¡Oh alarido de la carne, oh encendimiento súbito de la material ¿Visteis el castillo de fuegos artificiales empezar por una luz que se inicia en su base, y se duplica, y se centuplica, y se propaga en millones de luces que silban, crujen, estallan, hasta correr á lo ancho y á lo largo del cas Cilio encendiéndolo entre estampidos do batalla y convirtiéndolo en una magnífica forma que arde toda, que tiembla toda, que hormiguea toda, erizada de retinas multicolores? Pues así ardió toda Rosalía al reconocer á su hércules de otros tiempos y no poder agarrar con sus manos sino un sueño, una niebla, una burlesca onda de aire. Toda Rubí temblaba: su pecho se estremecía, elevando y descendiendo las dos ánforas vírgenes coronadas por capullos de adellas; temblaban sus hombros: ardía su pecho como carne verde. Después do la crisis fisiológica, quo le trajo por primera vez el conocimiento pleno de la amorosa trepidación molecular, la mujer se desvaneció en una laxitud blanda y suave que pedia tibieza de lecho, caricia da sábanas sedosas, vaho discreto de edredones de plumas. Lentamente se trasladó desde un diván de damasco, al lecho, y con dulce displicencia de enfermedad agradable, se acostó. Mal desatadas las cintas de la túnica, y mal desviados de sí encajes y sederías costosas, deslizó su satinada estatua por entre los cendales vo* luptuosos, y so hundió en blanduras fofas y delicadas. Una cama de elegantes tallados, donde los escoplos habían indicado ligeros motivos de plantas exóticas, recojió la escultura armoniosa de la virgen, por cuyas líneas corría como una claridad sagrada: los millones de hebras de seda de las sábanas, la besaron á lo largo con limpidez purísima, y el cabezal de holandas recogió entre sus encajes aquella cabeza inédita de pecados. Entornó sus párpados, detrás de los cuales se guarecían dos esmeraldas clarísimas, y sus labios formularon los apretados repliegues de un capullo, como para dar un beso duro y largo. Luego extendió las manos satinadas de brillos virginales y dió un abrazo al aire antes de quedarse dormida. Como las Irutas ráyanse cuando están en la plenitud de la sazón, los brazos de mujer abrazan do un modo instintivo, cuando el seno está plenamente alto y plenamente redondo, y cuando las caderas han llevado á su límite sus curvas gloriosas. Como una palmera desmayada en una siesta africana, Rosalía se durmió. Su imaginación volvió á reconstruir la figura de hombre que iba encerrada en ella, y el moro se apareció en el sueño, paternal, grandón, riente, con su bondad despojada de doblez. Rosalía se amparó, en sueños, entre los brazos de aquel hombre, símbolo, por su grandor, de todos los hombres, y creyóse segura, como metida en una fortaleza. Ella, lo débil, lo aromado, lo exqui. sito, la mujer, en fin, que pareoía el símbolo de todas las mujeres, encontró, al cabo, su mitad justa, la otra media humanidad, que era el vigor, la masculinidad, la grandeza. Mientras no se verifica este encuentro, las dos partes en que se divide lo humano, van incompletas y dessquilibradas, viviendo media innutrida existencia. En el sueño, Rosalia, emboscó su cabeza de pajarito débil, entre las barbas torrenciales y machunas de David, y tendida sobro sus muslos poderosos y defendida por los dos brazos del gigante, se columpió, como un niño en el regazo maternal. Rosalía aspiró, hasta recalar sus entrañas, el vaho de luerza, el vaho á hombre, que se exhalaba de aquel enorme macho, y reblandecidas de sentimiento sus entrañas, lloró con largo lloro de felicidad. Agarraba por fin á su maestro en fisiología amorosa, lo prendía de las barbas con las manos, con los dientes apretados; luego lo abarcaba por el torso colosal; estaba allí, sí, y no le cabía entre los brazos; no se le escaparía. El le sonreía con sus dos gordas y sensuales rayas de bermellón bondadoso.—¡Rubí!— decíale, jugando, el cíclope, y la besaba con aquel be90 que pesaba una libra, el beso chorreante de fuerza de un clavel reventón. Soñando, creíase Rosalía que la creación entera la besaba. ¡Que plena de sí misma se mecía en el regazo del dios! Nadie osaría quitárselo; lo trincaba, le clavaba las zarpas felinas de mujer, lo agarraba á puñados de las mollas de carne excelsa, de las cerdas largas y potentes del tórax, de las bizarras tetillas, como amplios clavos de puerta antigua de iglesia. Luego, soñando, le contó toda su historia desde el tiempo en que no se habían visto; la muerto de su madre; la enfermedad gravísima del padre que por poco no se va á Iaotra vida; el abandono del comercio después de haber hecho inmensamente millonario áDon Ezequiel; el traslado de éste y de ella á los montes donde se hallaban; años de no verse, de no oirse, de no saber ella siquiera que lo quería, más aún, ni que existiese. «Ahora, tú, cuéntame tú dónde has estado; qué has hecho; si te acordaste de mí; si ya no me vas á dejar nunca. Mi padre, herido en el corazón, morirá el mejor día, y yo quiero ser tuya, tuya, tuya, tuya, para siempre.® Y en un trenesí de amor lleno de lágrimas, de balbuceos, de incoherencias, Rubí crepitaba como un brasero al encenderse y hablaba, y rogaba, y besaba, y mordía, y pronunciaba palabrasrotas como un collar suelto que se rocia á la desbandada. —«¿Rubí?»—respondía él como si la llamara, retardando, por gozarse en ello, el comenzar su relato, y quedábase mirándola con los ojos varoniles y grandes llenos de nobleza de león, mostrándole siempre los labios gordísimos de un rojo magnánimo y sensual. Cogióle él una mano de -gada y sútil como el ala de un pájaro, pero nerviosa y recia cual manojo de alambres, y la dirigió á lo misterioso... Rosalía tembló como si por sus anillos dorsales corriera un latigazo eléctrico; toda ella se encandiló como una lámpara. Pidió, antes de desmayar nuevamente, un beso al cíclope. Este la besó, más bien lazamarreó con la boca entre las barbas bíblicas y so-solemnes. Y al tabletear los músculos de la mujer en un orgasmo de felicidad, despertó. El coloso se había disuelto en la luz. Todo había sido un sueño. V El abandono religioso en que durante los años que habían transcurrido desde la muerte de su madre, estuvo Rosalía, acabó por no poner freno á su imaginación, ni á sus antojos, ni aun después de estar convertida en mujer. Quintaesenciada de un modo natural su sensibilidad, y desarrollada su intuición por un vehemente anhelo hacia lo desconocido, necesitaba unas bridas tensas, una serreta poderosa, lo que da la cristiana, inmensa religión; pero como la modorra árabe del padre, poblada de narcóticos, no se cuidó de esa disciplina, Rubí quedó sin rienda, y no solamente sin rienda, pero aleccionada con frecuencia por el inconsciente David en el génesis amoroso, en el despertar de las moléculas al canto procreador de la vida. Lo que no era pecado para la abandonada inteligencia de David, no lo era tampo. co para Rosalía, en la cual no se había es- tampado nada espiritual y alto en sentido de muro defensor. Amaba lo virginal, pero era en la Naturaleza, y más propiamente que lo virginal, lo brioso, !o salvaje, lo primitivo, el agua, las rocas, los insectos, el rocío, lo saludable, lo pujante, el sensualismo grande y maravilloso de la Madre Inmortal. Era, pues, á su modo, una mujer-origen, limpia de civilización. En su fantasía relinchadora como las fosas nasales de los caballos del sol, no había dibujados clavos de calvario, frentes acardenaladas, lienzos con coágulos de martirio. La misa de Rubí» era el Sol que salía cada mañana del maravilloso abismo azul con su acompañamiento de nupcias preestablecidas, de retozos seculares, de ráfagas luminosas repletas de besos de la Creación. Rosalía era una fuente milagrosa, chorreante de vida y de estrepitosos flecos musicales: era el compendio de la Naturaleza desbordante, cáliz primitivo de carne, recipiente sano y sonoro, en cuyo seno podía porracearse como en una íntegra vasija de cristal ileso, ejemplar prístino donde no proyectó su luz mixtificada la cultura. Al despertar del sueño descrito esta mu- jer desgranada del torturante hilo social, y ver que no estaba allí su hércules, su elefante, su dromedario, sintió una horrible angustia, la suspensión de estómago del que va por el espacio á estrellarse, sin encontrar agarradero. Fué tal, antes, la vehemencia del sueño, que el golpe de la realidad la atontó. Y como mujer, es decir, como ser débil, que necesita, en todos los casos de la otra mitad fuerte, el hombre, llamó, y como se trataba de un sentimiento de dolor, de un descalabro moral, á quien llamó fue á su padre. Este, al llamamiento, entró en el dormitorio, sobresaltado y respirando trabajosamente como un cardiaco. —¿Qué quieres? ¿qué? ¿qué pasa? —¿Y David?, preguntó ella como una línea recta. —¿David?... —Sí, el dependiente tuyo. —¿El dependiente?... ¡Ah! No sé. —¿Que no sabes? ¿pero no lo sabes?, re -dobló ella desencajada, arrebatada por la vehemencia de la pregunta. —No sé, hija mía. Hace años, al quitar mi comercio de pedrería, se fué. —Pero, ¿dónde se fué? —No recuerdo. Creo que me dijo, que intentaría ir á Amberea, que es la gran plaza comercial de los minerales preciosos. No se más. —Pero, ¿volverá? —¿A qué? Ya no tengo comercio. Iba allá, á buscax'se su vida, una vez que yo no lo necesitaba. —¡Y lo dejaste ir pobre y desgraciado!, añadió ella con tan resquebraj adora compasión, que la frase, por su solo poder, dibujó ante los-ojos, andando y triste, al infeliz David, en busca de su vivir miserable. — i Y lo dejaste ir, él, que manejó tu riqueza, y era tu seguridad en el conocimiento de las piedras ricas, y era la honradez, la bondad, y te llenó las arcas de oro! ¡Déjame, quítate, vete! —Pero ¿por qué me dices todo eso? ¿qué tengo yo que ver con David? —Déjame, vete, vete. —Me desconciertas, hija mía. ¿Ves? mi corazón, cansado y roto, no sabe sostenerme cuando te veo así. Explícame ésto. —Que traigas á David, que lo busques, que le escribas. —Pero ¿á dónde le voy á escribir? ¿Sé yo dónde está? —Escribe á las casas comerciales de Ara-beres. No debe morir. El, que te enriqueció, debe volver aquí á vivir con nosotros. Escribe, pregunta. —Pero, ¿qué significa ésto? ¡Vamos, te ha dado el antojo del día por la vuelta de David! ¡Cada minuto se te ocurre una cosa nueva 1 Si lo deseas, le escribiré, le escribiré; sosiégate. Vamos, bésame, hija mía. Me habías asustado. ¿Ves? pon aquí tu mano, y verás lo cansado que está ya mi corazón. Y el doliente moro, de palidez fría de arsénico, acardenalada y con visos de zafiro, respiraba dolorosamente mirándose en las clarísimas esmeraldas de los ojos de Rosalía. —¿No vas?, insistió ella. —Sí, hija, voy; pero dame el beso que te pido. —Tómalo y cálmate, pobre papá. Besó, y el corazón del árabe deshizo su borrasca; el beso íué un terciopelo que le rozó como una luz del Paraíso. Traspuso respirando con estrépito, y se puso en su despacho á dirigir cartas á sus antiguos corresponsales do Amberes, preguntando por el camello árabe que en otro tiempo tuvo á sus órdenes. Indudablemente, pensaba el padre, á Rubí se le ha antojado hoy tener un elefante. De entre un remolino de blondas, ella saltó del lecho, y, en medio del recinto, puso su estatua de pié. Un espejo la arrebató para sí. Ella vió el robo, y rióse en la plenitud triunfal de su belleza. VI No podía David vivir sin estar entre brillos rientes de piedras preciosas. Parecían éstas á su bondad, siempre infantil, seres divinos, almas nacidas para reir, corazones diminutos de cristal, ojos que miran, y que llenan de juventud. Parado ante las vitrinas, cuando en algún comercio estaba á cargo de ellas, se balanceaba de pie, haciendo temblar levemente el pavimento, por el gusto de ver á los diamantes, á las esmeraldas, á los rubíes, á toda la pedrería luminosa, echarse á reir y titilar. David, cuando veía en derredor suyo tantas piedras preciosas, creíase un Sultán que ya tenía los collares y las diademas para las sultanas, pero que éstas, todavía no habían llegado. En cuanto llegaran, las sembraría de brazaletes, de pulseras, de tumbagas, de zarcillos maravillosos, de coronas rutilantes, de collares sorprendentes, y en cuanto viera á todas las sultanas temblar como constelaciones, empezaría una por una, á irles demostrando que él era el gallo del Harem. Pero las odaliscas no llegaban nunca, y la pedrería estaba sola esperando pechos, brazos, dedos, frentes... Como el gigantón de David, no tenía codicia del dinero, ni ambición de ser rico y sí sólo el anhelo de vivir como un manso y paciente buey, no veía en las piedras la escalera por donde subir á ser afortunado, y de todas ellas solamente amaba el temblor, el que son alegres y no conocen la pena, el que están dichosas de si mismas y por eso despiden la alegría. A veces cogía David un gran solitario, y, cerrando uno de los ojos, se lo interponía entre el otro y la luz para ver á la piedra hacer irradiaciones y locuras y cabriolas de ráfagas: así permanecía mucho rato,encantado como unniño grandullón y riendo con sus dos gordos, redondos y ahuevados labios sangrientos. Después cojía una esmeralda, la revolvía delante de la luz, y la veía relampaguear y encenderse y hacer variaciones y escalas cromáticas de matices, hasta que sus ojos se hartaban de la tonalidad verde. Y entonces cojía un ópalo y lo veía fulgurar y erizarse de delicadas entonaciones, de resignadas melancolías, de espirituales reflejos que hablaban de ternura y de amor. —¡Bendito seas!—decía David besándolo, y era como si besara á un ser vivo. Así pasaba revista á su ejército metido en las vitrinas, y gozaba como un amante que tuviese miles de novias á la vez. ¡Y qué cosa tan particular de la fisiología hu-humana! David,- al alumbrar sus ojos y su alma con el brillo de tantas piedras divinas, sentía que acababa por ponerse en tensión amorosa... Su conocimiento profundo de los milagrosos minerales, provenía, en parte, de su constante mirar y remirar las piedras preciosas, y además de algo innato que había en él para tan excepcional capacidad. Desde pequeño, entró en una joyería riquísima, donde se enseñó á ver, á escudriñar» á analizar lo verdadero y lo falso, lo legítimo y lo apócrifo, y como pasó en ese diario ejercicio treinta años seguidos de su vida, acabó por ser el confesor al cual todas jas piedras iban á decir: «yo soy falsa», «yo soy legítima», «yo tengo este defecto», «yo tengo el otro, «acúsome padre de que soy turbia», acúsome padre de que estoy rota.» En estas confidencias y en estos amores, se pasó la vida de David, continuamente clarificado por ellas, cotidianamente diafanizado por tanta luz, por tanto esplendor, por tanta pureza; acaso parte de la honradez de David, y parte de su bondad, y hasta parte de su infantilidad rien-te, provenían de esta acción al minuto, de esta acción de luces á diarioj de un mes y otro mes de reires cristalinos, de un mes y otro mes de tremulaciones luminosas, de tanto gotear de chispas, de tanto parpadear alegre, de tanto centelleo depurador, de tanto trato con lo natural, con lo que hace Dios, con lo que de más puro, bello y exquisito cuaja la Naturaleza. Las piedras eran á lo largo de su vida, una profunda lección de una íuerza avasalladora. Vestido de moro con sus pliegues talares, su turbante, sus babuchas bordadas de hilos dorados y ostentando su barga prodigiosa, parecía un gran mercader, una gran figura, dueña digna de tan deslumbradora mercancía. Dijérase que vendía restos de coronas de dioses, collares de Pontífices, diademas de Patriarcas, joyas de una Dinastía bíblica. David que de nada había estudiado, contaba, no obstante, con los sólidos conocimientos necesarios para saber que el ópalo es un mineral amorfo de Hungría, de Jeorgia, de México, de Vicálvaro, de Oro-pesa; que la amatista y el jacinto de Com-postela, son cuarzo cristalizado; el primero del Cabo de Gata, y el segundo de Villato-ya, Albacete; sabía David que la turquesa, también es un mineral amorfo, proveniente de Persia; que la esmeralda es un silicato de alúmina y glucina; las antiguas, venían de la tierra de Cleopatra, del Egipto; y las de ahora vienen de Nueva Granada, en el Perú; asimismo los granates, sabía David que se crían en bastantes puntos de España, y que el zafiro y el rubí son el producto de la cristalización del mineral llamado comido; si presenta color azul, se denomina zafiro; si presenta color rojo vivo, rubí; provienen de Miask y Ceylan, que es también la ensoñadora tierra del opio. No desconocía David, que si todas las piedras exquisitas son presentes del reino mineral lo mismo que los deslumbradores diamantes, las perlas, en cambio, las producen las madreperlas del mar. Los brillantes los manejaba David con la misma maestríay conocimiento que las demás cristalizaciones preciosas, y sabía que estas gotas de luz corrían á alegrar el mundo desde California, desde Borneo, desde México, desde los Montes Urales, desde el Brasil. Este carbono puro, según sabía á conciencia el moro, toma tantos nombres como tiene formas de tallarse: cuando tiene la forma de dos pirámides unidas por sus bases, truncada la superior por el vórtice, se llama brillante-, se llama rosa, cuando es plano por su base; y se da el nombre de seis facetas á las partículas que resultan sobrantes de la lapidación; la parte superior de la • piedra, se llama pabellón; la inferior culata; y cuando la baso es más gruesa que el remate, se dice que es piedra de michas carnes. Conocía David en el acto, de una sola ojeada, los brillantes de más valor, que son de un blanco acerado ; los amarillentos, que eran de menos precio; también los que en su interior tienen puntos negros, que se llaman brillantes picados; y los llenos de manchas blanquecinas, que se llaman nevados. Un curso completo y profundo sobre mineralogía preciosa hubiera sido capaz el morazo de dar en una cátedra de química, pero como aquí no eB necesario demostrar que el magnífico hijo de Alá, era un prodigio en poseer como un Fausto sublime de las piedras preciosas, la inmortalidad de la luz, diré solamente que, como no podía vivir sin ellas, una vez que D. Ecequiel quitó su riquísimo establecimiento y con su corazón roto, y con su Rosalía, tomó la determinación, á instancias de ésta, de irse á vivir á la Naturaleza, David con poca plata en el bolsillo y la misma honradez de siempre en el corazón, tomó, como Dios le dió á enlender, el camino de Amberes, que es el centro universal, el mercado grandioso, el punto á donde llevan á vender todas las minas de la tierra sus piedras preciosas. Allí concurren Georgia, Hungría, México, Persia, Egipto, Nueva Granada, Boecio, las Indias Orientales, Borneo, California, el Brasil, España, y cuantos privilegiados trozos de planeta pueden adelantarse llevando en las manos pedazos milagrosos de sus entrañas, girones arrancados de su corazón cristalino. Amberes es la ciudad gloriosa, artística, digna de los poetas y de los dioses, que ve llegar á sus puertas el río centelleante de cristales divinos, el raudal do luz petrificada en colores, el tropel de lágrimas de la alegría, que el mundo extrae de lo más puro y hondo de sus entrañas. Amberes les da el bautismo luminoso; las rasga, las lapila, las pone coronas de reflejos, las hace reales, egregias, ínclitas. Les quita la ceguera de la mina, les abre los párpados con instrumentos maravillosos, les pule las retinas, se las acicala, se las bruñe y sobre ellas vuelca la concha bautismal de la luz. |Salve piedras, retinas, ojos, chispas de materia milagrosa, que enseñáis á reir á los hombres! Por vosotras no pasa la pena; ni al rasgaros, hacéis una mueca de dolor; resistís la operación quirúrgica en vuestras extrañas cristalinas y no lloráis; reís, reís siempre, reís á chispas, á notas, á gotas, á chorros, á temblores, á centelleos, á ráfagas, á relámpagos. Vuestra risa no se acaba jamás. Y no es risa falsa como la de las almas, es ingénita, innata, originaria; viene de los senos de la Madre santa, viene de lo natural, de lo virgen, de lo puro, de lo casto. ¡Oh risa revividora, ducha de frescura, inyección de juventudl ¡Gotead sobre mi frente ¡oh piedras! para que mis pensamientos sean claros; gotead sobre mi pecho para que mi corazón sea noble; gotead sobre mis labios para que mis palabras sean incorruptiblesy transmitan mi amorá todos los hombres. Venid, piedras inaltera-blesá sustituir mi abecedario; rimad en mis versos; sed mis palabras; mis sonidos; mis colores; ensartaos formando ritmos en el hilo de llamas del verso y fundios diciendo cosas altas, cosas grandes, frases que gor-geen, que reaviven como pinceladas de yodo inmortal. Venid, encandiladas pedrerías á mi pluma, vosotras que sois síntesis, vosotras que sois verdad, vosotras que sois el compendio de todas las piedras y cifra de la plasticidad universal. Quemad el jugo de mi alma y la savia de mi cerebro en vuestras candelas, y haced una fogata, un poema, que caliente los corazones de todas las edades. Cosas parecidas á este himno, eran las que quería decir David á las piedras, pero no podía y no sabía, y sólo con la mirada les inyectaba el ardor latente y puro de su santimiento. David no era, pues, solo una bestia; en él, en sus interioridades, se prolongaba plena y grande, la trepidación, el elixir y la inteligencia del Universo, aunque los llevara como en una somnolencia inarticulada: precisamente así es como llevan los grandes artistas la Creación metida en las entrañas, indefinida, irrazonada, flotante como una gran molodía vaga y maravillosa. No era tan bestia como parecía. David tenía algo de inmenso sonámbulo, algo de magno y caótico; y la severa y amplia sublimidad de su interior inocente, se reflejaba, ya que no en discursos, sí en el chaparrón bondadoso de su risa, cayendo de su media libra de labios gordos y ro -jos. Ver al mismo David grande, pacífico, armonioso, fuerte, desbordante de bondad, ¿no era como ver el Universo? Atraía como atraen las montañas, porque son grandes y buenas. David, siendo de carne y hueso, era el símbolo de la Materia. Hasta su enorme poder procreador, hasta su amplio manantial erótico, fuente de multiplicación, río prolongador de la especie, ¿no hablaba de la vena eterna qué hace cadenas de especies, que dilata callares de seres? Así como Rubí era en Io4emenina, ensoñadora y delicada, la mitad de la vida, la Mujer, David era el Organismo Varonil. ¿Es ésta, pues, la novela sintética de la Materia? Sí; y por eso se titula santamente La Có pula. El alma turbia que no vea en mi intento algo alto y grande, digno do la vasta reproducción de los átomos en la vida universal, debe cerrar este libro, pues no se ha escrito para ella. Está escrito mirando al Sol y á Dios, que son las dos Fuentes do la Vida. VII Nuestro cíclope, siempre que en el gran comercio de Amberes donde servía, pasaba revista á las piedras de algún lote para examinarlas, al llegar á los rubíes y tener entre sus dedos el más encendido, puro y bello, lo miraba largamente, dulcemente, tristemente; y al sentir que quería asomar una lágrima á sus ojos, lo besaba y lo ponía á un lado. ¿Por qué? En el grandor tosco de David, donde todos los sentimientos iban revueltos, aquel asomo de lágrima quería decir que él había sido camarada de juegos de una niña delicadísima como la luz, á la cuál le había puesto el nombre de Rubí. ¡Oh, cuando hubiera crecido, él hubiera sido su padre, á la vez que su hermano, y á la vez que su esposo; un lío, un trozo de caos moral: David poseía el amor, así, todo el amor, y lo daba tal como lo tenía; y parecíale, que las clasificaciones en matices, eran sutilezas despreciables, cosas de desocupados, entretenimientos de los hombres que se ponen á partir un pelo en mil hebras. En su indisciplina de bestia generosa, así sentía el cariño. Y al recordar á Rosalía, la pequeña, la dulce, la tierna, la delicada, sentía dentro de sí todos los amores para ella, toda una familia metida dentro de un solo cuerpo grande y vigoroso. ¿Qué sería de su nena?... ¡Oh, si se hubiera quedado sola en el mundo y alguien intentara ofenderla, de un solo puñetazo!... El padre de la muñeca tenía el corazón roto. ¿Viviría? ¿Habría muerto? David hubiera esperado á Rubí á que se hiciese grande, para casarse con ella, pero ¡cómo iba la hija de un millonario, á casarse con él, pobre, feo, bestia y tres veces bestia! Además de que él tenía mucha más edad, aunque para el moro no habría nunca edades en eso de estar apto en todo momento para la generación. Acaso—pensaba—ella le hubiera aborrecido, al hacerse grande y ver que él, sin poder remediarlo, le había querido anticipar el conocimiento de la alegría del amor. No lo decía David así, pero lo sentía y padecía con la suposición de que su Rubí, su adoradísima Rubí, hubiera podido aborrecerle. La muchacha, pasados años de no verla, no se le había caído del corazón, y en él seguía jugando con el gigante. Sin familia á ninguno de los cuatro vientos, sentía David el deseo de calor suave, algo blando y tibio que contrastara con su rudeza, con su soledad, con su andar errabundo por la vida. ¡Oh su Rubí! ¡la de los ojos verdes como dos esmeraldas, como dos esmeraldas de Nueva Granada, limpias, jóvenes, rientes, luminosas! ¡O como dos esmeraldas egipcias, de las antiguas que se ven en algunos camafeos! Un rubí y dos esmeraldas eran simbólicamente para él, en la joyería, la figura ideal de la muchacha. Cuando no le veían, colocaba dos esmeraldas sobre un terciopelo obscuro, y un poco más abajo, entre las dos, un rubí chispeante y tentador, y quedábase un rato dejándose fascinar por la luz purísima de aquel proyecto de cara de Rosalía: las esmeraldas eran los ojos y el rubí la boca. Al cabo del rato de estar viendo aquel rostro original, le aplicaba su par de clavelo-nes rojos al rubí, y lo besaba; á los crista- Ies verdes, y los besaba también; después los colocaba en su sitio, pero el lugar que les había señalado era un óvalo del grandor de una cara, un aro de oro, dentro del cual distribuía las tres piedras queriéndoles dar dibujo de semblante. Y allí tenía encerrada á su Rosalía en una vitrina, allí tenía á su Rubí, fija, luminosa, viéndola con las dos pupilas verdes y con el rubí que parecía una llama tembladora. Había llegado poco á poco, día por día, á tomar á aquel triángulo precioso un cariño loco, enorme, el mismo que llegó á tomar á la muchacha hija del potentado árabe. Cuando estaba triste, lo contemplaba en silencio sin apartar la vista de la cara; y acaso con los ojos le contaba el cíclope su desventura: «¡Siempre adorando piedras; nunca á unos ojos que me correspondan! ¡Oh, tú eres mi novia; mi reina; te quiero; te recuerdo; te adoro; vuelvo á verte en esas tres piedras preciosas! ¡Qué será de ti!» Y quien parecía que, por su corpulencia, iría á lanzar detonaciones de truenos, destilaba Irente al rostro hecho con las tres piedras de luz, palabras todo dulzura, cariño todo gotas de miel. Y lo hacia así, porque David jamás saldría, como la gran Naturaleza, de su iníantilidad inocente. Otras veces, los días en que el elefante estaba alegre, corría al lado de la vitrina, y se movía, se balanceaba, dejándose caer ya sobre un pie, ya sobre el otro, haciendo retemblar el pavimento, los muros, los cristales. Entonces, dentro del óvalo de oro, Rubí, reschispeaba, reía, fulguraba de felicidad, lanzaba destellos de júbilo, arrojaba relámpagos de alegría. ¡Qué hermosa la contemplaba el moro!—Juguemos, juguemos—le decía—y columpiaba su estatura, se mecía como un navio, se balanceaba dentro de un ritmo amoroso y enloquecedor. A la trepidación de la tienda solitaria, mudo escenario de la rara escena de amor, Rubí adquiría, dentro del óvalo áureo, más expresión, más brillantez. Rutilaban sus ojos de un modo arrebatado, eran las dos esmeraldas dos trémolos de alegría; dos rizamientos de luz; dos incesantes temblores do amor. La boca, el rubí, reía, vibraba como una brasa sacudida, como una boca de candela, como un ascua latente, como una llama, como un deseo. Para David que era el resumen de la materia, allí tenía delante la materia más alta y preciosa, la que era síntesis del Universo, y encerrada en tres piedras que querían ser una cara, la cual le miraba como si le riera toda la Creación. David llegó á sugestionarse por la visión de aquel rostro hecho de tres preciosidades; llegó á creer en un idilio real, electivo, tangible. Desde aquel instante, el temblor de la vitrina fuó á más, cada vez á más, y ya era loco, arrebatado, vertiginoso. El rostro de la novia era una pura carcajada de luz; un puro rizo de alegría; una fascinación de temblores. Parecía parpadear, llamar, pedir caricias de bocas encendidas, pedir contacto de fuego, desposorio de labios. David acercó los suyos hechos incendio y empezó á sembrar de besos el cristal. Y el temblor seguía, seguía. Pero ya no era producido por los pies del cíclope; ahora era ya producido por sus dedos vertiginosos, que repicaban á triunfo en sus propios átomos materiales. Sobrecogido y suspirante por el desbordamiento de placer, rodó David al suelo en un inmenso espasmo. La cara de Rubí, dejó de temblar; y las esmeraldas miraron al órgano del moro en tierra, fijas, absorbentes y agrandadas por una loca dilatación pasional. VIII ¡Si tuviera David algún día que vender la cara de su Rubí!—había pensado infinitas veces. En cuantas ocasiones los joyeros de las grandes capitales habían pedido precio por aquellas tres piedras, que íue-ron elegidas entre millares de lotes, el moro marcó, como autorizado que estaba para hacer y deshacer, una cantidad tan fabulosa, que habían retrocedido todos los acaparadores. Y la cara de Rubí, seguía en el aro de oro inaccesible á los ambiciosos de todas las partes del mundo. Temía también David que el dueño del comercio, al ver tanto tiempo aquellas tres piedras magníficas sin vender, demandase la causa y tuviese que decirle las cantidades enormes que pedía á los que preguntaban. Además, David, que era la honradez hecha hombre, la virtud acrisolada y pura, empezaba á sentir estremecimientos de conciencia, dolor de su pecado, pesar al sentir el paso de la primera nube por su alma. Aquellas tres piedras eran un capital retenido, un tesoro productivo, sujeto por él sin que fuese suyo... Habría que vender la cara, deshacer el idilio, romper la égloga de amor. Si D. Ecequiel, aun tuviera comercio, á él procuraría venderle las tres piedras; seria como si el padre mismo comprara á su hija. David lo imaginaba así. Pero D. Ecequiel ya se había retirado del trato de lotes de pedrerías. ¿Qué hacer? porque más tiempo ya no debía conservar el rostro divino de su amor. A David, le pasó de repente por la imaginación, una idea terrible; la de robar á su novia; sí, la de llevar á cabo, sin que nadie lo supiera, el rapto de Rubí. ¿No era ya aquella cara suya? ¿No eran suyos los dos ojos de divino verde mar? ¿No era suya la boca de incitante y risueño carmín? En imagen, su novia eran las tres piedras preciosas; más que su novia, eran su ado-radísima esposa, puesto que á la vitrina iba el moro como al tálamo conyugal á arrancar á las cristalizaciones maripo-seos de alegría á la par que él mismo temblaba de amor. La vitrina era un tálamo, si; el tálamo—urna; el tálamo—fanal, digno de la delicadeza de Rubí. Aquello parecía la cama de un hada, el lecho de una ondina, el dormitorio acristalado de una sílfide. Con el tiempo, el moro obsesionado, había conseguido, sin dar que sospechar el idilio, dormir en el local de las vitrinas, con el pretesto, á la vez que con el leal propósito, de defender y guardar los tesoros, pero con la idea fija, taladrante, de dormir con su esposa, de adorarla, do rendirla los homenajes del amor, las dulces obligaciones del esposo. Una débil luz, que en el momento del acto conyugal apagaba David, alumbraba débilmente la habitación atestada de riquezas, en la cual estaba la vitrina, el lecho, el tálamo de Rosalía. Al quedarse solos el esposo colosal y la mujer compuesta de tres divinas piedras, el óvalo de oro donde destellaba el semblante simbólico, adquiría un brillo que parecía humano á los ojos de David; las esmeraldas guiñaban desde el camarín amoroso; todos los dependientes y duoños de la casa dormían; solo la novia velaba. Velaba y no cerraba nunca los ojos, no entornaba jamás los párpados cobijando, como en dos estuches, las dos retinas noctámbulas, las dos esmeraldas incitadoras. Allí estaba Rubí, como una desposada hidrópica de caricias. Ficción que desme-dulaba, que absorbía el jugo de los huesos, que volvía débiles las entrañas, que derrocaba venas de coloso, músculos de hércules, y tragaba y tragaba como una vorágine, como un embudo trágico. Y siempre abiertas é incitadoras las pupilas verde mar, y siempre llameante el rubí como una candela que jamás había podido saciarse. David se rendía en holocausto á los pies del ser riente, sin desfallecer un momento, sin sentir el menor asomo de cansacio, como la Naturaleza grande y prolííica que no cuenta las gotas de sus ríos, ni los raudales de sus veneros, ni las hebras de sus manantiales. Y el subyugado cíclope gozaba con aquel juego que nadie en la tierra podía presumir; y puso su imaginación á pensar, que podía robar los dos ojos verdes y sugestivos, y el rubí, abandonando después el establecimiento y llevándose lo que había constituido su novia ideal, su esposa imaginaria. ¿Se atrevería? ¿no hace cosas más locas el amor? ¿no mata? ¿no denigra? ¿Por qué él no había de robar su novia? Cogió la llave áurea de la vitrina, y abrió. Su mano se dirigió á las dos purísimas esmeraldas, que en aquel instante, á la hora crepuscular, brillaban como dos retinas llenas de un influjo desconocido... IX Mientras tanto ¿qué hacía, no la figurada y constituida por tres divinas piedras, sino la auténtica, la humana y preciosa Rubí? Daba á su padre, en pleno campo, una lección de nupcias vegetales. La inconsciente profesora de amor, había, desde pequeña, adivinado por intuición y visto por observación, la vida de las plantas en su momento pasional, é intercalaba su curiosa fantasía por entre los cálices abiertos, por entre las patas de las abejas, por entre los caparazones de los mariscos, por allí donde hubiese celebración de bodas naturales. Ella parecía un fluido inteligente, que conocía todo eso, y era la mitad humana que se abría con hambre de esponja á lo que estaba por venir á su organismo. No había ni asomo do falta de castidad en Rosalía, no había nada pervertido en su sensibilidad virgen; criada en lo natural y en lo solitario, no pudo degradar su alma con el refinamiento vicioso que solo dá la cultura de las ciudades. Dios mismo había puesto en ella aquel vehemente anhelo de complementación amorosa, y tendía á esa complementación como todas las'plantas tienden á la luz. Era un receptáculo primitivo, donde iban á resonar todos los besos del mundo. Especie de susceptible colódion, á su ser iban á grabarse todos los rumores pasionales de insectos y aguas, árbolesy bestias. La soledad y la observación, fueron sus maestras. Mejor dicho, su maestro fue ella misma parada ante la lección múltiple, poliforme y polifónica de todo. Su cuerpo sutil, alto y aéreo, parecía el de una inspirada visión, que sabía entremezclarse en todas las cosas, ramajes, riscos, fuentes, todo lo que tiene vida más sana y libre que la de los hombres. Creyó ver en cada flor, como á modo de una asociación, de un club de hojas que vivían dentro de un engranaje perfecto, á desemejanza de las sociedades de la tierra donde los seres se mordían unos á otros. Todo un río, era para Rubí un haz de unidades, de seres, de gotas, que marchaban de acuerdo, en vez de ir desgranadas como los hombres. Y de qne no habían perdido su individualidad las gotas, daba fó la mano de Rubí al meterse en el haz pasajero, y sacar y poner en alto un puñado del líquido; entonces, los seres del agua, las gotas, caían desgranados, sueltos, libres unos de otros, y al volver al haz materno, tornaba á sumarlos el amor. Para ella, los arquitectos verdaderos, eran los que llevaban la ciencia de la práctica en el instinto; todos los pájaros eran arquitectos de su propio hogar, en el cual trabajaban, á diferencia délos ricos de la tierra que no trabajan en los suyos; todas las avispas sabían instintivamente arquitectura, y todas las alimañas de la Naturaleza. Un día en que vino á las manos de Rosalía, no sé cómo, un trozo de panal antes de que hubiese sido lleno de miel, creyó morir de felicidad contemplando aquella perfección armoniosa de la vasija, viendo y considerando lo lógico delrecipisnte, filosofando sobre el ritmo sublime de las celdas y la disposición logarítmica de ellas, las cuales parecían, por lo armónicas, construidas al sonde una flauta. Aquel canon del panal, aquella matriz de la armonía, aquel modelo de la cadencia plástica, le hizo una impresión tal, que fue como una lumbrarada de sabiduría. Vió basados en aquella norma fabricada por las abejas, el iundamento du todo lo que es orden y cadencia, la lección de todo lo armónico, cuanto en la vida hay de justo, de equilibrado, de fundamental; y oyó su sentimiento, aplicando el oído al panal como en demanda de música, versos, óperas, orquestas... El panal filó para ella una Universidad. Las celdas, eran primero tálamo; después sitios en que no se hicieran daño los recien nacidos estando cada cual metido en su cuna; más tarde, huecos para ser llenados de miel dulcísima, que no otra cosa sino miel, sino almas de flores hechas gotas de oro, eran dignas de libar, á juicio de Rosalía, las abejas. Además, el panal le hablaba de matemáticas, de ingeniería, de tabla do proporción, de sermón de igualdad, de discurso de unidad, de oración de fraternidad, de casi todas las cosas de la vida. Pues así como Rubí sabía cual una inspirada doctora, de todo eso, sabía de amores vegetales, de uniones de estambres y pistilos, de celebraciones de matrimonios de bichos y plantas. Ante su padre, el cual había sabido hacerse riquísimo y que, no obstante, tenía el aproximado talento de un escarabajo, Rubí desplegaba, hacía rato, una lección inconsciente de amor natural, colocados padre é hija en el centro de un cenador en torno del cual había un canapé circular de piedra, y encima de él un amplio redondel de copas puestas boca abajo conteniendo toda una serie, toda una escala de insectos variadísimos. Era una especie de copóloga de la Natu-turaleza, una observadora, una analizadora que encerraba en jaulas de cristal, cigarras, mariposas, gusanos de luz, mil especies raras y sorprendentes. En grandes botellas de enorme vientre combo, tenía encerradas á las libélulas, con sus largas espirales de colores. Don Ezequiel, que jamás supo contrariar á su hija en nada, le servía de monigote, de espantajo de atención, y acababa por dormirse al son cristalino, y para él incomprensible, de la voz de Rosalía. Tenía Rubí una soberbia colección de lentes de cristales agrandatorios, de una potencia increíble. A veces ponía detrás de una lente un bicho aun no coleccionado por ella, y tal se presentaba de grande y horrible, que Rosalía daba un grito sin atreverse á alrontar de pronto la fealdad del recién traído. Pero así que iba perdiendo el miedo y le analizaba de Irente, y consideraba lo proporcionado de su coraza, la dimensión de sus vuelos, la fuerza de sus patas, la colocación de sus ojos, venía á comprender que en la Naturaleza no hay nada desarmónico y que todo organismo es una perfecta, una verdadera proporción. Desde el día mismo en que Rubí se hizo mujer, buscaba con la lente á los insectos los órganos reproductores, y metía, no un sólo insecto en cada copa, sino varios, hasta dar con dos complementos. A la sazón, dentro de una gran botella, tenía en celebración reproductora á dos libélulas de tan nunca imaginados colores, que no pudiendo ella ver en su fantasía, cómo habría de ser la primorosa libélula futura resultante de aquélla cópula, se lo preguntaba al padre, á ver si él podía imaginar la túnica venidera del insecto. —Déjame de tonterías, mujer; juega tú, juega tú sola; ¿no ves que me duermo? Y el juego de Rubí era sencillamente atravesar con el análisis instintivo, todos los teclados deseres minúsculos de la Creación, ver moverse en su entendimiento todas las series vivientes y entenderlas, penetrarlas hasta en su alcance más profundo. Dos clases de sabios hay en la tierra; los que van paso á paso á través de lo que enseñan los libros, y los que ven á grandes y recaladoras miradas por la vida, todo lo que hay que aprender; unos caminan con lentitud de caracol, otros á rápidas velocidades eléctricas. Rubí sabía á su edad, sin ella notarlo, más de alcance fundamental de las cosas, quesabíanhombres encanecidos delante de los lolios. Las columnas capitales del mundo, son escasísimas, de tal modo, que la vida se parece á una lira de muy pocas cuerdas, las cuales sabía ver y sentir Rosalía: toda la demás balumba inmensa de cosas del Universo, no son más que ramificaciones, variantes, y bifurcaciones de ese puñado de cuerdas. Como so había quedado dormido D. Eze-quiel, Rubí calló en medio de su amplio círculo de copas llenas de insectos, y se puso á mirar con una lente el divino fructificar de las libélulas dentro de la comba de cristal. Era estable el contacto; y exterior y físicamente, se parecía al encenderse de un largo cigarrillo en otro largo cigarrillo, quedando ambos prisioneros por las puntas. Una libélula descansaba sobre la otra, pecho con espalda, y las dilatadas extremidades se arqueaban, una hacia arriba y otra hacia abajo, al quedar fundidas en un solo insecto. El puente de enlace, á pesar de lo grande de la lente, no lo podía ver Rubí, pero él era el trasmisor do la raza, que engendraba en el troquel la especie bellísima y alada. Momentos de sagrado misterio eran para Rosalía aquellos en que ya no podía perderse una forma tan elegante de la Creación como era la de aquel insecto origina-lísimo: el polen se dilataba en el molde de la hembra, á modo de buril, y la forma preestablecida diseñábase microscópicamente en el sagrario materno. ¿Cómo sería la libélula venidera? ¿Negro era el padre y roja era la espiral que á modo de cinta hecha tirabuzón, le corría desde el pecho hasta el larguísimo extremo de la forma. La madre era como sacada de una turquesa y le corría como una espiral á lo largo del cuerpo, una cinta estrechísima de color de oro. • ¿Cómo, pues, sería la túmica del que vendría y que en lo futuro el sol había de pintar con su luz? ¿Roja con espiral de oro? ¿verde con espiral de añil? ¿carmín con espiral celeste? Rosalía quedaba absorbida por el interés absoluto que le producía una túnica futura de la indumentaria de la Naturaleza. Gustaba mucho de estudiar los colores de las alas; tenía abejorrucos, oropéndolas, jilgueros, muchos muestrarios de alas con escrituras vivas, con leyendas epilépticas, en que los trazos parecían contorsiones valientes. ¿Quién podría leer en aquellos libros, en aquellas páginas aéreas, en aquellos folios donde la pluma de Dios había trazado claves enigmáticas que jamás habían de poder deletrear los hombres? ¿Cuál será la a de las alas, cuál la e, cuál la i, cuál o, cuál la «? ¿Tendrían vocales los idiomas escritos en las plumas? ¿será cosa de que lo que canta cada pájaro fuese la página de música que tiene escrita en el plumaje? Estas y mil preguntas se hacia JRubí, mientras soñaba ante el misterio de las libélulas. ¿Qué clámide daría lo desconocido al insecto que en aquel instante era cincelado en santidad y en alegría, en goce prolongado y en idea de cadena futura? X No se vió jamás constructor más obstinado que Rosalía, en punto á edificar miles de veces, con el pensamiento, la figura del hombre que la hipnotizaba, la figura de David. Era su ocupación única, la de todo enamorado. Trazaba ella en su mente, el contorno, la línea general, y luego se fijaba en la cabeza para darle relieve con la fantasía. Y de la cabeza, construía la frente amplia, de varonil y adiosado entrecejo; los ojos grandes y claros llenos de ingenuidad; las mejillas carnosas entre las que se alargaba la airosa y aguileña nariz; después solo percibía su imaginación una zalea negrísima que era la barba colosal; y asomando por debajo del bigote tremendo, veía la media libra de labios curvos y rojos sonriendo con una benevolencia natural. A Rosalía que era lo femenino, le gustaba aquella testamagníficade Jefe de tribu sagrada. Después, construía la mujer el tórax, cerdoso como piel de jabalí, del cual sobresalían, anchas y fuertes, las tetillas bizarras. Gustaba Rubí diseñar las dos curvas de los hombros y el caer de los dos brazos del atleta, anchos, poderosos, acorazados del músculos y rebosando masculinidad. Luego venía el vientre, recogido, recio, firme, hasta cuya mitad subía un soberano embozo de rizos varoniles. Después de tener construido el torso, empezaba Rubí por los pies, y los hacía anchos, grandes, de dedos un poco asustadores por su magnitud; por encima de ellos, corría una red de venas de gran relieve, que, mentalmente, gustaba Rosalía de tocar y hundir con las yemas de los dedos. Luego agregaba los dos primeros tramos de piernas hercúleas como de figura decorativa de plaza pública. Las rodillas, eran dos curvas de fuerza, bajo cuya piel adivinábanse dos goznes de poder extraordinario. Los muslos eran dos fragmentos resistentes de columnas, sobre los que, sentado David, dejaba caer las manoscomo garras de león. Visto así de frente, quedábase horas enteras Rosalía, mirando al descendiente de Mahoma retrepado en su asiento y en éxtasis beatífico..... Un tumulto de glóbulos rojos corría entonces del corazón al cerebro de Rubí y lo golpeaba con martillo inclemente, autosu-gestionada por la visión que ella misma se construía para su martirio y para su gloria. Otras veces, su imaginación edificaba á David por la espalda; otras de perfil; y así vivía á solas con el fantasma mental del moro, construyéndolo y desbaratándolo Como tardaban en contestar de Ambe-res si se podría conseguir que volviera de nuevo el elefante á casa de D. Ezequiel, ella concibió la idea atrevidísima de tener anticipado ásu David. ¿No había en el jardín varias esculturas, unade las cuales representaba á Dionysos, al obeso Baco, con una corona de pámpanas de piedra? ¿Y no podía ella con sus propios dedos, tomando por modelo al dios de los racimos, amasar un gran montón de barro que se hiciera traer de la capital y arrancar de él la escultura de su atleta? Podría, ó á lo menos haría lo posible por intentarlo. Y con la rapidez de las ideas que engendra la pasión, las cuales brotan como culebrinas y accionan como centellas, dispuso Rubí que unos criados le trajesen barro á propósito, y otros le preparasen un estudio, y á los cuatro días de pensada la idea, que para la mujer fueron cuatro eternidades, hétenosla metida, no á Praxiteles, que cincelaba lo delicado; no á Myron que modelaba con preferencia los seres irracionales aunque su escultura más celebrada en los siglos modernos sea el Discóbolo ; no á Apolonio que trazó el robusto torso, del que en un tiempo llegó á estar enamorado Miguel Angel; ni á Fidias, el escultor ateniense que imaginó la procesión de las Pa-nateneas; Rubí quedó convertida en más, quedó metida á talladora de gigantes, á forjadora de esculturas fabulosas. Primero, mandó poner enmedio del estudio un plinto enorme, una gran base de granito, y durante el primer día de labor, amontonó con sus dedos largos como boquillas de ámbar, barro suficiente para los pies, que, á su modo, trató de darles forma real. Pero sudaba en la tarea, sin compasión; se llenaba de barro por todas partes; se le pegaban los dedos al material, y sostenía un trajín digno de su pasión. Al segundo día, puso sobre los dos pies los dos primeros tramos de piernas, y sólo Dios sabe el trabajo ímprobo, que costó á sus divinos dedos de soñadora, acumular barro para modelar los dos fragmentos de columnas. No se distinguía Rubí por el primor en la ejecución ni por la gracia y ligereza al tratar de dar á la piel la sensación ondulante y palpitadora de la vida. Ella iba, no á hacer primores, sino á adelantar, á subir pronto, á llegar cuanto antes á determinado sitio de la estatua. Todo gran artista del cincel, tiene preferente inclinación por modelar parte concreta de una escultura; unos prefieren la elegancia de los ropajes; otros el seno curvo y lleno de amor; otros la testa que guarda el relampaguear de las ideas. A Ruhí, yo no sé aun qué parto de la estatua haría con más detenimiento, con más éxtasis pasional, con más ímpetu creador, pero siendo ella la mitad más sensible de la humanidad, y siendo la es-tua el hombre, no es imposible adivinarlo. Aunque no le saliera bien modelado el atleta, aunque no cupiese entre sus brazos eí Farnesio de barro que intentaba construir, es absolutamente seguro, de una seguridad inconmovible, que la parte de estatua preferida por la mujer, saldría de sus manos ejecutada con tal precisión, con tal voluptuosidad, poniendo tal tibieza de amor en la piel, tal morbidez en las curvas, tal incitante y avasallador fluido humano en el trozo preferido, que ningún escultor del mundo lo sacaría mejor modelado. El tercer día, intentó Rubí agregar los muslos á la estatua, pero como ésta era sentada, el muslo se caía por falta de apo. yo; entonces concibió hacerla de pie, pero ni aun subida la mujer en el plinto, alcanzaba á trabajar y hubo necesidad de pedir una escalera doble, abrirla cerca del dios en construcción, y maniobrar desde los peldaños. El muslo derecho subió con sus apariencias de músculos que ella copiaba del Baco del jardín, cuya figura se veía cercana. Un día entero se llevó el tal fragmento. Al siguiente, abocetó Rosalía el otro muslo, bastante bien trabajado para quien bregaba á un tiempo con la ignorancia y con la falta de poder. Quedaron las dos piernas, como dos columnas esperando el día siguiente para ser unidas por la gran caja del cuerpo del gigante. Pero, cuando al amanecer, Rubí se puso á la labor, comprendió que era imposible, que no podía, que estaba ya medio muerta por la dura faena, que parecía ella misma una pella de barro de tanto como se echaba encima, que aquello era morir. Sentía agujetas en los brazos, en las piernas, en la cintura, en la espalda, en el cuello, en todas partes. Era preciso descansar. Se convenció de que los dioses no se crean de un soplo, de que los cíclopes necesitan para ser creados, de un andamiaje en derredor y de los milagrosos cinceles del genio. Descansó, pues, pero como á modo de juguete desenlazado de la escultura y para entretenerse, quiso ocuparse en remedar con el barro la parte misteriosa de la estatua. El instinto artístico le acompañó mas eficazmente en la estructura de aquel trabajo fragmentario. ¿Cuál era? ¿un dedo? no; ¿una mano? no; ¿una oreja? no; ¿la nariz? ¿la boca? ¿la frente? no, no, no.......................... XI La mano de David, una vez abierta la vitrina para robar las esmeraldas, retrocedió . El primer robo que iba á cometer en su vida, le aterrorizó, le heló la sangre. Aunque era aquel un hurto simbólico, la boca de la novia valía un Potosí, y los dos ojos claros y verdes, no los habían visto más hermosos las minas del Perú. ' Si el encandilado árabe hubiera podido desposeer á las tres piedras de su valor intrínseco, de la cantidad positiva que representaban y dejarles solo el mérito de la belleza, no le hubiese temblado el corazón al dirigirse á la vitrina. Y ¿por qué aquellas cristalizaciones tenían en la vida un precio, un tipo humillante de valor, una tarifa innoble, que era como una ofensa á la hermosura? ¡Qué modo de someter al rasero social, aquellos tres milagros, aquellas tres lágrimas, aquellas tres risas cristalizadas del corazón de la tierra! ¿Es posible que los hombres sean tan bajos, que hasta de la sublimidad del cristal divino, hagan comercio, compra y venta, cosa cotizable, artículo de mercadería? Lo mismo és salir del seno sagrado un sublime pedazo de luz sólida, que decir los hombres profanos: esto vale tanto? Y no había remedio, el estigma no podía ser arrancado por David á las piedras: de llevárselas sería un vulgarísimo ladrón. ¡Ladrón éll ¡ladrón el hombre más honrado que habían conocido los grandes joyeros del mundo, y al cual le habían confiado cantidades altísimas, capitates enormes, que estaban más seguros en sus manos que dentro del hierro de las cajas de caudales! Pero no había duda. Ladrón y muy ladrón sería si raptaba á su novia, á su amor, á la cara hecha de tres puntos que eran para él la felicidad. De ser el novio rico, compraría á su desposada, daría su valer positivo por tener su valor de belleza. Varios días anduvo David confuso y entregado á las más serias cavilaciones, sobre si hurtaría el óvalo de oro que encerraba su pasión. No hay cosa más fácil que quedar una persona sugestionada por alguna idea, sea religiosa, sea pasional, en holocausto de un ídolo, Increíble parece que los hombres hayan adorado con fó ciega, á una tan horrible serie de monstruosidades, enanos, gigantes, seres de dos cabezas, pedazos de troncos, amuletos, filtros, lagartos, huesos pavorosos, echadoras de cartas, «saludadores», todo un mundo de absurdos imposibles, con el cual se podría decorar profusamente un templo universal levantado á la barbarie. El ídolo que hizo un fascinado de David, fué el óvalo áureo con los tres puntos milagrosos, aquella cara de la cual no podía desenredar sus retinas. Do poseer el ser extraño y mineral en una casa propia, David le hubiera tenido velas encendidas como á una Virgen, le hubiese rendido el tributo de terciopelos, y bordados, y exvotos. Tan desconcertado llegó á estar el hijo de Mahoma, que notó sus incoherencias el dueño de la joyería, y se puso á la pista de lo que así pudiera traer á su dependiente. Con cautela, usando discreto espionaje, acechándolo, no perdiendo de vista sus mo-movimientos, el principal lo había sometido á un examen no visto. Una noche, después de que se habían acostado todos las personas de la joyería, el dueño quedóse vigilando y al acecho del dormir tranquilo ó desasosegado de David. Por el ángulo de cristales de una vitrina cercana á una puerta, el dueño expiaba en aquellas horas retraídas, á su dependiente. Este, después que estuvo meditabundo y como petrificado, púsose de pie, se extrajo de un bolsillo una llave pequeña y se dirigió á la vitrina que encerraba sus amores. Abrió. El principal sintió que se dilataba todo su ser de asombro, al ver aquel comienzo de hurto, ó de cosa fuera de todo lo normal: los ojos del expía se cargaron de esa electricidad insólita, de ese fulgor que va escondido en nuestras retinas sin saberse cómo y que en los momentos culminantes de la vida, en los instantes de ira, ó de espanto, ó de asombro, llenan de fosforescencias desconocidas el cristal extrahuma-no de la visión. Dilatadas las retinas, miró el dueño, y se dejó atar, absorber, por aquel acto que empezó á realizar el enamorado. Este miró en éxtasis el óvalo áureo que encerraba el triángulo precioso y juntó las manos pasionalmente, enlazando los dedos como para decir una oración de amor: así permaneció unos instantes; después, matió la cabeza dentro de la vitrina y dió un beso sobre cada una de las piedras, un beso largo, tierno, tibio... —Seguramente,—pensó asombrado el dueño—David se ha vuelto loco. ¿Aqué besar aquellas esmeraldas y aquel rubí con tan claros síntomas do pasión amorosa? ¿Qué significaba aquello? ¿en qué iría á parar una escena que de tan extraño modo empezaba? Alargó el principal la cabeza para cerciorarse de lo que veía y observó, en electo, que el moro volvía á hincar los labios en aquel joyero del óvalo, y que así permaneció en un nuevo éxtasis. No había duda. David estaba demente. Había que sorprenderle, que preguntarle, que interrogarle sobre aquel acto extraño, para que por lo repentino do la embestida, no tuviese tiempo de disfrazar su pensamiento, y hablara, se delatara, dijese la verdad. Iba ya el dueño á arrojarse sobre el alucinado, cuando éste separó los labios temblorosos de! rubí, metió la mano en la vitrina y sacó el aro con las tres piedras preciosas. El principal se detuvo para ver el nuevo giro de la escena. Un temblor como de espanto, como de reo, sobrecogió al fanatizado antes de echar mano al triángulo cristalino con el cual había de quedarse para siempre. Rezó á modo de un balbuceo en su lengua árabe, se santiguó también, diseñando sobre su rostro la Cruz, cual si se encomendara á dos distintos dioses, y con dedos temblorosos, apresurados, epilépticos, arrancó del óvalo las tres piedras é hizo movimiento de guardárselas en lo más profundo del pecho. Un brinco de tigre dió el tunoso principal al ver que le robaban; lanzó un grito que aturdió, que sobrecogió de espanto á David, y le agarró las manos con fuerza increíble, gritando: ¡ladrones; ladrones; que me rolan! La hora, lo intempestivo y lo recio del grito, la embestida estupenda de aquel hombre que salía de las sombras, el oírse llamar ladrón, lo intenso y dramático del momento, arrollaron, aturdieron de tal modo al desgraciado David, que cayó rodando al suelo abriendo la mano y soltando las tres piedras divinas, diciendo antes de quedar sin sentido: «No son robadas; son mi Rosalía; mi Rosalía.» —¿Su Rosalía?... ¿Qué es ésto? ¿Es loco? ¿Es ladrón? ¡Eh, gentes, luces; venid!, gritó heroicamente el dueño; y se pobló la tienda de personas. David o terró á todos, tendido en el suelo, solemne, grande, rígido y blanco como el cadáver de un dios tallado en mármol admirable. XII En verdad que daba una misericordia infinita ver con la frente echada contra la reja de la cárcel, llorando y llorando en silencio, al culpado David, cuyos ojos se habían retirado al fondo de sus órbitas y miraban con una desolación de Olimpo desgajado. Lloraba y lloraba el moro, sin saber defenderse, sin saber demostrar que él no era un ladrón de tres piedras que valían un caudal, sino el raptor de una mujer ideal, de un sér misterioso, de una novia de luz, de una prometida divinizada. Ni lo sabía decir, ni el pudor ni la vergüenza de estar enamorado de tres piedras preciosas, le hubiesen permitido descubrir lo recóndito de su corazón á las gentes. Pretería el castigo impuesto, la pena inmerecida, á sacar á relucir á su Rubí en aquel proceso por robo, en aquella deshonra pública del hombre más honrado que pisó la tierra de las almas. Por todas lasjoyerías de Amberes corrió la noticia más veloz que si la transmitiera la electricidad, de que el gigantón, el mora-zo noblote que todos amaban y conocían como la propia virtud, había intentado un hurto en casa de su principal. Al pronto, no lo creían; era imposible que aquel perrazo enorme, hubiese caído en semejante infidelidad; después, cuando supieron que se le seguía una causa por hurto, no tuvieron más remedio que persuadirse; así y todo, no habia quien no consagrara una frase de piedad á quien, tuvo en sus manos tan fabulosos capitales ágenos sin que jamás sus dedos se hubiesen mancillado. Y todas las apariencias le condenaban. Aunque, además, él hubiese descubierto la causa pudorosa y oculta de su extravío, nadie lehubiese dado crédito, porque como la humanidad vive de apariencias, de millones y millones de mascarillas sociales, ni una sola persona hubiera escuchado, sin reirse, que dentro de un atleta tan tosco, pudiera ocultarse el más original y deslumbrante idilio que fraguó novelista ó poeta alguno en el momento más divino. Nadie, nadie creería que dentro del cíclope, se ocultaba aquella pasión bellísima, digna de ser transmitida por el buril á inmortales páginas de mármol. Fueron á visitarle muchos compañeros, y al ver que tenían para él un recuerdo, una frase de amor, lloraba y lloraba en silencio sin acertar siquiera á agradecer con palabras las pruebas de amistad. El león había perdido la grandeza del bosque, el aspecto solemne de la selva; su melena caía despeinada como una colgadura fúnebre; sus zarpas yacían lacias; sus ojos extraviados; su actitud había perdido la amplitud y la alta serenidad de escultura olímpica. El dueño, para que todo el que quisiera pudiese verlas, había expuesto en la vitrina más profana de la tienda y dentro del mismo aro de oro, las tres piedras preciosas; y sobre cada una colocó una tarjeta breve con el precio del trozo de mineral, exagerando la tasa de la piedra, para que se viese el capital enorme que el encarcelado intentó robar la noche famosa del acecho. ¡Santo Dios! si hubiera visto David aquel injusto ensañamiento de su amo, no lo hubiera sentido tanto como el contemplar las cifras profanadoras, las cantidades en francos, que el tendero había puesto á los dos ojos y á la boca de Rosalía. ¡Su Rubí catalogada, su Rubí expuesta á la venta denigrante!; ¡ella como una mujer pública, con el rótulo mancillador de lo que costaba! De haber visto David semejante profanación, se hubiese revivido de súbito, hubiera sacado de sí tuerzas de león, hubiera sacudido su robusta melena, y ebrio de cólera, hubiera despedazado al innoble vendedor que lo había puesto tasa impura á la Rubí de sus entrañas. Entonces hubiera vuelto á robar las tres preciosidades, pues no ya con temor y recatándose, sino heroicamente, bizarramente, como quien saca arrebatado entre sus brazos una mujer de una casa indigna. La maledicencia, cualidad que solo tienen el honor de poseer los hombres, corrió por todas las joyerías de Amberes, á modo de un responso que se echa sobre un ser honrado. Es el entierro de un hombre en vida. En esta clase infame de defunciones, unas llevan la manga parroquial, otros el pendón, cuáles los cirios, éstos el hisopo, y la humanidad canta al hombre mancillado, el responso canallesco, el Tequies cal in pace de la maldad. Los mismos que trataban de animar á David en la prisión, diciéndole frases de consuelo, al salir al aire libre y hablar con otros compañeros, deslizaban la frase venenosa, que no les era posible contener, la palabra de arsénico, la gota de ácido prúsico. Y allí quedó detrás délos hierros David, tan enterrado, en cuanto hombre de honor, como si lo hubieran metido enunasepultu-ra de una profundidad de diez kilómetros. La humanidad se retiró satisfecha, después de entonar su gori gori. Son funerales inventados en los grandes centros de civilización, en los centros que llaman maravillosos focos de cultura. XIII No hay que decir si sería severa la carta que el principal de David puso al padre de Rosalía, contestándole acerca del paradero del desgraciado David. Porque una de las personas de Amberes á quien pidió noticias D, Ezequiel., fué al irritado principal del encarcelado moro. «Nunca lo hubiera pensado—decía entre otras cosas la carta;—nunca hubiese podido imaginar que un hombre de una virtud tan probada, pudiera meter, como estafador, las manos dentro de una vitrina. Yo mismo lo vi,—proseguía—porque me puse á espiar al desgraciado. Besó primero con besos largos las dos esmeraldas y el rubí que trataba de robar y que tenía dentro de un óvalo de oro, como si luese una cara. Una cara debía, en efecto, parecerle al bribón el óvalo de oro con las tres piedras, porque los besos eran largos, de los que no acaban nunca. Después sacó los tres minerales, é intentó escondérselos en el pecho, pero yo, de un brinco, lo pillé antes de que se guardara el tesoro. Se horrorizó de espanto, balbuceó palabras confusas como las de todo ladrón sorprendido, y cayó á tierra diciendo: No eran robadas, no eran robadas; son mi Rosalía. Y agregaba el rico joyero de Amberes: ¿Qué Rosalía será esa? En la cárcel está, amigo D. Ezequiel, y en ella pagará, bien pagado, su intento de estafarme, valido de la confianza que en él puse. Ya sabe usted, pues, como me lo pregunta, qué es de David el antiguo dependiente de usted. Los que tenemos capital que perder, debemos llevar adelante, para escarmiento, estos castigos, sin la menor misericordia. Ahí va también un retrato del preso, que he mandado sacar, para darlo á la pública vergüenza. Consérvese usted bueno y mande á su afectísimo amigo y seguro servidor q. b. s. m., Dimas lzcariote.■» -^Lee, exclamó después de repasar la carta el padre de Rubí, y entregó á ésta la epístola. Lee y verás la vuelta que ha dado mi antiguo dependiente á quien decías que volviéramos á meter en esta casa. Gracias áque lo cogieron con las manos en el robo. —¿En el robo? interrumpió asombrada Rosalía. ¿A ver? Y leyó, atónita la carta. Como un enamorado ve más que todas las personas sensatas, y como, por otra parte, ella había sido nombrada por su antiguo elefante antes de caer en tierra, Rosalía recaló con su sensibilidad maravillosa y con su intuición sublime algo que no se podía explicar pero que era la clave do aquel enigma. «Un óvalo de oro, pensaba Rosalía, como la circunferencia de una cara, y dentro de eso óvalo, dos esmeraldas y un rubí, que besó David antes de decidirse al hurto! ¡Dos esmeraldas que besaba!... Rosalía sintió como la remotísima presión tibia y dulce de unos labios en sus ojos. «Pues, qué,¿noeran sus ojos verdes? ¿no parecían dos clarísimas esmeraldas? Además, dentre del óvalo de oro había también un rubí, y un rubí puede parecer una boca de fuego, y David besaba también el rubí»... Nada, algo tenían que ver con sus ojos verdes y con su boca encendida, las tres piedras preciosas del aro misterioso. Al acabar de reflexionar y de analizar la carta, tropezó Rosalía con la nota en que el de Amberes decía que mandaba el retrato del preso. ¿El retrato? preguntó Rubí con ansiedad infinita ¿dónde esta? ¿A ver? —Aquí, míralo, contestó alargándoselo el padre. Rosalía lo cogió, y con tal vehemencia le clavó los ojos, que deslumbrada por su propia luz interior, casi veía nada. Pronto apareció clara y precisa la imagen fotografiada del hombre, con su gran nariz aguileña, sus barbas como una enorme catarata de ébano, su frente gi*andiosa que le hacía noble y magnífico, y sus labios redondos y sensuales que ahora permanecían sin aquella risa magnánima que parecía el generoso manantial de la salud. La mirada era triste y la cabeza mostrábase inclinada como si no pudiera soportar el dolor. Estaba hecha la fotograba del moro, tomando á éste tras la reja de la cárcel, ¡y qué más pública deshonra ni qué más pregón de desprestigio, que aque-líos barrotes ele hierro detrás de los cuales aparecía la figura del preso! Rosalía sintió, al verlo, una pena tan viva, que le hizo arrojar un grito de indignación. No era culpablela cara de aquel hombre; no era la de un ladrón; conservaba su serenidad sublime, aunque ajada y pensativa. No, no era culpable David; se lo decía el corazón, se lo decía un misterio oculto, un presentimiento vago. Se llevó á los labios el retrato y lo besó con el espíritu y con la materia, con todo su ser hecho una hoguera de pasión y piedad. —No hay duda, este hombre no es culpable; lo dicen su cara, sus ojos, su tristeza. ¿Sabes lo que me figuro? —¿Qué? —Que como me quería tanto el pobre, acaso las esmeraldas le recordarían mis ojos que son verdes, y el rubí le recordaría mi boca; y como es tan inocente, haría con esas tres piedras y el óvalo de oro, lo que acaso hubiera hecho con mi cara. —¡Vaya usted á saber! —Nada, es eso, es eso; él no me ha olvidado, él se acuerda de mí; ¿no dice la carta que al caer me nombró, me recordó y dijo es mi Rosaliat No puede estar más claro; eso es, sí; eso es. Con una vehemencia abrasadora hizo Rosalía á su padre escribir á Amberes y mandar dinero, mucho dinero, un río de dinero, para que libertasen á David, le comprasen y Je diesen las tres piedras preciosas y le hicieran ponei'se en camino de España. Y como el dinero allana los montes y compra absolutamente todas las conciencias del mundo, David íuó puesto en libertad, le entregaron las tres cristalizaciones y emprendió el camino que conducía al lado de su antigua Rubí. XIV Pero no había de ver su vuelta D. Eze~ quiel.Estaba ya próximo á llegar el portador de los tres minerales, solo faltaban días, horas acaso, momentos quizás, para su arribo, cuando una mañana, dobló el cuello el padre de Rosalía y expiró como si se quedará dormido. Dormido para no despertar. Era el primer inmenso dolor que recibía aquella hija suya, la cual venía á ser como el fecundo compendio de la vida. Cuando Don Ezequiel, cumplida su misión de reencarnarse y do crear á Rosalía y de dejar una mujer más en el mundo, quedó tendido entre una cruz de blandones, Rubí pensó morir de espanto y de dolor. Trajeron la caja lúnebre con un crucifijo encima, hecho al relieve, y al intentar los servidores de la casa encerrar en el ataúd la forma desechada por el torrente de la vida, Rosalía se opuso porque no poclía resistir la aterradora impresión de ver á su padre entre las tablas que habían de llevárselo á la tierra. Se puso, pues, la caja en un corredor apartado donde no pudiera verla Rubí, en un corredor que daba á los campos infinitos, al cielo abierto, á la luz torrencial de Mayo que bajaba do las fuentes del Sol. Era un contraste enorme el que hacía aquella cápsula de la muerte, aquella vasija eterna, con la explosión universal de alegría que todo lo llenaba de esplendor. De pronto, cayendo de lo azul entre una atronadora vibración de alas, paróse encima del ataúd una palpitante bandada de palomas. Picotearon los granos esparcidos en el corredor, saltaron, se tejieron, se arrullaron con arrastramientos de alas bizarros y engallamientos gentiles, y parecían titilar de vida, cubriendo y rodeando la caja mortuoria. Sobre ella se destacó un palomo en celo, vestido con una túnica como un prisma milagroso, y empezó á recorrerla de punta á punta reclamando el amor de su hembra; el vacío de la muerte hecho por el ataúd, sonaba bruscamente, al estampar el palomo sus patitas como dos timbres en forma de estrellas. Arrastró la cola con jacarandosa arrogancia, sacó rumbosamente la pechuga dándose tonos de semidiós, y esperó un momento á que viniese sobre la caja la hembra enardecida. Esta montó sobre el cabezal del ataúd: era blanca, puesta de mantilla, regordeta, engallada y con algunas breves plumas en los tobillos. Se quedó quieta en un compás de espera de* coquetería; el macho recorrió incitador y petulante todo el ataúd luciendo sus irisaciones y su túnica deslumbradora; arrulló de nuevo con roncas notas de fuego, y á su vez esperó. La hemora avanzó sojuzgada, electrizada, sometida á una fascinación amorosa. Alzó entonces el palomo su cuerpo un punto en el aire, agitólos colores de las alas como si agitase dos manchadas paletas de pintor, y se posó sobre la novia blanca; hubo un temblor de cuerpos y de plumas, un trémulo calco de las dos aves, un picotazo sujetador del macho á la hembra á modo do broche momentáneo, y se consumó la sagrada transmisión de la especie. Ya seguiría habiendo palomas en lo futuro, debidas á la inmortalidad divina de un segundo. Unos gorriones cayeron también bruscamente del alero del corredor como pihuelos gimnastas, y la bandada do palomas se abrió, se elevó á lo azul y produjo con las alas el ruido de una ovación teatral. Los gorriones advenedizos, picotearon algún grano perdido y en su dialecto algo humano y compuesto de voces charranes-cas, se dijeron cosas de amor, porque Mayo lo ordenaba. Menos derrochadores de gentilezas y de mimosidades que las palomas, se calcaron en una rápida voltereta que recordó una ágil evolución de circo. Ya habría también en lo sucesivo gorriones locos, gorriones malignos y truhanescos como pihuelos de capital. De un árbol que subía del suelo á meter una de sus ramas en el corredor, empezaron á descender colgados desús hilos como las arañas, un verdadero fleco de orugas, un haz de hebras que se balanceaban con la brisa y de las puntas de las cuales pendían en aguacero los gusanos. Aquel especie de aéreo mantón de Manila, se alargó y se alargó, hasta que dió, parte en el suelo de la galería, y parte sobre la cápsula mortuoria. Comenzaron los gusanitos á andar con replegamientosy desplegamientos de acordeón, hasta que fueron buscándose y untándose por la atracción ciega del amor. Y como un corro de niños que se agarran de las manos, ó una cadena que se yuxtapone á sí misma una sucesión de eslabones, se soldaron las orugas en una cuerda viviente llena de velludas íalanjes. ¿Era aquello troquelación de seres futuros? ¿Era untar el molde de polen transmisor? Mayo decía que aquel desposorio de unidades que se seguían, era el sagrado acto de llenar la turquesa de vidas venideras. ¡Y el ataúd era el tálamo de tanto organismo por venir, era la cama poli-creadora, el seno nupcial de la vida que no para! Y es tan imposible de retener el curso de la vida, que en ella nada hay muerto, por que ni es muerte la muerte misma. Véase si no, cómo un rayo de sol, una hebra azulada de luz, entrando por un resquicio de una ventana, iba á dar en el semblante del muerto y calentaba la inerte materia participándole el recado de transformarse, de vivir en otras evoluciones. El redondo lunar de sol que iba á dar sobre la boca muerta, sobre los ojos muertos, era el beso de la resurrección, el beso transfigurador, beso de Pascua, beso-metamórfosis, que obligaba á la materia del cadáver, á revolverse, á reaccionarse, á distribuirse en nuevas vidas, en gusanos, en vegetales, en insectos, en nuevos ramales de actividad. Decía el redondel de sol al pasar sobre los labios como un pincel untado de inmortalidad: «Ya no besaréis, ya no hablaréis emocionados, pero seréis claveles futuros, rosas venideras». Decía á los ojos cubiertos por los sudarios de los párpados. «Ya no miraréis, ya no os regaréis de cielo, ya no temblaréis con vuestras pupilas incendiadas de luz; pero seréis hoja de vegetal, temblor de agua cristalina, vidrio de piedra preciosa». A las manos, decía el beso: «Ya no os agitaréis, ya no os enredaréis para suplicar ó para rezar; pero seréis planta trepadora, rosal escalador, enredadera vestida por regueros de campanillas». Y así la luz de la fuente eterna, el enviado de oro, la hebra de sol, la escala tras-misora, el luminoso portador del mandato, iba avisando á cada órgano del muerto, á á cada miembro paralizado, á cada viscera dormida, la orden suprema de vivir, de andar, de enlazarse, hechos vidas diversas, al ritmo inmenso de la Creación. Las manchas de las manos del muerto, do sus ojos, de sus oidos, de sus labios, tomaban el color de la obediencia, el color morado del lirio; se podrían, se envolu-cionaban; ya andaban rebullendo miles do vida nuevas bajo la téz con un hambre voraz de vivir: las cales del cuerpo, ol hierro, el fósforo, toda la química humana, se abría, se ramificaba como las varillas en dispersión de un abanico. Fuera, mientras, entre el torrente luminoso del sol que descendía como un dorado Niágara do los cielos, corrió atolondrada, ingrávida, una pareja de mariposas sin juicio, ¡sin juicio, por eso tan bellas, que el cerebro es un grajo repugnante, y la fantasía es la hermosura! Bajó la pareja do mariposas persiguiéndose á la misma distancia, ni más cerca ni más lejos, como extremos de una pesa de gimnasio alada: los dos insectos, el doble temblor de vida, las dos luces atadas por el amor, los dos pétalos vivos abrochados por un hilo de sol, revolotearon siguiéndose, mordiéndose, casi pisándose las alas, y vinieron á rodar sobre el ataúd; allí, sobre los labios mismos del Cristo hecho en relieve, las dos mariposas se fundieron en un rapidísimo y gozoso temblor de átomos: los labios del Cristo, parecieron besar la divina cópula de luz. Ya habría mariposas por los siglos de los siglos. XV De noche, entro las pausas de un velatorio de Mayo, estallante de vida, en el corredor que daba al campo, una pareja de gusanos de luz cayó del ramaje de un ma-cetón sobre el ataúd que aun aguardaba vacío. Replegándose y desrizándose, y replegándose y desrizándose, los dos gusanos, llevando su luz, no á cuestas, sino algo más abajo del corazón, empezaron, buscándose uno á otro, á trazar un geroglífico de líneas fosfóricas sobre la cápsula mortuoria, como un originalísimo laberinto del amor. La geometría de los dos minúsculos seres, la red, el plan de mutua persecución, caía sobre el ataúd como una combinación prodigiosa. Se acercaron lentamente los divinos reptiles envueltos en sus túnicas luminosas, y acaeo por la atracción inmensa de la mirada de Cristo, fueron á posarse, como las mariposas, sobre los ojos del Maestro; y al celebrar sobre ellos sus nupcias amorosas, Jesús pareció tener por retinas inmor -tales dos misteriosos gusanos de luz... De pronto, la gente que en el velatorio rumiaba sus recuerdos, se alborotó con algo extraordinario. Fue la llegada de un hombre, que, sabedor de la tremenda desgracia de Rubí, se abría paso tumultuosamente entre la concurrencia. Era alto, tremendo, la barba torrencial. Era David. Su presencia, pareció á los normales hombres del velatorio, una aparición. Pero al oirlo hablar, aunque todavía un poco extrañados de lo escepcio-nal del grandor, volvieron á la realidad. Dijeron á David, que Rubí descansaba; tal vez dormía. Remiso el moro por no saber qué resolución tomar, esperó á un lado. ¡Si él pudiera entrar sin ser visto, velar el sueño de Rosalía, y mostrarle su esperada presencia al despertar! Removióse en el asiento como una montaña, saeteado por los aborbotonados impulsos del corazón; enterró sus dedos en el río sagrado de sus barbas augustas, y aun esperó unos instantes. A nadie conocía, ni nadie le conocía en aquellos altos montes andaluces cercanos al mar, donde se hallaba, y á donde le condujo un guía práctico en el terreno. Pasada por completo la extrañeza de los asistentes, el peso de la noche gravitó enorme, y cada cual íué doblándose como sauce melancólico. Las horas pesaban como el oro y como el mercurio. Al cabo hallóse él sólo despierto entre un cañaveral de cuerpos truncados. Intentó incorporarse sin ser notado, y lo hizo; no oía más que el chisporroteo de los cirios en la habitación inmediata. Se dirigió hacia ella. Entró con el corazón porraceándole como un mazo de yunque, y vió entre la cruz de blandones á su principal lleno de moradas estrías de lirio y de ráfagas pajizas con el cadavérico color de cera virgen. Al contemplar aquel espectro, aquella íorma escuálida, aquella espiritualizada pavesa que parecía sonreír á una vida remota, un hondo sentimiento de piedad extremeció á David las entrañas y le hizo agolpar el llanto á los ojos. Primero fué D. Ezequiel su bienhechor, quien depositó en él su confianza, quien le dió las llaves de sus arcas y le entregó fortuna y honra. Ahora, lo acababa de librar do los hierros de la cárcel, donde sus huesos se deshacían de pena, y le hacía venir desde tierras lejanas y le devolvía la libertad. Y encontraba á su dios muerto, tendido en la postura eterna, poseído del silencio no interrumpido, abrochados los labios por l i mudez enigmática. Inclinó David su soberana cabeza olímpica, postróse de rodillas, y dejando caer los fragores de su barba apostólica sobre el pecho exánime, besó en la frente muerta. El frío trasmitiósele á los huesos tremantes, como una evidencia definitiva del no ser de su amigo y señor. Lloró David de rodillas su llanto de hombre agradecido, entrecortada la garganta, comvulsos los labios, deshecho en un río de amor y de humildad. A los trenos de dolor que iban creciendo, despertó alguien en cercana habitación, y vino. Era Rubí. Un grifo penetrantísimo dado con todas las fibras del cuerpo y del alma, arrojó, como una valiente catapulta, la mujer, al dar de bruces, al chocar, al rebotar sus ojos contra la arrogante llgura de David. El levantóse magnífico en su desconsuelo, abrió los brazos con una excelsitud suprema, y Rubí se lanzó, se arrojó y emboscó entre ellos. ¡Era el inmenso abrazo de la vida sobre la seca crisálida de la muerte! El coloso la levantó en alto como á un niño á quien se coje con los brazos en forma de cuna, y le puso sobre la boca el peso de sus labios como dos ciavelones tremendos: besó muchas veces, mejor será decir que porraceó con los dos gruesos bordes de bermellón pasional y encendido, y en el vaivén que describía al besarla, la barba, digna de ser cantada por un órgano de templo, paseó sus aglomeraciones de ondas, sus acumulamientos de raudales, sobre la cara transfigurada de Rubí. No había palabras; solo besos, mezcla de lágrimas y de llamaradas y de músculos extremecidos; balbuceos como chorros de almas; relámpagos de frases; oleajes dellanto que tenía tantas gotas del cielo como de la tierra. Rubí, un poco perdido el conocimiento entre la emoción terrible de la muerte y la exaltación torrencial de la vida, se sintió como agarrada al borde de un abismo por una mano poderosa que tiró de ella, que la libró de rodar; y al hundir la cara entre el Niágara de cabellos varoniles y sentirse apretada contra el calor de un pecho enorme, aspiró algo así como un río de vigor, como un tónico gigantesco, un complemento que llegaba á su sor y la envolvía en un torbellino de fuerza. El aspiró suavidades inefables, blanduras delicadas, ternuras que recalaban los huesos, efluvios femeninos, heno espiritual, aroma, luz, misterio..... Las dos mitades humanas se encontraban al fin, y se juntaban sobre el muerto, como dos lenguas de llamas sobre un puñado de cenizas. XVI Aterrorizada Rosalía por el vacío pavoroso que deja la extinción de una persona, se amparó en el corazón de David como detrás de un gran escudo de carne. El verse sola en la vida, absolutamente sola, la precipitó á su casamiento con aquel hombre, que desde niña llevaba estampado en todos los repliegues de su alma. Arreglados los documentos, levantaron el vuelo para celebrar el idilio de amor lejos, en comarca para ellos desconocida. En la estúpida vida ordinaria y entre gentes amigas, aquel acto parecería la estrafalaria boda de la mujer acaudalada con el esclavo pobre, poro iuera de aquel imbécil recetario del vivir de cada día, semejante unión era el gran himno humano de la materia, el encuentro sublime de la fecundidad. Y fué en Granada donde terminó el viaje de novios de los recién casados, él absorto, aturdido, medio sonámbulo de tanta felicidad; ella, con los huesos temblando de pasión y la frente desbordada do alegría. Fueron á un carmen árabe, de antemano adquirido y alhajado con lujo oriental. Junio entraba por los ajimeces del palacio todos’ sus incendios de luces, todos los haces de sus matices, todos los píos de sus pájaros, músicas de la Alham-bra, serenatas del río, y los rosales escaladores brazados de rosas que subían por los muros y los metían dentro de las salas. Con sus alicatados deslumbradores, con sus aguaceros de tintas enloquecedoras, con el deshojamiento de rosas intensas, de claveles de fuego, de oros titilantes, de azúres tembladores, de carmines activos y de bermellones alarmantes que la decoración árabe había colgado de las paredes como un milagro cegador, el palacio parecía un estallante incendio. Los decoradores granadinos, en los cuales aun persisten aferradas á sus retinas, las hogueras de matices distintos, los escándalos prodigiosos del color oriental, habían convertido todo el edificio en un alcázar empedrado de relámpagos, vestido de una regia túnica do colores sacados de los pinceles embriagados y locos. Aunque el tálamo se hallaba en una habitación dedicada á él expresamente como está dedicado un estuche á su joya, y donde los muros parecían haber sido pintados por cuenta-gotas de colores, en todo el palacio, sin embargo, advertíase algo de tálamo, algo de lecho nupcial, un no se qué do intimidad do novios; en cualquier sitio dol edificio, podría celebrarse la riente comunión de los cuerpos. El sol entraba hecho chispas, recortes, ángulos y redondeles, por los calados de los muros, ó iba á trazar en los suelos ge-roglíficos de luz; algunos de ellos, parecían escrituras árabes. Sobre una larga hilera de hortensias, se deshacía, largo y enigmático, uno de éstus laberintos de luz, que primatizaba los borlones en flor. Un intercolumnio, como el cordaje do una lira, se alargaba con paso candencio-so en derredor de un patio, y de columna á columna, sosteníase, arriba, un arco de estalactitas chorreantes de luces como un destiladero de flores. En medio de ese patio, un cincel maleable á todas las volubi- lidades de la fantasía, había colgado del rotundo tazón de la íuente, un velo sutil de piedra blanca, un bordado lleno de hormigueos calados, por donde la prodigalidad del agua desprendía sus collareg de gotas: atravesadas por la luz, veíanse las locuras de topos, las algaradas de prismas, envolver el encaje de piedra y hacerle parpadear como una excitación maravillosa. Por todos los zócalos del palacio corrían, sucediéndose, les retozantes dibujos de los azulejos, riéndose picarescamente á la luz y formando locas batallasde temblores. Cada azulejos parecía una cara, un semblante diablesco con insinuaciones provocativas de sátiro: esas caras extrañas llenas de picardía, hacían reir á carcajadas las estancias y se tejían y se multiplicaban en algarabías interminables, en saltos y brincos seductores. ¿No reparsáteís en los rodales de pensamientos de los jardines, donde cada flor semeja la fisonomía de un duende que se ríe, y cómo todos juntos parece que os provocan á la alegría? Son una lluvia de rostros asomados unos detrás de otros, barajados, multiplicados y picarescos. Así los semblantes de los azulejos por todas las cámaras del palacio, parecían ejércitos en parada, rostros que se diíerenciaban, de aposento en aposento, en el distinto dibujo de los semblantes: y toda esta gran dilatación de azulejos, todo este desfile de día de gala, de semblantes primatizados, se alargaba, corría, pasaba de salón á salón con el mariposear milagroso de sus cien mil juegos policromos. Semejaban muchedumbres de caras rientes esperando el paso de una procesión, semblantes yuxtapuestos que ensanchaban las órbitas para ver algún espectáculo invisible; sus ojos echaban chirivitas de luces,sus bocas reían chorros de tintas y bailes de notas. Toda la muchedumbre de azulejos se acordonaba para ver la santa, la alegre, la inefablá cópula de la fecundidad. Pero como ésta se celebraría en el camarín nupcial, las demás filas de azulejos de los otros salones, se quedarían sin ver el acto del amor por más que estirasen las caras y alargasen los cuellos y no notarían siquiera el ritmo de luego del amor. ¡Buen plantón el de las miríadas do diablescos semblantes! Burlados así, acaso ellos empezarían, enardecidos, á besarse unos á otros, celebrando también millares de millares de cópulas latentes. Como todos los palacios granadinos, el de Rubí se sentía envuelto por todas partes en mil susurros y arpegios del agua. Sobre un dibujo lineal de gotas, sobre una red de hebras líquidas, parece que se edificó Granada. Su plano es una enmarañada madeja goteante, y en todas direcciones corren fuentes, suspiran manantiales, surgen saltos cristalinos. En los algibes decorados por cortinajes de culantrillo, caen con misterioso frescor interminables cuenta-gotas que forman preludios musicales. En los patios, gorgotean las fuentes sus palabras confusas de canción que se hace y se deshace. Los surtidores, enderezan en el aire su tallo como una prestidigitación de gotas, como un renovamiento de volteantes cuentas de cristal. En los corrales, las alboreas tienden su haz perezoso, rizado por el temblor del agua que entra, el cual produce rizamien-tos, arrugas, pliegues, círculos y ondulaciones. A veees, á los estanques ilustrados de noche con estrellas dormidas, se asoman los arrayanes y miran secretamente en lo hondo el deslumbrante parpadeo sideral. De una pared cualquiera, surge una colgadura de agua que se destrenza y se divide y se subdivide con una fastuosidad deslumbradora. Bajo el pavimento de las calles, pasan orquestas de gotas, parrandas de espumas, rondallas de estrepitosas corrientes, y parece que debajo de las piedras hay líricos enjambres de abejas que cantan su fresca y eterna canción. Es un rezar de aguas por todos lados, una murmuración de sonidos, un silabeo de gotas que caen, que lloran, que suspiran, que cantan, que gimen, que ríen, que hablan conversaciones incoherentes, y dialogan sobre cosas de óperas, de violines, do bandurrias que desgranan como collares sus carcajadas. Toda Granada es un tímpano colosal en cuyo teclado de vidrio sonante pegan millones de martillos do gotas que levantan infinitas escalas de sonidos. Granada toda es un arpa que lleva liadas por cuerdas, estrépitos, fuentes, surtidores, caños, hebras, saltos, desplomes, desflecamientos, y una perpetua fabricación de collares que se rompen y se renuevan con una celeridad maravillosa. Como el Generalife, el palacio de Rubí tenía sus juegos de fuentes, combinaciones y saeteros cristalinos; y cuando la llave general giraba y.dejaba paso al torrente contenido, de pronto se levantaban en el aire, templetes, ánforas, liras, espirales, y se dibujaban mujeres de gotas, edificios aéreos, baterías de órgano, guitarras de cuentas, quitasoles de cristal, lnmacas de vidrio y cuanto puede imaginar la más ofuscadora fantasía. Y en ese paraíso eterno de Granada, entre ese concierto de frescura y de juventud inmortal y al compás de cien mil surtidores y entre una orquesta milagrosa de pájaros, era donde iba á celebrarse el encuentro sublime de las dos mitades humanas. XVII Y todo deseaba en la Naturaleza reencarnarse, no solo David y Rosalía. Junio había madurado todos los senos seminales, desde las espigas con granos rítmicos como gotas de polen hasta las semillas y ovarios do arbustos y de flores. Las abejas y mariposas, al pasar revolando de las corolas machos á las corolas hembras, llevaban inconscientemente el reguero que preña, y establecían una especie de telégrafo alado como un volante miembro procreador. Ese aíán de persistir de todos los seres, de tranafusionarse, de transmitirse á nueva íorma, encendía el aire, los árboles, las piedras. La previsión de tantas semillas en el corazón de cada fruto, parecía la multiplicación del ansia á la inmortalidad. La sandía, como una bola carmesí, enseñaba millares de yos, inacabables hervide- ros de pepitas esperando sitio de la tierra en que arraigar: todas y cada una decían: yo quiero, yo deseo, yo anhelo, yo me abraso, yo me enciendo, y seguía el vocerío compacto de yo, yo, yo, yo, yo Y por si se perdía una pepita trasmiso-ra, en el seno de la sandía veíase otra, y otras, y cientos, y miles, y millones. Así en cada clavel, así en cada rosa, y en cada íusia, y en cada hortensia, y en cada seno vegetal convertido en arenillero de amor. Frutas, flores, cuanto vive, es salvadera de polen, regadera de semillas, sagrario de inoculación. Cada cáliz de floró de fruto, es un sublime copón generatriz, un sabio testículo,que, con una previsión admirable, suma y guarda una multiplicación preconcebida para dilatarse en otras procesiones de cálices, de semillas, de ovarios, y salvar de la muerte cada organismo, cada troquel, cada arquetipo, cada norma, cada pauta, cada canon, cada molde, cada turquesa, cada creación. Y todos esos miles de semilleros encerrados en flores, en frutos, en hombres, piden tierra y carne, tierra y carne, tierra y carne, para aferrarse, para plantar su vivienda, para constituirse en nueva ola, para transmitirse su ambición avasalladora de existir, su egoísmo vertiginoso. Todas las caprichosas series de mariscos, habían cumplido su sacratísima misión de reencarnarse: trillones de temblores de placer acusados por el agua, pregonaron en otros tantos momentos supremos, la sublime alegría de la dilatación. El mar todo, vasto, inmenso, era un mullido lecho nupcial lleno de ondas que arrastraban ríos seminales. En la tierra, las arañas habían hecho su siembra; las libélulas habían depositado en el troquel el porvenir bizarro y milagroso de sus túnicas multicolores; los pájaros habían puesto en la turquesa el secreto futuro de tantas alas polícromas; los insectos habían transmitido al canon los laberintos de sus capas pluviales, de sus cíngulos de oro, de sus estolas de luz, de sus tiáras, de su indumentaria eterna y triunfal. El agudo, el candente ahinco de sembrar, de plantar, de colmar las trojes, de bautizar los ovarios con las conchas bautismales de todos los falos poliformes, cundía por toda la tierra como una voz de resurrección, como una enseña previsora, como un grito de vivir. Por el aire, por la tierra, por el mar, rodaban diluvios reencarnadores; se respiraban nupcias en todos los átomos del Universo. ¡Alerta!, había dicho el expansivo Junio, y como presenta un ejército sin fin sus armas, el vasto suelo y el vasto mar, presentaban sus alineamientos de pistilos, sus acordonamientos de estambres en tensión. El Sol, la Clueca Universal, abría el inmenso plumaje de oro, las infinitas alas de fuego, y empollaba á todos los seres vivientes, á todas las matrices acuáticas, á todos los ovarios de la tierra, á todos los testículos, á todos los cláustros plenos del santo misterio do la preñez. La Clueca Universal cobijaba con su enorme plumón de fuego, bocas, frentes, pechos, corazones, labios, anhelos, palpitaciones, vidas cercanas á abrirse y cantar, lechos, algas, piedras, brotes. El goteamiento de luz de la Gran Clueca, parecía un diluvio de llaves para abrir huevos, matrices, frentes, cortezas, ramas, nidos, cunas y hasta sepulcros, por los cuales asomaban sus caras los muertos en forma de rosas sensuales. Y al contacto de la Madre, allá en el seno de la química que duerme bajo nuestros pies, las piedras preciosas echaban también hojas de luz, brotes de cristal; el fuego corría, como un fiat, por sus átomos, y las removía agregando á su seno una aguja trasluciente, una yuxtaposición diamantina, una hebra de vidrio prodigioso, el hijo nuevo, la trepidación que alarga, el ritmo que perpetúa. Como pupilas enterradas debajo de la tierra, esas piedras se abren en la eterna obscuridad; son ojos que se rasgan, órbitas que desabrochan los párpados y miran en dirección de la Madre Luz, de la Empolladora Inmortal. Ella, á través de la tierra, les dice ¡Adelante! y les envía la nueva cadencia de cristal. ¡Oh Tierra, toda á la vez matriz, toda á la vez falo, toda á la vez frente, toda á la vez corazón! ¿Dónde está tu podredumbre? ¿Dónde está tu vicio? ¿Dónde está tu pornografía? Toda tú eres casta y sagrada, y en el momento inmenso, simultáneo y múltiple en que celebras tu Cópula infinita, parece que levantas millares de hostias en las almas. XVIII Muchas tonalidades verdes había visto David durante su vida de vendedor de cristales selectos; claridades y transparencias arrobadoras había contemplado durante un interminable desfile de esmeraldas; pero luces como las de los ojos que ahora tenía delante de los suyos, matiz verde como el de aquellas dos retinas que miraba cerca dejándose calentar por su fuego, jamas lo había podido admirar en ninguna piedra preciosa. ¡Oh!, una cosa son dos interesantes esmeraldas, extraídas del seno de la tierra, y otra cosa más sublime son unos ojos de un verde pensativo y soñador que nos miran recalándonos hasta los huesos, embalsamándonos de pasión, ungiéndonos de un fuego suave que sentimos correr por nuestras venas. Lo rojo, donde mejor sienta es en el terciopelo; lo morado, dondo mejor cae es en un lirio; lo azul, donde más inefable nos parece, es en el cielo; lo blanco, donde luce más virginal es en la nieve; y lo verde, donde brilla de un modo más divino, es en dos ojos grandes, amplios, llenos de vaguedades, que nos amarran por todos los átomos de nuestro sér. Los deRubí eran capaces deperfumar y de reblandecer de amor el más duro granito. Acostumbrados á mirar á la Naturaleza y á soñar mientras miraban, habían adquirido un enigmático misterio que iba derecho al corazón y lo envolvía, lo narcotizaba, le hacía beber un filtro de luz indescifrable. David bebía y bebía en los ojos de Rubí aquella luz geroglífica que caía de las ampias y verdes pupilas. ¿Habría opio árabe en sus ojos? ¿serían magnéticos manantiales de una morfina de amor? Eran incendiarios y trastornadores á la vez que lenitivos. Parecían el mirar dulce y enamorado de todas las mujeres del mundo. David la tenía en la actitud que dice Salomón: Su izquierda, esté delaja de mi cabeza, y su derecha me abrace. Y siendo toda, absolutamente toda suya, la mirada hasta deslumbrarse, hasta aturdirse, hasta emborracharse de ideal, de fragancia, de misterio, do emoción. Ella mecía sus sueños, abarcada por los brazos de su espeso, como si se meciera en un columpio inefable. Se hallaba fuera de la vida, extraída del Universo y atada toda ella á un solo ser, como si él fuese el resumen de lo creado. Por la dilatación de una hilera de ajimeces calados, entraba á lo largo del dormitorio riente, una sucesión de bandas de sol que se apoyaban en la alegría del pavimento: parecían aquellas bandas solares, la profusa trompetería de un órgano de oro, trompetas que se alargaban y venían del mismo Sol, á tocar, á preludiar el himno del amor saludable y íuerte, el que engendra seres robustos para ornamento de una raza. No sonaba la trompetería del Sol, pero en los millones de átomos de las bandas de luz, había una enorme fiesta de puntos azules, de moléculas que danzaban, que formaban remolinos, espirales y locuras. ¿No era aquella estancia un templo, una sinagoga, una mezquita, la mezquita, la sinagoga y el templo de la fecundidad? Pues alJí estaba el órgano de los órganos, el Sol, con sus hiladas de trompetas, con sus ringleras de flautas, en cada una de las cuales vibraba el canto de la vida. En todos los templos del mundo, en el altar de todas las religiones, se eleva una idea, una abstracción, un símbolo; del altar de un lecho casto, noble, honrado, acaso se eleve á la vida el cráneo de un genio, el corazón de un heroe, la frente de un gran artista, que son cosas más excelsas que una abstracción, un símbolo, y una idea. Si no fuera pór que estar desbordado do santa alegría, es más divino que estar de rodillas, prosternados se pondrían cuantos saben pensar alto y sentir hondo, ante el momento mil veces sagrado de una sublime cópula. Tal vez de ella brote el guerrero que ha de defender á la patria, ó el santo que la ilumino, ó el historiador que la dignifique, ó el poeta que la cante, ó el político que la guíe, ó el orador que la enardezca. No de rodillas, por qua ésta es la actitud del dolor, sino con las bocas desatadas por la risa, estaban los claveles que tomaban el sol desde los alféizares del dormitorio; y las rosas que desde fuera venían á caer en racimos y en colgaduras dentro del apo- sentó, abrían los cálices redondos, los labios circulares, y reían, reían á chorros al ver la rebosante escena de amor. El calor de Junio había hecho á los cuerpos arrojar sus túnicas y respirar en medio del doble incendio del sol y de las almas. Rosalía, á vivísimas instancias del esposo, resistidas largo tiempo por ella, había quedado sobre el nido nupcial envuelta solo en el manto enorme y asustador de su cabellera. Puesta de pie Rubí, le caía hasta barrer el suelo. ¿Nunca visteis en la vida real, así, una cabellera? Yo sí la vi y jugué mil veces con ella. La de Rubí era negra, como deshilacliada del lienzo de una noche obscurísima, como hecha de plumones de avestruces negros, de palomas negras, de cisnes negros. Le caía de la excelsa redondez de las sienes gloriosas, como un milagro de negrura, como un Niágara de ondas, como un torrente de ébano. La estatua gentilísima quedaba oculta dentro del manto, no viéndose más que el centro divino de la cara y los arranques soberbios y desafiadores de los senos. Sobre ellos, se cruzaban las orillas de la túnica de ondas, y el resto de la estatua desaparecía. Tendida como ahora se hallaba Rubi, el caudal inmenso de hebras, la tapaba de punta á punta, como una colgadura natural. Ella misma, por el don de la castidad, se había cogido Iás orlas del prodigio de cabellos, y por debajo de la barba los recogía y apretaba con los dedos para no descubrir el doble sagrario del pecho. Y el trastornado David, bebía, bebía luz enigmática en aquellos ojos verdes que eran dos fuentes de morfina, mientras tenía á su esposa abrazada como dice la humana y sublime frase de Salomón. Su mano izquierda esté debajo de mi cabeza y su derecha me abrace. Para que retardase David más el momento de deshacer el sutilísimo muro de cristal que separa á la prometida de la esposa, Rubí le hacía enmudecer, y ambos oían á un ruiseñor que cantaba en un ramaje de la Alhambra. Mientras la hembra empollaba las clausuras de los ruiseñores futuros, el ruiseñor cantaba una canción apasionada desde la copa plativerde de un álamo blanco. Eran notas de consuelo y de fuego, canto do alegría y de pasión; ella incubaba, hacía pasar el calor de su sangre, la tibia caricia de sus alas, á los venideros líricos de los bosques; se translusionaba, se transmitía toda ella con todo su amor de madre á la lutura sucesión alada que habría de ser la alegría del mundo. Y el macho, sobre el álamo gentil, echaba al aire sus notas plenas, potentes, sonoras, que se oían desde una legua, emboscado en la prolusa greña vegetal. —Nosotros también estamos en el nido, se atrevió á susurrar David al oído de ella, pero Rosalía le impuso silencio con el dedo; y al soltar momentáneamente la orla de cabellos, David cogiendo, entre una carcajada, la orilla del manto do hebras, lo alzó, lo desvió, y corriendo como una ola de ébano á lo largo de la estatua, la descubrió toda entera, como un prodigio de carne humana. Era superior á cuantas esculturas visteis en los Museos y á cuantos desnudos hayais podido contemplar en los lienzos de los pintores. Su frente tenía una redondez virginal de patena. Las cejas eran dos pinceladas dadas por Dios mismo. Los ojos, eran dos Paraísos. La nariz, un tratado de armonía. La boca, el modelo de la rosa más bella de un jardín valenciano. La barba,redonduela, corta y timbrada por el dedo de un ángel. El seno, el doble criadero de hombres, era alto, redondo, pleno, duro, coronado en su doble vasija sagrada por dos capullos de ágata. La cintura, era estrecha, flexible, graciosa. El estómago era como un plano de armonía para sostener un rubí. Las caderas, capaces, poderosas, molde para no lastimar, troquel valiente, amparador, anchuroso. Los muslos aparecían satinados de una gama nutridísima de brillos virginales, y eran opulentos y atestados de curvas trastornadoras y absorbentes. Las rodillas semejaban dos grandes claveles de carne. Los tramos comprendidos entre el tobillo y la rodilla, eran como dos alar-.gadas ánforas, rotundas en la corona, estrechas en la base. Y los pies, eran dos asociaciones de capullos de rosas. Rubí dió un grito al sentirse destapada por la cabellera, y trató de emboscarse de nuevo; pero David, deslumbrado, incendiado, poseído de una locura pasional, la comenzó á cubrir de ósculos de fuego, la empezó á vestir de besos como ascuas, con los cuales le tegía otra nutrida, grande y sonora cabellera. De proto, creyó parecerle á Rubí que alguien venía. David se arrojó del lecho, todo exuberante y encandilado, y miró. Nadie. No había, por orden expresa, un solo servidor en el palacio. Unicamente las largas procesiones de azulejos, las espesas y grandes paradas de losetas diabólicas, dilatábanse de estancia en estancia, con los raros ojos exaltados, con las bocas abiertas por la risa, con los semblantes llenos de picaresca expresión, y parecían querer asomarse hacia el lecho nupcial, estirar los cuellos, revolver las órbitas, contraerse en actitudes violentas para ver en el árabe camarín la primera página de amor. ¿No eran aquellas piedras esmaltadas de dibujos, no eran aquellos seres duendescos donde en cien mil colores temblaba la alegría, el acompañamiento mudo y original de la boda? Si eran. Además, todos los muros del palacio, se habían vestido de colgaduras para la fiesta, y so habían disciplinado de carmines, de azules, de oros, de añiles, de opales, de rosas: eran colgaduras de matices, de danzas de notas, de galops y algarabías desenfrenadas compuestas con todos los colores del iris. Y debajo de esas largas policromías, de esos hormigueros alicatados; debajo de los artesones de los techos, de los atauriques milagrosos, de los dibujos inverosímiles ardiendo de colores, la gran parada triunfal de azulejos corría, se prolongaba, se extendía por los zócalos, se encaramaban unos sobre otros como personas para ver un espectáculo, se apretaban, se oprimían para quitarse el puesto, para ponerse en primera fila, para ver, para descubrir, para indagar... El Sol los regaba en su oleaje inmortal de átomos triunfadores, los vestía de ráfagas, de notas, de relámpagos; les colgaba aristas, resaltes, brusquedades luminosas, líneas rutilantes; y ellos, más se reían con sus caras geroglíficas bajo la enorme regadera de cien mil hilos del Sol, que los ponía goteado de hilos, de tintas, de chipazos, de temblores, de parpadeos de oro que fanatizaban las retinas. —¿Sabes Rubí?—dijo el moro mirando de pié en medio de la estancia á la sucesión de habitaciones y á las largas hileras de azulejos, sin notar, efecto de su noble abandono, que estaba convertido en una estupenda estatua desnuda,—¿sabes que todos los azulejos, desde allá, desde lo último, parece que miran hacía aquí? —Tienen cara de duendes, ¿verdad? —dijo ella en medio de una apoteosis de alegría. —Yo, les temo; me da vergüenza de que me miren. Rió David con toda su alma la ocurrencia, y añadió en el colmo de la más alta felicidad humana: —Puesto que quieren mirar, vamos á darles gusto. Con su fuerza de hércules, tiró del lecho lleno de borlones de Damasco y de triunfales sederías, y lo colocó, entre las protestas ruborosas de Rubí, enfrente de todas las galerías y habitaciones que se enfilaban á lo largo. Subió David otra vez al lecho, y á la vista de todo el deslumbrante ejército de azulejos, ofició. Cual si atravesara siglos, atravesó con su sonda el cáliz maternal. Los dos copones sagrados contenedores de la semilla humana, se contrajeron, poderosos y enormes, y obraron el sublime prodigio de crear. En todo el palacio hubo un inmenso temblor de azulejos. Madrid, Abril, 1906.