El Vicario I H abía caído el último turbión, y el sol empezaba á fundir con su oculta llama la cóncava lámina plomiza, uniforme y triste que hurtaba el cielo, tiñéndola de leve matiz rosáceo por la región de Occidente. El viento soplaba huracanado y eléctrico formando caprichosos remolinos con las mustias hojas otoñales caídas de los árboles, que unas veces huían en raudos giros como minúsculas trombas, y otras se elevaban movidas de secreto impulso hasta que el efímero torbellino se deshacía y el aire las aventaba lejos. —Bajemos, dormilón, que ha escampado. —Pero el frío arrecia. La puerta trasera de la estación acababa de abrirse, y en la campana tañía un empleado el segundo aviso. La lengua metálica vibró cristalina dilatando sus alegres tembladoras ondas por el llano y por los montes fronterizos con esa animada sonoridad que le presta la atmósfera, transparente y húmeda, que sucede á los recios temporales. El mayoral bajó del coche, embozándose en su vieja bufanda de anchas listas. El mozo le siguió remiso, y fijando en lo alto sus grises ojillos preñados de sueño, dijo perezoso y bostezante: —Me parece que no lloverá más; así podremos subir el puerto... Poca gracia hubiese hecho al matrimonio buscar posada en ese miserable pueblecillo... Los dos hombres entraron en la estación para salir al andén. Apostado en la taquilla se aburría el empleado — jefe, factor y telegrafista — que inútilmente esperaba la llegada de viajeros solicitando billete. El mayoral miró el reloj: —Faltan diez y ocho minutos... ¡Picaro oficio! Y el mozo murmuró, frotándose las toscas manos curtidas por el sol y por el cierzo: —Si el tren tarda más nos helamos sin remedio. —Paciencia, muchacho; ¡cómo ha de ser!... Las lluvias y avenidas de estos días han sacado de cauce al río, y la marcha del tren habrá sido trabajosa y lenta por los pueblos de arriba. Cincuenta minutos trae de retraso. Los criados empezaron á pasear por el solitario andén para desentumecer los yertos miembros. El viejo exploraba insistentemente las hondas faltriqueras, y cansado de rebuscar se encaró con el joven: —¿Tienes tabaco, Juan? El mozo sacó un cigarro de cinco céntimos, y partiéndolo con la uña del pulgar, ofreció la mitad á su viejo compañero, acercándose él á la puerta del telégrafo para rascar un mixto de cartón y encender su parte. —¿Qué tal, tío Nelo? ... ¡Todavía aseguran que la miel no se ha hecho para la boca del asno!... Y lanzó al espacio una bocanada de humo maloliente, que el viento arrebató avaro. —¿Qué murmuras de asno, chiquillo?... no te comprendo. —Hablo del matrimonio que esperamos. ¿Crée usted que un asno como ese D. Jaime es digno de tener por mujer á la hembra más hermosa de la provincia, y aún estoy por jurar que de toda España? —Ahí verás, hijo. Todo lo alcanza en la tierra el dinero. Doña Elisa quedó en la miseria al suicidarse su marido, y presintiendo que tiene los días contados, aconsejó á María Fernanda el casamiento con el rico D. Jaime por no dejarla sola en el mundo, joven y hermosa: dos pecados mortales en las doncellas sin amparo. Un empleado de la estación, embutido hasta los ojos en viejo capote de paño pardo, se acercó á la campana para tocar el postrar aviso. El tren iba á llegar. El mozo dijo: —Cinco minutos. El viejo repitió: —Cinco minutos. —Y el tiempo se arregla á toda prisa. —Buena falta nos hace. Las nubes se habían rasgado en distintos puntos, y allá muy alto, mostraba el firmamento su límpido azul. El sol deslizó algunos haces de rubicundos rayos al través de las flotantes gasas que se le interponían, dorando el camino y un buen trecho del monte frontero. —¡Oye, Juan!... Es muy posible que también llegue el Vicario que nos envían para cubrir la vacante de D. Pedro. —Es verdad... Y hasta creo que le esperaban ayer. —El cura le aguardaba, y me dió orden de que le acompañara á casa de Micaela. Juan volvió á encender su cigarro, se lió la bufanda al cuello, y sin dejar de golpear el suelo, como si pretendiese sacudir el frío, habló: —Tales cosas dicen del nuevo Vicario, que me está picando el deseo de conocerle. —El cura dice que es hombre de mucho saber, y el Arzobispo le manda en castigo, ignoro por qué pecado. —Pues por decir herejías en el pulpito. —¡Sólo eso faltaba al pueblo!... Después del escándalo que promovió D. Pedro, ahora nos envían un hereje... ¡Señor, Señor! Un zumbido unisonante y profundo, como si circulara por el hondo seno de la tierra, interrumpió el diálogo, haciendo volver la cabeza al mayoral y al mozo. Los árboles, siempre opulentos, de la próxima alameda, y los naranjos que á uno y otro lado de la vía formaban espeso bosque, impedían ver el herrado convoy; pero anunciaba su inminencia la trepidación cada vez más perceptible, comunicándose del andén é los objetos circunvecinos, y la móvil columna de humo que sobre la lozana pompa de naranjos y eucaliptus deshacía al viento sus negros vellones al modo de ondeante cimera. La trepidación siguió en paulatino aumento, y el remoto zumbar se hizo rumor bien sensible y luego estruendo escandaloso de continuado tableteo. Un largo grito, estridente y nervioso hendió el espacio y la columna de humo... Súbita, embravecida, clamorosa, apareció bajo el umbrío arco del boscaje la fantástica locomotora, arrastrando imponente y magnífica como un Centauro de enanas extremidades el pesado cortejo. Al acercarse á la silenciosa estación moderó su audaz carrera, respondiendo obediente á secreto mandato, y lenta, dócil, lustrosa de sudor que le corría por el sonoro vientre, pasó altanera ante el andén y se detuvo jadeando a quince pasos. —¡Aquí están los señores!... ¡Bien venidos sean los señores! — gritó el mayoral avanzando hasta un departamento de primera. —¡Y el sacerdote que abre la portezuela del último vagón debe ser el nuestro! — voceó el mozo, echando á correr para recibir al viajero. El tren sólo se detuvo lo preciso para retirar los equipajes. La campana tocó su presuroso adiós, y antes de que las ondas metálicas espirasen en el espacio azul, le contestó un silbido trémulo y ensordecedor. El férreo Centauro reanudó su marcha, arrastrando la ambulante ciudad. Iba tibio al principio, como si temiese á la alta cordillera que le atajaba el paso; pero cobrando inusitado brío se lanzó camino adelante ruidoso y colérico hasta abismarse en la entraña misteriosa de la sierra. II E l mozo permanecía inmóvil y perplejo, con la diestra en el nada limpio gorro de bayeta, sin saber qué hacer ni qué decir á aquel Vicario sombrío, ojeroso y pálido, de mirada hipnótica y arropado en luctuoso manteo, que realzaba la gravedad de su cuerpo largo, enjuto y de quebradiza rigidez. —¿La diligencia? — preguntó el viajero en seco y recortado estilo, que indicaba firmeza vecina del imperio. —Detrás de la estación espera — respondió el criado con la timidez amable del que tácitamente reconoce su inferioridad. Como la pregunta también implicaba mandato, recogió la maleta y el portamantas y se puso en marcha. En llegando al coche ni siquiera vió el Vicario á los que ya esperaban. Como todos los hombres que suelen vivir en íntimo coloquio con sus pensamientos, la atenta mirada del sacerdote se volvía indiferente y vaga mientras los objetos externos no requerían su atención. Fué preciso que oyera al mozo deshacerse en parabienes por el feliz retorno del matrimonio, para que se fijase en los viajeros. Formaba la pareja singular contraste. Había en el hombre algo de repulsivo y grotesco: eran sus mandíbulas carniceras; flácida la boca, sobre la que colgaban algunos pelillos del mal dibujado bigote; el color cetrino, y la cabeza tan menuda como abultados los pómulos. El cuerpo, largo y obeso, difícilmente se hubiera sostenido en la brevedad de aquellas piernas zambas, á no ser fuertes y robustas como dos encinas enanas. Ella, en cambio, era una soberbia revelación de la gracia estética. La plasticidad de las formas exuberantes se resolvía en la pureza armónica de las líneas. Bajo el traje molesto y antipático de las modernas sociedades, en que el pudor cristiano ha servido de pretexto para que la fealdad adobada triunfe de la belleza ingenua proscribiendo el sencillo y clásico ropaje; bajo las pieles y los guantes y las faldas de burdo paño, sospechábase un cuerpo de ideales proporciones y elásticas caderas, indignas de sufrir el martirio del corsé. Si sus claros ojos, píos y ensoñadores, no estuviesen velados por honda y resignada mansedumbre, esta mujer hubiese servido de ejemplar modelo á inspirado artista para que cincelase una Venus marmórea y radiante. El Vicario la contemplaba con tenaz ahinco. Su alma poderosa habíasele aposentado en los ojos, negros de sombras y misterios, que mal saciados de admirar aquel cuerpo de divina euritmia, pretendían inquirir en lo recóndito del pecho ocultos pesares, á medias traicionados por la tristeza y la resignación. El marido también miraba á la mujer y al Vicario; pero su mirar era el agresivo de la fiera en celo. El sacerdote observó la hostilidad que inspiraba, y cambiando de actitud paseó una postrer mirada, inexpresiva y vaga, de marido á mujer, y retirándose algunos pasos se puso á contemplar la puesta del sol mientras terminaban de enganchar la diligencia. El viento se iba amansando, y el cielo era de un azul purísimo y aterciopelado. La inmensa cortina parda que antes lo velaba se había replegado sobre la línea del horizonte, y algunos jirones desprendidos bogaban errátiles por el terso espacio como transparentes vedijas. En último término, allá en el remoto Septentrión, las nubes se congregaban húmedas y solemnes, formando titánicas montañas pizarrosas — Osas y Pelio-nes — de ásperas laderas, inaccesibles, hasta llegar al mismo cielo azul con sus agudas crestas tocadas de oro y púrpura por los últimos resplandores del sol, que lentamente se hundía en la misteriosa región de las perennes sombras. —Cuando usted guste, señor cura. La voz del mayoral estremeció al Vicario, sacándole de aquella abstracción beata que durante algunos momentos había identificado su alma errabunda y melancólica con el alma sagrada de la tarde. Sintió frío, y embozándose en su amplio manteo, subió á la diligencia con el ceño adusto del que despierta de un regalado sueño. En el interior del viejo vehículo, forrado de tosco y grasiento cañamazo, sólo cabían cuatro personas. El matrimonio ocupó un banco, y el Vicario tomó asiento en el otro, algo contrariado, porque la muda escena de antes colocaba á los viajeros en situación desazonada. La fusta restalló en el aire acompañada de algunos gritos guturales del mayoral, y la incómoda caja empezó á gemir y balancearse arrastrada por dos héticos caballejos. El viaje tenía que ser necesariamente aburrido. Al llegar á la carretera el balanceo se hizo más apacible, y el mozo empezó á entonar una monótona canturía, interrumpida de tiempo en tiempo para alentar á las bestias. El hombre obeso bostezaba en su asiento. Varias veces quiso anudar conversación dirigiéndose á su compañera; pero ella respondía siempre con apremiantes monosílabos, reveladores de abrumador fastidio. El Vicario, no menos atediado, sacó un libro del bolsillo y pretendió leer á la tenue claridad que entraba por las ventanillas delanteras. Al poco rato su mirada parecía absorta en una misma página. ¿Leía, ó meditaba?... Con el porfiado empeño que las personas aburridas suelen poner en cualquier nimiedad, marido y mujer lograron descifrar lenta y trabajosamente en la penumbra crepuscular el título, que destacaba con grandes caracteres de la cubierta avellanada del libro. Estaba escrito en lengua exótica, y decía: Les contemplations. Eran poesías de Víctor Hugo, y los versos, que el sacerdote parecía mirar sin leer, quizás fuesen algunos de aquellos' versos tristes, filosóficos y pesimistas en que el padre Hugo había resumido en una sola estrofa todos los males que azotan á esta pobre humanidad rampante, las miserias y flaquezas que son el tormento irredimible de las almas que anhelan la ideal perfección, las mezquindades de la vida que siembran la desilusión helada en los corazones optimistas dejándolos secos de escepticismo. El Vicario meditaba sin duda. El libro descendió lentamente sobre sus rodillas, mientras él permanecía mustio y pensativo con el brazo en el marco de la ventana y la cabeza apoyada en la mano. Su mirada se perdía estática en el fondo de la diligencia, y todos sus sentidos parecían atraídos por alguna tenaz idea que los obsesionase. Si las sombras no hubiesen hecho su callada invasión, el matrimonio podría ver el rostro impasible y severo del sacerdote transfigurado y clemente bajo el influjo de secretos sentimientos. La diligencia había recorrido la mitad del camino, y los caballos, rendidos en la trabajosa ascensión del puerto, se detuvieron para cobrar alientos. El mayoral abrió la portezuela. —¿Desean algo los señores? El primer momento fué de pausa. —¿Cuánto tiempo nos detendremos?—interrogó luego el cura en tono que empezaba con inflexiones de ruego y terminaba decisivo y autoritario. —Cinco minutos, señor. El sacerdote demandó permiso para salir, y desde el estribo siguió preguntando: —¿A qué hora llegaremos al pueblo? —Mucho temo que no lleguemos antes de las siete, señor Vicario. La carretera está muy mala con las lluvias, y los animales rendidos. A la vera del camino había una humilde venta, que argenteaba en la oscuridad de la noche. Por la puerta salían densas bocanadas de humo odorífero que pugnaban un instante con el viento y luego se difundían en caprichosos revuelos, embalsamando el ambiente. Al través de la opaca cortina de humo percibíase dentro tenue resplandor de oscilantes llamas. Los tomillos y romeros arrancados del vecino monte gemían en el hogar resistiendo el poder del fuego, que entre las verdes ramas deslizaba y enroscaba sus ardientes rizos rojos. A uno y otro lado de la lumbre dos ancianos acercaban sus manos trémulas para recibir el amoroso tributo de calor que los años crueles habían hurtado á sus cuerpos marchitos. Un candil, fijo en la ahumada pared, alumbraba con parpadeo agónico la triste mansión y el atezado y apergaminado rostro de los dueños, que nunca en su esquivo retiro habían gustado las sabrosas caricias ni oído los cristalinos charloteos de quienes por grato don del cielo alcanzan propicias sucesiones. Medio siglo hacía que la solitaria pareja moraba entre aquellos breñales, ofreciendo descanso al lento caminante que en estío necesitaba refrescar haciendo un alto en su larga ruta, y en los días cenicientos del invierno, cuando el huracán se despeñaba colérico de las enriscadas cimas y se revolvía en los hondos abismos voceando miedos y amenazas, demandaban un poco de calor para sus cuerpos transidos. —Sirvan á estos señores lo que gusten — ordenó el Vicario acercándose á la lumbre. La mujer se irguió con penosa lentitud. —¿Y el señor crura, no tomará nada?... La noche es cruda y no le sentará mal una copita de café-licor — dijo la anciana en tono humilde y alhagüeño. —Gracias, buena mujer, yo no bebo. Los conductores salieron de la cocina, acercándose á la mesa que hacía de mostrador, y empezaron á beber y cuchichear. —¿Pero ha visto usted? — decía el mozo. Ese D. Jaime es un miserable que no le ablandan ni las piedras... Se marchó sin darnos una peseta, y vuelve más tacaño que se fué. Y el mayoral añadió con encono: —Es un grosero... Por primera vez, en veinte años que voy á la estación, ha dejado un recién casado de gratificarme... Si al Vicario no se le ocurre convidarnos, morimos de frío esta noche, porque los viejos ya no quieren fiarnos. —Por algo deseo que se arme la gorda y colgar á ese miserable en la Cruz de Piedra, como los judíos hicieron con Cristo. —Pero aún hay buenas almas en el mundo. Mira, si no, al-Vicario. —¡Sabe usted que parece un hombre raro! —¿Y has visto que ojos tiene? Da frío mirarle frente á frente. La última parte de este diálogo la habían repetido en el coche marido y mujer al quedarse solos. —¿Por qué te mostraste tan hosco en la estación? — comenzó diciendo ella. —Me ofendió su insistencia en mirarte. Aquellos ojos... —En verdad que casi me dieron miedo... —Debé ser hombre de pocos amigos. Dudo que pueda permanecer mucho tiempo en el pueblo. —Parece un solitario... —Sí, un ser extraño... Hasta, el Vicario habían llegado indistintamente algunas frases de la charla sostenida entre mayoral y mozo, y por ellas pudo colegir que hablaban de él y censuraban la sordidez del otro viajero. El tiempo huía, y los dos hombres seguían bebiendo y conversando. El sacerdote llamó á la anciana para abonar el gasto hecho, advirtiendo de paso al mayoral que habían transcurrido los cinco minutos. —En marcha, pues — dijo el aludido, liándose la bufanda. Y alegre y hablador con las copas liberalmente apuradas, exclamó: —El camino que tenemos por delante es llano ó va cuesta abajo. Vamos á ver si podemos llegar á casa antes de las siete. El látigo crujió repetidas veces acompañados de alentadores «¡ías!», y los caballos reanudaron la suspensa caminata, emprendiendo un trotecillo demasiado airoso para que pudieran sostenerlo mucho tiempo sus pobres remos cargados de alifafes. Ei casado sacó un cigarrillo y titubeó antes de ofrecérselo al Vicario. —Gracias, muchas gracias; yo no fumo — repuso el sacerdote. Don Jaime agradeció interiormente la cortesanía con que el extraño viajero le repitió las gracias; pero al reparar en el frío é incisivo timbre de su voz, pensó: —¡Qué hombre tan raro! No permanecerá mucho tiempo en el pueblo. Al pálido resplandor de la cerilla pudo ver el Vicario, en el opuesto rincón de la diligencia, el cuerpo hermoso de la viajera temblando de frío, y sus claros ojos azules brillantes de fiebre ó quizás de tristeza. El viaje continuó monótono y abrumador. El mozo canturreaba desacordadas coplas, y el viejo seguía alentando de tiempo en tiempo á las bestias, mentándolas por sus nombres. Cuando hubo fumado el cigarrillo, D. Jaime reclinó su pesada cabeza en el hombro de ella, y se quedó confiadamente dormido sin sufrir el molesto vaivén del viejo armatoste. El Vicario tornó á su anterior postura cavilosa y reconcentrada. La actitud de infinita dejadez que revelaba su compañera de viaje, la boca adorable que esbozaba la triste y casi imperceptible sonrisa de los grandes resignados, los ojos de ensoñadora y melancólica bondad, cuanto en ella revelaba un alma hollada, teníalo presente en su vivaz fantasía, inspirándole ideas vagas y brumosas representaciones interiores, como suelen ser en ese crepúsculo de la vida mental llamado inconsciencia, en que se piensa y se siente sin que la voluntad imponga su mandato... Poco á poco barruntó el sacerdote la invasión de una onda piadosa que le acercaba suavemente al dulce ser ungido de mansedumbre y gracia que allí, muy cerca, tiritaba de frío y tal vez de invencible horror; y como si el obscuro destino de aquella mujer se le revelara súbitamente, imaginó que si el cumplimiento de un alto deber social le unía de por vida al hombre obeso que sobre ella reposaba, su corazón le rechazaría siempre. La diligencia continuaba su lento rodar carretera adelante. Había descendido la cuesta, y al volver de un recodo, la plácida señora de la noche, que como mística hostia de luz ascendía tras los montes lejanos rodeada de estrellas, proyectó un raudal de tibia cláridad en el interior del vehículo. Fué un momento nada más; el tiempo preciso para que el Vicario saliese de su ensimismamiento y pudiera ver el grupo formado por el matrimonio: él, con la boca entreabierta y resoplante, durmiendo confiado sobre ella; ella, reflexiva y absorta en honda meditación... Las blondas hebras de sus sedosas pestañas retenían, trémulos y prisioneros, dos cuajados aljófares, término de un llanto silencioso y discreto. Ninguno de los tres viajeros advirtió que pasaban ante la alta Cruz de Piedra, que la devoción de un pueblo fiel había erigido á la entrada para que con su sombra tutelar lo guardase del enemigo malo. Los caballos avivaron la marcha, presintiendo el inmediato descanso. Dos minutos después hicieron alto, y la portezuela se abrió estrepitosamente para dejar paso á la cabeza de un hombre cubierta con gorra de fieltro, en la que brillaban galón dorado y placa de metal. —¿Hay algo de pago? — dijo en el mecánico tonillo de quien está acostumbrado á repetir cada momento la misma pregunta. Al reconocer los viajeros saludó cortesmente, y se alejó sin esperar la respuesta. La diligencia prosiguió su ruidoso camino, saltando y gimiendo al tropezar en los guijarros de las calles, hasta llegar á una plaza irregular, fangosa y torpemente alumbrada por el roto farol que sobre la columna de una rotunda fuente parpadeaba moribundo. Un grupo de personas estaba esperando el coche. La portezuela volvió á abrirse, y la rubia viajera se arrojó sollozante en brazos de una dama enlutada. III D esde la puerta de la casa, Micaela la pa-trona indicó al Vicario el camino que había de seguir para llegar á la Rectoría. El temporal había roto los cables eléctricos y las calles estaban desiertas y obscuras. Por las ventanas mal cerradas de una casa vecina filtraba sutil rayo de luz. El cura se embozó en su amplio manteo y tomó la dirección indicada. Dos gatos nómadas de ojos fosforescentes, que rebuscaban famélicos en un montón de escombros, huyeron espantados al oir el taconeo del importuno que turbaba la paz de la noche. Al revolver una esquina se encontró la acera interceptada por un mozo rondador que arrebujado en la capa y calada la boina hasta los ojos, esperaba canturreando una canción de amores la hora sabrosa de la cita prometida. Luego pasó ante un café de esmerilados cristales que reflejaban difusamente las luces interiores. Sobre el mármol de las mesas sonaban los dominós, golpeados ó rémovidos por escasos parroquianos. Á quince pasos de allí estaba la silenciosa plaza de la iglesia. El Vicario se detuvo un momento para contemplar la negra y fantasmática mole de piedra fría, tétrica y sin exteriores ornamentos. Sus duras aristas destacaban rígidas entre las densas tinieblas circunstantes. La plaza desierta y medrosa, la Iglesia severísima é imponente como la religión que simbolizaba, los largos aullidos del viento al entrar por los altos ventanales simulando patéticos lamentos de espíritus en pena ó clamorosa batahola de infernal caterva, sobrecogieron el ánimo del forastero. Desde lo alto del campanario rodaron lentas, graves y monótonas hasta ocho campanadas; sucedió un intervalo de espera, y antes de que se extinguiese el profundo zumbar del bronce herido, tornaron á repetirse las pausadas horas. La campana mayor dobló en seguida más lenta y luctuosa invitando á rogar por las ánimas de los muertos, y el Vicario sintió que sobre su cabeza poblada de dudas pasaba silencioso el hálito glacial de lo infinito y de lo eterno... Atraído por secretas inquietudes, pálidas rememoraciones de antiguas creencias, miró con el ánimo conturbado hacia lo alto... La torre se erguía llena de majestad y la sutil saeta se perdía entre las sombras brumales pobladas de fantasmas. En el cielo parpadeaban soñolientas las remotas estrellas como almas cansadas de mirar á la obscura tierra. Por todas partes dominaba la quietud y el misterio. Sólo el ojo indiferente del reloj contemplaba con su ciclópea pupila inflamada á la eternidad, advirtiendo á los hombres el tiempo que en el callado girar de su impasible círculo les acercaba á ella. El Vicario se dirigió á la Rectoría. Al través de las puertas, discretamente cerradas con una cadena, percibíase rumor de rezos y purpúreos resplandores de vivida hoguera. El forastero pulsó con el pesado aldabón de metal bruñido y al poco rato pasos leves de mujer se acercaron á franquearle la puerta. Una voz contrita y grave musitó dentro: In nomine Patri et Filio et Spíritu Sancto. Y otras voces opacas respondieron: Amén. Siguió el breve espacio de silencio que un hombre tarda en santiguarse, y la voz contrita y grave de antes resonó acariciadora: —Pase el Señor Vicario. El hogar era espléndido. Un tuero centenario soportaba generoso la carga no liviana de cepas y sarmientos dispuestos al modo de gigantesca pira. En torno de la liberal fogata estaban congregados algunos devotos que en invierno como en verano constituían la diaria tertulia del Párroco. En ancho sillón de roble y cuero, bien arrimado á la chimenea, descansaba el dueño, anciano sacerdote de nivea cabeza y rostro sano y encendido como una poma de invierno. Al entrar el Vicario desenlazó los dedos cruzados sobre el prominente abdomen y le ofreció la mano. —¡Bien venido, amigo mío! ¿Qué tal ese viaje? Luego fué presentándolo á sus contertulios. Entre ellos estaba D. Jaime. —Aquí tienen ustedes á D. Iñigo Interián de Barnuevo, notable orador sagrado, ó, como ustedes dicen, una campana del pulpito. Es mucha honra para nosotros tener á un Vicario que tantas pruebas ha dado de gran saber... Y añadió con reticencia: —... Quizás más de las que convienen á un buen cristiano. Los congregados miraban curiosamente al forastero. Su nombre, como el de todos los buenos oradores de la capital, era bien conocido en el pueblo, y el cura les había hablado muchas veces de él. —Por cierto — dijo uno de los tertulianos — que el mes pasado propuse á la Junta de festejos que fuese el Sr. Interián de Barnuevo quien nos predicase el día del Santo Patrono. El Vicario se inclinó reverente. —En esta villa se aburrirá usted mucho — continuó el cura. —Aquí no hay bibliotecas como en la capital; es una sociedad modesta, fiel guardadora de los preceptos de la Iglesia, y en ésta encuentra sus distracciones más gratas... Hizo una pausa, y luego: —... Sobre todo las mujeres; los hombres tienen el Círculo... Con dolor de mi alma permito que en él busquen solaz los sacerdotes antes que visitar asiduamente la casa de los amigos donde puedan sentir tentaciones. El severo anciano, en quien los años no menguaban tenacidad y energía, estaba dispuesto á que los enemigos de la Religión no volviesen á hacer escarnio de sus ministros. El enemigo malo pudo tentar al predecesor de D. Iñigo y los librepensadores del pueblo gozaron anchamente del escándalo mientras la Prensa impía de la ciudad lo comentaba con tan picantes detalles, que toda la diócesis supo en pocos días los lamentables amores de una mística pareja. Hasta los chiquillos cantaban al salir de la escuela las vergüenzas del sacerdote, puestas en coplas por incógnitos enemigos. Para prevenir otra deshonestidad semejante, el cura prohibió á sus subordinados que cultivasen asidua amistad con las fieles, recomendándoles, en cambio, que fueran en busca de distracción al Círculo Católico. Los hábitos del nuevo Vicario le retraían de las grandes agrupaciones, y así se lo comunicó al anciano Párroco cuando le hizo la anterior advertencia. —Además — añadió — al desterrarme aquí he pensado aprovechar el tiempo ordenando mis notas para trabajar. El cura preguntó picado de curiosidad: —¿Medita usted algún libro?... El Vicario asintió. —¿Sobre religión quizás? —Sobre religión precisamente, no; pero algo tendrá de ella... Mis impresiones del mundo; mi concepto de la vida... Es labor que pide tiempo y reposo. La conversación empezaba á hacerse complicada para los tertulianos, que seguían mirando fija y curiosamente el gesto austero del Vicario, su alta y sinuosa frente, dividida por un surco que las frecuentes contracciones del ceño hacían más hondo. Un contertulio de fiera mirada y abiertas narices se inclinó hacia su vecino para susurrarle al oído: —¿Qué edad tendrá este extraño señor? —Pues sobre treinta y cinco años. —Lo dudo; representa menos. —¿Menos? — dijo un tercero. — Yo apostaría porque no baja de los cuarenta. —¿Y han oído ustedes? — observó el primero. — Dice que piensa escribir un libro. Debe ser hombre de mucho talento... Don Jaime, que oía indiferente y reposado la conversación, sonrió desdeñoso: —¡Bah!... Rióme yo de estos graves sabihondos... ¡Gente más estúpida é insoportable! —¡¿Por qué dice usted eso, D. Jaime? — interrogó el que había iniciado la queda conversación? —Porque no puede saber mucho quien ha salido en castigo de la capital. —¿Y qué tiene que ver el castigo con el talento? —Yo no puedo creer que un talento sea de buena ley mientras no sirva para bien vivir. ¿Para qué necesito del saber si, como á ese Vicario, no me enseña lo que puede dañarme? El cura preguntó irónico al observar el animado cuchicheo del grupo: —¿De qué habla usted con tanta convicción, D. Jaime? —De nada, de nada, señor cura... Repuesto un poco de la sorpresa, dijo torciendo el curso del diálogo: —¡Decía!... ¡Pues hablábamos de las viñas!... Yo decía que la venida del ingeniero no las curará, de seguro. Lo que no sepamos de ellas nosotros que constantemente vivimos cuidándolas, es difícil que nos lo enseñe la gente de afuera, por muy ingeniera que sea. El viejo sacerdote volvió á sonreir; entre bonachón é irónico, repuso: —Pero observe usted, mi querido D. Jaime, que los agrónomos conocen las propiedades de la tierra mejor que nosotros, han estudiado las enfermedades de la vid como un médico estudia á su paciente,y dictan remedios según los casos... En tono de pedantesca zumba, D. Jaime interrumpió al párroco: —No me hable usted de los médicos ni de sus drogas, que los temo más que á Nuestro Señor en el día del Juicio. Cuanto á las viñas, ya sabemos todos lo que le ha pasado al cándido de D. Elias por seguir los consejos de esos señores ingenieros, que desde sus gabinetes quieren presidir los cultivos. En azufre y en aparatos de azufrar se han gastado más de lo que produjesen las uvas, y sólo ha logrado por premio de sus afanes que las viñas se le quemen. —Entonces, ¿qué remedio ofrece usted para combatir la enfermedad que mata nuestros viñedos? — le preguntó el cura socarronamente. —Lo he repetido mil y tantas veces: una buena poda, y replantar cuanto antes la cepa que no dé fruto. Todas las ideas del rico D. Jaime eran rudimentarias como ésta. El sentido común, vecino de la rutina, era su norte y guía, como lo ha sido siempre de las bajas mediocridades. El cura no ignoraba cuán inútil era pretender disuadirle en sus resoluciones, y se volvió al Vicario, que de un velador próximo había tomado el Siglo Futuro y lo repasaba distraídamente: —Y bien, Sr. Interián de Barnuevo, ¿cuáles son sus lecturas predilectas?... ¿Qué diario suele usted leer?... —Ninguno, señor cura. Hace tiempo que renuncié á la lectura de periódicos, y lo he conseguido sin gran pena. Soy poco partidario de ese frívolo género moderno. —Es un caso curioso, ¡créame usted! Hoy no se concibe la existencia de una persona medianamente culta que prescinda del periódico. ¿Y se puede saber de qué procede esa antipatía? —De su falta de sinceridad, señor cura. El Vicario comenzó á transformarse diciendo estas palabras. Animáronse sus ojos, perdió su rostro la impasibilidad que le caracterizaba, y de sus finos labios brotaron aceradas invectivas contra las hojas impresas. Arrastrado por el impulso de la pasión, sus palabras tomaron inflexiones oratorias, enérgicas, despectivas. No había un solo periódico que se librase de su ardiente menosprecio. Todos eran devotos en mayor ó menor grado de un hombre ó bando, cuyos intereses defendían engañando y pervirtiendo al mísero lector. Los que se decían independientes aún los reputaba de peores, porque pretendiendo ser órganos interpretadores de esa liviana y mudable deidad llamada opinión pública — verdadero coro de asnos —, adulábanla unas veces y otras instilaban entre loa y tibia censura el filtro de alguna sigilosa corrupción moral. Y hacía notar que en ninguna parte podría encontrarse tanta riqueza de contrarios pareceres como en las columnas de los periódicos, encaramando éstos lo que aquéllos deprimían, aplaudiendo íntimamente el autor de un artículo lo que su adversario sostenía y recíprocamente. La Prensa no era tan buena como sus interesados apologistas querían demostrar. De ella se había hecho una entidad abstracta más tiránica para el espíritu que las entidades metafísicas y ontológicas de filósofos y teólogos. Empleando términos de las escuelas, decía que así como el alma pierde su individualidad en la doctrina pa-lengenista al integrarse y sumirse en el Gran Todo, así el periodista perdía su personalidad al ingresar en el periódico, donde preside un criterio abstracto y apriorístico impuesto por el amo — político, empresa ó muchedumbre —, que suele estar en abierta guerra con el de sus mejores redactores. El Vicario terminó con estas palabras: —Crean ustedes que si un hombre ha de anular su propio juicio para identificarse con el juicio ajeno, empezará por perder la noble audacia en el pensar, condición inherente de los espíritus originales, y tardará muy poco en ser escéptico... Y yo amo á los seres sinceros, á los que escriben lo que lealmente sienten y en sus obras puedo graduar la fuerza de su personalidad... Este discurso agradó en parte al cura y le disgustó en parte. Tampoco el viejo sacerdote sentía mucho amor por la Prensa. Hijo de valeroso general que había militado en las primeras huestes enemigas de doña Isabel, sus ideas políticas y religiosas chocaban con el liberalismo representado en casi todos los periódicos; pero también le espantaron las últimas palabras, to-nante y atrevido epifonema, en que el Vicario exaltaba sin disfraces el libre criterio, la independencia intelectual y la sinceridad absoluta en la expresión de los sentimientos. ¡Quien así hablaba, ni era de los suyos ni su alma pertenecía á la dócil comunión de la Iglesia!... El anciano sacerdote no quiso arriesgarse en una discusión, presintiendo que su buena fama corría grave riesgo de naufragar en la derrota ante los devotos feligreses, que tan alto concepto de él tenían, y dijo afectando rara bondad: —Pero en el periódico hay algo más que un criterio impuesto. Hay noticias, hechos dispersos que satisfacen nuestra ingénita curiosidad. Concédame usted que las hojas diarias son el nexo de la complicada vida moderna. Ellas nos ponen en directa y recíproca comunicación con todo el mundo. El Vicario, que había tornado á su impasibilidad habitual, hizo un leve gesto de aristocrático desdén. Las palabras ya no brotaron encendidas de sus labios; surtieron lentas, veladas como el misterio, quedas y confidenciales: —¿Qué me importan, qué pueden importarme á mí los sucesos ordinarios de la vida?... ¡Todos pasan; todos se suceden como los días y las noches!... ¡Ellos son el oleaje rumoroso é incansable de la existencia, una y múltiple, rizada ó tempestuosa en la superficie, serena é inex-plorable en su esencia obscura!... Pasan nuestros amores y nuestras penas con el tácito pasar del tiempo, y bastan algunas rotaciones de la tierra para que nadie se acuerde de la mujer que ofendió al marido, del juez que prevaricó, del ministro que se enriqueció vendiendo mercedes... ¡Que en el mundo ocurren sucesos transcendentales!... No tendrá mucha transcendencia el que hasta mi retiro no llegue... El vulgo espantadizo y vocinglero se encargará de romperme los oídos con sus gritos importunos... Sucedió prolongado y fatigoso silencio. Don Jaime dormía. Sus amigos contemplaban de hito en hito al Vicario de aire extraño, que tan peregrinas cosas decía. El fuego crepitaba en el ancho hogar. Dieron las nueve en la vecina torre, y, como respondiendo á tácito convenio, sacerdotes y seglares pusiéronse de pie. El cura empezó á recitar un Ave María, y los demás, descubiertos y reverentes, terminaron la piadosa salutación. Hízose el signo de la cruz, y un «¡santas y buenas noches!» disolvió la tertulia. IV R estituido el Vicario á su casa, encontró aparejada la mesa con limpio y sazonado yantar nocturno, bien celebrado por su apetito de todo el día. Mientras hacía honor á los platos, la dulce é insipiente Micaela le regalaba con la rica vena de su charla lugareña y cincuentaina. —¿Qué tal le ha parecido el cura?... ¿Verdad que es un señor muy bondadoso?... El pueblo no le quiere gran cosa; pero es injusto con él. Vea usted: catorce años hace que vino, y nadie puede echarle al rostro un grave pecado... ¡Que si es tacaño, que si ha comprado propiedades en su aldea, que si sus sobrinas no son sus sobrinas!... ¡Como si yo no conociese bien á toda la familia!... Y en resumidas cuentas, ¿quiénes son los que han divulgado esas calumniosas patrañas? Pues los garibaldinos, como llamaba mi marido (que de Dios goce) á esos perdidos herejes, que el señor cura combate todos los domingos desde el pulpito. ¡A fe mía que si no fuera por sus constantes predicaciones, habría más liberales en el pueblo!... Allí mismo, en la tertulia, habrá encontrado usted á dos señores que deben al párroco la salvación del alma y del cuerpo. Ambos son forasteros, y cuando vinieron, pasábanse el santo día hablando del progreso y haciendo gala de impiedad. El pueblo les miraba con prevención, y si no llegan á arrepentirse oportunamente, mudan de vida y confiesan y comulgan como buenos católicos, ignoro lo que hubiese sido de ellos... También habrá visto usted á González de Brea, ¿verdad?... ¡Bravo muchacho, que da gusto verle y oirle! Cuando se le hinchan las narices, asegure usted, señor Vicario, que ha olfateado herejes, y ¡pobre del que bajo sus duras manos caiga. El pobrecito sólo gana dos pesetas. Fué sargento del ejército, y en premio de sus buenos servicios le han concedido una plaza de escribiente en el Ayuntamiento. Tiene mujer y cuatro hijos, y con su sueldo lo pasaría mal; pero Dios Nuestro Señor nunca abandona á los que sinceramente le sirven, y los carlistas le hacen tantos regalos, que con ellos puede suplir lo que le falta... De D. Jaime nada le digo. Usted ha venido con él. Es el peor, el único malo de la tertulia. ¡Lástima que algunos garibaldinos no sean D. Jaime, y que D. Jaime no se llame garibaldino!... ¡Pobre doña Elisa y pobre María Fernanda!... La charla duró mientras duró la cena. Micaela acompañó luego al Vicario hasta la habitación que le había destinado. Era una sala amplia y bien ventilada, de blancas paredes y piso lustroso de puro aljofifado. Una consola, sobre la que descansaba viejo espejo de dorado marco; sencilla mesa chapeada de nogal; antiguo sillón de resquebrajada gutapercha y media docena de sillas, componían el mobiliario de aquella humilde habitación. Entre las cortinas de la alcoba veíase blanquear las ropas de la cama. Cuando se hubo quedado solo, el Vicario abrió la maleta y empezó á ordenar en la mesa los libros y revueltos papeles de que estaba henchido su seno. En este trabajo invirtió buen rato, retenida su atención por las innumerables notas que había tomado en cuartillas y cuadernos, repletos de letra clara y menudísima. En terminando su ímproba tarea se quedó suspenso, con los codos apoyados en la mesa y los ojos fijos en las pilas de libros dispuestas en los ángulos. Al tibio fulgor del quinqué, la ancha frente del solemne sacerdote aparecía partida por el hondo pliegue, revelador de una atención muy disciplinada para concentrarse sumisa al primer mandato imperativo de la voluntad. Las ideas y recuerdos dispersos y entremezclados en las copiosas notas comenzaban lentamente á resurgir y tomar ordenado puesto en el cerebro del Vicario, que era como adquirir persistencia y latente vida. Se encontraba en el más arduo y difícil período es la vigorosa afirmación del necesario vivir; la desazón de la clase media, que conquistando la riqueza y con la riqueza el poder, no sabía ya á qué aspirar; la aristocracia decadente, que con el dinero perdía tesoros inapreciables, de raras virtudes, como el amor á lo bello, la delicadeza y la gracia que sólo sienten los seres privilegiados y los que han dejado los groseros instintos de la baja animalidad en el tamiz depurador de las sucesivas generaciones... Le anunciaba también el advenimiento de un superior ciclo social, el inte-lectualismo de nuestra activa época, cuya influencia es al presente más apremiadora y difusiva que en los anteriores siglos juntos. Los intelectuales eran los mayores enemigos de la sociedad. Unos la atacaban sin misericordia, dirigiéndose al pueblo cautivo, que al requerimiento de la ardiente propaganda osaba ya alzar la frente dura pegada al suelo misérrimo. Otros, afanosos de notoriedad y pan, escribían para las clases acomodadas, haciendo labor no menos cruda de disolución, sembrando en las almas el desaliento y la tristeza ó dejando un grano de roedora ironía en las creencias centenarias y milenarias de nuestros progenitores, que no se arrostraron á explorarlas con la serena luz de la razón... Por distintos procedimientos y por rutas varias laboraban á porfía unos y otros en la preparación de una nueva Humanidad... El escepticismo amable; la versatilidad y la ligereza ambientes; la necesidad de aturdimiento y olvido; el desvío que en el fondo se siente por la Patria, musa que ayer inspiraba las batallas y hoy sagrada sólo de nombre; el neurosismo — llamado mal del siglo y también «enfermedad de gran porvenir» — con sus inquietas y vagas ansias; el profundo horror á cuanto supone perseverante esfuerzo; el desamor á la vida; el secreto afán al reposo eterno..., todos estos.signos de vencimiento que caracterizan á nuestra presente época, ¿no serían otras tantas aspiraciones negativas hacia un nuevo ideal de presentida gloria?... Por la frente del Vicario pasaban, continuos y atormentadores, los saetazos de la duda. En mirando con penetrantes ojos á las edades pretéritas y observar cuán poco había mudado el fondo moral de los hombres, se preguntaba si no sería estéril esfuerzo aspirar á su mejoramiento. Los labios se le contraían entonces en una amarga mueca de infinito menosprecio por la humanidad, y pensaba que lo más sabio sería refugiarse en el tranquilo seno de la filosofía perroniana y considerar al mundo como una perenne ilusión, sin pretender nunca salir de la universal malla, ó lo que sería mucho mejor para bien vivir: adoptar la muelle posición de un epicúreo, y desde su alta torre ebúrnea asistir, dulce é irónico, al grato espectáculo de las pasiones humanas, revolviéndose impotentes y mugidoras á su alrededor. Pero estos pensamientos, al bajar del cerebro, jamás arraigaron veinticuatro horas en la conciencia del Vicario. Bajo la impasibilidad del gesto y la rigidez de la externa apostura, vigilaba su naturaleza afectiva para que los fríos consejos de la mente no apagasen los ardorosos mandatos del corazón. Y era imposible que sus sentimientos no se exaltaran, cuando los penitentes le hacían prolija relación de sus mortales congojas... ¡Los penitentes!... Por ellos no había podido enfrenar el corcel de su naturaleza indómita. Al verlos contritos y ahinojados, sacando del pecho la carga abrumadora de antiguas historias ó de diarias minúsculas culpas que van taladrando la conciencia lenta y porfiadamente; al referirle con obstinado ahinco la privación del momento, el menudo deber incumplido, la reyerta doméstica disipadora del mutuo amor que atrae y conforta á las almas, entonces comprendía que ni el mundo era una perpetua ilusión, ni él debía ser un escéptico. ¡Cómo había de serlo!... El dolor se transformaba ante su vista en la más notoria realidad del universo, y él se creía místico, con un misticismo suave y universal, que se resolvía en piedad y amor por cuanto existe y sufre. El penitente, aquél montón miserable de arcilla y vicios que tenía á sus pies, era lo más sagrado de la creación, por haberlo purificado el cilicio inexorable del dolor, y su penitencia era siempre leve y sus palabras estaban ungidas del bálsamo olorosa que cura los males del alma lacerada. Abismado en estas hondas cavilaciones, el Vicario no se dió cuenta del tiempo que pasaba. La frente la tenía más surcada por la profunda arruga característica, y su mirar se deslizaba errabundo é inexpresivo por el montón de libros y sobre las dispersas notas que concretaban sus pensamientos. De esta absorción le sacó una melodía suave y llorosa, que parecía más doliente en el silencio augusto de la noche. Era el Adiós de Schübert vibrando en un piano muy cerca de allí, y las notas aleteaban tristes y nostálgicas recordando antiguas dichas, para siempre muertas. Los objetos próximos volvieron á extinguirse para el Vicario, y de su alma, sensible al arte, se apoderó muelle dejadez. Los nervios le temblaron cual si los rozara el ala leve de la invisible Dea que inspira la música, y por todo su ser circuló la onda misteriosa de la pura emoción estética. Un nuevo mundo ideal reemplazó al mundo de las toscas realidades, y su espíritu se columpiaba blando y trémulo en las coloreadas nubes del inmortal ensueño. Pero ni siquiera en el éxtasis encontró mucho tiempo la paz consoladora, que hasta en la beatitud artística sentía la marea enervante de la insondable tristeza. —¿Quién sería capaz — pensaba el sacerdote — de sentir en este prosáico lugar con tanta fuerza el arte para arrancar al mudo piano aquellas patéticas sonoridades que hacían nido en su sensible pecho? ¿Habría allí cerca algún alma gemela de la suya?... ¿Sería?... ¿Sería la bella viajera de los ojos azules y cabellos rubios como el Amor?... El piano enmudeció tras largo lamento, y la gravedad del silencio dió más prestigio al triste Adiós de Schübert, que siguió resonando opaco en el corazón del forastero. —¿Quién será?—murmuró inconscientemente. Y una voz secreta le repitió dentro: —¡Es ella!... ¡Ella es!... ¡La melancólica viajera de los ojos azules y los cabellos rubios!... El Vicario se levantó del viejo sillón para abrir las maderas que daban á la calle. Las sombras sólo la poblaban, y allá muy alto, algunas estrellas seguían titilando entre los negros manchones de nubes amenazadoras que otra vez encapotaban el cielo. Por la ventana mal cerrada de la casa vecina filtraba el mismo hilo de luz. Allí — pensó el Vicario — estaba el misterioso ser que, deseando revelar sus penas, las comunicaba confidencialmente al sensible instrumento amigo. El sacerdote cerró el balcón y se dispuso á dormir. Cuando empezaba á conciliar el sueño, sintió el canto perezoso del sereno: —¡Ave María Purísima... ¡Las once y tres cuartos!... ¡Nublado!... Los pasos del nocturno vigilante fueron acercándose lentos y rítmicos; luego cesaron de resonar. Gimió ásperamente la llave en la casa frontera; oyóse murmullo de palabras dulces y estallar de prolongados besos, y en seguida rumor de personas que se alejan; silencio y gravedad después... El Vicario cerró los ojos, y al poco rato su conciencia desmayada sólo percibía algo muy tenue y remoto, fragmentos imperceptibles de Adiós alternados con la perezosa canturía del sereno, que se desvanecía en el sueño: —¡Ave María Purísima!... V Los siguientes días oyó el Vicario la misma lastimera melodía que en la magia de la noche resonaba más quejumbrosa, y su oculto afecto fué en progresivo aumento por el invisible ser que con tanto amor localizaba el alma inspirada en los ágiles dedos para que á su contacto exhalase la sonora caja aquellos largos sollozos que pusieron en vela su curiosidad. Cada día que pasaba la voz secreta le repetía con mayor instancia que el tierno intérprete del Adiós era su melancólica compañera de viaje, que enviaba la última despedida á las sonrosadas ilusiones que acariciaron su mocedad dichosa. Pocos desvelos le hubiera costado salir de tan mortificantes dudas; pero no quiso interrogar á Micaela sobre nada en que pudiera recelar su interés. Sin creer en la casualidad, el Vicario contaba siempre con la colaboración de dos importunos huéspedes: lo imprevisto, que en los momentos críticos altera los mejor concebidos planes, y el tiempo en todas ocasiones. En ellos fió ahora para disipar sus pertinaces dudas. Era domingo, el tercero de su llegada al pueblo, y hacía una tarde hermosa. Cruzado de brazos en el balcón asistía indiferente al lento desfile de personas majamente ataviadas, que iban al campo en busca de sol y oxígeno. La gente le miraba un momento de reojo, seguía adelante cuchicheando impresiones de su aire extraño, y tornaba á volver la curiosa cabeza hasta perderse á lo lejos. Á retirarse iba del balcón cuando vió, no sin extremecerse de sorpresa, doblar la esquina al matrimonio en que tantas veces pensara. Intensa palidez de muerte cubrió su rostro, y el surco de la frente se le marcó más hondo. — ¿Por qué esta mutación tan súbita? — pensó rebelándose contra sus obscuros sentimientos. — ¿Qué me importa á mí esa pareja?... — Pero inconscientemente se llevó la mano al corazón, que latía con descompasado ritmo. También el matrimonio reparó en el sacerdote. Venía el marido embozado en holgada capa azul, y sobre el embozo reposaban cómodamente las anchas mandíbulas; el pantalón, de grandes listas claras, bien ceñido á las zambas piernas, hacía más visible la deformidad de los pies calzados con anchos zapatos de gamuza y suela de cáñamo. Ella parecía tan triste como al volver del nupcial viaje. Envuelto el talle en lustrosas pieles, su cabeza se erguía altiva, contrastando con la mansedumbre de sus claros ojos... El Vicario observó que aumentaba la zozobra de su espíritu, y sin poderlo remediar establecía secretas relaciones entre aquella mujer y la música nostálgica de Schübert, que tantas veces le sumergiera en el azul y blando Océano del vivir inconsciente... De pronto, cual si le asaltasen antiguas olvidanzas, ó como si lo soñado en la remota edad de los risueños desvarios adquiriese por generosa y súbita merced del Cielo apariencia tangible, dióse cabal cuenta de que aquella mujer era la única que podía reemplazar en su desierto pecho á la muerta y llorada Claudia, amable encarnación de la pura idea que allá en su floreciente juventud, bien luego seca por temprana vejez, había deseado para dulce y casta esposa... Viéndola marchar solemne y rítmica, alta la frente coronada de oro, la resignación en los ojos y la amargura en los labios, sintió admiración por ella, pensando que ninguna reina infortunada podría ostentar con mayor alteza la majestad del continente no vencido. Á compás del matrimonio que se acercaba, la agitación del sacerdote era más grande... ¿Sería ella la invisible maga que tocó el piano?... ¿No sería?... ¿Entrarían en la casa vecina?... El marido miró hacia el balcón, y al sentir el choque de la ardiente mirada que desde arriba chispeaba fuego, inclinó la cabeza en un saludo que tenía mucho de humillación. La pareja se detuvo un momento en la puerta de enfrente, cambió algunas palabras de despedida, y Don Jaime se alejó, tomando el camino del Círculo Católico. El Vicario pudo respirar libre de incertidum-bres. Sabía ya quién era la misteriosa mujer que le había emocionado con su música dulcísima. Ni siquiera se le ocurrió retirarse del balcón, ambicioso de mirar á la casa vecina. Ella, María Fernanda, había descorrido los blancos visillos que celaban discretamente las ventanas, sentándose frente á una señora de blanquísima cabeza y agudos perfiles, en la que quiso reconocer la dama enlutada que recibió en sus brazos á la hermosa joven al bajar de la diligencia. Las dos mujeres consideraron un momento al Vicario bajando en seguida la vista hasta la calle. Una niña se acercó retozona y bullanguera á la reja, golpeó gentil los cristales, y luego de enviarles largo beso, escapó ligera como un pájaro. Poco airoso parecíale al Vicario continuar en el balcón; pero un fuerte impulso le retenía estático. En su ayuda vino Micaela: —¿Por qué no se retira, señor? Va usted á quedarse yerto si continúa quieto. Luego le sugirió la idea de dar un paseo por la carretera, que es donde la gente se congregaba los días festivos. El Vicario le dijo dibutativo: —No sé qué hacer... Tal vez salga; pero aún es temprano... Luego, luego... Micaela se acercó al balcón, y después de pasear una mirada distraída por la calle, saludó á la ventana de enfrente con sonrisa amable. —¿Conoce usted á esas señoras? —le dijo el Vicario entrando en la habitación. Micaela repuso cerrando los cristales y descorriendo las cortinillas para atalayar desde adentro: —¡Naturalmente! En este pueblo nos conocemos todos, y especialmente á la familia de D. Guillermo... ¿Quién podría desconocerá Don Guillermo de Robles?... ¡Que Dios Todopoderoso le haya perdonado su delito en pago del mucho bien que hizo en el mundo!... —¿Delinquió? —Se suicidó, que es peor, Mire allí enfrente á su viuda... ¡Si usted supiera cuánto ha sufrido la desventurada estos dos años últimos! El cabello se le ha vuelto blanco, ha perdido su antiguo cólor de rosas y ha envejecido antes de hora. Para mayor lástima dicen los médicos que Doña Elisa está tísica... —¿Y qué dice ella?... —Que se cumpla la soberana voluntad del Señor. Sólo teme por su hija, que á ella nada le importa vivir ni morir. Es una resignada que pasa sus días llorando y elevando oraciones al Cielo para que se apiade de su pobre esposo. El Vicario permaneció suspenso. Luego dijo meditativo: —Dichosos de los que tienen fe y esperan en el Señor, última tabla de salvación. Micaela, que interpretó en otro sentido las palabras del sacerdote, le miró con respeto: —¿Y se puede esperar de Dios la salvación de un suicida?... ¡Dicen que no! Esa idea de las penas eternas constituye el gran dolor de la infeliz Doña Elisa; pero es triste, muy triste que un hombre lleno de bondades como D. Guillermo de Robles se haya perdido para siempre, ¿verdad, Sr. D. Iñigo? El Vicario sonrió imperceptible y amargamente al observar que él, un descreído, aún podía infundir en los demás fe confortadora, y dijo paternal y tolerante: —¡Quién sabe, quién sabe!... Es muy posible que D. Guillermo esté salvo... Terrible delito es el suicidio; pero la misericordia es el más noble atributo del Altísimo... ¡Quién sabe, Micaela!... La justicia es fría y sobre fría estéril; la clemencia y el amor son inmortales... ¡No hay que desconfiar nunca! —¡Si Doña Elisa le oyera!... El Vicario guardó silencio, pensando que quizás sería un delito arrancar de las conciencias ingenuas la esperanza en Dios, mientras que la idea de Él no se sustituya con otra capaz de aquietar los espíritus conturbados. ¿Lanzar al hombre en las negruras de la desesperación irredimible, no sería un crimen, el más infando de todos? Micaela insistió: —Doña Elisa recibiría incalculable consuelo oyendo sus palabras, mi señor D. Iñigo. Á ella le parece muy horrible que su marido no se salve... ¿Por qué no la visita usted?... El Vicario hizo un leve movimiento de sorpresa; indicóse en su frente la honda línea reflexiva, y sin contestar á la petición de la sencilla Micaela, le preguntó fríamente: —¿Y por qué se suicidó? —¡Ah, señor Vicario de mi alma! Yo no puedo explicármelo. Por motivos de honor, asegura la gente. Algunos han celebrado el suicidio de D. Guillermo diciendo que hizo lo que á su condición y buen nombre era debido. Sostienen que si un comerciante no puede cumplir con los empeños de su palabra debe matarse ó vivir deshonrado, y D. Guillermo de Robles, que ponía su honor sobre todas las cosas, decidió en mala hora poner fin á su existencia... ¡Señor, Señor, que así se coloque en trance de perderse para siem pre un buen cristiano por rendir acatamiento á lo que desatentadamente disponen los hombres! —No todos guardan en su alma la fuerza heroica que se necesita para violar las torpes leyes que la loca Humanidad se impone. ¿Y cuál fué la causa de su desesperada muerte? —Pues verá usted, señor Vicario... Don Guillermo se había significado por sus ideas radicales, y andaba muy metido en política con los hombres de la capital. Su esposa le repetía frecuentemente: —«Profesas con excesiva buena fe las ideas, Guillermo, y piensas que los otros obran con tu misma lealtad. Modera los entusiasmos. Repara que mientras los demás hacen su negocio traficando con los empleos públicos, tú abandonas los tuyos, huyes de casa, haces viajes á Madrid, realizas incesantes propagandas, socorres liberalmente á cuantos se te presentan invocando la comunidad de ideas... Con este raudal de gastos, suscripciones públicas y otras cien socaliñas, tu partido devora lo mejor de nuestras rentas. ¡Piensa en tu hija María Fernanda, y persuádete que por ese camino vas derechamente á la ruina!» Don Guillermo reconocía que los consejos de Doña Elisa eran muy atinados, y siempre hacía propósito de la enmienda; pero como le sobraba corazón, clientela y crédito, jamás pensó en serio que la ruina pudiera rondar su casa. —¿Y sobrevino la ruina? —Á continuación de un grave motín que se promovió en la capital... (Bien lo recordará usted: aquél de la protesta contra el jefe del Gobierno)... Don Guillermo de Robles tuvo que huir y esconderse en la sierra hasta que pasara la tormenta. Aprovechando esta coyuntura, el desastre cayó aplastador sobre la casa. El cajero escapó con los fondos, y los dos dependientes principales, al ver que la ruina se cernía amenazando con dejarlos en la calle, saquearon los estantes del comercio en solo una noche. —¿Y no hubo manera de reparar el daño? —¡mposible. Doña Elisa comunicó la desgracia á su esposo; pero éste no podía hacer nada. El Jefe del Gobierno estaba irritadísimo; se había instruido proceso por los desórdenes de que fué víctima; menudeaban las detenciones, y se buscaba á D. Guillermo por todas partes. Cuando el peligro hubo pasado, el pobre señor sólo tuvo tiempo de salvar algo de lo que su esposa aportó en dote y pegarse un tiro, dejando que los acreedores se repartiesen los últimos despojos. —¡Hasta en el error hay nobleza! — murmuró pensativo el Vicario. —Más nobleza que en la gente de este pueblo, señor mío; bastante más nobleza; pues ha de saber que como aquí había algunos acreedores, cayeron sobre la desgraciada viuda apenas llegó con su hija, y no cesaron de atormentarla noche y día, hasta que para vivir tranquila y que no se escarneciese en su presencia la memoria del infortunado esposo, vendió á D. Jaime, hoy su yerno, las fincas patrimoniales para abonar cuanto D. Guillermo debía. Á cambio de este rasgo, ninguno de los muchos que al suicida eran deudores ha pensado en que la viuda apenas tiene lo necesario para vivir modestamente. —Pero... ¿Y su yerno, qué hace? —¡Su yerno!... ¡Ay mi buen señor! Usted no conoce á ese gavilán... Su yerno no sirvió para estudiar ni para proseguir la fabricación y los negocios de su padre; pero en conservar el capital contante y sonante no hay avaro que se le VI D esde la salida del pueblo la carretera se extendía como una sierpe de plata por espacio de dos kilómetros; luego comenzaba á ondular graciosamente entre claras viñas y obscuros olivares, y se desvanecía como hilo sutilísimo en los últimos lugarejos recostados en las faldas de la gláuca sierra que limitaba el extremo confín del sinuoso valle. Los días plácidos del invierno y los atardeceres del estío llenábase el polvoriento camino de gente bien prendida para recibir gozosa los halagos del sol ó la blanda brisa que bajaba galopando de la montaña enhiesta. Al terminar la conversación con Micaela, el Vicario también salió á recibir el tibio tributo solar, que regocija al rico y presta vida al miserable. La gente hormigueaba en la carretera. Un airecillo suave hacía flotar ligeramente las capas de los hombres y ahuecaba truhán las vanas faldas de las mozas, que reían y chillaban alegres de aquella hermosa libertad, como si no las acechase el siguiente día con su desazón de fábricas y telares. En los cuatro zafios escalones que servían de pedestal á la Cruz de Piedra y donde los fieles se prosternaban en oración, algunos zagales irreverentes habían encontrado cómodo banco para ver el desfile de lindas muchachas y dirigirles algún torpe requiebro, que los demás celebraban con escandalosas risotadas. Algo más abajo de la Cruz, y frente á un viejo edificio rectangular que en invierno como en verano servía de asiento y sede á los políticos encargados de gobernar el pueblo, surgían dos sendas que paulatinamente se alejaban del camino principal. La de á mano izquierda, casi desierta siempre, inclinábase hacia el cauce del semidesecado río, y la de arriba, practicada al pie de verdes ribazos, era el ordinario é incómodo paseo de los que rehuían mezclarse á la algazara de la carretera. Este era también el paraje por donde cuotidianamente solían discurrir algunos librepensadores, gente arriscada y orgu-llosa de no padecer lo que llamaba rancias supersticiones de aquel pueblo atrasado y levítico. Al frente del grupo iba ahora un joven morenu-cho, nerviosillo y apasionado que peroraba audaces apologías de la República. Sus compañeros ahilaban detrás por la angosta senda, recibiendo taciturnos las enseñanzas que el entusiasta joven les ministraba. Y si éste les repetía algún párrafo tomado de memoria al grandilocuente tribuno que en la capital arrebataba de pasión á las muchedumbres, decían entre exaltados y sombríos: —¡Es menester que venga; es necesario que aplastemos al jesuíta!... Y el joven aseguraba enérgicamente: —¡Vendrá!... ¡Puedo aseguraros que vendrá!... Me lo prometió la última vez que le saludé, y él nunca falta á la palabra que empeña. Carretera adelante venía otro grupo de hombres que no perdía de vista á los librepensadores. Al pasar ante la Cruz de Piedra se descubrieron devotamente. Componían el grupo los católicos, tan firmes y decididos como los librepensadores en el sostenimiento de su fe. Cuanto á los ideales políticos, no había perfecta unanimidad, pues mientras el bravo sargento de caballería que los mandaba, González de Brea, era carlista ardiente, había liberales que nunca jamás pecarían de inconsecuencia por haber luchado contra las huestes facciosas del sanguinario Cucala, y pesar en su conciencia integérrima la tradición familiar que por igual les transmitió el amor á la libertad y la fe inextinguible en la Santa Religión Católica. Estéril fué que el sargento intentase varias veces persuadirles con razones reveladoras de su mayor cultura que el liberalismo era enemigo de la Religión, y que sólo D. Carlos podía ofrecer garantías de noble ayuda á la fe inspiratriz de nuestros mayores; aquellos relapsos le argüían siempre con una obstinación que hacía muy alto honor á lo acendrado de sus convicciones, que nadie fué tan liberal como Nuestro Señor Jesucristo, y aún se alargaban hasta sostener que Cristo fué el primer republicano en el mundo, y también ellos lo fueran por seguir en todo al Divino Salvador, si el republicanismo actual no estuviese tocado de impiedad. Comprendiendo esta tarde el buen González de Brea cuán difícil era discutir sobre puntos tan escabrosos, prescindió de sus grandes lucubraciones para identificarse en lo fundamental con los amigos que le acompañaban. Y lo fundamental era defender la Religión, amenazada por los enemigos de enfrente. Y apresurando el paso González de Brea miraba con altanería al cabecilla librepensador, que de buena gana dividiría en dos con sólo un vigoroso mandoble, si le permitiesen requerir su sable guardado en un hondo arcaz, juntamente con algunos documentos muy amados: el nombramiento de oficial carlista, el acta de casado y la escritura de una viña hipotecada. Pensando en la hora dulce de la necesaria venganza, González de Brea marchaba altivo y perorando recio al frente de los suyos, militarmente erguida la cabeza, ondeando al viento la rizada barba negra, retador el mirar é insolente el pecho poderoso, que aspiraba con ávido placer el aire de la tarde y lo emitía con titánico y resoplante impulso. Su diestra mano esgrimía un fuerte bastón, no más pesado para ella que pluma leve, y la izquierda se elevaba solemne y autoritaria, rígido el índice, que luego de permanecer algunos segundos inmóvil esperando el dictado del verbo elocuente, se movía rápido y enérgico en un poderoso impulso que le circulaba por todo el brazo. Al llegar á la altura del bando rival, González de Brea acentuó la comba del pecho, retirando hacia atrás la cabeza hermosa, y dijo en alto estilo para que le oyesen: —¡Sí, amigos míos!... Somos los fuertes, y ¡ay! del que nos dispute el éxito. Y blandiendo terriblemente el herrado bastón, pasó seguido de su gente, que miraba de soslayo al enemigo vencido. Meses hacía que los ánimos estaban concitados por la activa propaganda de un jesuíta que había concedido preferente cariño á aquel pueblo. La Encíclica de León XIII sobre la cuestión social sirvió de ocasión propicia al P. Benavente para reputar su ardiente celo religioso, fundando buen golpe de Círculos Católicos Obreros en donde difundir el socialismo cristiano. Era el P. Benavente un jesuíta joven, gallardísimo, docto en ciencias sagradas y profanas y orador que sabía suplir la falta de grandilocuencia con la exquisita distinción de los ademanes y el tono de la voz, amoroso y cándido, virtudes que superaba en la conversación, tan untuosa y sugestionadora, que ni los más tenaces adversarios podían sustraerse al mágico influjo de su palabra inefable. A este prestigio de la bella dicción asociaba tal actividad el dulce hijo de Loyola, que no tardó en granjear merecido renombre de invencible catequista, y le bastaron muy pocos meses para fundar Círculos Católicos en casi toda la provincia. Este pueblo sedentario fué el que con más entusiasmo secundó su iniciativa. La antigua Sociedad de Socorros Mutuos, dirigida recatada-^ mente por librepensadores, se despobló bien pronto, y sus socios ingresaron en el Círculo Católico: unos por presentir mejor parte, y otros por consejo de sus mujeres, en quienes la palabra fecunda del bello P. Benavente había reverdecido su hereditario fervor religioso. Pero la mayor parte transmigraron á la lozana Sociedad Católica por miedo á la indigencia que les representaba, lívida y descarnada, la actitud de los patronos negándose á recibir en sus casas á los obreros que no fueran católicos y no siguiesen literalmente las inspiraciones del suave jesuíta. El Círculo Católico estaba ya fundado, y sólo hacían falta algunos detalles, como dependencias y decorado. Allí fraternizaron desde el primer instante pobres y ricos, que éste era el apostólico ensueño del fundador, y así lo quiere y manda la Religión, en cuyo seno radica la verdadera solidaridad... Cierto que no tardó mucho en advertirse la repugnancia de los ricos en codearse con sus beocios servidores; pero esta repulsión es defecto inherente á nuestra flaca y soberbia naturaleza, y sería injusto culpar á la Religión ni al generoso ignaciano. El Círculo estaba fundado, pero la inauguración solemne dilatábala su patrocinador y guía para más adelante, cuando el tiempo abonanzase, ó quizás en el estío, sazón excelente, porque habrían vuelto los muchos hijos del pueblo que en el resto del año vivían fuera. Para entonces prometía llevar á los principales elementos oficiales de la ciudad y lo más florido de la juventud católica, dando así honra al pueblo y lucimiento al acto. La soberbia de los dominadores tenía en vilo á los radicales, gente pobre en su mayor parte, pero creyentes de buena ley, y ellos también deseaban revelar pujanza trayendo á un joven orador de extraordinaria acometividad y apasionada elocuencia, que tiempos atrás tuvo el admirable atrevimiento de retar al sabio P. Benavente á pública controversia. Sólo en el ardor de su tribunicia palabra confiaban los exiguos radicales para no desaparecer como fuerza local después de la tremenda derrota que había sufrido su Sociedad de Socorros Mutuos; pues aunque los católicos decían en descrédito del vibrante orador que en los momentos de mayor peligro había escapado dejando á D. Guillermo de Robles al frente de la masa amotinada, sus correligionarios le redimían de toda culpa, sosteniendo que en múltiples ocasiones había corrido cárceles y destierros... Los católicos tomaron asiento en un ribazo no lejos de sus enemigos, para provocarlos con incisivas miradas. La gente seguía circulando dichosa entre ambos grupos, desajena á sus mutuas querellas. Era la mayoría de los paseantes muchachas del pueblo y jóvenes tejedores ó artesanos que se habían posesionado de la carretera aquel día de fiesta en que las familias lucidas organizaban novenas y rosarios por no mezclarse á la pobretería que holgaba. En los rostros de las gozosas obreras notábase que los ligeros carmines habían brotado al azote del viento, y que con estos matices de aparente vida se solapaban la clorosis y anemia producidas por la tacañería del sustento con la colaboración de la ímproba tarea diaria que durante doce horas habían de consumar en lugares malsanos, inclinados sus breves cuerpos sobre el telar, y llevando con pies y manos un rítmico concierto extenuante... Rígido, austero, observando con ojos sagaces los pensamientos é intenciones que en sus gestos y actitudes revelaban grupos y personas, pasó el Vicario arrebujado en su negro manteo. Los radicales le enviaron una mirada acariciadora, presintiendo en el desterrado sacerdote á un secreto libertador, que no iba al Círculo Católico ni sustentaba cordiales relaciones con los demás Vicarios, los cuales le atribuían ya achaques de satánica soberbia y comenzaban á tenderle las finas hebras de la murmuración, de la insidia aleve, de la reticencia embozada que suelen formar la oculta urdimbre de lo que, andando el tiempo, ha de convertirse en calumnia audaz. González de Brea le saludó con un leve signo de cabeza; pero tan glacial, que trascendía á forzada ceremonia cortesana. Y el sacerdote continuó su camino rígido, austero, desflorando á veces una incipiente sonrisa enigmática. VI Al caer de la tarde, D. Iñigo Interián de Bar-nuevo desanduvo el camino recorrido, convirtiendo el examen de las personas en el de la naturaleza circundante. El término del pueblo estaba limitado por los montes que lo rodeaban. A su izquierda corría recta una cordillera monda, rocosa, sin otra vegetación que la mezquina de los tomillos, romeros y aulagas nacidos entre cortantes pizarras, que sólo servían de fugaz alimento á los hornos de la villa. A una altura como de cien metros, la montaña aparecía arañada por picos y azadones, que con prolijos esfuerzos habían extraído las piedras para plantar algunas viñas en tan áspero suelo. Con estas piedras el hombre había hecho altas calzadas que sustentaban amplios rellanos de tierra donde poder sembrar algunas mieses. Acumulando tomillos y romeros bajo grandes montones de la improlífica tierra, el campesino los encendía durante semanas enteras para que el manto de cenizas sirviera de algún alivio y atenuase lo infecundo del suelo. A la derecha de la carretera extendíase una ondulante zona como de dos ó tres kilómetros, y en seguida comenzaban las agrias estribaciones de otra sierra, en cuyas laderas también se veían blancos arañazos de los picos y azadones que se habían esforzado en conquistar una mínima parte de fertilidad al seno moroso de la naturaleza. Era esta última sierra de dominio común, y á ella iba el enteco y triste jornalero los domingos libres y los días lluviosos del invierno que sufría necesario paro, á extraer las reacias piedras del monte y plantar luego algunos almudes de maíz ó trigo, que si el año era muy próspero podría rendirle hasta medio cahíz de grano para conllevar la perenne escasez de los tiempos. Frecuentemente una enfermedad ó prolongada ausencia de trabajo le reducía á obstinada inacción, y un amo cualquiera se posesionaba de la parcela con tantos afanes y trasudores arrancada á la sierra inclemente para remunerarse de las cuatro monedas anticipadas al mísero campesino. Huraña é intratable la naturaleza, altos y fragosos los pelados montes que rodeaban el pueblo, los crepúsculos jamás infundían al espíritu la suave melancolía que lo abstraía de las cien necesarias preocupaciones diurnas y le hace concebir la universal armonía de los seres y las cosas. Con las v sombras de la tarde sentía caer el Vicario la tristeza pesada y sin encanto de los parajes desolados y malditos. Los anchos horizontes de rosa y nácar que dilatan el ánimo oprimido; la vastedad de los campos fecundos que llenan el alma de grata placentería; las montañas coronadas de nieve que vivifican y exaltan aspiraciones latentes ó dormidas; el aspecto del mar, sereno ó alborotado, sugiriendo pensamientos de eterna grandeza ó poblando el pecho de secretos tumultos conquistadores; cuanto induce á la plena realización del ideal glorioso ó invita al blando ensueño, estaba de allí proscrito para siempre. La tierra esquiva y los feos montes retenían al hombre con atracción ineludible, y la inteligencia cautiva perdía su audacia para volar por nuevas y no presentidas zonas. ¡Y cómo influía este ambiente de parvedad y desolación en el carácter del pueblo! Mezquinas, apegadas á lo vetusto, las generaciones se deslizaban calladas, depositando sucesivas capas de rutina sobre el espíritu ahogado, que adquiría inalterable fijeza para que los hombres de otras latitudes pudiesen estudiar una edad muerta mucho mejor que en esas antiquísimas ciudades sepultas hace veinte siglos entre escombros. Ideas, sentimientos, pasiones, todo sufría el rápido influjo petrificante de aquel medio uniforme y triste. Hasta el lenguaje se había anquilosado, y si el forastero aportaba al pobre léxico alguna palabra, símbolo de un nuevo sentir, bien pronto la intrusa moría de abandono y vergüenza, perseguida encarnizadamente por burlas y rancios decires. Un momento hubo — un momento nada más — en que el alma postrada del pueblo quiso aliviarse de moho y surcar ligera por desconocidos espacios. Pobre de alientos, cayó vencida al primer impulso para esperar resignada la muerte. Desesperados aquellos labriegos de poder arrancar á la entraña usurera de la tierra el preciso sustento, dieron en el acuerdo de fabricar rústicos paños. Las mujeres hilaron lana en ingenuas ruecas, y los hombres se tejieron las primeras piezas. Asnos famélicos como ellos les transportaron el burdo género á los pueblos comarcanos, y su venta, vara á vara, les dió apenas lo necesario para malvivir y continuar tan mezquino tráfico. ¡Improba era la tarea, pero no más ímproba que la de arañar perdurablemente el suelo estéril, y aún les quedaba, como promesa risueña y confortadora, la esperanza de un porvenir mejor!... Haciendo milagros de doméstica economía, mermando un poco á lo necesario para sumar otro poco al ahorro, elaboraron mayor cantidad de paños, cuya solidez, si la finura no, los hizo aceptables en varias provincias, donde el campesino necesitaba género de confianza que resistiese como él todos los rigores: el calor y la lluvia, la suciedad y los años. El pueblo prosperó paulatinamente. Sobre las viejas cuevas de trogloditas practicadas en la piedra viva de la montaña, erigiéronse muy holgadas casas que pudieran contener lanas y telares, y aquellos ancianos, duros sufridores, y aquellas ancianas que hilaron albas vedijas para hacer las medias de sus maridos en exiguos ratos de vagar, fueron padres complacientes de una nueva generación de señoritos alfeñicados, llena la cabeza de humo, que se desvanecía ligero al primer soplo de la suerte adversa; niños cursis é ignorantes que vestían de chaquet para ir al casino ó á la carretera y perdían el verdor irreconquistable de la juventud entre pasatiempos y bostezos, en lugar de continuar la obra de sus padres, mejorando y renovando los instrumentos de trabajo por ellos empleados en la iniciación de sus fabriles labores y que ahora se apolillaban y herrumbraban en las polvorientas cambras, donde ya no se oía el resonante golpear de los activos telares ni el confuso zumbido de las devanaderas movidas vertiginosamente por la grasienta mano de la canora operaría... Ricos los padres, conservadores los hijos, pobres los nietos... Los tres grandes ciclos que otros pueblos emplean siglos en recorrer, los había cerrado éste en el breve espacio de una sola vida... Aún quedaban venerables reliquias animadas de aquella primera edad, heroica y creadora, que tenía por lema: «Luchar á brazo partido contra el destino huraño.» Aún dominaba la casta conservadora, de que era arquetipo D. Jaime, el varón más rico del pueblo, el más orgulloso y el más inepto también. Sus consejos resumían toda su plebeya filosofía y el método que debía observarse en la vida: á los que tenían dinero heredado, recomendábales que no lo arriesgasen en audaces empresas; á los que iban en seguimiento de la fortuna, les decía que ahorrasen aunque hubieran de escatimar más de lo justo, pues en la economía tiene su base y asiento la riqueza; á los que comenzaban á trabajar, les aconsejaba que siguiesen el buen ejemplo de los viejos, enriquecidos fabricando paños y vendiendo ellos mismos lo que fabricaban... Los padres crearon el modesto capital; los hijos descansaron confiadamente en él, no lo acrecentaron con el tráfico: el más afortunado sólo pudo conservarlo incólume, pero la herencia lo dividió en partes, y los nietos sólo recibieron fragmentos insuficientes para satisfacer nuevas necesidades de lujo y regalo que desconocieron los antiguos... Muerta la voluntad en aquel ambiente de pobreza y rutina, moldeada la vida en lo que se había sido, no en lo que se era, ningún descendiente de rica familia se hubiera creído honrado volviendo á cavar las viñas que con sus rudas manos plantó el próspero abuelo, ni moviendo el telar, años há mudo y arrinconado... Triste por no encontrar un ideal en el curso de su precaria existencia; fluctuante entre la molicie insípida y el temor de arriesgar en los negocios su exiguo patrimonio; roída de continuo el alma por el gusano interior de ambiciones malogradas y ansias no concretas, la nueva generación era la más infeliz de cuantas la habían precedido y de las que pudieran seguirle en su rápido ocaso. Quizás los hijos de estos hijos, no habiendo asistido al pasado esplendor, tuviesen el heroísmo de desceñirse la señoril corbata que les unía á otra clase, tiránica por sus preocupaciones. A los padres les faltaba la temeridad que implica semejante resolución, y antes que mancharse en el lagar ó exponer su menguado patrimonio en un más perfecto instrumento de trabajo que atajase la total ruina de la industria, prefería ingresar, por más decoroso y seguro, en la estéril y aborrecible casta de los empleómanos, ó recorrer, caballero en ridículo rocín, los pueblos comarcanos á la rebusca de señorita hacendada, aunque no hacendosa... Y los que, bastante más valerosos, huían del pueblo acosados del hambre, ambién llevaban en el seno gérmenes tan avasalladores de decaimiento y muerte, que su última esperanza azul en medio de la turbulenta vida, era retornar á los antiguos lares, humillar la rugosa frente sobre la tierra amada, y que el fúnebre surco acogiese propicio sus mustios despojos. Meditabundo y distraído en la contemplación de aquella naturaleza dura para el hombre, el Vicario prolongó su paseo hasta llegar, dando la vuelta al pueblo, á un edificio largo, muy largo, de bajas paredes acribilladas de ventanas. Una gigantesca chimenea de ladrillos rojos encaperu-zada de negro surgía de su costado izquierdo. Paralelo y adyacente al gran edificio corría un jardín, seco y abandonado. Desde una vecina eminencia el cementerio proyectaba su sombra fatídica y letal sobre la silenciosa fábrica que en más dichosos tiempos atormentaba incesantemente con el tumulto de los émbolos, el escandalizar de los silbatos, el girar vertiginoso de las ruedas y volantes que le daban apariencia de colosal organismo animado. Desde que la industria había venido en lamentable decadencia, el férreo gigante de complicada estructura estaba mudo, dormitando su pereza á la sombra vencedora del callado cementerio, y sólo algunos días del verano el ingente tubo de ladrillo exhalaba débiles y tardías columnas de humo como avergonzado de enviar tan mezquina ofrenda al tosco dios del trabajo, que gusta embriagarse con el negro incienso que surte de las fábricas y talleres. VI L a visión del campo y del pueblo parecíale al Vicario que justificaba el carácter levítico de sus constantes habitadores. Los primeros meses de estancia los consagró á estudiar la pe-culiarísima é inconfundible fisonomía de aquel lugar. Abandonado, olvidado en un rincón esquivo de feracísima provincia, lejos del mar, lejos de fáciles vías férreas que allanan las comunicaciones, sólo el súbito nacer de la industria pudo dar apariencias de vida holgada á aquella villa circundada de campos yermos y de montañas calvas. Durante el breve período de pujanza agrandóse la población hasta contener más gente extraña de la que allí naciera. Con la rápida decadencia, las casas volviéronse harto anchas y las personas se encontraron con medios sobrado estrechos para vivir. Empujados por la necesidad, que siempre hurga y espolea á los débiles, fueron saliendo en largo éxodo los que sobraban y estableciéndose en la extensa Mancha, en la distante Andalucía, en la remota Extremadura, doquiera el hambre ó el negro sino los echaba. En el viejo lar sólo permanecían las esposas y las hijas — las hijas y las esposas solamente — contando los luengos meses que faltaban para recibir al esposo y al hermano. Si el año era abundante en dones, al cabo del año regresaba el padre, que el hijo rara vez volvía tan pronto al desamparado hogar. Era el retorno ansiado por la plenitud del estío. La casa se llenaba entonces de alborozo santo, y á la quietud discreta — sólo interrumpida por la murmuración y el rezo — sucedía la alegre actividad de los negocios. Con el dinero ahorrado en once angustiosos meses de mortal trabajo, escatimando en los gastos hasta frisar en la tacañería, comprábase alguna lana para reanudar en, alquilados telares la fabricación de los géneros que habían de vender en el siguiente año. Durante la breve época en que los expatriados volvían, el pueblo cobraba parte de sus perdidos visos. En el Casino rumoroso, en la polvorienta carretera, en la apacible tertulia familiar, hablábase sin descanso del comercio, de pocas esperanzas y muchos temores para lo porvenir... ¡Ay, habían pasado ya los buenos tiempos del pueblo, los tiempos felices en que cualquier hombre se enriquecía presto!... ¡Si los viejos tuviesen que conquistar ahora sus hermosas fortunas de 25.000 ó 30.000 duros!... El progreso, el maldecido progreso había importado la moda, que sin cesar se renueva, en villas y aldeas, y nadie demandaba el rico paño negro ó pardo que vivía años incontables. La borra vil, el algodón y hasta el zafio esparto, perfectamente manufacturados en las opulentas fábricas que Satanás mismo había establecido en Barcelona, Sabadell y Tarrasa, llegaron á derrotar el tosco pero generoso paño, permitiendo vender á muy bajo precio género de tan vistosa superficie como mezquina longevidad. Sólo entre la ínfima clase del pueblo, que apenas compra, seguían privando los artículos del olvidado lugar, algo adulterados á la sazón, porque la mucha competencia obligaba á introducir la odiosa borra para abaratar el precio. Y era preciso trabajar, aunque el trabajo maldito no remunerase tanto esfuerzo. Peor, muchísimo peor estaban aquellos señoritos desdeñadores de los negocios, vagando descoloridos por las calles, hastiados, torcida la boca por fría mueca de amargo escepticismo, vilipendiados en las sempiternas murmuraciones de ancianos y mujeres que parecían zumbarles en los oídos el continuo «¡Anda, anda!» que martirizaba al Judío Errante. Haciendo abstracción de estas diferencias económicas aportadas por las alternativas del tiempo, el pueblo perseveraba en sus ideas, prejuicios y hábitos fundados en la quietud y el sueño, á que aspiraban vehementes sus desterrados hijos. Morir en silencio y descansar por siempre á la sombra propicia de los recordados cipreses, era la postrer ambición de aquellos vencidos. Y el regocijo más puro de sus torturadas existencias, el que sentían al regresar definitivamente á los nativos hogares, allá en el indeclinable término de su vital carrera. Al divisar en medio del camino la misma rígida Cruz de Piedra que los había despedido; al percibir los mismos tejados, negros y tristones que los había cobijado; el mismo campanario de enhiesta y sutil saeta que en las mañanas invernales celaba la densa niebla; el truncado castillo roquero, morada de brujas y fábrica de encantamientos que tantos sustos les diera de niños; en fin, al contemplar en la cumbre más alta y agreste — dominando el castillo, y el campanario, y el pueblo, y la Cruz de Piedra—, aquella otra Cruz, gigantesca, desolada y trágica, que los había visto salir jóvenes y los veía tornar con la cabeza plateada, el pecho se les hinchaba de congoja y del corazón les brotaba, aunque no supiesen formularla los labios, la patética salutación esquílea: «¡Oh, tierra de Argos! ¡Oh, suelo de la Patria! Al término de mis años vuelvo á tí en este claro día. De tantas esperanzas defraudadas, por fin he alcanzado una, la que nunca imaginé lograr: ¡Morir en Argos y tener mi sepultura en su tierra queridísima! ¡Salve, oh, tierra!» Idéntica revolución moral se operaba en el que tenía la dicha de volver al pueblo para que pías manos le cerrasen dulcemente los ojos á la luz de la vida. El que en muchos lustros de áspero rodar por el mundo había olvidado las cristianas preces que aprendió de niño, tomábalas otra vez de memoria para recitarlas en mecánico tono al presidir los cuotidianos yantares, ó cuando sentado en patriarcal sillón á la vera del fuego escuchaba el fatídico son de la campana plañendo largamente por las ánimas que en el Purgatorio penan sus mundanales culpas. Los primeros tiempos eran de porfiada rebeldía. Parecíale al nómada que era de excelente tono perseverar en los hábitos de indiferencia ó desdén adquiridos durante su errátil vida buscando la suerte esquiva. Estaba muy en su punto que las mujeres rezasen y oyesen misa. Al fin carecían de más placenteras distracciones en aquel pueblo de perenne aburrimiento, y el santo temor de Dios las conservaba puras de tentaciones y pecados mientras el hombre surcaba España. Pero su facultad de resistir habíase agotado resistiendo á su negra estrella, y no tardaba mucho en someterse dócil á las súplicas acendradas de la esposa y las hijas... Las oraciones empezaban á fluir, torpes y con desmayo, de sus incrédulos labios. Y como era inveterada costumbre que las personas de pro fuesen todos los domingos á misa, á ella iba el antiguo bohemio, complaciente y engalanado, dichoso y ufano de poder acompañar á las personas más queridas de su corazón. A la misa sucedían las confesiones, á éstas las frecuentes comuniones; y puesto ya en el trance del mucho conceder que afloja la voluntad, pronto sobrevenía el ingresar en cofradías, el preceder vela enhiesta al predicador que se enderezaba al pulpito, el tomar directa parte en cuantas procesiones y solemnidades religiosas organizaba el pueblo. Las ideas modernas que apasionan los ánimos; los descubrimientos magníficos; las transformaciones de la sociedad, sólo llegaban allí como lejanos y confusos ecos, como turbias rodantes olas que se deshacen en liviana espuma al tocar la desierta playa. Sólo en las columnas de algunos periódicos, al lado del ígneo hogar, leían á través de lucientes gafas aquellos cansados ojos los grandes sucesos que preocupaban al remoto mundo, y en los obscuros limbos de su empobrecido intelecto forjábanse terroríficas presunciones sobre gentes hoscas é inhumanas, locos sombríos y pálidos fantasmas aulladores, que con el puñal ensangrentado en la temblorosa mano avanzaban ebrios y frenéticos bajo trágicas banderas negras, alumbrando su fatal camino con el rojo resplandor de las bombas estallantes y proclamando con gestos satánicos el apocalipsis de una sociedad y la próxima aurora de un nuevo mundo utópico donde se realizase la para ellos absurda é imposible ilusión de que no hubiese pobres ni ricos, propiedad ni dinero, religión ni familia... El Vicario, que profesaba la máxima de «saberlo todo para perdonarlo todo», perdonaba al pueblo sus defectos y desvarios; pero no obstante su carácter meditativo y su propensión al aislamiento, hacíasele insoportable la idea de vivir mucho tiempo en aquel medio sin policía espiritual ni más alta aspiración que llegar silenciosamente al epílogo de sus inexpresivas existencias. El mismo empezaba á sentir — cuando apenas habían circulado cuatro meses — enervamiento en el alma y laxitud en el cerebro. También él barruntaba que sobre su ágil espíritu se cernía, pesada como una niebla de invierno, la tristeza insondable y fea de aquel pueblo. En olvido yacían sus pacientes notas, gérmenes fecundos de páginas y capítulos; la visión intelectual, ancha y coloreada que del libro se le había revelado en el silencio solemne de una noche poética, se desvanecía lamentablemente como un halo, quedándole sólo en el cerebro nimbos fosforescentes que perdían en intensidad á medida que se espesaban las sombras brumosas que lo invadían. Las ideas aún pululaban en su misterioso laboratorio; pero se había roto el mágico hilo de oro que las engarzaba... Apagábase en su corazón el puro hogar que acalora y vivifica los sentimientos... ¿Estaría condenado ¡él, que sólo vivió de la vida anímica! á sentir frío en el pecho y negruras en la mente?... ¿Pasaría ¡él también! por el opaco mundo sin dejar una estela de luz?... ¿Cómo poder contener los avances de esta muerte moral, que era la única muerte que le infundía miedo?... Entonces pensó en la viuda y en su hija, otros dos seres condenados á destierro perpetuo: la una, forzada á llorar su triste viudez, llena de temores; la otra, condenada á sobrellevar la cruz de un marido ineducado y soberbio... ¡Si él pudiera prestarles alguna ayuda y reavivar, al contacto de sus penas, los antiguos sentimientos en trance de fenecer!... IX Una mañana de lluvia y hastío reparó el Vicario que Micaela le rondaba. Algo quería decirle; pero el sentimiento de profundo respeto que el hierático sacerdote le inspiraba impedíale hablar sueltamente. En una de sus idas y venidas por la habitación detúvose ante D. Iñigo In-terián, y haciendo un esfuerzo le dijo con timidez y candor: —¿Por qué no las visita usted? El Vicario afectó que no la entendía, y volviendo distraídamente la cara para contemplar el monótono caer del agua, preguntó á su patrona: —¿Cómo?... —Que debiera de visitarlas... —¿A quién?... —A ellas, á las vecinas de enfrente. El Vicario arrugó la frente é hizo un leve gesto de sorpresa. Viendo que callaba, Micaela se aventuró por segunda vez: —Le recibirían bien; puedo asegurárselo, señor D. Iñigo. —¿Y cómo lo sabe usted, señora? —Porque días pasados se me ocurrió referir á doña Elisa las frases de piedad que tiempos atrás tuvo usted para la memoria del malogrado D. Guillermo de Robles. Difícilmente puede usted figurarse el contento que recibió la bondadosa señora al sentir renacer la esperanza de que su esposo fuera salvo. El Vicario miró á Micaela con tan impasibles ojos, que la pobre mujer empezó á temblar como si corriese azogue por su cuerpo. —¿Y con qué autorización se atreve usted á trasladar mis palabras á otros oídos? ¿Sabe acaso si le dije verdad ó fué simple presunción mía? Ella le suplicó temerosa y contrita: —Le ruego que me perdone si he incurrido en alguna indiscreción; pero ¡quiero tanto á doña Elisa y á su hija!... ¡Me apesadumbra tanto ver-las sufrir!... ¿Qué consuelo podré negarles si de mí depende?... El sacerdote volvió á callar, moviendo tristemente la cabeza. Este tácito asentimiento de su acción animó á la ingenua viuda: —¡Vaya usted, D. Iñigo!... ¿Por qué no quiere ir?... —¿Yo?... ¿Y para qué?... —¡Para consolarlas y ayudarlas!... Viven aisladas, sin relaciones de amistad sincera. Usted, en_su calidad de sacerdote austero, podría prestarles inapreciable servicio, aquietando á esas dos almas conturbadas. —¿También María Fernanda sufre? —Ella nada dice; pero yo bien leo en su cara que sufre más hondamente que doña Elisa... No es D. Jaime el hombre que conviene á una mujer como ella... Ni siquiera la deja disponer con libertad en el interior de la casa; tan egoísta y tacaño es, que le tasa los gastos semanales por miedo de que entregue el dinero á su madre... ¡Mírela usted!... Mírela humilde y vencida detrás de los cristales. Largo rato hacía que María Fernanda estaba contemplando el cielo gris en una mirada inacabable y nostálgica. Tenía las manos cruzadas en actitud devota sobre el pecho; las rosas suaves de sus mejillas empezaban á decolorarse, y la sombra de tristeza que sobre ellas pasaba dábale apariencias de estatua, resignada y mística. Quizás pensaría la infeliz, mirando el plúmbeo cielo, en otra segunda patria inmortal, libre de importunos sufrimientos. Tal vez su fantasía cruzaba anhelosa el dilatado espacio, siguiendo la leve imagen de un quimérico amador. Al bajar los ojos hasta el suelo, su mirada chocó con la mirada negra y eléctrica del Vicario, que resistió un momento; luego hicieron súbita aparición en su rostro los carmines de la vergüenza, inclinó dulcemente la rútila cabeza y se retiró de los cristales, dejando caer los visillos. Micaela fué la primera en romper el silencio al desaparecer María Fernanda: —¿Irá usted, D. Iñigo? El Vicario respondió con resolución: —No. —De veras lo siento. ¡Pobres señoras!... —Por eso me abstengo. Son señoras, y no debo cultivar su trato... ¿Olvida usted el escándalo de D. Pedro? —No todos son iguales... Sobre que yo nunca he creído en ese escándalo, ó mejor dicho (pues el escándalo ha sido muy cierto), en lo que dicen de D. Pedro... ¡Ay, señor! ¿Quién podrá vivir en este pueblo libre de asechanzas? Aquí no existe la vida de sociedad; se carece de paseos y distracciones, y es necesario hablar de algo... Como los asuntos faltan, las lenguas se ejercitan en la murmuración. —Que es el más agradable y entretenido ejercicio, ¿verdad?... —¿Por qué dice usted eso?... —Porque también se murmura de mí. —¿Y quién se lo ha dicho, señor Vicario? —Todos y ninguno. Por mucho que oralmente me dijesen, siempre ocultarían algo. Y yo no ignoro lo que la gente piensa y murmura de mi persona. La calumnia, lo mismo que el elogio, forman un ambiente que rechaza ó atrae, y esa atmósfera á nadie impresiona de un modo tan directo é inmediato como á los que vivimos en el retiro, lejos de las pasiones tumultuosas que alteran la sublime serenidad del ánimo. Facilísimo me sería, sencilla y bondadosa Micaela, señalarle con el índice quiénes por mí sienten simpatía y quiénes me vituperan... Un gesto vivaz, una mirada casi imperceptible, una palabra que escapa sin referirle importancia el mismo que la pronuncia, una mutación inconsciente del que á nuestro lado pasa, un signo cualquiera, es más expresivo y facundo para quien sabe interpretarlo que todos los artificios razonados con que solemos exteriorizar nuestros odios y nuestros amores. .. ¿Quiére usted que le repita cuanto de mí ha oído? ... —¿Qué podrá usted repetir, señor Vicario, si nada me han dicho? —¿De veras? ... ¿No le han preguntado qué hago, cuándo como, á qué hora me acuesto, en dónde está mi familia? ... —Pero eso no tiene importancia. —También le habrán dicho que soy un hombre rodeado de misterio, un excéntrico... —Eso es natural; su aire... —Todo es natural en la vida, y por serlo, dice D. Jaime que soy un espíritu orgulloso é intratable. —¡Señor Vicario!... —Y los Vicarios que soy un pedante y un soberbio envanecido. —Pero ¿quién le dice á usted esas cosas? —Todos y nadie... ¿No proclama el pueblo entero que algo grave oculto en mi pecho: amores sin ventura que me obligaron á salir del mundo é ingresar, lleno de luto, en la Iglesia...; quizás algún crimen inexpíado y terrible.tal vez un principio de locura que me hace misántropo y sombrío? ... ¿No dice todo esto el pueblo? ... —¡Vamos, mi señor D. Iñigo! Usted exagera. Lo menos piensa que todos le miran con malos ojos... —¡Oh, no, señora; bien sé que pasando el tiempo logro nuevas simpatías! ¡Ojalá fuese de otro modo, y no suscitaría celos ni rivalidades peligrosas!... Entonces me dejarían vivir en paz... Pero, ¿qué digo?... Quizás sea preferible que me zahieran y escarnezcan para que la atonía inva-sora no me seque el corazón y el cerebro... ¡Sí que es preferible!... ¡Todo menos terminar mis días siendo uno de tantos! Fórjese cuanto antes la calumnia libertadora, supuesto que ya no tengo fuerzas bastantes para romper yo mismo el nudo de este indigno vivir, que me identifica á ellos, á usted, á cualquiera... —¿Y es posible que guste usted de ser calumniado? - \ . —¿Por qué no, cuando la calumnia puede aportarme grandes bienes?... Micaela se santiguó en oyendo estas palabras. Luego dijo: —¿Pero no desvaría usted, D. Iñigo? El Vicario prosiguió como si no la oyese: —Siento ya la fuerza incoercible emanando de las palabras que respecto á mí se dicen... Como las deidades antiguas ejercían su invisible influjo, propicio ó adverso, sobre los héroes homéricos, así presiento la lucha que sobre mi cabeza están empeñando el amor y el odio. El querer de los caídos está conmigo... Quiérenme esos pobres diablos que se llaman radicales; quiérenme las mujeres humildes, que en el tribunal de la penitencia me piden la protección y el consuelo que les niega una sociedad egoísta y fría; quiéreme, y me busca, doña Elisa desvalida, que lleva hincada en el cerebro la obsesión contumaz de su esposo...; tal vez María Fernanda perseguida por los celos... —¿Quién le ha contado que D. Jaime está celoso? Nada he oído á ella. —Usted misma ha dicho hace poco que no es D. Jaime el hombre que conviene á una mujer como María Fernanda. ¡Oh, es sobrado bella para que el tosco espíritu de un lugareño, lleno de preocupaciones, no tenga miedo! El está orgulloso de ser el único señor de tanta hermosura, y á fuer de tacaño, teme que le roben tamaña prenda de vanidad, la mayor que en la vida se ha permitido. María Fernanda era pobre; Don Jaime imagina que hizo muy noble acción sacándola de su miseria... El mero pensamiento de una falta deshonesta le hiere y exacerba: de su propia vanidad lastimada por quiméricas dudas ó remotas posibilidades, brota espontáneamente la negra flor de los amargos celos... ¿Pero á qué viene hablar de cosas tan naturales?... Digo que la calumnia ha empezado á condensarse sobre mi cabeza, y la tempestad rompería luego fragorosa si á la confabulación de los poderosos quisiera oponer yo la fuerza del pueblo, que me seguiría obediente y entusiasmado. Pero no; ni necesito al pueblo, ni quiero arrastrar tan pesada cohorte de dóciles autómatas. —¿Y no hará nada para evitar el efecto de esas maquinaciones que usted presiente, y que yo creo simples temores que en la soledad asaltan su imaginación? —Nada. Yo no puedo contrarrestar una á una las infinitas necedades que contra mí formulen labios ociosos... ¿No ha visto usted esos cromos que se exponen en algunos comercios de mercería?... Hay allí un gigante caído y una turbamulta de viles enanillos le aprisiona, tejiendo sobre su cuerpo yacente espesa red de finos hilos, que serían fáciles de romper uno á uno si no fuesen tantos ni se entrecruzasen en tan varias direcciones... Yo soy como ese gigante, y el Cura, los/ Vicarios, D. Jaime, cuantos por mí sienten envidia ó injustificados recelos, son esos encaperuza-dos gnomos que en la sombra me persiguen y tienden celadas. —Y llegará un momento en que, por no defenderse á tiempo, se verá usted preso por los pies, por las manos, por el cuerpo entero, entre tanta fina hebra que la maledicencia teje incansablemente; ¿no quiere usted decir eso?... —Preso me verán; pero como yo soy mucho más ágil y robusto que el gigante del cuento, ¡quién sabe si cuando más esclavizado me crean los enanos no me encontraré yo más libre y audaz! El triunfo de ellos quizás sea el principio de mi mayor triunfo, porque me ayudarán con sus injusticias á deshacer estos cobardes lazos que me retienen en afrentosa vida. *— ¡Me dan miedo sus palabras!... ¿Qué piensa hacer usted, señor Vicario?... —Guardar silencio, buena mujer; pues me parece que estamos perdiendo lastimosamente el tiempo en vana locuacidad. —¿De manera que está usted resuelto á no visitarlas?... —No. Ya me buscarán ellas. —¡Jesús, bendito y alabado!... ¿Pero qué dice usted, señor?... —Que me buscarán ellas. —¡Ellas!... ¡Es verdad; no había pensado en que hay un medio seguro!... Doña Elisa, cuando menos, quizás le visite!... Sus escrúpulos de enferma son tan grandes, que por saber si D. Guillermo de Robles se encuentra salvo sería capaz de condenarse ella. X Los Vicarios no habían declarado abierta guerra á su compañero; pero cualquier atento espíritu hubiese podido anotar varios síntomas que la anunciaban y preparaban. Aquel sacerdote austero, de ancha y pensativa frente, adquiría rápidamente más prosélitos que sus cofrades. La naturaleza humana se siente atraída con fuerza ineludible por lo desconocido y misterioso, y las personas iban conducidas por mágica atracción hasta el silencioso Vicario, en cuya alma creían presentir hondos y sombríos abismos. Como el pueblo se dividía en bandos políticos, así la grey devota profesaba singular afecto á uno ú otro Vicario. Eran los dilectos meses antes dos jóvenes de dulce labia, entrometidos y alegres. Sus confesandas los sostenían con tanta pasión en las charlas de obrador ó costura, que las disputas degeneraban frecuentemente en escandalosas pendencias. Pero donde habían reclutado ambos jóvenes sus más firmes y tenaces defensoras es en el bajo pueblo. Cuando las lindas doncellas tenían que formar larga cola para recoger el perezoso hilo de agua que destilaba la fuente, sentábanse haciendo hilera al lado de sus toscos cántaros, y la conversación recaía más ó menos tarde sobre los inevitables Vicarios. Una sobrepelliz bien rizada, un sermón pronunciado el domingo anterior, una sonrisa de supuesta preferencia, daban materia suficiente para que las mozas discurriesen sobre el superior gusto y saber de ambos rivales, sobre las simpatías que profesaban á Petra ó Irene, yendo de las palabras quedas á las voces y de la lengua á las manos. Los sacerdotes nada hacían por evitar estas continuas pendencias entre las fieles; antes las estimulaban capciosamente, porque la defensa de ellas era el mejor incienso que podían quemar á su vanidad. Justo es confesar que antes ni después de Don Pedro ningún otro Vicario dió motivo para más grave censura. Don Pedro había compartido la boga con sus dos citados colegas, y si él tuvo la debilidad de caer en pecado mortal, debido fué, como el señor Cura decía, por haberle tentado el enemigo malo. ¿Quién podrá resistir á un enemigo que lleva el nombre de Flora, que es provocador y risueño, que tiene una pequeña nariz picaresca y respingona? Flora fué quien le engañó; ella le indujo á probar la fruta del mal, vistosa de apariencia, rellena de podredumbre y ceniza cuando quiso tocarla... Se necesita ser mujer — Eva inspirada por la serpiente — para tener el valor de perder á un pobre hombre, riendo, jugando, cubriéndolo de oprobio... Cuando todo estuvo convenido, Flora fué á su padre, y lenguaraz en demasía, díjole riendo con estrepitosa carcajada, más de loca que de sensata... —Ha de saber, padre, que el Vicario D. Pedro me requiebra y hace promesas. Como nosotros somos pobres y necesitamos alguna ayuda, yo le he dicho que esta noche la pasaría usted en el campo y podría encontrarme sola... Aunque socarrón y bromista, el viejo no pudo oir con paciencia el término del vergonzoso relato que su descarada hija le hacía. —Yo soy pobre — voceó colérico —, pero muy honrado, y no puedo consentir que una desvergonzada como tú me cubra de sonrojo al rematarse mis días. Y queriendo castigar á la chiquilla con un buen trato de cuerda, cogió la que á prevención guardaba para atar los haces de leña cuando iba al monte, y fuese derechamente hacia ella. Flora se encaramó de dos brincos en lo alto de la escalera, y volviéndose á su padre le gritó sin parar de reir y haciendo picarescos mohines: —¡Téngase, padrecico, téngase quieto!... ¡Jesús, nunca le vi tan furioso!... ¿Pero no ha comprendido que todo es chanza? El padre se aquietó oyendo estas palabras, y recelando alguna donosa picardía de su hija, empezaron á chispear con malicioso contento sus ojillos bachilleres: —¡Cuéntame, cuéntame! — le dijo. — ¿Qué diablura se te ha ocurrido? Flora bajó de la escalera sin poder resistir las comezones de risa que sentía recordando la treta imaginada. Su padre insistió espoleado de la curiosidad: —Responde, muchacha. ¿Qué truhanería has preparado? —No quiero decírsela ahora; sería capaz de evitarla. —¡ndícame algo siquiera. —Pues ha de saber que pienso castigar á ese alabancioso de D. Pedro. Así no volverá á decir que las mujeres del lugar estamos perdidas por su persona. —Será una broma, ¡eh!... —Sí, una broma que le escueza. —¿Pero no correrá riesgo tu honra?... —Ninguno. Usted estará conmigo. — ¿Puedo ayudarte en algo, chiquilla?... —A reir cuando sea hora. —¿Cuál es? —Las dos de la noche. Media hora antes de la indicada, Flora despertó á su padre: —Arriba, que es la una y media y el galán no tardará en llegar. El viejo le replicó soñoliento: —Dejémonos de bromas, hija, y vete á dormir. —¡Pues no faltaba más!... Quédese usted en la cama; pero yo no renuncio á darle un buen escarmiento. —¡Mira chiquilla que estas historias son peligrosas y suelen acabar mal! —La mía sólo puede rematar en risa. El viejo saltó de la cama. Flora le recomendó: —Procure no hacer ruido, porque si él se enterase de que está usted en casa todo habría fracasado por hoy. —Tendremos que apagar la luz... —De ninguna manera. Ya le dije que estaría encendida para que no tropezase al andar en busca de mi cuarto. —¡Repara, muchacha, en el paso que vas á dar, no sea que tropecemos y caigamos nosotros! ¡Si alguien se entera que á las altas horas de la noche ha entrado un hombre, de nada nos valdría decir que yo estaba dentro! —No tenga miedo, y vamos, que es tarde. —¿Qué debo de hacer yo? —Póngase á la vera de la puerta; pero sin mover ruido. —¿Con un palo? —Con la soga. —Eso es arriesgado, hija mia... ¡Figúrate que en lugar de romperle la cabeza me la rompe él á mí!... ¡Mira, lo mejor que podemos hacer es dormir tranquilamente y no meternos en libros de caballería! —Acuéstese, padre, y déjeme hacer á mí sola. —Estás loca, Flora. ¿Qué te has propuesto? —Coger á D. Pedro en un lazo para que le vea todo el mundo. El nudo corredizo de la soga dará buena cuenta del pájaro. —¿Pero no pretenderás de tu padre que le eche el nudo al cuello cuando entre por la puerta?... —¿Pero tan torpe es usted que todavía no me ha comprendido?... —¡Vamos, ya caigo en la cuenta!... Eres el mismo demonio, chiquilla... Pesada es la broma, pero tendremos risa para rato. ¡Pobre hombre, y qué chasco le espera! —El tiene la culpa por ser un alabancioso. Cuando Flora vió á su padre apostado tras la puerta, se acercó ella tosiendo levemente para que el gentil trasnochador la oyese, si por ventura estaba ya en acecho. Luego descolgó la llave de una alcayata y la puso en el suelo. Don Pedro no había llegado; pero á los cinco minutos oyóse en lacalle el tácito pisar de alguien que cautamente se acerca. Poco después asomaron bajo la carcomida puerta dedos blancos y carnosos; en seguida una mano pulcra y bien cuidada que tentaba, se deslizaba en busca de algo. Flora se llevó el delantal á la boca para contener el impetuoso escape de su risa retozona. El viejo le hizo un guiño picaresco y pasó el aleve lazo por la coquetona mano aristocrática, que al sentirse aprisionada quiso huir como pájaro en una red cazado. Don Pedro forcejeaba desde afuera, y cuantos más esfuerzos hacía por desasirse más sañudamente le mordía el nudo. —¡Tira, tira! — decíale Flora —. ¡Tira, qué tienes para rato! Convencido su padre de que la presa no podía escaparse, le dijo á la moza: —¿Y qué hacemos ahora? —Ate usted la cuerda bien tirante al atravesaño, y vámonos á dormir, que ya es tarde. Don Pedro pronunció un juramento, y seguidamente denuestos verdes contra la burlona: —¡Infame, miserable, traidora! ¿Para esto me has traído engañado? ¿Quiéres perderme, mala mujer?... ¡Suéltame pronto, antes de que la gente pueda enterarse!... Dentro sonaban las risotadas del padre y de la hija. Ella decía: —No podrá quejarse, D. Pedro; la noche es hermosa y á usted le gusta trasnochar. ¿Verdad que esta aventura le hubiese hecho menos gracia en invierno? Y el viejo añadía, chocarrero y zumbón: —No se apure, padre cura; ya le traeremos á un monaguillo cuando amanezca para que le ayude á celebrar misa. Cansada de maldecir la víctima empezó á implorar: —¡Por todos los santos, se lo suplico!... —Perdone por Dios, hermano. —¡Que no ganaremos nadie si la gente se escandaliza!... ¡Pídanme lo que deseen, que juro dárselo mañana mismo!... ¿Por qué no hacen el favor de quitarme este nudo? —¡Hasta por la mañana ha de estar ahí para que los trabajadores puedan ver, cuando vayan al campo, á un Don Juan Tenorio ensotanado! El miedo de D. Pedro se hizo pavoroso al aparecer en la esquina una luz que avanzaba temblorosa: —¡Por Jesucristo Santo! Suéltenme pronto; córtenme la mano, pero que no me vea el sereno... En el interior de la casa resonó larga carcajada, y en seguida cuchicheo de uno que desea poner término á la burla y de otro que quiere perseverar hasta el fin. El canto desapacible del vigilante se oyó cerca: —¡Ave María Purísima!... ¡Las dos y media!... ¡Serenooo!... Don Pedro murmuró desolado: —Estoy perdido. —¿Quién gruñe por ahí? — dijo el sereno enfocando la linterna. Por un instinto de conservación, semejante al que obliga en los pájaros á esconder la cabeza bajo las alas, el sacerdote arrebujó la suya con el manteo, sirviéndose de la mano libre. Supersticioso é ignorante el sereno, parecíale de mal agüero aquel informe bulto negro que rebullía en un quicial. Muchos fantasmas habían hecho su nocturna aparición en el pueblo, pero casi todos solían ofrecerse á los humanos ojos altos como los más altos tejados, blancos y puntiagudos como velas latinas, luciendo un fuego fatuo sobre sus cabezas invisibles. El sereno empezó á temblar pensando si aquel obscuro rebujo sin forma animal ni humana sería algún terrible monstruo del Averno evocado por el grupo de espiritistas que tanto miedo inspiraba á los buenos creyentes, y temeroso de acercarse á él, se santiguó primero, extendió en seguida la mano puesta en cruz, y con muy fuerte tono para que la voz acallase al miedo, exclamó: —¡En el nombre de Dios te lo pido!... ¡Dime si eres persona de la tierra ó alma del otro mundo!... El bulto conjurado se removió, gruñó; hizo crujir, temblar la puerta. El conjurador sintió helársele la sangre, los pelos se le crisparon, el farol se le escapó de la mano, rompiéndose con estrépito en el suelo. Temblando, retrocediendo como si hubiese visto al demonio en persona, repitió atropelladamente el conjuro: —¡En el nombre de Dios Todopoderoso te mando que me digas si eres alma del otro mundo! El espantoso fantasma se agitó, bramó; hizo retemblar la puerta, la casa, la calle entera... Esto era mucho para humano. Dudando entre usar el chuzo ó huir en alocada fuga, el azorado sereno empezó á tocar terriblemente el pito de alarma. Otros pitos le contestaron en seguida; después otros más remotos... Casi al mismo tiempo abriéronse algunas ventanas, los candiles titilaron aéreos y voces sobresaltadas interrogaron: —¿Qué sucede, sereno? —¿Dónde es el incendio? —¿Ha ocurrido alguna riña? Y el nocturno vigilante respondió más muerto que vivo: —Es un fantasma que no puedo separarlo de esa puerta. —¿En cuál está?... —En la de Flora. Viéndose perdido D. Pedro se atrevió á hablar: —¡Cállese por Dios, sereno, y no me comprometa! ¡Bastante caro estoy pagando mi atrevimiento! El sereno recobró los perdidos espíritus al oir la implorante voz, y acercándose más tranquilo al informe bulto, dijo asombrado: —¡Por la sangre de Nuestro Señor!... ¿Qué hace usted aquí, D. Pedro? ¿Por qué no se levanta? —Es imposible; me tienen atado... ¡Que no me vean, amigo; procure que no se acerque nadie; mi deshonra sería entonces inevitable!... Era tarde para salvarle. Los serenos llegaban velozmente atraídos por la señal de alarma. Las ventanas se habían cerrado, pero las puertas se entreabrían para dejar paso á hombres medio vestidos, armados de palos, hoces y horcas. Al enterarse de tío que ocurría el susto se trocaba en broma y zalagarda, y era cosa de oir lo que la gente decía: —¡Buen pez ha picado en el anzuelo! —¡Este zorro ya no caerá en otro cepo! —¡Sólo á Flora ó al burlón de su padre podía ocurrírseles esta diablura! Oyendo la zumba el pobre cautivo sudaba y trasudaba; angustias de muerte le corrían por todo el cuerpo, se le agolpaban á la garganta, le impedían alentar... El suplicio no se prolongó mucho... Al lado de la puerta oíanse risas comprimidas... ¡Su mano quedó luego libre del nudo, aunque sangrando de tanto forcejear!... Don Pedro se irguió avergonzado y mohíno, remangóse el importuno traje y escapó entre la gente que le aplaudía burlonamente, no parando de correr hasta llegar á su casa. A las siete de la mañana salía del pueblo en derechura á la capital. Con la fuga del enamorado D. Pedro los dos Vicarios jóvenes quedaron dueños absolutos del lugar, siendo el tema incesante en las conversaciones y disputas de las mujeres. Por eso los celos eran ahora más atrevidos, impidiéndoles ver serenamente que las mismas mujeres ensalzasen sobre ellos á su taciturno compañero D. Iñigo In-terián de Barnuevo. En vano sus émulos infiltraron la maledicencia en los oídos de las antiguas siervas, ni demostraron mayor celo en organizar cofradías y novenas en loor de la Virgen. La creciente boga del intruso arruinaba fatalmente su prestigio. XI D esde que ei alba florecía en domingo hasta bien entrada la mañana, las penitentes se agrupaban alrededor del confesonario esperando luengas y pesadas horas que les llegase el turno de ahinojarse á los pies del nuevo ministro. Nunca habían oído aquellas mujeres palabras más suaves ni calmantes como las vertidas sobre sus almas dañadas de pena ó culpa por el extraño sacerdote de fúlgido y persistente mirar. Diríase que la máscara inmutable y helada que su largo rostro ostentaba á plena luz, y que sus enemigos declaraban muestra de orgullosa altivez, se fundía tras la espesa rejilla del opacó confesonario. Hasta la voz, cruda y autoritaria, perdía sus habituales inflexiones de metal herido y llegaba hasta el prosternado susurrante y halagadora. Una mañana de llovizna y tedio en que los corazones lloran y lamentan muy hondo, como si el mismo cielo puesto de luto invitase á pensar cosas tristes, vió el Vicario á doña Elisa arrodiliándose muy cerca de su tallado confesonario. La pobre dama tiritaba de frío, y su negro manto de viuda, empapado en agua, se le adhería al cuerpo esquelético marcando la rigidez de los huesos. De cuando en cuando su enjuto pecho se contraía y dilataba violentamente para emitir débiles quejidos tosegosos, fatal indicio de próximo acabamiento vital. Un ojo linceo tal vez hubiese percibido en la tosquedad interior del confesonario la fría sonrisa enigmática de D. Iñigo Interián de Barnuevo. Lo que no hubiese penetrado es la intención de la sonrisa. ¿Denotaba el triunfal regocijo que procura el presentido cumplimiento de un juicio categóricamente formulado, ó la piedad que inspira un triste ser acechado de la muerte que le extenúa la cara y le abrillanta los ojos, más propensos ya á inquirir en remotos mundos que á mirar en éste?... Tiempo hacía que el Vicario anunció la visita de la viuda, pero el anuncio se realizó por fin. La fama misteriosa y atrayente del taciturno sacerdote, las frases de esperanza y consolación que meses pasados pronunció ante Micaela, y hasta las exhortaciones de ésta quizás, decidieron á la madre de María Fernanda. El alma sencilla y crédula de otras edades reencarnaba en doña Elisa induciéndola á buscar el manantial benigno de la eterna fe á los pies del confesor. De condición blanda y sumisa, las iniquidades humanas ni los reveses del hado podían encender pasiones tumultuarias en su pecho ingenuo; antes la perseverancia de la infelicidad mortiguaba la desesperación que arrebata y resolvía sus aflicciones en lluvia de lágrimas y en ondas suaves de misericordia y perdón. Era ésta la mujer cándida y buena de los siglos fenecidos; la que en los claustros medioevales, llenos de umbroso recogimiento, recibía las puras visiones angélicas. Los tiempos han cambiado en daño de las almas ingenuas. El soplo de la incredulidad filtra por todos nuestros poros y llega cauto hasta las conciencias más ardorosas, robándoles el calor de santuario en que esclatan las flores de los místicos ensueños. Ignorante de la ciencia, aunque sabedora de sus adelantos por las aplicaciones que de ella hacían los sabios, hubiese renunciado á todas las comodidades que al moderno vivir aporta la serie inacabable de inventos, por un sereno día de paz espiritual. Su razón no concebiría el desquiciamiento de la sociedad ni sus oídos sentirían los crujidos; pero sus íntimos órganos enfermos sí barruntaban confusamente el apocamiento de la fe y las diarias mudanzas de las cosas, con el rápido desvanecimiento de aquel mundo entrevisto en sus devocionarios y libros piadosos. Ni siquiera en el sacerdocio observaba la práctica cuotidiana de las virtudes sencillas. Ni de la vida monacal recibía la inspiración continua y el ejemplo austero de una fe radiante que anhela el cielo y desprecia por leve y transitorio el penar del suelo. Egoísmo, frialdad, mercantilismo: esto veía arriba y abajo, en el pobre y en el rico, en el seglar y en el cura... ¿Sería aquel Vicario de faz ascética y frente de marfil viejo una sombra escapada de entre las muchas sombras que guardaban sus antiguos libros de mártires y santos?... El caso de conciencia que tantas veces preocupó al sacerdote le apremiaba ahora más altanero y amenazador que nunca. No era preciso que escuchase á la pálida penitente. Su actitud temblorosa é inquieta de víctima que confía y espera, le anunciaba lo que á pedirle iba. Iba en busca de consuelo, iba á templar y fortalecer su fe, poniéndola en intimidad con la del confesor. ¡Y él era un descreído!... ¿Cómo podría dar de lo que no tenía?... ¡Qué hacer!... ¿No proclamaba la virtud de la sinceridad sin rebozos? Entonces tendría que abrir su pecho — mudo y hermético para los hombres, franco para él sólo en las horas angustiosas de meditación — y que de su recóndita urna viese el mundo salir larvas y negaciones... ¿Diría á la viuda afligida que eran sus temores vanos y el espectro incorpóreo del apenado suicida fugaz creación de su mente en delirio? Esto sería lo mejor, si doña Elisa hubiera de creerlo; pero ¿y si en lugar de calmar aquella alma creyente y religiosa por esencia la arrojaba en desconocidas tribulaciones y dudas, cuando tenía puestos los pies en los umbrales de la eternidad?... ¿Y se atrevería él mismo á sentar ninguna afirmación? El implacable análisis había desvanecido el bello miraje de una Ciudad Celestial que flotaba entre nubes de oro y púrpura allende la ribera ulterior que limita el Océano de nuestros turbulentos días; ¿pero el mucho pensar le había revelado el misterio de la vida y de la muerte? ¿Sabía por ventura la finalidad de la muerte y de la vida?... ¡Vivir, morir!... Las explicaciones de los sabios más audaces sólo habían conseguido aumentar su ignorancia sobre el hondo sentido de esas palabras, que se yerguen más obscuras y pavorosas cuanto más se las inquiere... ¿Cuándo surgirá el Edipo que rompa el eterno enigma, superable en impenetrabilidad y misterio al propuesto por el cruel monstruo te-bano?... Y él, ¡hombre que por veraz había sufrido persecuciones é injurias! El, ¡que sobre todos los dones ensalzaba el del noble pensar!, ¿debía hacer alianza con el engaño perpetuando en los demás la creencia en una religión caduca y agonizante, revestida de fastuoso ropaje que le prestaba mayores apariencias de salud?... Un deber tenía para consigo mismo y otro para con la penitente. ¿Cuál de los dos realizar? ¿Dónde la verdad que seguir?... ¿Será la verdad, como el deber, como el vivir, como el morir, problemas y más problemas que |nos asaltan en tumulto para tentar nuestra impotencia y burlarse de nuestro vano orgullo? ¿Será todo uno y lo mismo, según la expresión del filósofo, y lo que ahora es cierto será falso mañana, como hoy es malo lo que ayer fué bueno?... ¡Oh, si la penitente hubiese podido escrutiñar en la sombría caja! Quizás percibiera entonces los finos labios del sacerdote irradiando en la sombra una sutil sonrisa compuesta de amargura y escepticismo. ¿Qué hubiese ganado con ajar del todo aquel lirio, ya marchito por un viento de muerte? La mirada de la enferma no era tan sagaz que viese en las tinieblas interiores, y sus oídos, que es donde se le había aposentado el alma, estaban harto atentos á recibir el blando murmurar del invisible consolador que le prometía perdones y esperanzas. ¡Otra vez la sinceridad fué derrotada por la tolerancia!... ¡Viva el engaño, si una dulce mentira ha de traer venturas! Doña Elisa volvió periódicamente al tribunal de la penitencia. Quien no acudió es María Fernanda. El temor á su esposo superaba en mucho á la atracción que sobre ella ejercía su callado compañero de viaje. La antipatía que desde la muda escena de la estación profesaba D. Jaime al sacerdote, se acrecentó considerablemente cuando el rico burgués supo con cuánta acerbidad había censurado el intratable forastero su gestión durante los tres meses que era alcalde. ¡Sólo un necio, presumido y sensiblero, como el Sr. Interián — así tenía el pelo — podía dirigirle reproches! ¿Negaba alguien que en un trimestre de mando hubiese hecho por el pueblo más que sus antecesores en varios años? Amigos y adversarios decían muy alto que nadie le aventajaba en celo ni entereza. El, Don Jaime, era terror de gente maleante y custodio de la propiedad ajena. La pobretería, que siempre se queja de vicio y exagera su miseria, había dado en la mala tema de asaltar cercados y bancales para hurtar el fruto cuando aún no se hallaba en sazón. ¡Era un dolor ver por la mañana holladas las plantas, desgajados los árboles, la fruta enracimada dispersa y lacia por los tristes suelos! Con el pretexto de sufrir hambres y escaseces, las familias pobres vivían regaladamente cuando llegaban los estíos con lo que robaban á sus amos. En ningún país del mundo pudo verse desenfreno tan grande. Los propietarios sensatos, fueran liberales ó conservadores, estaban agradecidísimos á D. Jaime. El no tendría gran talento; pero voluntad y arrestos para descuajar abusos, le sobraban. Es verdad que nadie estuvo en condiciones tan propicias como él para imponer la moralidad por el hierro y por el fuego: como no aspiraba á la conquista del voto ni á granjearse la estima de diputados y caciques, las recomendaciones ó los halagos nada pesaban en su bien contrastada balanza. Como la propiedad es sagrada é intangible, y lo que el propietario más cuida, contra sus detentadores dirigió los primeros y tundentes golpes para que escarmentasen pronto. A una mujer que hurtó dos albaricoques impuso quince pesetas de multa; veinticinco á la que sustrajo cuatro manzanas, y un zagal sorprendido con la camisa bien henchida de uva, tuvo que pasar tres meses purgando su delito en la cárcel. Estos severos escarmientos, oportunamente aplicados, corrigieron de su feo vicio á la mala gente, que gusta de hacer daño á los ricos. Los propietarios podían ya dormir confiadamente y los guardas apenas si necesitaban celar... Total, ocho duros de multa y algunas semanas de arresto... ¿A cuántos duros y á cuántas semanas de encierro no subirían las penas impuestas en tantos veranos pasados, sin poder atenuar el daño? Don Jaime entendía la aritmética de muy distinto modo que el antipático Vicario. ¿Qué deseaba éste, que el contraventor de la ley fuese castigado con amonestaciones y multas de peseta? Esa forma de distribuir la justicia era buena para él, loco perseguidor de fantasmas, sin otra ciencia que la estéril é inanimada de los libros. De la ciencia profundamente humana, viva y palpitante, que no falla, podría enseñarle D. Jaime, cogiéndole por los deslucidos manteos y sacándole al campo: —Voy á demostrarte — le diría — cuán superior es el saber que procura la experiencia directa de los hombres y las cosas. Un solo ejemplo te bastará para que juzgues... Contempla desde este altozano á los trabajadores que cavan en la hondonada. Son mis trabajadores; los que á cambio de mis seis reales deben cavar de sol á sol... Toma,ahora este reloj y cuenta las azadonadas que dan al minuto: ¡Una, dos, tres, cuatro y cinco! Acerquémonos á ellos... ¡Ves!... Ob- N serva cómo pegan más recio y levantan mayor cantidad de tierra, apenas nos han visto. Cuenta, reloj en mano... ¡Una, dos, tres!... Creo que son siete los golpes dados. Y aún diría más D. Jaime al sabiondo Vicario: Le diría: —Es muy fácil sentirse humano y desinteresado cuando no se tiene nada que perder; pero figúrate en posesión de esta tierra que apenas rinde lo que cuesta, y si advirtiendo que puede darte el trabajador siete azadonadas por minuto le toleras sólo cinco, ó estarás loco, ó merecerás por sensible y compasivo que yo te vea algún día cavando como ellos. XII D on Jaime odiaba al Vicario, y tenía razón en declarar enemigo suyo al que hablase bien de D. Iñigo. Los rumores que circulaban entre las personas sensatas no podían ser más alarmantes, é implicaban la confirmación de los temores que siempre le inspiró aquel sombrío forastero. Satanás había entrado en el pueblo con disfraz de sacerdote para tentar á las mujeres é inducirlas en engaño con torpes errores promulgados desde el augusto confesonario. El cura le observaba atentamente, y sólo esperaba una ocasión propicia para comunicar al Arzobispo, sin temor á que le desmintieran, las horrendas patrañas que entre los fieles difundía el incrédulo Vicario. A D. Jaime no se le alcanzaba que este hombreó demonio pudiera tener otros defensores que la partida de librepensadores, verdadera facción del Infierno. Bastaba mirarle á la cara impenetrable y cruel ó considerar un momento sus ojos de azabache, por los que pasaban llamas abrasadoras del profundo, para comprender que su alma no podía albergar ideas sanas de cristiano. El Vicario llegó á persuadirse cuando supo la guerra que D. Jaime le hacía, de que por miedo á su esposo María Fernanda no le visitaría. Veíala todas las tardes, señaladamente desde que la enfermedad de doña Elisa se estaba agravando. La veía desde su casa, pero no le era posible hablarle... Ella apenas recordaba la mujer, rica en colores, que el sacerdote conoció por primera vez en la estación, cuando acompañada de un tosco sujeto volvía de su nupcial viaje. La palidez de su rostro sumergido en tristeza, era completa; ancho círculo violáceo circundaba sus grandes ojos azules, y algunos rasgos fisonómicos parecían haber sufrido un estiramiento, adquiriendo tenuidad y transparencia. El cielo había sido propicio anunciándole muy cercana maternidad. Aquella mujer era otra ilusión desvanecida para el Vicario. ¿Tendrían razón los antiguos, creyendo en una deidad ciega é inexorable que presidía al destino de los hombres? El estaba condenado á vivir solo, en medio del universal egoísmo, sin tener el consuelo de que una sonrisa llena de filis le acariciase dulcemente en los momentos de cansancio, ó cuando bajo el yugo tenaz de la idea presentía los negros abismos, llenos de misterio, que se abren en el extremo confín del pensamiento. Dos mujeres habían removido la plácida corriente de su íntimo sentir levantando tempestades de pasión en su pecho vigoroso, y ninguna de las dos era para siempre suya. Con ser ambas tan desemejantes, viendo á María Fernanda evocaba á la perdida Claudia, y el postumo amor á la muerta se transfundía y acrecentaba el amor imposible á la viva. Al contrario de María Fernanda, Claudia era morena y pequeñita, pero llena de vivacidad y gracia. La sangre del Vicario le unía á ella con remoto parentesco. Claudia tenía algunos meses más que él, y desde pequeños los vió la gente unidos como hermanos. El la acompañaba mañana y tarde hasta la puerta de la escuela, y él la preservaba con su largo cuerpo y actitud resuelta cuando al salir corría peligro la menuda figurita en las bulliciosas zambras y pedreas infantiles. A los diez años ingresó en un Seminario el futuro sacerdote y sólo volvieron á verse de tarde en tarde, allá en la canícula, esperada por entrambos para buscar jazmines y leer novelas de damas y galanes á la sombra favorable de los frescos ribazos. A los diez y seis de edad juráronse el crédulo amor inquebrantable de todos los amantes primerizos, y cuando apenas hubo roto el impetuoso mozo los primeros vínculos que le unían á la Iglesia para buscar nuevo Oriente en la vida, fallecimiento de la madre y sucesivos rigores del hado le arrojaron fuera de su Patria para luchar crespamente con la muerte y con el hambre. Años pasaron sin que el expatriado diese patentes muestras de su existencia. Inmigrantes bien enterados que residían en los pueblos vecinos, aseguraban haber asistido á la agonía de Iñigo Interián de Barnuevo sobrevenida en un hospital brasileño, aunque no faltaba quien le creía vivo y luchando enérgicamente en Nueva York. El antiguo seminarista no había muerto; pero corrió inminente riesgo de morir fusilado al abortar una conspiración urdida para sustituir con un Gobierno más liberal el despótico que mandaba en una republiquilla centro-americana. Siete años y medio anduvo de país en país azotado de cien reveses y llevando enclavada en la frente la imagen torturadora de la vivaz y encantadora Claudia. Su carácter, prematuramente meditativo, se hizo huraño y poco propenso á las simpáticas confidencias de la mocedad que allanan las dificultades opuestas por las miserias de unos y la indiferencia de todos á quienes en los comienzos de la vida pretenden conquistar un puesto por derecho propio. Cansado de tanto lucharen vano, deseó volver á su Patria, enajenar á vil precio los últimos restos de la hacienda que le transmitió una familia egregia y volver á expatriarse adonde nadie le conociese para tentar segunda vez la fortuna, aleccionado ahora por los años y los desengaños. No sólo conservaba vivo é insistente el recuerdo de Claudia; la magia del tiempo había idealizado su bella figulina, y cuando quería representársela con las mudanzas que lustro y medio habría operado en ella, se le mostraba más delicada y gentil que antes. Durante el largo viaje de retorno, la idea de su novia arraigó más firmemente hasta convertírsele en obsesión. El deseo de verla daba lentitud al andar del barco; pero un secreto instinto, que él quisiera desoir cerrando los ojos y distrayendo la atención, le anunciaba imperiosamente que habría de renunciar á Claudia, como á todo lo que implicase ventura. «¡Iñigo Interián de Barnuevo — decía la voz secreta — es el postrer descendiente de una dinastía condenada por orden irrefragable de la Fatalidad Omnipotente, á dejar de ser!» Y á medida que se acercaba al vetusto hogar donde naciera, el pensamiento de la necesaria renuncia sobrevenía al grave viajero entre temores agudos y pertinaces angustias. ¡Es la mujer tan flaca, que un nuevo amor sucedería presto al suyo! Fué su entrada en el pueblo al declinar una tarde de Junio. Para no ser visto y preguntado atravesó por las calles más apartadas y sórdidas, donde vivían los trabajadores que aún andaban atareados en el campo. Con emoción intensa llamó á la tachonada puerta de su casa. Una vieja sirviente que al huir dejó encargada de su cuidado y limpieza, salió á recibirle, anegados los ojos en lágrimas. El último vástago de los Inte-rián de Barnuevo dirigió una dolorosa mirada á las paredes desnudas, holladas por el paso callado y envejecedor de los años, y dejándose caer abatido en una silla, murmuró tímidamente, pálido el rostro como si esperase una noticia decisiva: —¡Qué es de Claudia!... ¿Se ha casado?... Y la vieja sirvierte le repuso con naturalidad y abandono: —Casó hace cuatro años con un rico forastero. Tiene dos hijos muy hermosos, y los médicos dicen que ella morirá muy pronto... Pero, ¡me parece que te pones pálido!... ¿Aún te acuerdas de tu amiga? Las palabras de la anciana, pronunciadas con la frialdad de la indiferencia, cayeron sobre la cabeza del recién llegado como una descarga eléctrica. —¿Que Claudia muere?... ¿De qué muere Claudia?... —Está tísica. Difícilmente podrás reconocer á la joven que te dejaste... Tiempo de verla tendrás mañana. —¿Vive en el pueblo? —Vive en el pueblo de su marido; pero hace una semana que vino en busca de buenos aires para sanar. Ella dice que está mucho mejor, aunque los médicos aseguran que su mal no tiene remedio. ¡Pobre muchacha, y qué pena da verla! El joven ya no quiso hablar. Hundióse en profundas reflexiones, y á las preguntas de la fiel criada sólo respondió con incongruentes monosílabos. Cuando la noche pobló de negruras el antiguo caserón, la anciana encendió un quinqué, años há clavado en la pared. Iñigo Interián paseó una mirada triste é indefinida por el hogar de sus antepasados, y cien pensamientos dolorosos arrugaron su anchurosa frente marcada ya por los hondos é imborrables surcos que trazan con fiera saña las ideas tenaces... La humedad de los inviernos había desconchado las paredes; las insistentes polillas estaban consumando su lenta obra destructura en los maderos primorosamente labrados que sustentaban la pesada techumbre, y el suelo, embaldosado de azulejos y mosáicos, ostentaba feas tachas de ruindad, que no curan excesivos trabajos de limpieza. El viajero preguntó á la anciana: —¿Qué se han hecho los muebles? Y ella le dijo con tristeza: —He tenido qué venderlos... ¿Cómo hubiese vivido durante estos siete años y medio de continua espera? Interián de Barnuevo volvió á hundirse en meditativo silencio. Con la mejilla apoyada en la mano miraba, miraba atenta, absortamente, el foco rojizo del quinqué sin que la intensidad de la luz pudiese herir su retina. ¡Todo era miseria y ruina á su alrededor: hasta él mismo sólo parecía una ruina muda y sin alma! La anciana le devolvió los sentidos, diciendo: —Claudia se acerca. Al escuchar el nombre amado que tantos recuerdos evocaba en su alma, Iñigo sintió un punzante extremecimiento que le corría por el cuerpo y le erizaba los nervios; el corazón le batió fuertemente el pecho intentando rompérselo... Al ponerse en pie, reparó en Claudia, la sombra de Claudia que vacilaba ante la puerta. Con ella venían dos niños que en nada se parecían á su madre: eran sanos y rubios como dos Eros. Iñigo gritó alarmado al ver aquel resto exangüe de mujer adorada: —¿Por qué vienes, Claudia?... Y ella le dijo quedo y sollozante arrojándose en sus brazos: —Creí que tu primer cuidado sería ir á verme, hermano mío; pero el tiempo pasaba, y como no ibas, me ha sido imposible resistir el deseo de abrazarte. —Hubiera ido mañana... Quizás esta misma noche... —Yo he sido más diligente que tú; pero no quiero reprocharte ahora que te veo después de tantos años... ¡Cuánto habrás sufrido por el mundo, Iñigo! ¿Te acordaste alguna vez de mí? —Tú has sido mi pensamiento dominante, Claudia. Ella se ocultó el rostro con un pañuelo para contener el ímpetu del llanto. Luego suspiró: —¿Cómo me encuentras, Iñigo? El no tuvo valor para responder, y le devolvió la pregunta: —¿Cómo te encuentras? La enferma inclinó la cabeza, y sonriendo lastimosamente, dijo después de una larga pausa: —Me siento bien. En seguida estrechó contra su pecho á los dos Eros, y acercándose á su antiguo camarada, le susurró confidencialmente, para que el aire no la oyese: —¡Iñigo, yo me muero! Ninguno de ambos se atrevió á quebrantar el silencio augusto que sucedió á estas palabras trágicas. Pasado un rato de quietud meditativa y grave, se levantó la enferma: —Me voy; mis padres están aguardándome impacientes. Ven un momento conmigo, que ellos también desean verte. Apoyada en el brazo del que fué novio y hermano, Claudia volvió á su casa. En el camino le dijo vergonzosa: —¡Dime, Iñigo! ¿Es verdad que en tu ausencia no me has olvidado? Otras mujeres, por ventura... —Te he dicho la verdad, Claudia. —Y ahora, viéndome cadavérica y de otro hombre, ¿sería posible que me amases?... —Te amo más que nunca, y por salvarte sería capaz de hundirme en el sepulcro. —¡Calla, Iñigo; me da miedo oir la resolución con que hablas!... En seguida cambió de tema, porque estaba cerca de su casa: —Mis padres — dijo — pasean todas las tardes por el campo, y yo suelo quedarme sola. ¿Vendrás mañana á verme? —Espérame, que vendré á verte. XIII O h, si Iñigo Interián de Barnuevo fuese eterno como el tiempo, es posible que olvidase la lista luctuosa de las guerras, la sucesión interminable de revoluciones y dinastías, el nombre de los héroes y de los sabios, los sucesos grandes y pequeños á que por dura ley de su eternidad tendría que asistir! Todo pasaría en revuelto torbellino para dejar su memoria libre á las impresiones más frescas. Lo que la eternidad del tiempo no borraría, es el recuerdo vivo de la tarde en que le recibió Claudia. La enferma se había acicalado pulcramente para recibir á su antiguo prometido. Llevaba blancos zapatos de raso, holgado peinador de finísima batista guarnecido de profusa encajería, y un ramo de jazmines — la flor que prefirieron cuando el amor alboreó en ellos — expandía su penetrante y embriagador perfume sobre la negra cabellera. Al verla él tan blanca, aunque menos blanca que su cara exangüe, le dijo en són de galanteo: —¿Te has vuelto coqueta, ó vas á recibir la primera comunión? Ella acarició con sus transparentes manos enjoyadas el hueco ropaje, y repuso melancólica y risueña: —¿Verdad que parezco una flor de la tumba? —Desecha, por Dios, esos pensamientos tétricos, Claudia mía. Todavía podrás curar. —¡Ay, mi mal no tiene ningún remedio!... ¡Acuérdate de mí cuando haya muerto! —Me haces daño, pobre Claudia, hablándome en ese tono elegiaco... Ven, sentémonos muy juntos, como cuando éramos novios, y tratemos de otras cosas. Dime, ¿por qué me olvidaste, ingrata? —Yo no te olvidé nunca, Iñigo mío. —No me olvidarías; pero dejaste de amarme para querer á otro. ¡Mujer al fin! Aunque tal vez pensaste cuerdamente... Yo partí arruinado; no te escribí nunca; no te escribí, porque la fortuna me fué siempre desleal, y me daba mucha vergüenza revelar á nadie mi derrota... ¡Qué habías de hacer si eras mujer!... Te requirió de amores un hombre joven y rico, y te uniste para siempre á él. —No, no fué por eso — dijo ella angustiada. —Entonces ¿por qué te casaste: creías que yo había muerto? —No lo sé... Claudia se detuvo para reflexionar. Dos lágrimas manaron de sus profundas cuencas cárdenas, deteniéndose en los abrasadores pómulos donde habían brotado las encendidas rosas de la tisis. Luego dijo tenuamente : —Mi Enrique es muy bueno... Llegué á amarle sin saberlo. Interián barruntó la rugiente erupción de los celos. —¡Confiesas que le amabas!... El apostrofe iba á brotar bravio; pero viendo tanta aflicción pintada en el pálido y tembloroso rostro de ella, sintió que sus fuerzas decaían para el ultraje, y con sombrío acento é intención siniestra grabada en la frente borrascosa, murmuró: —¡Y qué derecho tenía yo para exigirte fidelidad, si hoy mismo tampoco podría hacerte mi esposa, aunque te encontrara libre!... Soy un necio, y soy un impotente, rico tan sólo en rabiosos celos... Todo á mi alrededor se desvanece como el humo: rota y dispersa está mi hacienda; mi porvenir, ninguno; y tú..., tú... ¿para qué vivir?... Las llamas sulfurosas del Infierno reverberaban en los ojos tenebrosos de aquel hombre al protestar contra la vida. Así, lívido de reconcentrado coraje, crespo como de fiero can el pelo, incandescente la mirada, debió mostrarse Luzbel al declararle guerra á Dios. Ella, aterrada, ciñó con sus brazos la cabeza volcánica del desesperado: —¿Qué pretendes hacer, Iñigo mío? ¿Por qué piensas en la muerte?... El murmuró ablandado: —¡Para qué he de vivir, si hasta el amor me huye!... Y ella gimió entre lágrimas y besos: —Te amo yo, Iñigo; te amo yo; y tu amor lo llevaré en mi pecho hasta el sepulcro. —¡Déjame, Claudia, déjame!... —¡Te amo, Iñigo, te amo!... —¡Déjame, Claudia!... Tú estás delirando, y no sabes lo que haces... —¡Permíteme que te bese en la frente hasta arrancarte de raíz los malos pensamientos! —¡Claudia, Claudia!... ¡Considera por tu honor, que si me arrancas los malos pensamientos me inducirás en peores tentaciones! —Tu vida me es todo, ¡Iñigo amado! —¡Te lo suplico!... —¡Bésame, si no te repugna besar á un cadáver que te adora! —¡Recuerda, Claudia, que algún día fuiste para mí una dulce promesa!... —Que estoy dispuesta á realizar al borde mismo de la tumba... ¿Quién lo dijo? Es posible conocer á las mujeres. Á la Mujer es imposible conocerla. Su corazón es hondo y obscuro como la entraña misteriosa del Océano. La emoción y el subsiguiente esfuerzo habían sido sobrado violentos para no agotar las pobres fuerzas de la enferma. Claudia yacía en tierra rendida, anhelante, con la cabeza apoyada en las rodillas de Interián que se había sentado á su vera. Sobre la nitidez de su traje desordenado destacaba la más intensa albura de su cara. El pecho se elevaba y descendía siguiendo un ritmo veloz y emitiendo fatigosos suspiros; de la boca fluían lentas burbujas sanguinolentas que su amante enjugaba con un pañuelo, si antes no las recibía en sus labios al depositar tenues besos en los febriles labios de ella. De tiempo en tiempo, la extenuada entreabría perezosamente los ojos para dirigir al hombre una mirada de amor, plena de infinita mansedumbre, y volvía á entornarlos muy poco á poco, para recoger y conservar más tiempo la original imagen de su adorador. Pasado un rato, Iñigo Interián la tomó en sus brazos con cuidadoso anhelo, por temor de que tanta fragilidad se quebrase entre sus manos, y la depositó solícito en un sillón, sentándose al lado. Apenas repuesta tomó ella las manos de él, y envolviéndole en una mirada de inefable ternura, le dijo risueña y dichosa: —Y ahora; ¿dudarás ahora del amor que te profesa Claudia? —En verdad, vida de mi vida, que no te comprendo. —Pues sabe, pobre amor mío, que no sólo sufro de la mortal enfermedad que lentamente me consume. Otra padezco, que por ser mis días breves, no he querido revelar á los médicos. Sólo á tí lo digo: — Iñigo, hace algún tiempo que dejé de ser mujer. El acto en que se inicia la vida, grato á los demás, es un tormento para mí. —¿Cómo, pues, has caído vencida? —No me lo preguntes. No lo sé. Sólo sé que te amo infinitamente. — ¿Y dices que también amaste á tu marido? —Le amé, y sigo amándole; quizás tanto como á ti. Te sorprenderá esta dualidad, ¿no es cierto? Á mí también; pero creo que lo contrario sería más digno de sorpresa. ¿Por qué no han de poder coexistir dos amores en un mismo corazón: hay alguna ley natural que lo impida? Sé que el mundo me aborrecería si supiese cómo siento; pero no es mi culpa sentir así, ni quiero sentir de otra manera. ¡Oh, Iñigo mío! Sufriría cruelísimos remordimientos, hasta me parecería renegar de Dios, que desde niña puso el amor de Iñigo en mi pecho, si lo expulsase alevemente de donde lo escondo como una veneranda reliquia. Y sería indigna de los nobles sacrificios que Enrique ha hecho por mí, si al lado del tuyo, tan alto como el tuyo, no pusiese su leal querer. —Repito, Claudia, que no te comprendo; pero la sinceridad de tus palabras me hace entrever nuevas y umbrosas zonas en las inexploradas regiones del sentimiento. ¡No sé qué pensar de ti!... —Yo tampoco cuando juzgo como los demás. Del corazón femenino han hecho los hombres un coto, en el que sólo puede entrar su dueño. Desde que nacemos se nos dice que la fidelidad es virtud, y que una mujer sólo puede amar á su marido. Luego, cuando éste muera, podrá tomar otro señor para deberle igual acatamiento. La orden es terminante, y yo que la violo debo ser muy mala. Sin embargo, siento que la exuberancia de mi alma supera en mucho á la penuria de mis fuerzas vitales, y que mi corazón tiene capacidad suficiente para contener ambos amores sin merma de ninguno. ¿Por qué no amaros, pues? Este amor es superior á mí, hasta creo que anterior á mí... —Pero al menos podías haberte conservado íntegra para tu esposo. ¿Por qué no lo hiciste, Eva pecadora?... ¿Qué sino fatal te indujo á tentarme?... —Tampoco lo sé, Iñigo severo. Sin duda no fueron torpes deseos ni materiales goces. Ya te he dicho que una oculta enfermedad, ignorada por el mismo Enrique, me dejó sólo sensible al sufrimiento. Lo que hago me parece naturalismo; pero no pretendas que razone mis íntimos impulsos; porque me extravío y confundo en seguida... Al ofrecerme á mi esposo ó á ti, hágolo como una víctima que se entrega voluntaria y complaciente: es mi alma quien se rinde propicia para alzarse luego, pura y gozosa, como el humo santo de un holocausto. —‘Eres inexcrutable, Claudia; en verdad que cada vez te comprendo menos. —Ni yo tampoco me comprendo; y, no obstante, me parece todo tan natural y sencillo... Mira, Iñigo, un secreto guardo celosamente en mi pecho; ¡si tú lo supieras!... Pero prefiero ocultarlo... Su mero recuerdo me avergüenza... —No me ocultes nada, Claudia; revélamelo todo. —¡Me avegüenza! ¡Me avergüenza!... Sobre que es tarde: estoy muy cerca de la tumba para que mi deseo pudiera tener plena realización. —¡No me calles nada; te lo imploro por nuestro amor! Claudia dudó un momento. Luego fué á hablar; pero haciendo otra larga pausa, se levantó tan rápidamente como se lo consintieron sus débiles fuerzas, y tomando de la mano á Iñigo Interián de Barnuevo, le condujo cerca del lecho donde dormían sus dos felices Eros. —Míralos — le dijo — ¡Qué pena!... Ninguno se parece á ti... Tres meses después empezaron los primeros fríos. El día era triste y grisáceo; ráfagas tempestuosas corrían azoradas por las calles batiendo puertas y ventanas; se enroscaban á los alarmados viandantes; penetraban mujidoras por las altas chimeneas como heraldos de cercana tempestad. Claudia, Iñigo y Enrique, recién llegado para llevarse á su mujer, atisbaban silenciosos tras la hermética cristalería el plúmbeo cielo preñado de electricidad y de agua. Un relámpago vivísimo bajó culebreando de las altas nubes y pasó hiriendo los ojos como una ígnea espada. El trueno resonó con estrepitoso fragor de cien cañones haciendo retemblar sobre su eje firmamento y tierra. Claudia se estremeció de espanto; signóse devotamente, y sus labios temblones formularon una muda oración. Su marido le dijo: —¿Por qué no te acuestas, Claudia? Debes sentirte mal. Y ella le contestó asustada: —Tengo miedo á la tormenta. Prefiero quedarme con vosotros. Volvieron á observar inalterable silencio, como si los tres sintiesen gravitar sobre su^espíritu la sombra negra de un mismo presentimiento lúgubre. El agua caía furiosa y tamborileaba en los cristales como redoblante monótono que marca el compás de lenta marcha funeral. Iñigo y Enrique volvieron de su íntima absorción al sentir en sus hombros la mano descarnada y trémula de la enferma. Viéndola lívida y desencajada, con los ojos girando apagadamente en las profundas órbitas, gritáronle alarmados: —¿Qué te sucede, Claudia? ¿Te sientes peor?... ¿Deseas que venga el médico?... Ella sólo tuvo fuerzas para entreabrir los ojos sin vida, dobló sobre el hombro derecho el cuello blanco y frágil como el de una paloma, y dijo expirante: —¡Adiós, Iñigo!... ¡Adiós, Enrique!... Sin estímulos que le retuvieran en el mundo, Iñigo Interián de Barnuevo reingresó en el Seminario con gran regocijo de sus antiguos maestros que habían concebido en el grave y pensativo discípulo úna posible esperanza de glorioso porvenir. Cuando recibió las Órdenes y pudo formar en las filas del Sacerdocio, precedíale la buena fama de poseer una inteligencia esclarecida y un amor sin límites al estudio. Sus primeras oraciones sagradas fueron otros tantos sonoros triunfos oratorios; pero bien pronto pudo observarse que aquella palabra fulgurante y caliginosa, dotada de gran prestigio para conmover las almas al resonar con tremendas vibraciones bajo las bóvedas de los templos, era la palabra de un tribuno enérgico que trazaba con heroica magnificencia á la sorprendida grey caminos tan bellos como peligrosos si habían de alcanzar la salvación eterna. Después de tantos años sepultos en lo pasado, cuando de la muerta Claudia sólo conservaba un vacío muy grande y un recuerdo dulcísimo, que al evocarlo perfumaba la aridez de su existencia, sentía resurgir, grande y voraz cual un incendio, todo su amor pretérito trasfundido en María Fernanda, como si en la rubia y augusta esposa del zafio D. Jaime, renaciese epurada, hermoseada y radiante la morena y delicada compañera de su niñez, la que buscaba con él jazmines y leía novelas de damas y galanes á la sombra favorable de los frescos ribazos. ¡Pero María Fernanda era otra quimera inasequible al postrer descendiente de una familia eximia condenada por la Fatalidad á dejar de ser! XIV H abía llegado la plenitud del tiempo hermoso. Los días de ruindad y tedio pasaron con el ceniciento invierno, y Julio radiante vió á casi todos los expatriados que volvían al pueblo para recomenzar su anual labor de fabricar ínfima porción de burdos paños. Los viejos discurrían de casa al casino y del casino á la carretera, vistiendo á usanza del país en que residieron once meses; los jóvenes, fanfarrones como indianos, hablaban de ganancias copiosísimas en postizo estilo ceceante y grotescos juramentos andaluces, aunque volviesen de la Mancha ó las Batuecas. Todos presumían de bien puestos, luciendo grandes dijes en las pesadas cadenas y estrenando trajes vistosos —■ lo mejor de la tienda — recién hechos por inhábiles sastres lugareños. Para distraer á la forastería ociosa los vecinos organizaban alegres fiestas de calle, en que bajo la advocación de un Santo cualquiera, se bailaba y divertía largo, la música pasaba y repasaba tocando estrepitosos pasos dobles, los mozos requebraban á las mozas ó concertaban halagüeños casamientos para los veranos ulteriores, y los picheles de rancio y oloroso zumo, como impertérritos cangilones, iban en gloriosas rondas repartiendo ardor y vida por los grandes corros de personas serias. Sazón tan propicia del año aprovecháronla radicales y católicos: unos, para celebrar su mitin de propaganda; otros, para inaugurar su Círculo con lo más lucido de la capital. Los radicales fueron quienes primero realizaron su solemne acto de vitalidad, y en verdad que no podían estar quejosos. El tribuno popular había contenido con su discurso el derrumbamiento de la Sociedad de Socorros Mutuos patrocinada por los librepensadores. Ni el mismo sargento licenciado, oficial de la futura caballería carlista, pudo negar el triunfo conquistado por el herético orador, ni lo entusiástico de su recibimiento. ¡Era inaudito, monstruoso, que hubiese en el pueblo tantas personas que simpatizasen con la impiedad! Los librepensadores, en cambio, vibraban de júbilo recordando la espontánea manifestación que recibió á su tribuno; ¡espectáculo deslumbrador al que había concurrido las esplendideces de la Naturaleza! Fué al decaer una tarde. El sol empezaba á tramontar la lejana sierra y se escondía perezosamente, envidioso de no asistir á la entrada de aquel otro astro joven, adorado por las muchedumbres, que de él recibían el sacro calor de la idea vivificante. Ledas ventolinas comenzaban á bajar del monte agreste difundiendo entre el alegre concurso los balsámicos aromas de tomillos y romeros, que en la encaramada cumbre habían recogido sus alas tenues. Animado cordón de gente se movía, se extendía carretera adelante siguiendo las tres enseñas de vividos colores que flameaban nerviosas en la transparencia dorada del polvo sutilísimo ascendiendo por el espacio azul. Los trabajadores que tornaban, hato al hombro, de sus campesinas labores, hacían alto para incorporarse á la manifestación. El seco estampido de un morterete seguido de entusiasta gritería anunció á los de zaga que las banderas y comisiones habían topado con el forastero. Desde aquel punto siguió en progresivo aumento el bullicio y la alegría, que llegaron á la sumidad cuando el coche pasó raudo y cascabeleante sin el tribuno, que como buen demócrata, prefería recorrer el camino á pie y en compaña de sus amigos y correligionarios. Cuando llegaron á la Cruz de Piedra había obscurecido, y para hacer más solemne y aparatosa la entrada, encendieron seis hachones, á cuyo resplandor rompió la multitud en vítores y aplausos, interrumpidos por el vigoroso detonar de la alegre cohetería que se elevaba en el espacio marcando estelas argentadas. La bullanguera comitiva recorrió en clamorosa manifestación las calles principales, pasó bajo el balcón del Vicario que presenciaba impasible é irónico el lento desfilar de la muchedumbre en comunicativo delirio, y se detuvo á cincuenta metros, frente á la Sociedad de Socorros Mutuos. Al percibir la negra y rígida silueta del sacerdote que, al contrario de sus compañeros, no se había recatado de mostrarse mientras la turba inundaba las calles en triunfal irrupción, los manifestantes batieron calurosas palmas, y un cojo gritó gozoso: —¡Vivan los curas honrados! Los aplausos que siguieron á este viva se confundieron con otros más unánimes que solicitaban la presencia del orador. Dos hachas inflamadas aparecieron en el balcón central de la Sociedad, y en medio se destacó la figura del propagandista. Era un hombre como de veintiocho años, bajo, rotundo, moreno, y llevaba negra barba rematada en punta. Su cabeza se achaparraba y descendía sobre una frente deprimida y tenaz, y bajo la frente fulguraban como luciérnagas dos ojillos inquietos, rapaces, reidores. El arriscado mozo semiextendió académicamente la mano derecha para imponer silencio, y cuando lo hubo conseguido, inició resueltamente su perorata dando gracias por aquel fastuoso recibimiento ofrecido, «no á él, que fuera mucho para una tan modestísima personalidad como la suya, sino á la idea redentora que á la hora presente encarnaba y simbolizaba en este pueblo levítico, nido de la reacción, baluarte el más firme de cuantos en la provincia estaba levantando el infame, el insaciable, el tortuoso jesuitismo». Lo mismo que este nervioso párrafo fueron saludados con hurras y aplausos los cinco ó seis que pronunció el tribuno; y como alto ejemplo de la disciplina, sensatez y cordura que distinguía al pueblo radical, será suficiente decir que la masa entusiasta se disolvió sin alteraciones del orden público cuando el orador puso remate á su elocuentísima salutación con estas frases: «Adiós, correligionarios. Hasta las diez en que se celebrará el mitin. Yo os pido, yo os ruego, yo os suplico en nombre de nuestros comunes ideales redentores, que os disolváis en paz para dar un ejemplo á España entera de que pueden más las excitaciones tranquilas de un hombre progresivo, que las cargas de caballería...» A las nueve estaba llena de bote en bote la Sociedad de Socorros Mutuos, y la gente que seguía llegando sin intermisión se acomodaba en la escalera, en el anchuroso zaguán, á lo largo de la calle. El calor era tan fatigoso que hubo necesidad de abrir todas las puertas y ventanas, aun las que por razón de su destino debían estar bien cerradas. La tribuna se estableció dando á la calle para que todos oyeran. Por un rasgo de caballeresca galantería dispuso el público que pasasen á primera fila tres mujeres del pueblo seguidas de numerosa prole, que despreciando las censuras del lugar habían asistido al mitin y sudaban gotas de fuego estrujadas y zarandeadas en el continuo vaivén de la gran masa humana. Cuando el orador llegó al lugar del acto, puede asegurarse que no bajaban de dos mil las almas que esperaban ansiosas en el local ó desparramadas por la calle, sin contar algunos centenares de católicos que en las casas vecinas se habían apostado para oir desde las rejas y balcones. Ni el áspero carácter del Vicario pudo evitar que su cuarto silencioso se viese allanado por una docena de reaccionarios afanosos de escuchar la maravillosa palabra del orador radical. Los párrafos gratulatorios que el forastero pronunció á su llegada no pueden sugerir ni remota idea de lo que fué su posterior discurso. La prensa avanzada de la capital tuvo razón diciendo al otro día que pocas veces había rayado el joven leader á tan colosal altura. Sabiendo que iba á batir la reacción en su mismo antro, puso en las palabras todo el fuego de que era capaz, y no debió ser escaso cuando la gente vieja sostenía muy formalmente que hablaba casi tan bien como Castelar cuando visitó el pueblo en vísperas de «La Gloriosa». El intrépido propagandista empezó su discurso antes de que los siseos hubiesen impuesto silencio «felicitándose y felicitando cordialmente á las señoras y á los niños — lindos capullos éstos que luego serán las rosas del porvenir — porque despreciando ridículos convencionalismos osaban mostrarse en tan solemne acto haciendo uso de un derecho perfectísimo, el menor derecho de que podían hacer uso mujeres y niños en un país regido por niños y mujeres desde ha muchos años.» Apenas extinguido el murmullo aprobatorio que elevó este breve y sentido exordio, el orador entró en materia hablando incesantemente por espacio de dos horas. Oyéndole podría comprender el más lerdo que el joven estaba bien nutrido de dilatadas y pacientísimas lecturas, pues por algo osó retar á un hombre tan erudito como el P. Benavente para medirse con él en pública controversia. La Historia de los Papas y los Reyes, La revolución francesa y el Origen de las especies-, Voltaire y Rousseau; Volney y Strauss; Hugo, Michelet y Pelletan; Holbach, Büchner, Bakunine, Draper, Tolstoí, Haeckel y cien otros escritores le habían administrado la substancia de su vasto saber y.á la pródiga Naturaleza le era deudor de aquellas maravillosas aptitudes de espontaneidad, elegancia é imaginación con que exponía los pensamientos y coloreaba las imágenes grandiosas que, impresionando al auditorio, lo arrastraban obedientemente en su seguimiento. Viéndole perorar podía tomársele por un inspirado; sus gestos atrevidos no olvidaban nunca la dignidad que al oyente se debe; sus morenas mejillas se teñían de leve púrpura, y sus ojos pequeños se dilataban, se agrandaban, chispeaban entusiasmo y vida. Las mujeres sentíanse obsesas ante aquella pasmosa transfiguración; los niños estaban casi asustados y los hombres ¡oh!, los hombres seguían emocionados el rápido deslice del verbo vibrador como si los transportase á un mundo ideal y heroico; y al rematar el propagandista un párrafo y aun antes de rematarlo, prorrumpían en bravos delirantes y aplausos frenéticos que repercutían en la escalera, se continuaban en el zaguán, se prolongaban calle abajo transmitidos por ondas simpáticas... Y el orador proseguía, proseguía cada vez más tonante é inspirado su vertiginosa carrera por los floridos campos oratorios. Ahora no hacía propaganda dogmática: hablaba de él. Había descendido de las altas regiones especulativas para enumerar hechos y combatir personas. Aquí era donde más miedo infundía á los adversarios, blandiendo su terrible glava. Los jesuítas le habían cruelmente calumniado por combatir su orden, «esa gigantesca araña negra, ese pulpo gigantesco que con sus innumerables tentáculos aprisiona al mundo y le chupa todo el jugo.» Pero él perseveraría en todas sus campañas «pese á todas las persecuciones, pese á todas las injurias, porque era un amigo sincero del pueblo, porque deseaba seguir defendiéndolo contra todos los tiranos que le explotan y envilecen, aunque hubiera de sufrir nuevos procesos, pasar meses enteros en la cárcel, comer en extranjero suelo el amargo pan de la emigración...» Y aún recordaba «con profunda, imborrable gratitud la noche en que el noble pueblo, el pueblo honrado hubiese asaltado la cárcel (si una sección de la guardia civil no lo impide) para ponerle en libertad...» Estos recuerdos heridores del tiempo adverso fueron los que más simpatías despertaron en los hombres. Las mujeres, acostumbradas ya al estrépito de los aplausos, cabeceaban en sus asientos y se estregaban los hinchados ojos para alejar el sueño que se cernía pesadamente sobre ellos. Los pequeños, menos resistentes, yacían en el duro suelo ó se habían acomodado en los blandos regazos maternales, y soñaban... ¡Quizás soñaban aquellos lindos capullos en ser algún día difusos oradores!... El tribuno anunció que iba á terminar en se-seguida; pero encantado él mismo de la facilidad y armonía con que los pensamientos y las frases manaban de sus fecundos labios, siguió orando cuarenta minutos, siendo el motivo final de su discurso la situación precaria de nuestra pobre España, «separada por torpes Gobiernos reaccionarios del armonioso concierto que forman los pueblos civilizados». Pero él no era pesimista, no podía serlo. «Entre las negruras que cubrían los horizontes de nuestra mermada Patria empezaba á divisarse el claror de un nuevo día en que la Libertad, la igualdad y la Fraternidad resplandecieran en toda su grandeza y en toda su pureza...» «Gobiernos infames, Gobiernos malvados habían empobrecido y deshonrado á la Patria; pero el pueblo, enérgico y decidido, esperaba el momento de vengar tanta vergüenza, aunque fuera á costa de su sangre generosa... Y él estaba seguro de que se acercaba á pasos agigantados el momento de la suprema justicia. No había más que entornar los ojos para percibir en lontananza el mánstruo apocalíptico de Revolución que avanzaba colérico, suelta al viento su devoradora crin de fuego...» Un aplauso delirante, prolongado, que hizo despertar á las mujeres y chillar de susto á los niños, acogió esta hermosa figura retórica. Todavía resonaban en el confín de la calle algunos tímidos saludos á la Revolución salvadora, cuando el joven remataba su discurso con estas tribunicias palabras: «Señores: el tiempo apremia: precisa, pues, salir de la indiferencia y apatía en que desde ha ' tanto tiempo vivimos, y dar público testimonio de que somos un pueblo viril y con energías bastantes para hacer respetar nuestros sacratísimos derechos; precisa también que el país se entere de que estamos capacitados para gobernar, y en fin, señores, precisa que nos posesionemos bien de esta idea: si los Gobiernos reaccionarios que padecemos precipitan á la Patria por el plano inclinado del vilipendio y la ruina, nosotros estamos dispuestos á salvarla aunque sea á costa de nuestras propias vidas. He dicho.» El orador cayó sudoroso y jadeante en una silla; pero con tan mala fortuna, que la silla estaba rota y llegó hasta el suelo con estruendo de su cuerpo y alarma de la gente, que empezó á clamar: —¡Le ha dado un síncope! ¡Le ha dado un síncope! Y una voz ordenó azoradamente desde la escalera: — ¡Un médico!... ¡Que venga corriendo un médico! Entre tanto, el joven morenucho y nerviosillo que presidía se levantó para dar las gracias al elocuente propagandista «que había llevado la luz de la verdad á aquel pueblo retrógrado y oscurantista», y también al numeroso público, «señaladamente á las señoras y los niños, que dando palmarias muestras de amor al Progreso, habían asistido á tan solemne acto y escuchado atentamente al orador.» Por desgracia nadie le oía, sin embargo de esforzar el tono de la voz y mover descompasadamente las manos. Los que creían indispuesto al tribuno deseaban llegar hasta él para interesarse en su salud; los próximos á la tribuna dábanle firmes apretones de manos ó le felicitaban enardecidos por su maravilloso discurso, y las mujeres rogaban, chillaban, maldecían, hacían titánicos esfuerzos por romper la enorme ola que cerraba y aplastaba á sus tiernos vástagos, agarrados á las maternas sayas ó encaramados en los brazos y llorando, bramando locamente creyendo su muerte próxima. Encolerizado el presidente al ver que nadie le hacía caso, voceaba enérgicamente: —¡Orden, señores, orden!... La sensatez y cordura de que habéis dado tantas pruebas... —¡Orden, señores, orden!... Que nuestros enemigos no puedan echarnos al rostro... —¡¡Orden, señores, ó me veré constreñido, por dura é imperiosa fuerza de la necesidad, á despejar el salón!... —Que los conceptos del ilustre orador que me ha precedido en el uso de la palabra se graven de un modo imborrable... •— ¡Esto no puede ser!... ¡Aquí nadie acata la autoridad del presidente!... —¡Señores: si no guardáis silencio, vuestra conducta demostrará que no estáis capacitados... Vencidos los gritos del presidente por la infernal batahola que levantaba el remover de las sillas, el maldecir de las mujeres, el llorar en coro de los chiquillos, el jurar de los que intentaban descender ó pretendían subir, interrumpió su bien aprendido discurso, y congestionado de rabia empezó á golpear la mesa con el tintero, rompió la escribanía, arrojó la regla contra el retrato de Roque Barcia que tenía enfrente... Y desde el comienzo de la escalera resonaba un vozarrón de trueno: —¡Si no me dejáis subir tendré que retirarme sin visitar al enfermo! XV L a palabra victoriosa del orador radical había conmovido hondamente las conciencias y para borrar su efecto diéronse prisa los católicos en inaugurar el Círculo, pero no tanta que por precipitaciones insanas pudiera comprometerse la brillantez de que el suave jesuíta quería investir el recibimiento de los forasteros. Hasta el triunfo granjeado por su enemigo le inducía á ser cauto y poner en ejercicio sus poderosas influencias para que acto tan amorosamente concebido fuese un éxito sensacional y de gran repercusión en la provincia que diese notoriedad y resalto á su obra, simplificando las que proyectaba en otros pueblos. En los fastos de la villa se conservaría memorable el recuerdo de aquella nunca vista manifestación. El órgano católico de la ciudad dijo que una muchedumbre enorme, como de doce mil almas, se había derramado por la carretera para recibir á los expedicionarios. Los periódi-eos independientes bajaron el número en la cuarta parte; pero también éstos debieron errar algo haciendo el cómputo, porque el pueblo apenas tenía seis mil quinientos habitantes. Sea como quiera, y pelillos á la mar, el recibimiento fué grandioso. Los catorce Círculos Católicos fundados por el P. Benavente habían enviado veinticuatro horas antes sus banderas y estandartes, que esperaban en la carretera con las cuatro músicas llegadas de otros tantos pueblos vecinos. Seis coches conducían á los viajeros: el gobernador, el presidente de la Audiencia, dos diputados á Cortes, cuatro provinciales, un canónigo y un comandante de Caballería en representación del arzobispo y del capitán general, el P. Benavente, los oradores de la Juventud Católica, en fin, comisiones de varios Centros y Sociedades... Cuando los coches se divisaron á lo lejos un potente vocerío se elevó hasta el cielo, las músicas batieron estrepitosa marcha Real y vibraron alegres los pendones. Los cohetes, entre tanto, no paraban de surcar raudos y sibilantes el terso espacio, estallaban horrísonos, se deshacían en lágrimas multicolores. El Cura, seguido de sus Vicarios, fué el primero en dar la bienvenida á los excursionistas; siguieron D. Jaime por su carácter de alcalde, el juez de primera instancia, el capitán de la Guardia civil, cuantos ejercían autoridad ó suposición en el pueblo. La muchedumbre se arremolinaba, descubierta y clamorosa, para ver el lucido séquito. Haciendo esfuerzos infinitos y distribuyendo puñetazos vigorosos, pudo imponer algún orden el sargento licenciado de barba tembladora, y lograr que la comitiva se pusiera en marcha precedida de las músicas y banderas. Al entrar en la población, ya de noche, aumentó la algazara general el loco repique de campanas y esquilones volteados como si fuese día de gloria, en la iglesia, en el convento, en el hospital, en las varias ermitas diseminadas por el pueblo. ¡Nunca se vió entusiasmo mayor! Los muchachos de la escuela entonaban el canto de guerra ¡Ruja el Infierno, brame Satán! los hombres gritaban enronquecidos ¡Viva la Religión! ¡Muera la impiedad! y las mujeres saludaban desde los iluminados balcones con sus pañuelos, que parecían blancas palomas prisioneras de más blancas manos, ó derramaban rosas deshojadas sobre las nobles cabezas de los ilustres viajeros... Rendidos, asendereados, pudieron llegar á la iglesia, donde se cantó un solemne Te Deum; luego se encaminaron al Círculo Católico para reparar las fuerzas con un espléndido banquete presenciado y hasta servido por los socios obreros, que irradiaban contento y orgullo viendo cómo lo más selecto de la provincia iba á inaugurarles aquella ideal Sociedad, donde se realizaría el sueño dorado de los pobres: alternar mano á mano con los ricos. Al llegar la hora de la inauguración el vasto Círculo Católico estaba henchido de damas bien prendidas, de caballeros y pueblo. A las señoras les habían concedido las primeras filas de sillas; los demás se acomodaron lo mejor posible en los tres grandes, salones, en los pasillos y biblioteca. El presidente del Círculo hizo una breve y sentida presentación de los oradores, ordenó la sensacional é imprevista lectura de un telegrama recibido por el P. Benavente, en que el Cardenal Rampolla transmitía la apostólica bendición de Su Santidad León XIII, y en seguida cedió la presidencia al gobernador. Un estudiante del lugar, atrabiliario y miope, inició los discursos. Con puro estilo oratorio hizo el rapaz atrevida excursión al través de la Historia, recordando las persecuciones de los primeros cristianos, la influencia civilizadora de la Iglesia durante la Edad Media conteniendo el desbordamiento de los bárbaros del Norte y atando corto á los partidarios del Islám. Cuando más llanamente iba el joven camino de Jerusalén con la buena compaña de Godofredo y sus ínclitos cruzados, tropezó en el pequeño obstáculo del pobre señor que había predicado la guerra. Este tropiezo le produjo alguna zozobra, mas reponiéndose luego, que era el chico de buen genial y presta resolución, sacó el discurso que por si acaso llevaba en un bolsillo del recortado chaquet y se puso á hojearlo en busca del perdido nombre. Como el trabajo era largo, la voz amorosa del P. Benavente le apuntó detrás: — «Pedro el Ermitaño.» Otras dos veces tuvo que buscar el socorro de los papeles, y cuando el auditorio empezaba á cansarse de tan largo viaje histórico, llegó al epílogo, digno de un Macaulay, cifra y compendio de cuanto la Iglesia había sido y sería en la sucesión de los tiempos. Al estudiante sucedió un marquesito de azafranada cabellera, que confutó elocuentemente el socialismo de los impíos y luego la francmasonería, blandiendo en contra de ella los datos bien tundentes que tiempos atrás publicó el arrepentido Leo Taxil. Tres señores oraron todavía en favor de la religión y del socialismo cristiano de Su Santidad el Papa, siguiéndoles inmediatamente el joven más elocuente de la Juventud Católica, que ya había conquistado fama provinciana con su palabra febril y sus pensamientos audaces. Bien granjeado tenía el renombre. Cada frase levantaba unánimes murmullos de admiración; cada párrafo salvas ensordecedoras de hu-rras y aplausos. El último del discurso, mejor que dicho cantado con epopéyica entonación, dará una idea de sus excelsas prendas oratorias: «—Aire, señores, es la nube que surca el espacio; la inmensidad es nada. Esos astros rutilantes que nuestros ojos creen de plata y oro apenas son imperceptibles átomos de arena que Dios Omnipotente arrastra en candencioso coro. Pobre reflejo de la luz celestial es la luminaria del sol, que en invierno apenas calienta y en verano abrasa, y hasta el ronco mugir del proceloso Océano sólo es un torpe remedo de la cólera santa, pues en tantos siglos de rebelión continua aún no ha podido quebrantarla cárcel de rocas en que á la Providencia plugo encerrarle para que en ella cantase su mentirosa grandeza. Cuanto la mente admira, señores, sólo es ceniza que nuestras viles plantas huellan, pues la creación, esta creación radiante, esta creación soberana, en brazos de la muerte yacerá algún día... ¡Y creedme, señoras y señores, no es, no puede ser de ningún modo grande lo que fatalmente ha de morir!...» —¡Admirable, inimitable! — prorrumpió el público cuando el joven se retiró de la tribuna haciendo genuflexiones. Los hombres se miraban admirados de aquel numen oratorio, el varonil González de Brea aplaudía al par que saltaban de sus ojos lágrimas de enternecimiento, y las señoras dirigían miradas amorosas al gran artista, que estaba hermosísimo enjugándose el sudor y alisándose la luenga cabellera revuelta por el soplo tempestuoso de la inspiración. En la mesa presidencial se había entablado vivo diálogo. El Cura y el P. Benavente se obstinaban en que hablase el Vicario, y éste resistía con igual obstinación. El presidente puso fin á la disputa, diciendo: «— Don Iñigo Interián de Bar-nuevo tiene la palabra.» Un largo rumor como de sordo oleaje recorrió los salones al sonar el nombre del Vicario. En seguida comenzaron los siseos de atención é impaciencia para que los alborotadores callasen. Había singular interés de oir al extraño sacerdote, reputado como una «campana» del pulpito, al que nunca quiso subir desde su entrada en el pueblo. Al fin iba á hablar aquella boca siempre muda y desdeñosa. El Vicario se puso en pie, é inclinando mustiamente la cabeza pretendió concentrar dispersas ideas. El auditorio estaba silencioso, subyugado por el prestigio que á su alrededor difundía aquella figura demacrada, larga, envuelta en negros manteos que bajaban hasta los pies, formando pliegues rígidos y aplomados como en algunas esculturas de santos. Cuando alzó la frente frío sudor la bañaba, sus ojos habían perdido la expresión y fuerza que los hacía dominadores é inquisitivos, y sus labios estaban secos presintiendo la inepcia de la mente. ¿Qué iba á decir, si aún vibraban en aquellos salones los aplausos tumultuosos que la necia muchedumbre había rendido á oíros necios que tan fácilmente la excitara con el hueco ruido de palabras sin ilación ó de conceptos prestados? ¿Cómo hablar en serio cuando lo dicho antes hubiéralo tomado á risa cualquier reunión de personas medianamente letradas? Un momento hubo en que sintió fuerte impulso de sentarse sin murmurar excusas; pero le contuvo un obscuro sentimiento de respeto y los primeros indicios de impaciencia que el público manifestaba. Haciendo sobrehumanos esfuerzos comenzó á balbucir frases inconexas de inhábil principiante que displacieron á la concurrencia... ¿Era éste el orador sagrado que tanta fama le precedía cuando llegó al pueblo? ¡Santo Dios, cuánto más avispado era el estudiante!... El Vicario tomó un sorbo de agua, dudó, se paseó el pañuelo por la anchurosa frente torturada... ¡Malos síntomas!... Y la palidez de su enjuta cara se volvía cadavérica, y se nublaban sus ojos, y le golpeaba el cerebro... Presintiendo que iba fatalmente á sucumbir, hizo otro esfuerzo por serenarse y prosiguió torpemente con palabras que traslucían su interior zozobra. Al dirigir una mirada de angustioso desaliento en torno le pareció ver el gozo pintado en las faces del Cura, de los Vicarios, de D. Jaime, de sus enemigos todos, y la compasión en aquel monstruo multiforme de innumerables caras que se agitaba y agrandaba bajo la tribuna... Súbitamente reaccionó su ánimo, y como potro desbocado que en el momento de ir á despeñarse le contiene invisible freno al borde del abismo, hizo un alto enérgico en su vergonzoso derrumbe. Es que entre la vaga resplandescencia sus turbados ojos habían visto á María Fernanda, semioculta en un próximo quicial y anhelante como si participase de sus temores y sufrimientos. Al observar tan larga mutación creyó el público que el Vicario había llegado al desastre final, y entre los quedos murmullos de conmiseración elevados por algunas señoras oyéronse tímidas frases irónicas y un sarcástico «¡que se retire el pobre señor!» que delató á González de Brea. Pero el Vicario no se retiró de la tribuna, porque tenía ya público que le oyese. La nube de turbación que velaba sus ojos se desvaneció muy pronto aventada por el amor propio herido, y objetos y personas surgieron con limpidez del caos informe en que antes se le revelaron. Entonces pudo observar toda la intensa palidez de María Fernanda, y el ancho círculo morado que rodeaba sus grandes ojos azules, indicando reciente maternidad. A la vera, una agraciada joven sustentaba en sus brazos al primogénito de D. Jaime, arrebujado en la pomposa espuma de alba y abundante encajería. El Vicario repasó el pañuelo por la frente para disipar las últimas sombras de su anterior apuro, é indicando una fría sonrisa de confianza y desdén reanudó su discurso en tono mesurado y firme, que adquiría por momentos agudas, graves, robustas inflexiones, como instrumento músico sabiamente pulsado. Así como él había reaccionado con prontitud, el concepto del auditorio también reaccionó en su pro; los ánimos, antes conturbados viéndole zozobrar, reconquistaron la perdida calma y la seguridad de que el orador no volvería á desfallecer. La gente se preguntaba cómo pudo operarse tan pronto aquel singular fenómeno... Las frases bellas surgían ahora fluidas y abundosas, como hebra suave de bien dispuesto huso; el pálido semblante del orador se vivificaba en continua gradación, y el fácil juego de los músculos y las manos subrayaba y sublimaba lo que los labios decían. Sin ser orador de los que imploran aplausos con la efectista rotun-didez de los párrafos, pudo oir frecuentes «¡bien, bravo, muy bien!» que procedían de distintos puntos. Cuando se sintió en plena posesión de sus facultades lanzóse resueltamente en el delirio de la improvisación. Por segunda vez volvieron á desvanecérsele cosas y personas; pero ahora no era de turbación y congoja: es que el abundante concurso le parecía pequeño y despreciable; como un Dios volaba su pensamiento por el azur de las ideas incorpóreas. Los dispersos focos eléctricos tornáronse á unir para formar con su difuso resplandor nimbos y halos que coronaban y circundaban una forma magnificada é idealizada por el entusiasmo: María Fernanda. Hacia ella estaba vuelto, y sus palabras sólo á ella parecían dedicadas. Hablaba del Amor, alma del mundo y genitor de la vida universal, y por Minerva que sus alambicados conceptos eran para dichos á una ideal esposa ó para ser discutidos en los platónicos banquetes... De pronto advirtió que el auditorio miraba á María Fernanda, y comprendiendo el rumbo temerario que había impreso á su discurso, lo desvió por lógico cauce hasta poner el amor como superior meta de la Humanidad. El era enemigo del egoísmo que petrifica el corazón y hace al hombre duro, implacable, inexorable con los demás hombres. Los modernos sistemas ultradarwinistas podían ser favorables al individuo, es decir, al ser egoísta, convirtiéndole en centro universal y que el planeta girase alrededor y en beneficio suyo; pero eran nocivos á la Humanidad por antipáticos y reaccionarios... ¡Habíamos sufrido tantos siglos de tiranía!.. ¡Que presidiese algo de romántico y desinteresado á nuestras acciones!... Las palabras «reacción, tiranía» pronunciadas en aquel momento y lugar alarmaron al Cura, al Jesuíta, á cuantos en el estrado estaban. Los demás oyentes, acostumbrados á oir abominaciones contra los tiranos, no les puso reparo y aplaudió la energía del tono. El Vicario prosiguió con incisivo estilo combatiendo al egoísmo y sus derivaciones. Tal como la vida se encuentra actualmente propuesta, puede asegurarse que los dominadores del mundo son países inspirados por dogmas utilitarios; pero concepto tan estrecho y frío de la existencia parecíale depresivo é indigno. Un modelo de sociedad fundado en el egoísmo personal y en la razón del más fuerte no podría subsistir por mucho tiempo, ni un pueblo que aspirase á noble vida tener por tipo humano al agente de comercio. Fuertes murmullos acogieron estas palabras. La gente adinerada creyó entrever una censura, por vivir casi toda consagrada al tráfico que le había sacado de su ruindad hereditaria. La muchedumbre del pueblo, en cambio, volvió á aplaudir impresionada por el aire de convicción y energía que el ingente Vicario comunicaba á sus períodos. Pero el rumor más tenaz habíalo notado el orador detrás de la tribuna, y pensando en sus adversarios dijo con fugaz sonrisa y picante intención: «— La era de los filósofos ha pasado ya, y á los contemplativos han sucedido los hombres de acción: Morgán y Vanderbilt valen más que Aristóteles y San Agustín...» Los sacerdotes dieron consistencia á los rumores. El Vicario añadió con vengativa burla: «— ... y un vigoroso puñetazo tiene más fuerza persuasiva que un silogismo.» Los rumores se convirtieron en murmullos, oportunamente acallados por los aplausos de la masa, que al oír hablar de puñetazos sintió halagado su vigor bravio. Agil, mefistofélico, saboreando el placer de dominar al público, obligándole á censurar ó aplaudir caprichosamente, según halagaba ó flagelaba la vanidad y las preocupaciones de unos ú otros, el orador continuó: «— Sin embargo, recordad mis anteriores palabras. Yo no creo en la persistencia de una sociedad sobre el fundamento del más fuerte asentada y sin más alta finalidad que la persecución de los bienes materiales. También el alma gloriosa tiene sus derechos y necesita explayarse en la pura contemplación de la Belleza y la Idea.» Los .que aplaudieron y los que censuraron antes se identificaron ahora en las muestras de adhesión. El Vicario tornó á sonreír imperceptiblemente. Luego dijo: «— Hace más de un siglo que sólo se habla de igualdad. Creo que esa igualdad es la más inicua de las desigualdades, porque declarar con idénticos derechos á los ignorantes y á los letrados es conceder el triunfo á los primeros, que son los más numerosos, y el triunfo de la masa, que es por naturaleza inconsciente é impulsiva, implica el de la más sórdida y abominable tiranía: la ignara. Por ser el socialismo quien mejor encarna este otro aspecto democrático é igualitario de nuestra civilización contemporánea, muestra cada día más notoriamente toda la ruindad que encubre. Cuando en sus luchas con el capital es vencido, no calla varonilmente: lamenta como vil plañidera; se arrastra gemebundo; implora con la cabeza cubierta de ceniza la protección y ayuda de la Prensa y los políticos burgueses que abomina; invoca sentimientos de piedad, ó de humanidad, como él dice... Pero ved al socialista vencedor del patrono y ¡ cuán altanero se muestra! No hay sentimiento de equidad que le contenga; no hay desgracia de familia que le imponga; no hay esfuerzo heroico por salvar del desastre una fábrica ó una industria audazmente acometida que él respete. Implorando entró en el taller; de misericordia le recibieron. Lentamente, arrastrándose, conspirando, prepara la huelga; no ataca noblemente, acecha y olfatea como la hiena; como la hiena brinca sobre su enemigo cuando más descuidado está, le acosa, le acorrala, le desgarra á dentelladas. Ni la miseria, ni la ruina, ni los sentimientos de humanidad que él invoca le conmueven. Es implacable, es carnicero, es brutal. Cede si encuentra superiores resistencias; deja algo si teme perderlo todo; si el adversario no puede recibir socorro, sólo dejará sus huesos mondos. Lo que hace él es reparación; lo que hace el patrono es inicuo. El, como la Iglesia, posee la Verdad absoluta y la suma Justicia... No es posible entenderse... Lo Absoluto en mano de los hombres se convierte pronto en cetro de la Tiranía.» También ahora aplaudió unánime el auditorio sin advertir la alusión que el orador hizo á la Iglesia. Las subsiguientes palabras del Vicario volvieron á poner en guardia á los que alrededor de la mesa presidencial se asentaban: «— Si en tal supuesto combato el democratismo de nuestra época, en otro sentido lo defiendo. La muchedumbre tiene también derechos altísimos, quizá los más sagrados de la Humanidad, ¿y cómo no si la muchedumbre es el glorioso receptáculo de las grandes energías sociales?...» Una voz interrumpió en son de zumba: «— ¿Qué reservaremos para los genios?...» El Vicario replicó prestamente: «— ¿Es que el genio brota al mundo por generación espontánea?» Y el azafranado marquesito se creyó en el deber de salir por su clase. «— Nace de la clase superior, de la pulida.» «— Esa — continuó el interrumpido sacerdote — si ha dado algún genio está á punto de fenecer; la degeneración la agota, y como la vida es fuerza, hay que buscar la fuerza de la vida en el gran depósito que, sin extinguirse nunca, siempre se renueva, en esa masa popular que el aristocratismo insipiente llama vil rebaño. Y si á los rebaños también se les consagra solícitos cuidados para mejorarlos y superarlos, ¿cómo negárselos al humano que ha producido sus mejores conductores? Poner en condiciones de que esa obscura inculta masa muestre sus mejores elementos debiera ser un deber ineludible, pues así como en las entrañas de la tierra yace inanimado é informe el bloque marmóreo que ha de servir al artista para infundir alma y vida á sus Venus radiantes, en la gran cantera popular es donde el misterioso Artífice de las generaciones gloriosas trabaja callada y pacientemente en reunir los más puros materiales con que se forjan los Genios. ¡Oh si nuestra conciencia fuese sinceramente honrada y no aceptase ó rechazase lo que los hombres quieren, cómo se acongojaría al pensar que si un acontecimiento fortuito, una mera limosna de saber, ha roto la tosquedad de muchas superficies revelando al exterior perlas inmortales del alma humana, cuántas no habrán pasado tristes y por siempre claustradas al reino de las sombras! ¡Cuántos muertos no nacidos clamarán y nos acusarán desde los limbos de la eternidad por no haberlos limpiado de ignorancia con el bautismo milagroso de la educación! El porvenir reputará como superior gobernante al más grande artista, al que con más vivo amor y más intensa fe se haya consagrado á esculpir hombres... Cuando las hordas vencedoras del socialismo hayan corrido su rasero igualitario sobre la haz del mundo, dejándolo uniforme y monótono, el alma humana, apocada un tiempo, resurgirá con mayores anhelos proclamando nueva fórmula de ideal amor arriba y racional obediencia abajo, como obligada necesidad de la vida... La aristocracia del nacimiento y de la fortuna ha cumplido su histórico destino, y tras el fugaz imperio de una forma transitoria, debe ceder á otra aristocracia no vinculada en la sangre, sino en el mérito; aristocracia sin cesar reintegrada con los seres superiores que emita la gran muchedumbre, á la que deben retornar para fundirse otra vez en el rico caudal de las ocultas energías sociales los pobres despojos de aquéllos, sus descendientes enfermos y heridos por el enorme desgaste cerebral de los padres. Sólo así podrá resolverse la antinomia; así sólo podrán coexistir la Aristocracia y la Democracia, el Superhombre y el Pueblo.» Prolongados aplausos resonaron por todos los ámbitos de los tres salones cuando el Vicario terminó su discurso. En el estrado presidencial también aplaudieron algunos, mientras que otros se quedaban suspensos al notar el silencio de los conspicuos. El Cura y el P. Benavente, más que á orar, se dedicaron á confutar las peligrosas ideas del Vicario. Nobilísima era la intención del elocuente compañero; pero su ideal de la Humanidad era utópico, á semejanza de otros muchos concebidos por excelsos ingenios. Un censor escrupuloso quizás clasificase á D. Iñigo Interián en la categoría de los heterodoxos, grave peligro que corre el que fiando mucho en los esfuerzos de la mente, falible y caduca por naturaleza, olvida las sanas inspiraciones de la Iglesia. El Vicario había hablado más como docto seglar que como miembro de la comunión sacerdotal, pues ni por raro aviso habían sus labios enunciado esas tan dulces palabras de paciencia y mansedumbre abajo, moderación y caridad arriba. ¿Es que sus ojos estaban tan atentos á contemplar lo que sucede en nuestro mísero mundo, como si los premios y las expiaciones sólo en él tuviesen realización y no en nuestra ulterior vida celeste? ¿Para qué pronunció entonces el fundador de la Iglesia el Sermón de la Montaña, que desde hace veinte siglos conforta á los caídos prometiéndoles eternas recompensas? No era este Círculo un lugar de controversia y debate, pero ellos — el Cura y el P. Benavente — tenían el deber de poner las cosas en su debido punto y evitar que las conciencias pudieran extraviarse por llegar á conclusiones en que el Vicario seguramente no había pensado, cuando menos querido inducir á sus respetuosos oyentes. Estas atinadas observaciones de Cura y Jesuíta, sin contar otros puntos interesantes de sus respectivos discursos, también obtuvieron muy señaladas muestras de aprobación. Aún hablaron algunos diputados y el canónigo que representaba al arzobispo, y últimamente el gobernador, que cerró los discursos. El también quiso dar su lanzada á los conceptos vitandos del Vicario, diciendo en tono de profunda convicción que siempre en el mundo hubo, y por consiguiente habría, pobres y ricos. XVI Dos días después Micaela preguntó tímidamente á su huésped: —¿Pero qué ha hecho usted, D. Iñigo? —No recuerdo haber hecho ningún daño, buena señora. —El pueblo está alarmado; por todas partes se oyen censuras contra usted... ¿Qué dijo en la fiesta de anteanoche? —No lo sé. Mi memoria es harto flaca para recordarlo. Sin duda serían palabras que el viento arrastró presto. —¡Ay, señor mío! Bien pudo el viento arrastrarlas; pero con el viento van y vienen de boca en boca. ¡Mala situación se crea, mi señor Don Iñigo! ¿Y qué piensa hacer ahora para destruir el pernicioso efecto de sus palabras? —¡No se acongoje, pobre Micaela! Yo no haré nada. —¡Jesús, bendito y alabado!... Pero usted ignora sin duda que el P. Benavente y las autoridades que con él vinieron vuelven escandalizadas á la capital y dispuestas á influir en el señor Arzobispo para que dicte severas providencias contra usted. —¡mposible me es hacer nada para conjurar ese peligro que tan de cerca me amenaza. —Pues el señor cura dice que muy pronto saldrá usted del pueblo si no deshace desde el púlpito los errores que promulgó en el Círculo Católico. —Suponía que mi salida de aquí se avecinaba rápidamente. —Pero aún está usted en sazón de evitar el riesgo, señor D. Iñigo. Visite al Arzobispo; retráctese á ser posible. ¿Qué perderá diciendo que está arrepentido de haber pronunciado algunas palabras que nadie recordará cuando pasen quince días? —No puedo, no puedo. Ni siquiera sabría qué decir. —Repare, señor Vicario, en las consecuencias que podrán sobrevenirle. No vale media docena de palabras la pena de correr peligros. Le trasladarán á otro pueblo peor que éste; hasta él le acompañará la mala fama; le vigilarán constantemente, y usted, que tantos méritos reúne para triunfar y hacer rápida carrera, se verá solo, pobre, perseguido por quien menos vale... —Y hasta expulsado de la Iglesia; ¿no quiere decir esto? —No quiero decir tanto... —Pues délo por seguro. —Usted no puede consentirlo... —Ni yo pienso en retractaciones, ni me servirían de nada. Usted misma lo ha dicho, Micaela: á todas partes me seguiría el recelo y el espionaje. Lo que ahora no ocurriese sobrevendría más tarde. Es inútil la lucha. Ni yo puedo caber en la Iglesia, ni ella cabe en mí. —Me dan miedo sus palabras, señor Vicario... Y esos ojos de fuego, que arden cuando habla, aún me infunden más temor... —¡La catástrofe se acerca! —¡Una carrera perdida! ¡Separado de la Iglesia! ¿Qué será de usted, pobre D. Iñigo? —No es la pérdida de la carrera ni la separación de la Iglesia lo que me espanta. ¡Es mi vida malograda, es mi alma rota! ¿Adonde iré con este cortejo de negras dudas, sin una afirmación delante, sin una ilusión de guía, sin un puro amor que me sirva de risueño Oriente? —¡Adonde irá usted, D. Iñigo! —No lo sé, no lo sé. Necesito pensar, necesito estar solo... ¡Necesito, Micaela, una mujer como usted, sencilla, amorosa, resignada!... —Es tarde, señor Vicario; demasiado tarde... —Cierto: es muy tarde; siempre lo fué para mí. ¡Alma solitaria y sedienta como viajero extraviado en el Desierto, una vez me acerqué á la cisterna; pero el agua misericordiosa que en su ánfora me ofreció la Samaritana despertóme nuevas ansias de beber! —¡Pobre D. Iñigo! —Sin embargo, no quiero dejar que se me escape la blanca paloma de la ilusión... ¡Aún entreveo el claror de una postrer esperanza! —¿De veras? ¿Será posible? —¡Quién sabe! Quizás no sea tarde... Adiós, Micaela; deseo estar solo, porque me acerco al punto culminante de mi existencia. Micaela no había exagerado, ni el Vicario ponía en duda la certidumbre de sus palabras. Los signos que en otro tiempo le anunciaron la tormenta que sobre su cabeza estaba condensándose, le advertían ahora el recio temporal que había de correr. La mal disimulada alegría de sus compañeros, el fruncido entrecejo del Cura, la burlona sonrisa de D. Jaime, el aire desconfiado que al pasar adoptaban hombres y mujeres mirándole con el recelo y sorpresa que inspira una persona vista por primera vez, todo le presagiaba la inminencia de alguna desgracia. Su discurso era tema perenne de cuantas conversaciones se enhilaban aquellos dos días. ¡Era asombroso, inaudito que en un acto tan solemne como la inauguración del Círculo Católico hubiese tenido aquel hombre la audacia de exponer ideas insensatas de cerebro enfermo, buenas para reídas mejor que discutidas! Ni siquiera el momento se prestaba para discutir: el respeto á las señoras, cuando no á las altas autoridades que se habían molestado por honrar al pueblo y hacer más notoria la naciente Sociedad, aconsejaba prudencia y tino para que la gente no se entrecogiera en acaloradas polémicas. ¿Qué dirían los enemigos que en la capital borrajeaban papeles infames, cuando se enterasen de que el Cura, el P. Benavente y hasta el mismo gobernador habían tenido que refutar á un sacerdote desatentado y lenguaraz en demasía? Afortunadamente, el escándalo sería castigado. La ruina del Vicario habíala hecho cuestión de amor propio el poderoso ignaciano, y si el Arzobispo no atendiese su recomendación, de otra parte vendría la orden premiosa de que el curita estirado y pedante fuese á concebir peligrosas teorías religiosas ó sociales, bien ajenas á las preconizadas por Su Santidad y el talentudo P. Benavente, á cualquier serrano curato donde nadie le entendiese ni pudiera sembrar la herética cizaña de que estaban impregnadas sus palabras. Presto quisieron los radicales tomar la defensa del perseguido Vicario; pero á las primeras réplicas en su abono sali eron los contrarios diciendo que tampoco ellos podían reputarle de correligionario, pues bien altamente había declarado en su impertinente discurso que era enemigo de la democracia y deber del pueblo respetar y obedecer á una quimérica aristocracia por él forjada durante la turbación que había sufrido al verse en presencia de tan selecto y respetable concurso. ¡Cuánto mejor hubiera sido que no le excitasen á hablar, ó que se hubiese retirado en los momentos de zozobra y congoja! No, tampoco los radicales debían defenderle. Sus ideas no eran las profesadas por el Vicario. ¿Y sabía él mismo lo que dijo?... Infiriendo de sus torpes conceptos, él era un ave errante y sin nido. No pertenecía á ningún bando: ni ayudaba á los vencedores, ni defendía á los vencidos. Quizás el pobre señor militaba bajo las banderas de éstos; pero al verse entre gente principal, y teniendo en cuenta la naturaleza del acto que se realizaba, dudó, no se atrevió á exponer sus ideas democráticas, y quiso transigir con una de cal y otra de arena, elaborando rápidamente una absurda aristocracia directora en la que fuese entrando lo más florido del pueblo para que no protestase ni se rebelase contra quien le tenía debajo. Esta falta de sinceridad le enajenó la simpatía de los únicos que le hubiesen alentado, y no faltó librepensador, tan audaz como puede serlo un gran convencido, que le echara en el rostro su tibieza y poca fe al verle pasar, carretera adelante, solitario y triste. El Vicario no contestó, ni podía contestar. Durante su largo paseo múltiples problemas íbanse trabando sucesivamente en su ardoroso cerebro. La antigua duda de si podría edificarse nada racional y estable sobre la móvil y cambiante muchedumbre, le acuciaba más insistente. Con altanera insolencia le había insultado uno que se creía convencido. ¿Convencido de qué?... Tras luengos años de meditación y estudio aún no estaba él cabalmente persuadido de nada. Hasta el sentimiento religioso lo sentía vivo y agarrado á sus carnes; le gritaba con la voz extrahumana de sus muertos; se le revelaba en formas fantasmáticas durante el sueño y en estado de vigilia. El no podía creer en la convicción de esos que por la noche se acostaron católicos y amanecieron librepensadores, ni mucho menos en la fe profunda de los que pasan por la vida hablando y escribiendo del progreso y contra la superstición, para hacer renuncia de sus viejos entusiasmos y demandar contrita absolución en los umbrales del no ser, cuando la muerte les repasa por el pecho su mano esqueletizada helándoles la sangre de terror. ¡Creer en la fe perseverante del pueblo!... Ya lo había visto días anteriores. ¡Con cuánto entusiasmo aplaudió al tribuno radical; con qué largueza recompensó las palabras de los oradores católicos! ¡Y cuántos oyentes de aquél vinieron inducidos por sus mujeres á oir éstos y se quedaron en el Círculo recién inaugurado! ¡Y cuántos no reingresarían en la Sociedad librepensadora, si el arriscado propagandista volviera! ¿No les había obligado él mismo á que aplaudieran sus no comprendidas razones, y no aplaudieron al Cura y al ignaciano cuando le contradecían? ¿Y le costaría mucho esfuerzo recobrar adeptos si quisiera lanzarse á la busca de prosélitos con su palabra de fuego y su aire extraño y misterioso, tan útil para seducir á la gente?... No, no era posible que sobre el movedizo Océano de la abigarrada é inculta multitud pudieran trazarse sólidos fundamentos de una sociedad ideal... ¡Dichosa Democracia! Ella había dado el poder á la turba; es natural que la perfidia y la charlatanería reinasen como despóticas soberanas en el mundo. Prometer lo irrealizable, pero prometer mucho; adular al pueblo, como el cortesano adulaba al rey, para que se crea verdadero soberano; he aquí el secreto, bien conocido de los políticos modernos, para culminar y mandar. Los que, como él, no fuesen amigos de la lisonja, estaban perdidos y en el mundial banquete no encontrarían cubierto. Unos le llamarían rebelde, inadap-table otros; el fracaso sería siempre su mejor compañero... El Vicario tampoco se resignaba á desempeñar tan triste papel. No ignoraba que en la gran batalla empeñada desde los comienzos de la vida sólo había vencedores y vencidos; el que no quisiera ser aplastado debía de apercibirse para aplastar al que le disputase el puesto en la concurrencia vital. El dilema era fiero, pero sin términos medios. Vencer con la adulación y el engaño parecíale innoble vencimiento de un alma austera; ser vencido aún le parecía más bochornoso. ¡Si al menos conservase las creencias de su risueña infancia! Entonces sabía que el mundo era un árido valle de lágrimas, y que al término de él pasaría su alma canonizada por el dolor bajo los arcos de triunfadoras palmas que vibrarían manos de arcángeles y serafines. ¡Qué podría esperar ahora si el cruel análisis había secado el manantial de su antigua fe! Hasta la fama postuma que repite nuestras palabras al través de los siglos y proyecta nuestra imagen en la eternidad, sólo es un apagado eco, no es nuestra voz; como la sombra que vemos reflejada en el terso lago podrá ser la imagen engañosa de nuestra persona, pero no es nuestra persona misma. ¡Oh, si no había Campos Elíseos donde gozar la dulce compañía de los buenos, ni Ciudad Celestial de que ser nobilísimos y felices ciudadanos, si sólo habíamos de vivir en la posteridad como un recuerdo ó una sombra, era inútil, ilusorio era granjear aplausos que no habíamos de oir ni conquistar fama que no podíamos gustar. Bella cosa le parecía trazar caminos umbrosos por donde las generaciones venideras pasasen llanamente; pero al menos que se le permitiese discurrir por los ya abiertos sin que el dolor pagara alcabalas y almojarifazgos. Trabajar implacablemente en beneficio de ese informe monstruo llamado la Especie, parecíale peor que trabajar por un despótico señor: éste da algo, aquél no da nada. ¿Y qué podría importarle la Especie, si á integrar esa humana isla madrepórica no había concurrido con ningún ser, sangre de su sangre, que recibiese una mínima parte de sus afanes? Trabajar por ella, ¿no sería, además, estéril esfuerzo, triste trabajo de Sísi-fo, que no puede subir á la luminosa cumbre para reposar en la Perfección? El ideal del Progreso, la plena realización de la Justicia, son ensueños halagadores sin posible realidad. Nuestro pobre planeta no es eterno, morirá de vetustez como los seres que en él hacen nido, ó quizás de algún sideral cataclismo que lo lance fuera de su órbita hecho cien mil fragmentos. ¡Y adiós para siempre Humanidad perdida en mitad del ensueño! El era solo; todos los suyos habían muerto; los fúnebres hábitos que tanto le pesaban tal vez le aliviasen pronto de su carga. Estaba propincua la sazón de moverse en plena libertad; aquellos antiguos vínculos simpáticos que le unían espiritualmente á cuantos sufren y le narraban sus penas ahinojados al pie del confesonario, iban á romperse; quizás pudiese triunfar todavía sin hacer renuncia de su personalidad; ¡pero qué triste triunfo! Tendría que ahogar.su corazón dispuesto siempre á darse. Tendría que ser un cerebro frío disponiendo rígidas fórmulas, y una voluntad inflexible realizándolas. ¿Valía la pena triunfo semejante de pasar por el mundo como un viento cimeriano, sembrando duelos y desolaciones? ¿Debía de improvisar una familia, contraer perentorios deberes, satisfacer nuevas necesidades? Este freno quizás domara su naturaleza indómita obligándole á transigir; pero á su edad difícilmente se elabora una familia cuando no preside recíproco amor. De los dos suyos, el primero había muerto; el otro era imposible. Aun logrado cualquiera de ambos, ¡cuántos esfuerzos habría de realizar sobre sí mismo! Tendría que mudar la faz ascética; hacer perenne vida de relación achicando su mente al igual de la mediocridad que sólo habla de cosas vanas; necesitaría clasificarse en algún bando, partido ó secta; pondría rostro plácido á sus enemigos; adularía á los de arriba ó á los de abajo para que, ayudándolos, le ayudasen. Y en este continuo tráfico con la mentira perdería su don más alto: la dignidad intelectual que le diferenciaba de las muchedumbres doradas y plebeyas... Bajo la potestad de estas ideas hubiese entrado el Vicario en el pueblo, si grandes risotadas no desvían á otro lado su atención. Un grupo de paseantes iba comentando jocundamente la rápida fuga del sargento licenciado, oficial de la futura caballería carlista, que por la mañana había huido con toda la familia. En el pueblo sólo dejó un grato recuerdo de su devoción y consecuencia política, y hasta 1.500 pesetas en deudas. El entusiasta González de Brea era sin duda un hombre que encontró el secreto de vivir sin que á su honrada conciencia le asaltasen dudas ni temores. XVII P or la tarde del siguiente día Micaela entró apesadumbrada en el cuarto del sacerdote: —Señor Vicario: doña Elisa se siente morir, y pide ser confesada. La frente del Vicario se nubló de sorpresa ahondando el surco característico. En seguida volvió la espalda á Micaela, como buscando algo, y apenas repuesto, le dijo fríamente: —Es una gran desgracia; pero estaba prevista. ¿Qué sacerdote la ha visitado? —Ninguno; acaba de solicitar confesión, y ha rogado que llamasen á usted. —¿Por qué no otro cualquiera? Yo preferiría pasear un rato; me arde la cabeza, y nunca es grato asistir á un moribundo ni presenciar la ruptura de las postreras esperanzas en quien le rodea. —Vaya pronto, D. Iñigo. Yo se lo suplico en nombre de la enferma. Usted ha sido su último confesor y debe ayudarla á bien morir. —¿Quién la acompaña? —Su hija solamente. Si D. Guillermo de Robles viviera y dispensase mercedes como en otro tiempo, la casa estaría llena de amigos. Ahora esperarán hasta el último instante, cuando la visita de duelo sea ineludible. El Vicario se puso el manteo, y antes de salir contempló en un espejo su intensa palidez. Sin saber por qué sentía el temblar de sus carnes. Miedos y esperanzas le asaltaban confusamente como si fuese á correr peligros y triunfos. El breve trecho que le separaba de la casa frontera lo anduvo remiso: creía estar viendo ante él á la hija de la enferma; pero ensombrecida por las adusteces de las penas sin consuelo que infligen las separaciones eternas. La única sirviente que había conservado doña Elisa le indicó la sala donde le esperaba María Fernanda. El Vicario entreabrió discretamente la puerta, y lo primero que vió en la mortecina penumbra del lento anochecer, fué á la esposa de D. Jaime sentada en un sofá, resignada y muda como una santa. Al crujir las maderas levantó sus grandes ojos azules,que resaltaban húmedos en el piélago de tristeza que los envolvía, y un ligero estremecimiento de miedo le recorrió por el cuerpo viendo la alta sombra del solemne sacerdote. El inclinó reverentemente la cabeza, y avanzando con lentitud susurró á la triste diosa: —¿Cómo está la enferma? Ella indicó con un signo otra habitación vecina del pasillo, y moviendo desalentada la rútila cabeza, silabeó: —¡Mal; creo que muy mal! Tendremos que disponerla para recibir los últimos Sacramentos. —Eso depende de su estado. La enfermedad admite mora, y conviene no alarmarla. Puesto que ella misma solicita ser confesada cumplamos su deseo, y el médico recomendará lo demás cuando sea llegada la sazón. —Voy á prevenirle su visita, señor Vicario. María Fernandá se levantó forzosamente, y repasándose el pañuelo por los ojos, hizo grandes esfuerzos para serenarse. Luego se dirigió al cuarto de la enferma. El Vicario la vió alejarse; pero durante la breve ausencia su imaginación se la estuvo representando embellecida con el sufrimiento. Por misteriosa asociación de ideas, pensando en el mal que mataba á doña Elisa, recordó á la muerta Claudia y en su postumo amor, que desde algún tiempo reencarnaba y florecía en la pomposa María Fernanda. Pasados que fueron cinco minutos volvió á entrar ésta, mustia y sollozante, haciendo signos al sacerdote de que su madre le esperaba. Un globo de cristal suspenso en el techo difundía tibia claridad rosácea por la modesta alcoba, donde se barruntaba ya la quietud agobia-dora que anuncia la proximidad de la muerte. En angosto lecho de nogal revestido de blancas ropas estaba doña Elisa sustentando la cabeza en altos almohadones para que facilitasen la respiración á su pobre pecho anhelante. El Vicario se acercó á la enferma, y ella clavó en él sus lucientes ojos en solicitud de algo indeterminado y obscuro: una frase de aliento, una pregunta, una bendición tal vez. La vida se agotaba por momentos en aquella noble ruina, y parece que el alma pura é inmortal temblaba ya sobre el lecho como la llama melancólica en la lucerna que se extingue. Mejor que cuerpo organizado era aquella cándida mujer un armazón óseo recubierto para no deshacerse con descolorida envoltura, aunque el globo vertiese sobre ella su rosada resplandes-cencia, prestándole débil atributo de aparente salud. El Vicario sabía que en el ambiente de misterio que circunda á los moribundos es inútil rebuscar fingidos conceptos que no alteren la majestad del momento, y se limitó á reproducir la pregunta obligada en casos tales. Al ser requerida hizo la paciente intenciones de hablar, y un acceso de tos seca, violenta y con largas resonancias cavernosas en la oquedad del pecho, la dejó aniquilada. Repuesta un tanto quiso adoptar mejor postura, y otro golpe de tos volvió á pasmarla. El sacerdote se encorvó sobre ella, y dulcemente, pero no tanto que dejase de sentir el áspero crujido de los huesos, fué convirtiéndola en otra guisa. Luego la recomendó cuanta más quietud pudiera para no extenuar sus fuerzas mientras duraba la confesión. Breve tenía que ser, y mucho más para un sacerdote que de antemano la aconsejaba en el tribunal de la penitencia. Cuanto la enferma hubiera dicho, decíaselo él por ahorrarle fatigas, y ella asentía con la cabeza y los ojos ó con sencillas afirmaciones que exhalaban sus labios, blandas como suspiros. De tiempo en tiempo, otros suspiros más hondos llegaban al lecho procedentes de afuera, y cuando los suspiros iban á transformarse en rebeldes sollozos mal comprimidos, oíanse las pisadas de María Fernanda alejándose tácitamente. La voz del sacerdote seguía murmujeando sobre el lecho de la enferma como el discreto rumor de una confidencia. Doña Elisa habló muy poco: ¿y qué iba á decir, pobre ser callado y bueno, que no hizo daño y difundió perdones y agonizaba ahora en la soledad y el silencio?... Pero algo tenía que revelar: algo guardaba ocultamente que le remordía como un pecado inconfeso. Era su hija lanzada en la infelicidad por maternal egoísmo. Ella creía asegurar el porvenir de María Fernanda casándola con un hombre rico, y la había hundido en perenne desventura. Después de su muerte ¿quién compartiría con la esposa del avaro el secreto de sus diarias penas? Pensando en María Fernanda los ojos se le velaron de dolor, y lágrimas copiosas rebosaron sus hondas y moradas cuencas. El Vicario sacó el pañuelo para recogerlas con filial solicitud, y abrevió la angustiosa ceremonia á que todavía le obligaba la profesión de su ministerio. Cuando hubo musitado la absolución alzó la voz para recomendar á la paciente reposo y esperanza. Más audaz que el tono de sus palabras fué la tos desgarradora que sacudió violentamente el cuerpo entero de doña Elisa, dejándola sin fuerzas. Era esto como una lúgubre réplica que ultratumba enviara á la prosa animadora del piadoso Vicario. Cuando el sacerdote reingresó en la sala, María Fernanda encendió la luz, y volvió á caer postrada en una butaca. El permaneció de pie contemplando atentamente aquella imagen dolorosa, de cuyos grandes ojos fluían prolijas lágrimas y rodaban ardientes por las mejillas, ajadas ya de anteriores llantos. El Vicario pretendió calmarla, vertiendo sobre ella dulces palabras de consuelo; pero bien pronto volvió á callar, pues le parecían harto pobres é inexpresivas las frases convencionales que en presencia de los grandes infortunios solemos prodigar entre las víctimas por no parecer indiferentes á sus cuitas. María Fernanda seguía llorando mansamente, y cuando el llanto y los sollozos se agolpaban pugnando por escapar en tropel, mordía su empapado pañuelo,que iba destrizando poco á poco. Atraído insensiblemente por el hondo sufrir de ella, el Vicario se encontró sentado en el sofá, muy cerca de la mujer secretamente querida, participando de sus penas. María Fernanda ni siquiera notó la proximidad del sacerdote, y dejando caer vencida la cabeza sobre el respaldo, murmuró entre dos hipos: —¡Sola! ¡Sola!... El le dijo con quedo acento: —¿Por qué tan sola, María Fernanda? Y ella repitió como si nada hubiese oído, puestos los enrasados ojos en el impávido foco eléctrico que con fría luz alumbraba la estancia: —¡Sola!... ¡Mañana todo habrá concluido para mí! —¿Por qué se desespera, señora?... Quédale su esposo; le queda su hijo. —¡Mi hijo! ¡Mi hijo del alma!... Por él estoy condenada á no recobrar jamás la alegría. El me une por siempre á su padre nunca amado. —¿Olvida usted la resignación cristiana, que nos ordena sufrir en silencio? —Preciso será que me resigne, sin recobrar por eso la alegría. ¡ Es tan amargo tener que pasar la juventud y la ancianidad sufriendo en secreto, sin nadie que escuche y participe de nuestro penar continuo!... ¡Si por un milagro pudiera amar á mi esposo!... Pero es imposible que el milagro se realice: nos somos hostiles, incompatibles; mares helados separan nuestros corazones, y hasta el sentimiento de gratitud que podía hacerme llevadera su despótica dominación, lo ha muerto él echándome en cara su fortuna y mi pobreza.:. ¡Mi pobreza, que me hacía infinitamente más rica que la sordidez dorada de don Jaime! Las últimas frases las entrecortó con frecuentes hipos; llevóse otra vez el pañuelo á la boca para contener el llanto que la ahogaba, y otra vez se abandonó con laxitud en su asiento. El Vicario la contemplaba emocionado. ¡Cuán bella era María Fernanda!... El cerebro lo sentía en plena fermentación, y el corazón le batía poderosamente el pecho. Como la dolorosa no barruntaba en su dejadez física el declinar de la cabeza respaldo abajo afectando violenta posición, elevó el brazo derecho para contenerla en su descenso... Grandes sentimientos y pasiones había experimentado el sacerdote en su procelosa existencia; pero esta sensación que ahora recibía le era totalmente desconocida. La rubia cabeza de la afligida joven reposaba en su brazo, infundiéndole vitalísimo calor que le hacía bullir la sangre por las venas. ¡Con cuánto placer hubiese acariciado aquella hermosa víctima y dado por ella la vida!... Los desvelos infinitos de la madre por el hijo; las solicitudes del novio por su novia; los tiernos cuidados del amante por la mujer amada, todas las formas que el amor dulce é imperecedero puede revestir, sentíalas unánimes en este momento de inagotable ternura. Una idea pasó rozándole la mente calenturienta... ¡Si le diera un beso!... Sería un beso casto, suma de su gran querer: con él transfundiría á María Fernanda su alma entera, ávida de entregarse. En seguida cerró fuertemente los ojos, horrorizado de que ella le rechazara, creyéndose manchada por sus labios. Cuando volvió á abrirlos la compungida seguía reclinada sobre él, muda de aflicción, llorando lentamente, lentamente... ¡Oh, por qué pertenecía á D. Jaime aquella mujer y no era suya!... Entonces la estrecharía devotamente sobre su pecho; buscaría palabras que al instilarlas su boca en la boca de ella fueran calmantes como un bálsamo precioso; le diría que cuando el tiempo borrase la pena que las visitas inexorables de la muerte dejan en los corazones, aún podrían gozar largas horas de paz y de ventura... ¡Y ella seguía llorando la desgracia próxima y el infortunio eterno!... Con mano trémula rebuscó el Vicario su pañuelo, y tímido, suplicante, lo acercó al inundado rostro de María Fernanda, mientras le susurraba consolaciones: —¿Por qué no da usted una tregua al dqlor, señora? La seca tos de la enferma sonó en la quieta alcoba. La hija hizo un esfuerzo para desprenderse del brazo que ceñía su cabeza é ir en ayuda de la madre. El Vicario la detuvo: —¡Por Dios, señora, no se mueva usted! La afligiría viéndola llorar. Ella permaneció queda y entornó sus bellos ojos. El volvió á pasarle su pañuelo por la abrasada cara sin dejar de murmurar consuelos. A una suave presión del brazo que la sustentaba, María Fernanda miró al sacerdote, y D. Iñigo Interián de Barnuevo se quedó mirándola enamorado y extático en las hondas pupilas. ¡Era una mirada larga, insondable y acariciadora, que la fascinaba al mismo tiempo. Por segunda vez quiso romper el lazo mágico que la retenía, y por segunda vez quedó subyugada por aquel hombre extraño que la adormecía amorosamente entre sus brazos, bajo el atento influjo de unos grandes ojos negros derramando sobre los suyos dulcedumbre y misterio. Hasta se creía aliviada de pena en el nudo esclavizados Jamás al lado de D. Jaime sintió aquella sensación refrigerante y benigna. Viendo él que la hermosa permanecía como aniquilada y atónita, la oprimió más fuertemente sobre el pecho. Hubiera querido que ambos corazones se unieran y fundieran para siempre, sin que ninguna potestad divina ni humana los separase de por vida. En un rapto de pasión que ahogó los consejos de la mente, le dijo transfigurado: —¿Por qué no habremos nacido el uno para el otro, María Fernanda? Ella gimió débilmente en el pecho de él, comprendiendo que no tenía fuerzas para protestar. El la abrazó más fuerte, y envolviéndola en una llamarada de ardiente amor, repitió las palabras que en otro momento solemne dijo á Claudia: —¡Si una vida costara la felicidad, yo te inmolara la mía en este mismo instante, María Fernanda, porque recobrases la dicha. Dijo, y rozó con sus labios ardorosos los ojos de ella, que se habían entornado para recibir la entusiasta promesa. —¡Iñigo!... ¡Señor Vicario!... ¿Qué estamos haciendo?... ¡Esto es indigno!... ¡Mi madre se muere!... ¡Mi marido; mi hijo!... El llanto se agolpó otra vez á sus bellos ojos. Loco, insensato, el Vicario unió su boca á la boca de María Fernanda, que le abrazó desolada y delirante, implorándole entre sollozos y suspiros la misericordia de otro beso, y otro, y cien, y mil... —¡Bésame, bésame!... ¡Estoy loca; no sé lo que hago; pero necesito que me beses!... ¡Mañana seré sola y no tendré un hombre que me dé besos de vída!... ¡Bésame hasta que el alma triste se me vaya con los besos!... ¡Bésame!... El la besaba frenético, transportado, y le decía quedamente con palabras enérgicas, formidables como el fuego y amorosas como los arrullos: —Todavía es tiempo, María Fernánda... Aún podemos ser dichosos; ¡alma de mi alma! Si la muerte corta la ligazón que te unía á un santo ser, el amor puede forjar otro vínculo más duradero que nuestras vidas... Vasto es el mundo, ¡mujer que resumes todas mis ansias infinitas! Lejos de aquí, libre de estos negros hábitos que me punzan como tenaces cilicios, aún podremos ser por siempre felices. —¡Bésame! ¡Bésame hasta que el alma se me escape con los besos!... ¿Quién sabe lo que nos esperará mañana?... —Aún puedo ser de los triunfadores, ¡mujer que ensueño!... ¡Mi cerebro es fuerte, y como tenso arco quiere lanzar la idea rutilante y vibradora! ¡Dócil es mi palabra, y acicatada por la ambición zaherirá con ironías y sarcasmos á mis enemigos, ó resonará tempestuosa y trágica como la voz de Poseidón, levantando con sus sacudimientos bramador oleaje en la muchedumbre intonsa que necesita guías y tiranos! —¡Todo por mí, Iñigo! —¡Todo por ti, María Fernanda! —¡Bésame, bésame, y no dejes de halagarme con esas dulces promesas de grandes triunfos por mi amor conquistados!... ¡Tiempo habrá de llorar! —Mi voluntad es rica y tenaz. No iré como en otros tiempos, mozo inexperto y romántico, á remotos países. En todas partes puede vencer el fuerte. Promete seguirme, y desde mañana comienza nueva vida. Con ella morirán las dudas y negaciones, y sobre sus pavesas surgirá una afirmación potente. La afirmación serás tú, María Fernanda; tú serás la columna de fuego que me sirva de guía al través de la existencia; tú serás la luminosa escala por donde ascienda hasta el cielo de las ambiciones más altas. —¡Bésame, bésame y ensueña, Iñigo ambicioso! —De ti depende que el sueño se trueque en realidad. ¡Sígueme, hermosa María Fernanda!... Fuera de aquí serás mi mujer beatificada por el amor, tu hijo mi hijo... No pudo continuar. Súbita transformación terrorífica se había operado en María Fernanda. Su cuerpo temblaba entre los brazos del Vicario; la sangre huyó del rostro dejándolo con palidez de cirio, y las pupilas dilatadas como por la locura estaban fijas en la aparición de algún siniestro fantasma. Dobló la cabeza y perdió el sentido. Alarmado por tan rápida mudanza, el sacerdote miró á su alrededor. Don Jaime estaba en la puerta, helado, petrificado, como si hubiese visto á Medusa en aquella escena de amor. El Vicario apretó los dientes haciéndolos rechinar escalofriantes, y depositando á María Fernanda en la butaca le imprimió en son de reto un postrer beso en la pálida frente ornada de rubios cabellos desordenados. Luego se puso lentamente en pie, y rígido, hierático,cejijunto, avanzó con pausa y resolución. La tos de la enferma le detuvo dubitativo en mitad de la sala. A D. Jaime le pareció gigantesca y extrahumana aquella sutil sombra ingente que tenía delante, y temerosos como chispas del profundo los dos carbunclos que le miraban crueles. El Vicario reanudó su acompañada marcha. Frío como el carámbano era su rostro de penitente; pero sus ojos llameaban con intensidad de hoguera. Al llegar ante D. Jaime, dijo en recortado y seco estilo: —¡Paso! El marido de María Fernanda hizo un movimiento automático para dejarle libre el tránsito. XVIII C uando María Fernanda recobró el sentido su esposo estaba sentado frente á ella, llorando de rabia y celos. Viéndola un tanto repuesta dirigióla una mirada sagitaria, y mostrando los puños, le dijo en irritado tono: —¿Así pagas mis favores, miserable? Ella nada contestó. Había llegado la hora de recomenzar el sufrir, un momento suspenso para que luego supiese más amargo, y se cubrió el rostro con las manos. El se acercó á ella, y cogiéndola del brazo la sacudió reciamente, balbuceando colérico: —¡Te callas!... ¿Cómo me pagarás ahora el daño que me haces, despreciable ramera? María Fernanda siguió muda, derramando acerbas lágrimas. Su marido continuó con más reconcentrado enojo, desviando las manos de ella para que le mirase á la cara, lívida de odio y despecho: —¡Te obstinas en callar, infame! ¿Así recompensas el favor que te hice sacándote de la miseria en que debiste morir? ¡Habla, ó te escupo al rostro!... ¿Te ha pagado el austero Vicario mejor que yo tus favores, infame prostituta? Un rayo de indignación pasó por los ojos de María Fernanda al oir el horrendo ultraje; pero recordando su falta abandonáronle las fuerzas, un momento exaltadas, y recayó vencida. Gemebunda y desolada suplicó á su marido: —¡No me insultes, te lo suplico! ¡No puedo más! —¡Pero sí podías recibir las caricias del otro!... Con torva sonrisa de hielo, continuó D. Jaime: —¡Pobre mujer!... ¡No puede más!... ¡Las fuerzas se le agotan!... Sin duda habías creído que mi enojo iba á ser menos duradero que la hora de felicidad pasada en brazos de tu amante. ¡Es natural! Me viste inmóvil en la puerta cuando os agraciábais con prolongados besos, y creiste que iba á cerrar los ojos, que iba á volver la espalda á mi patente deshonra. ¡Ya ves si soy bueno que no me arrojé sobre vosotros para despedazaros! ¡Mira si soy clemente que todavía no has muerto! —Pues bien, prefiero que me mates pronto á que me crucifiques lentamente con los clavos de tu ironía. —¡Oye, ramera! ¿Piensas que mi tormento no supera al tuyo? ¿De qué puedes quejarte? ¿Ardes en el fuego del Infierno como yo?... ¡Por mala arderás algún día; pero ahora no sufres las ardientes lanzadas de estos negros celos que me matan! ¡Repite ahora que eran infundados los míos; diga tu boca embustera que no te miraba el Vicario la noche del Círculo! ¡Vamos, repítelo, mujer!... —Lo repito. —¡Mentirosa!... ¡A tanto te atreves, canalla! ¡Aún osarías decir que mis ojos nada han visto esta noche!... Don Jaime pronunció una blasfemia horrenda. Su mano cruzó sañuda el rostro de ella. María Fernanda contuvo el grito de sobresalto que iba á escapársele, y dijo humildemente: —¡Pégame, Jaime; pégame cuanto quieras; mátame si es preciso; pero no me ultrajes con tus insultos crueles!... —¡Y me llamas cruel, tú que me has enseñado á serlo! ¿Qué es tu existencia de casada más que una ininterrumpida crueldad?... ¡Bien lo comprendo ahora!... No me amabas; por interés te casaste conmigo. El dinero te trajo á mi casa; pero el corazón se quedó en la calle para que lo recogiera el primer ladrón de honras que pasase... — «¡Tus celos son injustos — me decías —; jamás olvidaré mis deberes de mujer honrada!» Con estas protestas templabas mis recelos y en seguida te venías á la casa de tu madre. ¿A qué venías, esposa inmaculada?... ¡Qué torpe; nunca pensé en lo cierto; ni siquiera la noche del Círculo!... Venías, porque tu amante vivía cerca y era fácil entenderos. ¡Aquí estaba el lugar de la cita; quizás este mismo sitio donde aún aletean vuestros besos, y yo os sorprendí íntimamente abrazados, fué nido de vuestros amores!... —¡Por Dios, Jaime! ¡Ya no me insultas á mí, es mi madre á quien ofendes! —¿No sería ella la protectora de tu adúltero querer?... —¡Pensar eso es una infamia! —Todo puede pensarse de tu maldita ralea, que está ardiendo en los Infiernos, ¡hija del suicida! ¡Tu madre te recomendó casarte conmigo por interés, y ella debió aconsejarte que dieses á otro el corazón corrompido, mala lumia! —¡Esto es horrible, Jaime!... ¡Esto es insoportable!... ¡Ni siquiera respetas á mi pobre madre moribunda! —¡La respetaste tú, hiena!... ¿No recibiste á pocos pasos de su lecho las caricias de un hombre que no era el tuyo? —¡Por Dios te lo pido!... ¡De rodillas te lo imploro!... ¡Pégame; mátame; te he ofendido; derrama mi sangre á cambio de la ofensa; sáciate en mí cuanto quieras...; pero que mi pobre madre no te oiga!... ¡Moriría sin consuelo!... —¡Muérase pronto, y que se condene con tu padre y tú con ellos! —¡Mal caballero! —¿Cómo?... ¡Otra vez me insultas!... ¿Tú?... ¿A mí?... El puño cayó irascible sobre el triste rostro de María Fernanda, y la sangre brotó de su boca manchando la mano que seguía colérica golpeándola. Ella no gemía. Con la cabeza resignada soportaba el martirio, y sus lágrimas y su sangre caían juntamente en el suelo. Loco, extraviado, D. Jaime la asió de la blonda cabellera, la arrastró, la sacudió implacable, acercó su boca burbujeante á la ensangrentada boca de ella, y le escupió este insulto: —¡Prostituta!... ¡Prostituta!... Y arrojó su desvanecido cuerpo en tierra. La voz de doña Elisa llegó flébil hasta el lugar de la violenta escena: —¿Qué sucede? Don Jaime le respondió sordamente: —¡Nada, nada!... ¡Descanse en paz! —¡Ah, eres tú, Jaime!... ¡Me había alarmado! No abandones á mi María Fernanda. Dile á la pobrecita que no se aflija. Don Jaime no la oía. Como fiera enjaulada pasaba y repasaba por la habitación mordiéndose los puños, mesándose los pelos, tropezando en el cuerpo yacente de su esposa. Un momento se detuvo ante él, y como si la sangre que inundaba la cara de la víctima llamase á su propia sangre, levantó el pie para chafar la inerte cabeza. Por fin se dejó caer en la butaca, y posando la sombría cabeza entre las manos empezó á verter insultos y blasfemias sobre la aborrecida escultura que !e servía de escabel. Luego se cubrió con el pañuelo para llorar porfiadamente su despecho. De esta situación le sacaron los gemidos de María Fernanda cuando empezaba á recobrar el sentido. El la miró, y al verla tan pálida, con los lacios cabellos adheridos á las sangrientas sienes, barruntó un principio de horror y quiso retirarse para rumiar en otra parte su odio; pero al trasponer la puerta le detuvieron los gritos de su hijo que lloraba fuera. Una oleada de fuego le ascendió súbita y clamorosa á la cabeza, que hubo de sujetar con ambas manos para impedir que estallase; exhaló un bramido de feroz indignación, y sus torvos ojos se clavaron en María Fernanda dirigiéndose luego en una mirada vaga y de extravío á su alrededor buscando un arma homicida. —¡Es horrible!... ¡No puedo más!... ¡El cerebro me arde y pierdo la razón!... ¡Y lo había olvidado! ... ¡Lo había olvidado!... ¿Cómo pude olvidar las palabras de ese miserable, Dios mío?... Dime, bestia satánica, ¿de quién es tu hijo?... ¡No es mío!... ¡No es mío; bien claro se lo he oído!... ¡Es suyo!... ¡Este golpe supera todo mi poder de resistir. Oyendo las dudas de su esposo, María Fernanda sintió renacer por audaz milagro sus extinguidas energías. Como una dea ultrajada se alzó del suelo, y exudando coraje, maculada de polvo y sangre, gritó con invencible altivez: —¡No! ¡Eso no lo tolero!... ¡Mi hijo es tu hijo! —¡Mentira, loba! ¡Quieres robarme; deseas que mi fortuna sea para el fruto podrido de tus entrañas adúlteras! Y rápido como un tigre volvió á saltar sobre su esposa, la asió en un haz de su flotante cabellera y la sacudió, la arrastró, la pateó: —¡Es suyo!... ¡Es suyo, mala hembra!... —¡Es tuyo!... ¡Es tuyo!... —¡Del otro!... —¡Tuyo!... La rabia hacía delirar á D. Jaime. En su furia posesora continuaba golpeando, arrastrando, pateando á María Fernanda. No veía que estaba tundiendo su cuerpo hermoso, macerando su rostro bello. Sólo veía un mar de sangre que le entraba por los ojos y le rugía férvido en el cerebro... Ni siquiera pudo horrorizarse con la aparición de una blanca forma espectral que oscilando ante la puerta extendía trágica sus brazos esqueletizados. María Fernanda se arrojó sobre la blanca forma en el momento de caer, rasgueando patéticos alaridos: —¡Madre!...¡Madre de mi alma!... ¡Madre mía!... Don Jaime seguía gritando ronco: —¡Es del otro!... ¡Es del otro!... ¡Quieres robarme, ladrona!... Y tan grande era la ceguera de sus celos, que sin advertirlo golpeaba indistintamente á la viva y á la difunta. María Fernanda ya no sentía las voces ni los golpes. Abrazada á su madre, pegados sus sangrientos labios á los exangües de la muerta, repetía sordamente: —¡Asesino!... ¡Asesino!... ¡Asesino!... XIX Los gritos de María Fernanda fueron ruidoso pregón que congregó á la gente ante la puerta de la casa para comentar en variado estilo la violenta escena entre marido y mujer. Cuando D. Jaime salió era su trastorno tan grande que no pudo reparar en la muchedumbre de curiosos mirándole con asombro y extrañeza las manos teñidas en fresca sangre. Al llegar á la Rectoría sus piernas le flaqueaban, y dejándose caer en el viejo sillón de roble y cuero que servía de trono al Cura, el llanto empezó á correrle en largo hilo. Alarmado el anciano sacerdote preguntóle por la causa de su aflicción y ensangrentado aspecto. Con doloroso tono y prolija exactitud le narró D. Jaime su inmensa desventura. Había sorprendido á María Fernanda en brazos del Vicario, y lo que era más cruel: el hijo de su esposa no era suyo, sino del seductor. Al escuchar el lamentable relato del ofendido y vengador esposo, el Cura creyó que la indignación le congestionase. ¡Malhaya el momento en que pisó el pueblo aquel perverso sacerdote! ¡El iba á ser la deshonra de la diócesis! Ni respetaba el santo tribunal de la penitencia, ni reparaba en que hubiese hombres doctísimos para sembrar errores desde un Círculo Católico, ni la proximidad de una moribunda le impedía tentar á la mujer de su prójimo... ¡Satanás se había aposentado en aquel cuerpo amasado con el limo más vil y los más torpes vicios!... Pero el escarmiento sería ejemplarísimo. Si sus pasados excesos no estuviesen á punto de recibir el condigno castigo, esta temeraria ofensa á Dios, al pueblo, y á la santa paz de un hogar honrado no quedaría impune. Templado con las amenazas el enojo, quiso infundir un soplo de tranquilidad en el conturbado D. Jaime. —Pienso, mi querido amigo — le dijo —, que es usted víctima de un lamentable error. —¡Por Dios, señor Cura! No quiera usted acabar de volverme el juicio. ¡Si los he visto con mis propios ojos!... —No me refiero á eso. Creo, pues usted lo dice, que son culpables; pero este crimen aún pudiera tener alguna reparación. —Lo sé; el inmediato divorcio. —¡Silencio, D. Jaime! Usted, como buen católico, no puede aceptar ese extremo, al menos llevado hasta los Tribunales; pero de esto hablaremos mañana. Aludo al conflicto más grave. —¿La paternidad del hijo? —Justo. La paternidad le pertenece á usted indiscutiblemente. —No puede ser. Bien claro le he oído decir al otro: tu hijo es mi hijo. —Sin duda en esas palabras se esconde el error que tanto le ha ofuscado, amigo D. Jaime. Compare tiempos, recuerde fechas, rememore el género de vida que María Fernanda y el Vicario han hecho en el pueblo, y diga si no es inadmisible la paternidad que atribuye usted á D. Iñigo. —Muy atinadas son sus razones, señor Cura, pero hay otras en contra. El Vicario ha estado tres años en la capital y allí pudo conocer á María Fernanda. ¿Quién me dice que durante nuestro viaje de novios no se trataron?... Y además la coincidencia de haber venido en un mismo día y tren... —Usted recordará si durante la luna de miel salió sola su esposa, si hubo posibilidad de que alguien la visitase. —No. Estoy seguro. Jamás la abandoné un momento. —¿Entonces qué sospecha puede usted tener? —Dios le premie, señor Cura, el mucho bien que me hace aliviándome de peso tan grande; pero ¿cómo pudo decir el otro aquellas palabras que me han puesto en peligros de locura? —Quizás se refiera todo á mala interpretación. Recuerde usted si oyó proponer á María Fernanda alguna fuga... —No estoy seguro; pero ahora que usted lo dice me parece recordar que sus primeras palabras, percibidas por mí, confusamente en el momento de abrir la puerta, fueron:—Lejos de aquí serás mi esposa... —Y naturalmente, el hijo de María Fernanda tendría que pasar ante el mundo por hijo suyo. La duda ya no puede existir, como se convencerá usted con muy poco que reflexione... Nuestro interés preferente debe cifrarse ahora en que el escándalo no se divulgue, al menos en toda su horrorosa magnitud... Perdería la Iglesia, que nada debe; perdería usted; perdería María Fernanda... Yo mismo no ganaría nada... Ineficaz fué la prudencia recomendada por el anciano. La criada había presenciado casi toda la escena acechando cabe la puerta, y ella fué la primera en comunicar á la gente, sin que nadie la requiriese, el origen y algunos detalles espeluznantes del escándalo ocurrido entre ambos esposos. Luego, al salir de la habitación el turbado D. Jaime y entrar ella, sus gritos de terror viendo abrazadas en el suelo á doña Elisa exánime y á María Fernanda delirante, fueron toque de alarma para que acudiesen con presteza Micaela y otras piadosas vecinas. El suceso se hizo público rápidamente, poniendo en los ánimos enardecimientos de fragua. Por la tarde del siguiente día el pueblo asistió unánime al entierro de la mísera viuda. Las mujeres se agolpaban gemebundas á las esquinas por donde pasaba el fúnebre cortejo y elevaban cordiales preces al cielo por el alma de la infortunada muerta ó fulminaban irritadas maldiciones contra el siniestro Vicario. ¿En qué pensaban los hombres que aún no le habían arrastrado por las calles del lugar para escarmiento de malos sacerdotes?... ¡El había hecho bueno á don Pedro!... ¡Por él tuvo doña Elisa fin tan luctuoso; por él daba lástima D. Jaime, que en sólo una noche de contemplar cara á cara su deshonra le habían florecido las canas; por él María Fernanda estaba en el lecho, maltratada, herida, delirando noche y día, sin esperanza de salvarla los médicos!... ¿Para cuándo la justicia popular?... Apenas dieran á la muerta señora cristiana sepultura debían todos — hombres, mujeres y niños — concurrir en grande y vengativa manifestación ante la casa del infame seductor, pegarle fuego, y que las llamas irritadas purificasen el pueblo consumiendo al pecador y su pecado. María Fernanda estaba gravísima. Trabajo no liviano costó desenlazarle los férreos brazos que aprisionaban el cadáver de su madre. Ni siquiera fué posible mudarla á casa de D. Jaime. Los médicos ordenaron que ocupase el lecho vacío de doña Elisa, del que probablemente no se levantaría. La noche entera y el otro día los pasó la martirizada esposa en pleno delirio, que enternecía á las buenas almas que la velaban. El delirar podrá inspirar compasión á las personas cuerdas que lo reputan de gran mal, pero es un infinito bien para el enfermo. Porque vive en constante delirio, es preferida la juventud retozona y loca á la vejez adusta y yerta que ya no ensueña. ¡Pobre María Fernanda, si su razón pudiera concebir ahora la realidad y su imaginación representarle la torva escena que la fatalidad había urdido en pocas horas: muerta su madre, deshonrada ella, postrado su esposo, acorralado el Vicario, vengador el pueblo!... Lo hórrido no existía para la pobre loca. La espantosa tragedia que tan fuertemente sacudió su cerebro la trocaba su mente febril en bellísimo idilio. Nunca de doncella la acariciaron tan risueñas ilusiones, ni una vida entera de felicidad podría igualarse á la que le brindaba la fantasía enferma. El delirio le representaba á su madre gozando de superior existencia ultraterrena, llamándola desde lejos, inundado el bello rostro rejuvenecido de angélica dulzura. Ella se incorporaba risueña en el lecho, extendía los brazos para recibirla, murmuraba tenuemente: —¡Madre!... ¡Madre mía, qué hermosa estás!... Pero dime, ¿por qué llevas tu blanco traje manchado de sangre? Y su madre le decía amorosa: —Estas manchas de púrpura fueron sangre un día, pero como era sangre tuya han florecido. ¡Míralas, hija mía, míralas!... ¡Hoy son rosas que no se marchitarán!... La loca murmuraba: —¡Sí, sí!... ¡Rosas son!... ¿Cómo no las vi antes?... ¡Y yo también he florecido, madre mía!... ¡Cuántas rosas!... ¡Me rodean por todas partes, me coronan la frente!... ¡Qué suave aroma difunden, madre!... ¡Nunca las vi más hermosas!... ¡Son rosas!... ¡De mi sangre han brotado rosas!... ¡Nunca las vi más bellas!... ¡Cómo me amará Iñigo cuando así me vea!... Acariciada de esta ilusión, seguía delirando: —¡Ven, Iñigo, ven!... ¡Qué palidez tan grande cubre tu cara!... ¡Cómo sufres!... ¡El solitario pensar te hace daño, Iñigo mío!... ¡Ven que te acaricie y no pienses tanto, que te hace (|año!... ¡Mira qué hermosa estoy, vida de mi vida, mira cuántas rosas!... ¡Han brotado de mi sangre, yo te las ofrezco!... ¡Sólo á ti puedo ofrecer las rosas de mi sangre!... ¡Con ellas quiero coronarte, Iñigo amado; descansa en mi halda florida mientras yo te corono!... ¡Luego nos iremos muy lejos, que este pueblo me da miedo, y veo una sombra que nos acecha y amenaza!... ¡Debemos marchar pronto!... ¡Mira á mi madre que aérea se columpia y sonríe á nuestros amores!... ¡ Nos hace signos de seguirla!... ¡Vamos, Iñigo, vamos en busca de la vida grande é inmortal!... ¿No necesitabas bandera para luchar?... ¡Ya tienes una: mis cabellos de oro, que amas tanto, los lanzaré al viento para que te sirvan de victoriosa enseña!... En la calle resonaba confusa batahola de muchedumbre clamorosa persiguiendo ó ensalzando... Aquellas resonancias que hasta la enferma llegaban, sin duda eran potentes ecos de la fiesta ó del motin. María Fernanda puso atento oído, y fijando sus locos ojos en un punto impreciso, habló transfigurada de entusiasmo: —¿Oyes, Iñigo? Es el pueblo que te aclama delirante... ¡Tú eres su conductor!... No me habías engañado, no. Iñigo Interián de Barnuevo pertenece á los triunfadores. En su frente olímpica irradia claridades la Idea. Su voluntad es dominadora. Su verbo profético hechiza á las multitudes que le siguen dócilmente como á su pastor el rebaño... ¡Cuánto te quiero, Iñigo glorioso!... ¡Tú eres mi señor, yo soy tu sierva!... — ¿Qué dices, amor de mis amores? ¿Que por mí conquistas la tierra? ¿Que entre mis labios nace el manantial de Hipocrene donde bebes las aguas milagrosas que inspiran tus cláusulas sonoras? Yo nada del mundo quiero; me doy por bien dichosa si me tomas en tus brazos y juegas con mis cabellos... — ¿Aspiras á que nuestros nombres los pronuncie juntos la posteridad? Yo sólo quiero vivir eternamente en ti; lo demás nada me importa. Para Iñigo los aplausos que saben á gloria; para él todas las grandezas. — ¿Dices que necesitas de mi amor y de mi ayuda? Nunca te faltarán: amarte y servirte es mi encanto... ¡Lucha, Iñigo amado, lucha y vence! ¡Sé tú el primero, y que los demás te sigan! ¡Mi rubia cabellera, que amas tanto, te servirá de enseña: ella será la columna de fuego que te preceda al través de la vida; con ella podrás formar la luminosa escala por donde subas al cielo de las ambiciones más altas!... ¡Y cuando te sientas cansado, Iñigo excelso, reposa en mi halda tu noble cabeza — ebúrneo alcázar de ideas gigantes — para que yo la bese!... ... ¡Tú eres mi señor querido, yo soy tu tierna esclava!... XX No era entusiasta aclamación de la plebe el turbio clamoreo que hasta el lecho de la pobre loca había llegado, sino tempestuoso rugir del popular tumulto pidiendo la muerte del Vicario. Por primera vez se mostraba el pueblo unánime. Ya no había distinción de edades, sexos ni categorías. Un soplo potentísimo de indignación encrespaba todas las cabezas y un mismo sentimiento de venganza arrojaba á la multitud como espumosa tromba contra la menguada fuerza pública que pretendía vanamente contenerla... —¡Muera el ladrón de honras! —- bramaba el motín. —¡Muera el sacerdote impío! —¡Caiga la cabeza de la víbora! —¡Que arda la casa, y le veremos consumirse en el fuego! Brazos vigorosos expulsaban grandes piedras zumbadoras que caían en las tejas, rompiéndolas con rodante estrépito; manos crispadas buscaban por la calle, arañaban el suelo, deshacían el piso, se alzaban trágicas para remitir el canto y destrizar la escandalosa cristalería. Rústicos cayados de pastores y mozos de canto y ronda percutían fuertemente en las puertas despertando largos ecos interiores. Lívidas, desgreñadas como imponentes Casandras, las mujeres voceaban maldiciones y amenazas: —¡Que muera! ¡Que muera el ladrón de honras! —¡Que sea esta su última hora! —¡Fuego á la casa! —¡Venga petróleo! Cuando más bramador era el griterío de la turba frenética, resonó en el comienzo de la calle la voz de un hombre, enérgica como una trompa, acallando las otras voces: —¡Don Jaime se acerca!... ¡Paso, paso á Don Jaime!... Y la gente se transmitió de boca en boca, á modo de consigna, esta frase: —¡Paso, paso á D. Jaime!... ¡El debe ser el primero! La masa amotinada se hendió formando angosta y larga vía para que circulase libremente el ofendido esposo. Siniestra catadura traía el marido de María Fernanda; odio homicida escintillaban sus ojos; sus dientes estaban enclavijados, y sus grandes mandíbulas eran más carniceras que las de un alano. Su crespa cabeza descubierta blanqueaba en las sombras nocturnas. Don Jaime no hablaba; no miraba á ningún lado; no escuchaba las aclamaciones de que era objeto. Iba sombrío, conducido automáticamente por una idea violentísima. Algo muy pesado refulgía en sus brazos. Las mujeres se decían compasivas: —¡Cómo ha envejecido el pobrecito! Los hombres afirmaban: —¡Trae una lata de petróleo para quemar la casa! Y la voz unísona del motín seguía rebramando: —¡Que muera! ¡Que arda vivo! —¡No haya compasión para el miserable! —¡Su’última hora ha sonado! Cuando D. Jaime estaba ya cerca de la puerta para verter su inflamadora carga, surgió el no previsto Cura Párraco, que interponiéndose con el negro manteo desplegado parecía una gigantesca ave nocturna. Tembloroso, anhelante, como si hubiese llegado veloz por miedo de no evitar una desgracia segura, gritó el anciano: —¡Quieto por Dios, D. Jaime!... ¡Y vosotros qué pretendeis, insensatos!... La turba aulló colérica: —¡Fuera intrusos! ¡Fuera intrusos! —¡Quiere defender al Vicario! —¡Que lo arrastren! El viejo sacerdote iba ya á caer arrollado por el tropel rugiente, cuando hizo un postrer esfuerzo: —¡Estáis locos! ¡Queréis asesinar á una pobre mujer! ¿No sabéis que Micaela está dentro de la casa? La falange estrujadora se contuvo al oir este grito. En seguida oyéronse voces suplicantes en distintos puntos: —¡Micaela está dentro! —¡Micaela no debe nada! —¡Micaela es inocente! —¡Y la casa es suya! —¡No debemos quemarla! —¡Sería lástima que los crímenes del Vicario los pagase la pobre Micaela! Y otras voces más enérgicas decían: —Pero él no debe quedar impune. —Saquémosle á la calle. —¡Abajo la puerta! —¡Venga un hacha! ¡Un hacha para romperla! —¡A patadas! ¡Que caiga á patadas! Los tumultuosos iniciaron el ímpetu para arrojarse en cohorte cerrada; pero durante el breve espacio de dubitación la guardia civil pudo filtrarse atraidoradamente, y formando en hilera ante la puerta los recibía impávida con los hoscos fusiles calados. Por la confusa muchedumbre arrolladora corrió largo extremecimiento de miedo al verse tan de cerca amenazada... Los amotinados clamorearon con impotente rabia: —¡Quieren arrebatarnos al monstruo! i — ¡Para ese canalla no habrá justicia en la tierra! —¡Nuestra es la culpa por no haber quemado la casa! Alentado por los más resueltos el tropel estuoso intentó recargar; pero los percutores crugieron ásperamente, eleváronse los fusiles á la altura de los hombros y la masa gritadora retrocedió, se hendió, fué repelida. A los guardias civiles se habían incorporado municipales y serenos, sable en mano y revólver apercibido, y entre todos formaban una muralla herizada difícil de superar. Patente era la intención de recaer sobre la puerta; pero el miedo de morir era más notorio. El Párroco aprovechó este momento de duda para persuadir al pueblo que se disolviera en perfecto orden, asegurando que no tardaría en ver el castigo del culpable Vicario. Los consejos del Cura y las amenazas de la fuerza pública persuadieron á los amotinados de que allí holgaba, y lentamente fueron retirándose en busca de la nocturna vianda. Media hora después sólo quedaban ante la puerta del Vicario algunos grupos de curiosos, que sin gran costa dispersaron los custodios del orden. A las cuarenta y ocho horas de ocurrir estos sucesos sólo se hablaba — ¡oh, tenacidad de la plebe! — como de algo remotísimo, sobre la muerte de doña Elisa, la locura de María Fernanda, la temprana vejez de D. Jaime ó la postración de Micaela, enferma del sobresalto que le produjo el encrespado motín. Las mujeres andaban harto atareadas en disponer los últimos arreos femeniles para ir bien vistosas á las fiestas que se iniciaban al siguiente día, ó en preparar yacijas y dar de comer á los huéspedes que con un «¡Ave María Purísima!» se les entraban atropelladamente por la puerta. Viejos y jóvenes, cuantos hombres sentían en sus venas el bullicioso tumulto de la agresiva sangre agarena que les transmitieron sus antepasados del Desierto, dábanse buena prisa en buscar trajes abigarradísimos en que dominaban el rojo y gualdo, viejos arcabuces de temerosa boca, escopetas de chispa, retacos de muertos contrabandistas, sables herrumbrados y corvas cimitarras para formar bajo las estupendas banderas de Moros ó Cristianos que habían de revivir las épicas luchas de antaño. Por la mañana del otro día todo era charangueo y algazara en las calles del alborotado lugar. Sobre el metálico ruido de los pasodobles emitían sus estridentes voces las abolladas cornetas ensayando los briosos toques que en el campo de batalla serían imperativas órdenes. Moros y cristianos iban de casa en casa luciendo sus chillonas y anacrónicas vestimentas, y los más belicosos disparaban los trabucos cargados hasta la boca de ínfima pólvora, ó escaramuzaban en las esquinas con los dispersos bandos contrarios. Al comediar la tarde las cornetas tocaron rabiosamente «llamada» para que ambos ejércitos acudiesen á la Cruz de Piedra, donde habían de reunirse y hacer su solemne entrada en el pueblo. La gente pacífica también salía presurosa á la carretera para empinar el codo con los grupos de beligerantes que más preñadas de azumbres tuviesen las gigantescas botas. Ver levantarse del suelo para formar filas aquellas corambres henchidas, era de lo más gracioso que podía ofrecer fiesta tan viril y pintoresca. . Cuando la salida de ejércitos y curiosos dejó en profunda quietud el pueblo, detúvose la diligencia ante la casa del Vicario. De la estación solía venir atestada de gente; pero á la estación no llevaba aquellos días de turbulento holgorio á nadie. Don Iñigo Interián de Barnuevo apareció en la puerta, que por primera vez se abría desde la noche del motín. No llevaba los hábitos sacerdotales. Vestía riguroso traje negro, extremando así la palidez de su rostro. Antes de tomar el estribo consideró larga y tristemente la casa frontera donde la enamorada loca se quedaba delirando glorias, y con más frío que si llevase en el alma una noche polar subió á la pintada caja que once meses antes le trajera. Rauda, trotona, cascabeleante se puso la diligencia en movimiento. Al llegar á la plaza de la rotunda fuente detúvose lo preciso para recoger el correo, y prosiguió su sonora marcha. En la Gruz de Piedra dispuso la mala suerte que desde su brioso alázán viese á D. Iñigo el abanderado de las tropas cristianas, y, más inhumano que ej alarbe más infiel, gritó con descompasadas voces: —¡El Vicario!... ¡Ahí va el Vicario!.,.. ¡Y se ha disfrazado de paisano el muy infame para es, capar!... —¡Muera!... ¡Muera el Vicario! — clamorearon guerreros y villanos. -— ¡Hagamos en él un escarmiento! —¡A colgarlo en la Cruz de Piedra! ¡Un rapabarbas que profesaba de gracioso todo el año, abrió la portezuela del vehículo, y diciendo burdas chocarrerías descargó el arcabuz sobre el Vicario. Otras armas dispuestas para hacer salvas también resonafon horrísonas en el interior de la diligencia entre los aplausos y carcajadas de la turba ébria que gritaba: —¡Fuego en él!... ¡Quemarle la boca mentid rosa!... .) El mayoral, mientras tanto, hacía poderosas tentativas para refrenar los caballos, que espantados con el incesante disparar de las armas se encabritaban y pugnaban por romper el clamoroso cerco sitiador. Y la canalla seguía voceando alegremente: —¡Muera el Vicario! —¡A colgarlo en la Cruz! —¡Que lo bajen del coche! — ¡Fuego en él hasta que arda; vivo! Los trabucos de temerosas bocas detonaban; como cañonazos; las culatas hendían la rodante; caja; sobre los piafadores jacos Caían sables y cimitarras... La manada tumultuable, cansada de gritar en chanza, empezó á pedir colérica: v — ¡Que baje y muera por hereje! —¡Por ladrón de honras! —¡Por asesino! Puesto de pie en el pescante, juraba y execraba el mayoral; restallaba su fusta en el espacio; cruzaba la jeta de la piara alborotada... Sobre él cayeron piedras. Algunas dieron á los caballos, que se precipitaron brincando al través de la carretera; pero álos pocos botes una rueda encalló en largo montón de menudas piedras, crugió, cayó el vehículo... El motín babeó su implacable sentencia: —¡Ahora no podrá escaparse! —¡Que se le arrastre! —¡A colgar en la Cruz al infame! » El Vicario salió trabajosamente del astillado coche. Por la honda arruga frontal bajaba hilo sutil de sangre, añadiendo realce á su expresión imponente. Visto en traje seglar parecióle á la turbamulta embriagada más largo y esquelético: el cuerpo de su enemigo, y sus grandes ojos negros más fulminantes y misteriosos. La actitud de altanera adustez que afectaba el herido viajero impresionó á los grupos inmediatos obligándoles á retroceder atemorizados; pero el gracioso de profesión se le acercó cautamente por la espalda, y descargándole el arcabuz retiróse con presteza haciendo juglerías... Aquel estampido fué la señal de ataque. La locura había soplado ya sobre las mil cabezas de la muchedumbre convirtiéndolas en una sola, gigantesca, poseída del alcohol y de la pasión sangrienta que la incitaba á la muerte sin motivo ni prez... Doscientas escopetas y trabucos resonaron como fragorosa batería de morteros disparados levantando opaca nube de humo salitroso, y las piedras del camino cayeron sobre el hombre perseguido en espesa granizada. Los capitanes — zapateros ó barberos — de las fingidas tropas, sentían el hervor del vino, muy semejante al de la agresiva sangre agarena, y caracoleando bizarramente como héroes medioevales, excitaban sus entusiastas huestes á la pelea, señalando con la punta de sus vencedoras espadas el común enemigo que era preciso combatir... Y la boca siniestra de la implacable canalla seguía gritando borracha y vengativa: —¡Que muera!... ¡Que muera!... Un sargento cristiano de pavorosa barba negra se acercó al Vicario desafiando intrépidamente el riesgo de las piedras y arcabuces, y profiriendo vigoroso juramento, le hundió su ancho sable en el costado. El herido se cubrió la herida con la mano izquierda, llevóse la diestra á la frente, rota de una pedrada, y cuando su alto cuerpo ya oscilaba para caer, un culatazo en el cráneo le arrojó moribundo contra la Cruz de Piedra... Y mientras las personas cuerdas huían horrorizadas de aquella inverosímil escena, la ébria multitud seguía bramando en su trágica sed de sangre: —¡Muera el seductor!... —¡Muera!... ¡Muera!... Tostado por la pólvora, acribillado á estocadas, aplastado por las piedras y los palos, don Iñigo Interián de Barnuevo exhaló su último suspiro, reposando la rota cabeza en el primer escalón de la Cruz de Piedra. Sus grandes ojos sin vida miraban más fríos é impasibles que la muerte misma á la muchedumbre cruel, y de sus finos labios, contraídos en una mueca de infinito desdén, brotaban burbujas purpúreas, como si aquella boca altiva quisiera escupir su sangriento desprecio á la caterva insana de atormentadores. FIN