A la décima musa Canto I Deseo de cantar, oh sacro Orfeo, tu espíritu divino enciende el mío, si se digna bañar de ámbar sabeo tan débil arco la purpúrea Clío: tu lira (dulce sueño del Leteo) quiero imitar, y con ardiente brío en claro verso, en número sonoro ser Prometeo de sus cuerdas de oro. Empresa desigual, mas noble empresa, (de todo ingenio fáciles engaños) que oprime grave, aunque agradable pesa, los flacos hombros de mis verdes años: no sin estudio y arte, fuerza expresa, del natural más vivo desengaños, que a quien de azul y blanco laurel tiene mejor de Apolo el verde honor le viene. Tú, divina beldad, cuya obediencia disculpa y fuerza, mi atrevido canto, y más donde padece competencia quien tu heroico valor celebra tanto: anima el instrumento, y la excelencia de tu sonora voz al tierno llanto del triste esposo, del amante Orfeo, aplica dulcemente a mi deseo. Si cantara tu voz, tu ingenio y arte este amoroso y trágico suceso, los montes se humillaran a escucharte aligerados de su grave peso: mejor tu lira en la celeste parte tuviera el arco sonoroso impreso, que impele el alma de tus manos bellas, que la que mira el Sol con diez estrellas. Aun no he llegado a tiempo que levante la pluma a las que cubren superiores las armas, que retratan en diamante con luces de oro trémulas colores: cuando los hechos españoles cante perdonará la edad de los amores, agora blandamente me retira de Marte Venus, y su ardor me inspira. Entre la Macedonia, y el corriente Istro, la fiera Tracia inculta yace, donde el Hebro veloz al rojo Oriente, de perlas hijo, en esmeraldas nace: la corona de Rodope eminente en lo feroz también bárbaro Trace, hijo del sacro Apolo Didimeo, luz de las Musas, habitaba Orfeo. Su padre por su edad vio veinte veces el Aries de los hijos de Atamante, y del Éufrates los australes peces por el terror de encelado gigante: dejaba suelta de la frente a veces al hombro la madeja rutilante, rubia prenda del Sol, y a veces junta con un listón la remataba en punta. No se atreviera la purpúrea grana (aunque a lo rojo del rubí se atreve) de la sangrienta rosa castellana, cuando a la fresca Aurora el llanto bebe ni del jazmín la flor lustrosa y cana a los engastes de la blanca nieve: que en única belleza las colores no es la que tienen las comunes flores. Eran los ojos de zafir celeste, objeto de la vista, que indecisa le da color azul, que manifieste la gloria que por ellos se divisa: quiso Naturaleza que le preste perlas al mar del Sur, al Alba risa, rubíes a Ceilán, la boca hermosa marfil hablando, y en silencio rosa. Apenas guarnecían hilos de oro el coral superior, como se muestra línea en marfil, si bien para decoro señala en flor la primavera nuestra: poeta dulce, y músico sonoro no temiera deidad en la palestra, lira, ni pluma el único mancebo, respeto solo de su padre Febo. Amábanle las verdes hamadrías, suspirando en las mudas soledades, los negros faunos, y las blancas drías, con todas las selváticas deidades, rompiendo el vidrio de las fuentes frías, por círculos de perlas sus náyades salieron a la selva, y las colores trocaron los corales con las flores. Eco olvidada del cruel Narciso, esforzando la piedra en que vivía, sacar el alma de su centro quiso a la forma exterior helada y fría: ya la torre de ramos Cipariso esmaltada de pájaros movía el rudo tronco, y por los verdes nudos lloraba el alma entre suspiros mudos. Amaba Dafne, o Ropode en tus vivas peñas escribe que ama, y que desea Dafne, cuyas estampas fugitivas fueron espejos de la luz febea, ceñidas de pacíficas olibas con las fértiles copias de Amaltea le vinieron a ver Pomona y Flora, y se olvidó de Céfalo el Aurora. Para rendir sin resistencia alguna tantos orbes de plata por despojos, el monte Latmo despreció la Luna, y del pastor astrólogo los ojos: ya no era Clicie al Sol tan importuna, ni el tener fijos le causaba enojos en su Oriental espléndido tesoro gigantes ojos con pestañas de oro. La Diosa que animó la blanca espuma atando el carro y dilatando al vuelo los vagos cisnes de purpúrea pluma, bajó tal vez de su tercero cielo: cantaba el joven en la cumbre suma del Rodope, tan dulce, que del velo celeste desclavadas las hermosas estrellas, se engastaban en las rosas. Templa estudioso, y la mistión coloca de agudo y grave en ecos desiguales, pasa del arco o mucha parte, o poca al mapa de los orbes celestiales: alga, tuerce, disuena, baja, toca, quedase el aire, y en estando iguales proporciona la voz, y admira el suelo; música, no eres Dios, pero eres cielo. Este cantó, que Amor hizo una escala, adonde puso la materia prima con el deseo que lo informe exhala, porque la forma elemental le imprima: allí la mista y vegetable iguala, como la forma intelectiva estima, y como desde el punto inteligible miró y amó la luz incomprehensible. La cadena (después) con que se enlzan los elementos en el firme centro deste mundo inferior, y como trazan la tierra y agua su amoroso encuentro: como en el tiempo que las dos se abrazan templa la sequedad que tiene dentro la tierra, y como el aire los vapores vuelve al agua en recíprocos amores. Cantó cómo se vuelve en aire el fuego, y en fuego el aire, el agua evaporada en aire, y cómo condensado luego se vuelve el aire en agua dilatada: y cómo el agua pura halló sosiego en tierra por lo denso transformada, concurriendo los cuatro a toda forma de cuerpo misto que su junta informa. Cantó cómo el primero movimiento (con ley perpetua) por el mediodía de oriente a ocaso, rápido y violento, los inferiores círculos movía: y cómo para dar temperamento al fuego ardiente, que engendrar podía, en agua se bañó la nona esfera con luz que en sus cristales reverbera. Siguiendo al firmamento (así llamado por los varios ejércitos de estrellas) del uno al otro cóncavo dorado de los planetas las esferas bellas: el Sol en medio, para dar templado calor y vida resurtiendo en ellas su pura luz, que por la cinta de oro reparte en doce signos su tesoro. Cantó cómo era el alma acto primero, y forma sustancial que perficiona la materia del cuerpo, y lisonjero de la exterior belleza se apasiona: cómo después del tránsito postrero el alma vive, y la inmortal corona premio de la virtud; o la condena el vicio al daño de la eterna pena. Cantó cómo la tierra dividían tres partes, siendo la menor Europa, no las ciudades, que después tendrían el Regio Imperio, y la fortuna en popa: que entonces libres de opresión vivían los siete montes, cuya excelsa copa Roma ocupó, que Troya (¡gran trofeo de Grecia!) un siglo fue después de Orfeo. Este dijo también de qué manera la Elocuencia sus partes dividía, poniendo la Invención por la primera, a quien la igual Disposición seguía: la Elocución no escura, aunque severa, con la Memoria, a quien aumenta y cría el ejercicio, y que hace más valiente viva Pronunciación al eloquente. Enseñó la Teórica del canto, y de las tres composiciones puso la armónica en razón, del alma encanto, que de tonos dulcísimos compuso: el concertado son, que mueve tanto, dividiendo en agudo, y en obtuso, y del mundo mayor a la armonía respondiendo la humana Simetría. La Pintura, sujeta a mil agravios del rudo vulgo, dijo en dulce verso, ya digna de Adrianos, ya de Fabios, en lino, en bronce, en oro, en mármol terso; Naturaleza a los Pintores sabios sustituyó criar el universo, con alma no; porque si ser pudiera cada Pintor Naturaleza fuera. Con esto que cantaba convertía las tormentas del mar en dulces calmas, y de las fieras hórridas movía al tierno son las sensitivas almas: las fugitivas Dafnes detenía, y daba pies a las ingratas palmas; que desde entonces con razón pudieron llamarse plantas, pues andar supieron. Las fuentes por las márgenes floridas los líquidos cristales dilataban, las ninfas en sus ondas convertidas los dorados coturnos le besaban: las aves por el aire detenidas de tan diversas plumas le esmaltaban, que hacían en las nubes sus colores, pénsiles prados de diversas flores. Hermosa ninfa, honor del Hebro undoso, era entonces Eurídice, tan bella, que el planeta del cielo más hermoso, ni nació ni murió con tal estrella: rizo el cabello, al ébano lustroso igual, prende una cinta, y preso en ella forma sortijas, cuyo real decoro diamantes almas engastó sin oro. Eran los ojos sobre escuros velos, puesto que en su región resplandecían, cometas vivas, que por negros cielos el aire que tocaban encendían: por ellos tuvo el Sol del amor celos, y amor de los amores que tenían, que de suerte el amor celoso amaba que envidiaba lo mismo que mataba. Cual suele al Alba entre claveles rojos salir risueña cándida azucena, amanecía al rayo de sus ojos la limpia nieve de su faz serena: con encendida púrpura (despojos del pez de Tiro) de vergüenza llena, eran las dos mejillas amorosas en pura leche deshojadas rosas. Rindió al hermoso nácar de la boca su grave pompa la encarnada malva, y a su garganta aquella luz que toca rayando el cielo el resplandor del Alba: y de la suerte que a formar provoca las aves al salir música salva, así cuando en el prado el pie ponía agradecían a su sol el día. No era inferior su claro entendimiento a su hermosura, ni su gracia y gala, que apenas imagina el pensamiento lo que con la interior belleza iguala: que al precioso licor su dueño atento que ambar espira, y que jazmín exala, no digna vaso humilde, que en belleza sin alma, se durmió Naturaleza. Etolo dardo y arco persa armaban el hombro y manos, con piedad guerreras, y con nevadas plantas que volaban pisaba el viento al perseguir las fieras, por morir a sus flechas se paraban del Hebro circunfuso en las riberas, cuyas cabezas de las mas crueles eran la guarnición de sus linteles. Allí formaba nueva arquitectura el yerto adonicida, el Oso feo, debiendo ser el alma a su hermosura, si se pudiera ver, digno trofeo: viola una tarde, en nieve, en rosa pura, retratando a Diana el dulce Orfeo, y parando a la lira el son canoro llevóle el alma en los coturnos de oro. Ella suspensa, como fuente al yelo los ramos cristalinos que difunde, aseguró su tímido recelo para que nuevas esperanzas funde: y como al pescador desde el anzuelo aquel famoso pez veneno infunde, al alma un amoroso fuego espira desde las cuerdas de la dulce lira. Prosigue el arco, y da la voz Orfeo más tierna al canto, con tan dulces pasos que al pie de un lauro la asentó el deseo, sino de amor, de los futuros casos: a su Ocaso llegaba el dios Timbreo, y pudiera llegar a mil ocasos, mas no sentir Eurídice si el día aspiraba en el mar, o amanecía. Sabeslo tú, divina Musa hermosa, décima por la edad en que naciste, primera por la voz, que sonorosa suspende el alma que a escucharte asiste: en cuya suspensión maravillosa, no Circe, que Calíope tuviste de nuestro Tajo al español Orfeo, cantando tu hermosura y su deseo. Pero si peñas, árboles y fieras aves, aguas y peces le escuchaban, y en sus altos excéntricos y esferas las luces que sus orbes habitaban: si las playas del mar, si las riberas del Hebro atentas a su voz estaban, mejor quien alma racional tenía, y más amaba cuanto más sentía. Cesó la voz, y dándola a los ojos cobardes a la lengua la volvieron, mas ninguno venció, que los despojos trocaron desde el punto que se vieron: sin desdenes, sin penas, sin enojos trasladaron las almas que se dieron de un pecho a otro, y desde allí adelante apenas supo amor cuál era amante. Que aunque se debe aqueste nombre al hombre acción más propia en libertad fundada, parece que perdió de amante el nombre, y que le pretendió la prenda amada; a nadie (Amor) la brevedad asombre, que está la voluntad determinada en las estrellas, que al nacer se miran, como también contrarias se retiran. Viéndose al fin, y hablándose turbados que así quiere el Amor que el amor sea, se fueron por la margen de unos prados que una sierpe de plata lisonjea: descuidados de sí, con mil cuidados, llegaron al albergue del aldea, de tan sabroso ardor entretenidos, animaban al alma los sentidos. No consultó desde este alegre día (si bien a tal desdicha destinado) Venus a Temis, pues Amor nacía de Anteros dulcemente acompañado: ¿qué selva, soto, prado, o fuente fría, qué valle humilde, o monte levantado no los vio juntos, y decirse amores abrasando las aguas y las flores? Cuando el zafiro azul raya y colora de mal formada luz el Alba pura, y quando Febo el Occidente dora, éxtasis de los dos fue su hermosura; de suerte que a la tarde, y a la Aurora; con sola ausencia de la noche escura estaban juntos; porque solo llama tiempo al que goza de su amor quien ama. Cantaba el felicísimo poeta en versos como claros numerosos, sin el horror que apenas interpreta los concetos en círculos odiosos: no líneas como rayos de cometa, que resplandecen a la vista hermosos, y luego que pasando fenecieron, aun no saben los ojos si los vieron. Cantaba sus amores, y cantaba tal vez sus esperanzas y favores, que de los mudos árboles fiaba, de las aves, las fuentes y las flores: en dorada prisión le presentaba tal vez los elevados ruiseñores, que viniendo a aprender dulce armonía, con la mano (dormidos) los cogía. Así daba a entender músico y preso en dulce jeroglífico su vida, si bien la ninfa con mayor exceso su preso amaba de su voz rendida: tal vez del verde prado y monte espeso la caza que prendió sin red ni herida, los vagos ciervos de ganchosos ramos, tímidas liebres, y ligeros gamos. Cinco vezes el padre de Faetonte del toro de Fenicia fue Perilo, vistió la Primavera el valle y monte, y Egipto vio la inundación del Nilo: en tanto que por todo su horizonte del divino poeta en dulce estilo Rodope conoció por cuanto gira, que por la bella Eurídice suspira. Ya con un lustro más de quince a veinte en la perfecta edad para casarse Orfeo la pidió, y infelizmente la infausta boda vino a concertarse: bajó del verde Rodope eminente, (así pudo la fama dilatarse) del alto Orbelos, y del fértil Hemo cuanta ninfa y pastor vivió su extremo. Con poco gusto la montaña toda (puesto que alegre a festejarla vino) trágica y triste celebró la boda, claros efectos del cruel destino: que mal presago el gusto se acomoda al decreto oponiéndose divino, que cuantos casos por los hombres vienen de su bien o su mal preludios tienen. Vino del Helicón el sacro coro de las divinas Musas, y Pangeo fértil de rosas, porque daba al toro selvas de luz entonces Didimeo: esparció de sus venas el tesoro, viendo en traje mortal su corifeo, que a las bodas del hijo entró con ellas, vistiendo rayos y pisando estrellas. Calíope su madre (así la llama Tracia) a las fiestas amorosa vino, más blanca que las flores que derrama cerca del agua el oloroso espino: Musa inmediata al templo de la Fama, engendradora del furor divino, por quien premian los tiempos la elegancia que no la presunción y la ignorancia. Clío inventora de la varia Historia, teatro universal de lo pasado, vertiendo rayos de su misma gloria sin afeite llegó, no sin cuidado: Talía, a quien se debe la memoria, geórgica del trigo, y del ganado, vino tan bella como el cielo admira la que se huyó de la mortal mentira. Terpsícore divina el rostro muestra severo, aunque templado en su hermosura, Erato con el traje que en la orquestra fue cómica, fue trágica figura: con Melpómene que en el canto diestra de las voces juntó la compostura, remisa, o intensa en signos diferentes, deducciones, mutanzas y diapentes. Polimnia con la lira numerosa en la firme Aritmética fundada, con quien está la Música amorosa para toda verdad subalternada: Urania (aunque parece fabulosa) en la ciencia astrológica versada, y en cuantos orbes da la egipcia sierpe con sus eclipses la infalible Euterpe. ¿Quién pensara que fueran desdichadas bodas en que asistió tanta alegría? Mas, ¿cuándo a las acciones envidiadas menos trágica fue la suerte impía? Almas deidades, que venís turbadas, haced de lo severo profecía, a Eurídice decid que lleve al prado el pie inocente de diamante armado. A la fiesta asistieron tristemente Himeneo nupcial, prónuba Juno, muerta la luz, en traje diferente, sin querer admitir placer ninguno: las mesas en la alfombra de una fuente con el calor, entonces importuno, duraron poco, y fueron mal servidas, presagios tristes de sus breves vidas. Los sátiros de Baco no sintieron ardor que de las frentes les quitase la corona de pámpanos, ni hicieron baile o coro las ninfas que agradase: los dioses tristes sin hablar se fueron, y como fuego un rústico llevase, de una centella que cayó en las eras se abrasaron los montes y las fieras. A vista de los nuevos desposados tiró un pastor con una honda a un nido, cayendo con la madre los atados ramos, entre el horrísono estallido: revolaron los otros espantados, y al puesto en sangre y en dolor teñido volvió el esposo la siguiente Aurora, allí suspira y gime, canta y llora. ¿Qué pájaro no fue trágico agüero aquella noche? ¿Qué siniestras aves no dieron con su canto horrible y fiero anuncios tristes de sucesos graves? Amor en todo tiempo lisonjero a los requiebros tiernos y suaves con recíproco aliento atiende, y solo siente el pensar que ha de salir Apolo. “Dulce esposa”, le dice, “esposa mía”, repite muchas veces, que parece que afirma el nombre posesión que fía de los abrazos que el lugar le ofrece, desvelado de amor, habla y porfía, pero luego el cansancio le enmudece; Eurídice se ríe (más despierta) de ver que quiere hablar, y que no acierta. Vence corrido al sueño el dulce amante que en descortés el que se duerme toca la noche que del tálamo triunfante la gala obliga, y el honor provoca: ella, que no desea que se espante, (aunque pendiente de su dulce boca) le ruega que se duerma, y él replica: sueño y amor, contradicción implica. Al fin lo que permiten los abrazos de ociosidad, refieren sus historias, y cuentan con licencia de los brazos lo que aun allí regala sus memorias: y después de rendir con varios lazos a batallas de amor tantas vitorias, ocupa su lugar el dulce sueño, que de la suspensión del alma es dueño. Duerme, engañado miserable amante, que con agüeros de la muerte luchas, que son del bien mortal (siempre inconstante) pocas las glorias, y las penas muchas: espera, pues, que tu tragedia cante: y tú, décima Musa que me escuchas, dame tu lira, que aunque el Sol la engaste también para desdichas la templaste. Canto II Pasados eran ya (si pocos días) muchos años de amor, que en sus engaños reparten las humanas alegrías placer por horas y pesar por años: no la experiencia de las breves mías me dieron tan costosos desengaños, pues hasta agora me gobierno y templo por los precetos del ajeno exemplo. En tanto, pues, que fieras, plantas y aves, movía con su voz el sacro Orfeo, en himnos dulces, y canciones graves a la felicidad de su Himeneo, de Eurídice también las dos suaves estrellas puras el mortal deseo, con aquella ventaja y excelencia, que el alma racional se diferencia. Vivía entonces las riberas de Hebro, robusto amante de su casta esposa, Aristeo pastor, cuyo requiebro pudiera a Dafne convertir piadosa: mas como armado el oloroso enebro, (sin la disculpa de la intacta rosa) con las nativas puntas se defiende, así le escucha, y al llegar le ofende. No era villano rústico Aristeo, Tracia protomelicola le llama, por la invención que el ático y hibleo campo cubrió como de flor de fama; que por la miel el árbol de Peneo le honró la frente con su verde rama, él fue el primero que de propio Marte de su conservación compuso el arte. Que viendo la república sonora de las abejas por los verdes prados en largos escuadrones al Aurora salir desnudos y volver pintados, las casas fabricó, por quien agora de los panales útiles, dorados, se goza aquel licor, con beneficio tan fácil, en su débil edificio. Este enseñó (después que de los bueyes dejó el oficio) que si a guerra fiera de las abejas vienen los dos reyes, el uno a manos de su dueño muera: que dos se impiden con diversas leyes, porque ha de ser (aunque ciudad de cera) uno el gobierno, que aun de allí se arguye, que el Reino dividido se destruye. Dio señas del que tiene más decoro para el gobierno, porque aquel se guarde, que todo salpicado a manchas de oro resplandece en la frente de su alarde: que el otro es erizado, y como toro vencido, es débil, pálido, y cobarde, y como si a su rey quitan las alas con él se están en las melifluas salas. También este enseñó cómo en sus puertas tienen porteros que abren y que toman las flores que otras traen, y despiertas a ver el tiempo astrólogos se asoman: y cómo van por agua descubiertas, antes que el pasto de las flores coman, brezo, tejo, azafrán, jacinto, y casia, aroma fértil de que abunda el Asia. Cómo si enferman, las alienta al vuelo el galvano y tomillo en humo y llama, la centaura olorosa, y el amelo de flor dorada en verdinegra rama: cómo las más ancianas con desvelo, para ganar de diligentes fama, fortalecen las celdas y colmenas con un susurro que se escucha apenas. Desta suerte científico Aristeo, de gallarda persona, y bien hablado, publicaba su amor, y su deseo, tan bien sentido, como mal pagado: la casta ninfa, que en su amado Orfeo tenía el alma, de temor helado el corazón, de verle vergonzosa el cándido jazmín trocaba en rosa. Bajaba a la sazón al prado ameno, del Rodope fragoso verde falda, que del llanto del Alba estaba lleno, bañándose en aljófar su esmeralda: y el casto pecho de violencia ajeno, sentóse a entretejer una guirnalda, convidando sus manos tantas flores, que su elección turbaban sus colores. De los cabellos desprendió las cintas, y siendo un mirto el fundamento verde, mezcló, como pintor, las varias tintas, para que juntas su labor concuerde: las clavellinas repartió distintas del rojo acanto, y el jazmín, que pierde tan presto la hermosura, puso entre ellas, a trechos nardo y manutisas bellas. Codiciosas de ver que engrandecían en su nevada frente sus colores al marfil de las manos se venían las verdes almas de las rojas flores: apenas los cabellos guarnecían (si bien de escuro sol rayos mayores) cuando el loco pastor, en frente puesto, en yelo convirtió su pecho honesto. No de otra suerte labrador, que puso la mano sobre el áspid, que dormido estaba en el lugar que descompuso sobre las pajas del caliente nido, tímidamente se alteró confuso, que Eurídice quedó del atrevido amante; ni en mirándola Aristeo tuvo menos veneno en su deseo. Así quedó la bella cazadora ceñido el blanco pie de cristal puro, más claro en agua cuanto el Sol la dora, bañada en hojas de clavel escuro: el joven la requiebra y enamora, de los testigos árboles seguro, ella se pone en pie, y a sus colores remite la guirnalda de las flores. No con las perlas de la blanca mano líquidos rayos de cristal fulmina, como Diana al príncipe tebano efeto solo a la deidad divina: que fuera transformado en ciervo humano, darle (supuesto que venganza dina) para seguir su cándida belleza mayor velocidad y ligereza. La senda toma, donde el miedo helado, que no el discurso, la provoca y guía, y por el valle solo y apartado de los vecinos pueblos se desvía: las flores que le dio le vuelve al prado, la guirnalda arrojó, que aun presumía que le pesaban los cabellos, y ellos eran las velas dando el aire en ellos. No así ligera nave el viento en popa (cuando serena se le muestra franca) atropellando cuantas ondas topa, rompe el sudor al mar, la espuma blanca, como ella aligerándose la ropa, por los segados céspedes arranca, llevando siempre en los turbados labios el dueño a quien tocaban sus agravios. Ni así la herida cierva con la flecha al ditamo corrió, o al agua pura, como la hermosa ninfa, que sospecha que lleva su desdicha en su hermosura: tal vez se desespera, y se despecha, tal vez piadosa víctima procura sacrificar a los celestes numes, haciendo de sus lagrimas perfumes. “Dioses”, decía, “el casto pecho mío, ¿por qué no ha de mover vuestras deidades, para que fulminéis un mozo impío deshonesto agresor de honestidades? Mas remitiendo la defensa al brío dejaba atrás las mudas soledades: pedir milagros con la fe se mide, pero es bien que se ayude el que los pide. Siguiendo sus estampas Aristeo, (que se detuvo por coger las flores) iba diciendo, con mayor deseo, a mujer sin amor, detente amores: “¿Soy por ventura yo tan rudo y feo como el rústico dios de los pastores? ¿Tienes por dicha tú por más hazaña que ser tierna mujer, ser débil caña?” “Mira que Dafne, por castigo agora de hojas vestida, el alma en tronco rudo, al mismo amante que laurel la adora se está quejando con acento mudo: si coronar la frente vencedora de espada y pluma es el favor que pudo pedirle a un Dios, el que es mortal que puede hacer por ti, que en tu memoria quede?” “¡Ay, dura más que desta peña el alma, si a competir con su dureza vienes, y más que el fiero mar, que a veces calma, y tú ni aun a matarme te detienes! ¡Oh, más ingrata que la dura palma, si te quieres vengar, porque entretienes mi vida huyendo, vuelve, y tus enojos me maten como un rayo de tus ojos!” “Si viese yo tu cara, yo tendría más respeto a su luz; detente un poco, que el no te ver aumenta mi osadía, y a seguirte por verte me provoco”. Ya Eurídice cansada se rendía al flaco aliento, no al amante loco, cuando una fiera víbora dormida del pie nevado se quejó ofendida. Pisó su extremo, y erizó flexible el yerto cuello, y de la abierta boca la venenosa flecha con terrible dolor las venas alteradas toca: el pie que fue de nieve inaccesible, con líneas de zafir cristal de roca, paró súbitamente, y con ruina fácil al suelo el edificio inclina. Desde entonces los blancos alelíes aromáticos jaspes se volvieron, y los puros claveles carmesíes más encendida purpura vistieron: las hierbas transformadas en rubíes en minas de Ceilán se convirtieron, alegrando la tierra la sangría con la misma riqueza que vertía. Los sátiros lascivos, que miraban por celosías de árboles frondosos al envidiado amante, que juzgaban tan cerca de sus brazos amorosos, a lágrimas los montes provocaban, trocando con acentos lastimosos (viendo morir la nueva Venus gnidia), en nieve el fuego, y en dolor la envidia). Quedó su blanco pie como el divino terso marfil de la acidalia diosa, cuando el rigor del atrevido espino sacó la sangre que engendró la rosa: no de otra suerte cuando el Sol vecino al sirio pecho de algonela hermosa suele caer la dormidera verde, la viva lumbre de los ojos pierde. Así clavel purpúreo la hermosura de la rueda aromática deshace, si vil gusano la raíz que apura, o los cogollos de las hojas pace: así la adelfa, que nació segura, a manos del pastor lánguida yace, cuando por ser veneno del ganado tirana reina coronaba el prado. Y como suele tierno corderillo volver los ojos al tormento fuerte del riguroso paso del cuchillo, escondió las estrellas en la muerte: y así con el bocado del tomillo (que del temido plomo le divierte) cayó cierva veloz, y el polvo ardiente negras esferas hizo al aire ambiente. Vivo (aunque muerto en su dolor) miraba este suceso trágico Aristeo, y con estarle viendo, le dudaba, prestándole sus lágrimas Orfeo: pero al tiempo que Eurídice espiraba, por dar satisfacción a su deseo, quiso coger con libertad grosera la ya mortal respiración postrera. Diose prisa la vida, y de los labios, viendo que ya sacrílego los toca, partióse el alma a no sufrir agravios, tembló el amor, y respetó la boca; porque si fuerzas y consejos sabios pudiera haber en facultad tan poca, a no salir del pecho se esforzara lo que en defensa de su honor bastara. Viendo Aristeo que bajaba el dueño, con el temor dejó la empresa incasta, culpado en que tuviese eterno sueño de aquellas selvas la mujer más casta: y aunque el castigo pareció pequeño, para quien tiene entendimiento basta, que morir la que amaba por su culpa, ni merece consuelo, ni disculpa. Llegó a su choza el inventor famoso del arte de las áticas colmenas, y derribando el corcho artificioso los panales mezcló con las arenas: el escuadrón volante sonoroso, que ignoraba la causa de sus penas, en torno de los corchos discurría, admirado de ver sereno el día. Unas volaban a la selva umbrosa, y otras al dueño ya desesperado, que ciego de la cólera furiosa, como vencido toro, araba el prado: en tanto Orfeo su querida esposa miraba en tiernas lágrimas bañado, y no lejos la víbora pisada, si muerta la mitad, toda vengada. No con mayores ansias el troyano miró de Hesperia el cuerpo, que mordido del áspid fiero, ensangrentaba el llano, sobre los verdes céspedes tendido; ni de Cleopatra el ínclito romano el pecho en sangre y en piedad teñido, que el triste amante su difunta esposa, muerta por ser tan casta como hermosa. Que Lucrecia por serlo se matase menos desdicha fue, más valentía, y justo que la Fama le pagase lo que a tan altos méritos debía: pero que huyendo Eurídice pisase un áspid venenoso que dormía, sentencia fue de Júpiter severa, pues quien la causa dio morir pudiera. No es lícito al humano entendimiento juzgar de los secretos celestiales, que solo dan licencia al pensamiento los límites del orbe naturales: del mundo superior el movimiento pueden estudios inquirir mortales; pero a imposibles bárbaros se atreve quien quiere penetrar a quien los mueve. “¡Ay!”, dice el triste amante (que no Orfeo sino Alfeo era ya mudado en río), “¿cómo si mueres tú, vivo me veo, si tu espíritu fue vida del mío? ¿Qué gloria, qué vitoria, qué trofeo deste suceso trágico y impío esperaba la muerte? ¿Qué grandeza diera a su honor tu angélica belleza? “Ay dulce esposa, por quien siempre el día aborrecible fue para mis ojos, porque perder tu dulce compañía ¿a qué vida mortal no diera enojos? Ay dios, cuando tu sol amanecía (y aun no despierto bien) tus labios rojos mi nombre pronunciaban mal formado, ¡qué gran señal de amor! ¡Qué gran cuidado!” “Eras tú sola Eurídice mi Aurora, las perlas de tu boca aquel rocío con que baña las flores, y colora del hielo de la noche el manto frió: tú mi esposa y mi bien, tú mi señora, tú centro, esfera y movimiento mío; donde eran como propios elementos siempre rosa del Sol mis pensamientos.” “Por ti dejé las selvas y los prados, por ti los ríos, y las claras fuentes, por ti de los estudios los cuidados, ocupados en ciencias diferentes: ya solo profesaba enamorados concetos en discursos diferentes, pintando del Amor por tu belleza la humana y celestial naturaleza.” “Tú fuiste amor primero de mi vida, y el último serás hasta mi muerte; ¡ay pena humildemente encarecida, pues es forzoso el no vivir sin verte! No fue mujer de mí jamás querida, que no supe querer hasta quererte, y bien estás desta verdad segura, porque nació mi amor con tu hermosura.” “Como para matar a Adonis bello alma de un jabalí fue Tesifonte, deste áspid (uno en fin de su cabello) se revistió la envidia en este monte: ¡ay si pisaras el soberbio cuello, que ha dejado sin luz nuestro horizonte, y rendida a tu pie la indigna fiera con cinco flechas de marfil muriera!” “Pero ya que los hados permitieron (hermosa luz del alma que te adora) que mueras tú, porque vengar quisieron la especie de animales más traidora: ya que tu Sol a los Elisios dieron (donde hoy amaneció) tan nueva Aurora, yo iré con pies mortales para verte hasta el escuro reino de la muerte.” “Y entre tanto, mi bien, mi amor primero, (y desde aquí te doy palabra y mano) que ver los ojos que adoraba espero, espíritu desnudo, o cuerpo humano, con tanta pena, con dolor tan fiero ser de mi vida bárbaro tirano, que quien me mire en tan suspensa calma conozca luego que me falta el alma.” “Que a estar seguro yo (dulce señora) de que el inexorable Radamanto me diera el campo donde estás agora, la dura muerte no me diera espanto: que no es la vida, no, para quien llora, (ay dulce prenda) un bien que quiso tanto, que quien se ha consolado de perdelle, ni tuvo amor, ni mereció tenelle.” “Si mirare mujer, aunque Diana baje a correr de su epiciclo altivo las márgenes del Hebro en forma humana, descubriendo el coturno el nácar vivo, trífida flecha de ira soberana, me deje como suele verde olivo, que espira por las ramas humo, y dentro es fuego el corazón, ceniza el centro.” “Yo te amaré, divina prenda mía, con amor tan leal, con fe tan rara, que diga Amor, que solo yo podía suceder en su fuego, si él faltara; será la soledad mi compañía, y aun pienso que si en ella gusto hallara, con el profano vulgo me volviera, y entre necios soberbios anduviera.” Así se lamentaba el triste esposo, y así los altos montes que le oyeron a su postrero acento lastimoso con duplicados ecos respondieron: el campo, el soto, el prado, el valle umbroso, todos llorando, Euridice dijeron, ni fue peña tan dura, que rompida no repitiese, Eurídice perdida. Quejábase con voces tan suaves, que por los verdes sauces de los ríos dél aprendieron a decir las aves: “Ay dulce prenda de los ojos míos”. Lloraron su dolor los montes graves, y el Hebro y Nestos en sus centros fríos con intrincadas ovas se enlutaron, y los verdes corales se quitaron. Lloróla el alto Rodope, el Pangeo y la tierra de Reso belicosa, los getas, y la hija de Eriteo, ceñida de ciprés la frente hermosa: lloráronla las ninfas del Egeo, y saliendo a la margen arenosa fabricaron en arcos de cristales una pira de perlas y corales. Lloróla el tracio Bósforo, y Etusa, el río Atira, y el corriente Neso, y desde Filonópolis confusa al término del áurea Quersoneso: tú, ninfa celestial, décima Musa, llora también el trágico suceso, con el aljófar de esas dos auroras; mas ¿quién ha de cantar mientras tú lloras? Canto III Ya decendía del Lacón Tenaro por nieblas de su rígido horizonte, del amor conyugal ejemplo raro, Orfeo triste al reino de Aqueronte: ya los rayos del Sol, ya el cielo claro (volviendo a veces la cabeza al monte) miraba, como suele en perspectiva mostrar el arte lo que el lienzo priva. Ya se esparcía entre confusos llantos por las cavernas del tormento eterno, opuesto al Polo de los orbes santos, el fétido vapor del lago Averno. Mas este asunto y yo (si bien de tantos imitación que pintan el infierno) no somos (Musa hermosa) paralelos, que más quisiera yo pintarte cielos. Suele seguir la inclinación la mano, diferencia que prueba la pintura, pues el pintor de condición humano pone mayor estudio en la hermosura: el feo, el arrogante, el inhumano, que tiene condición áspera y dura, pinta fieros escorzos, y esta parte, que es propia en él, disculpa con el arte. Yo que aborrezco Tántalos y Furias, lo menos te diré que han dicho tantos, aunque por ti me oponga a las injurias de los que pintan hórridos espantos: pintaba Lope al príncipe de Asturias, la hermosura de Angélica, y de chaciendouantos vinieron a servirla, en que se vía la tierna inclinación que le movía. Yo, pues, ¿cómo podré desvanecerme por yertas peñas, si su ejemplo sigo? Supuesto que pudieran convencerme, si trujeran a Circe por testigo: no pienso a sus peligros atreverme si tu esplendente luz no va conmigo, Sibila celestial, Musa divina, con el ramo sagrado a Proserpina. Entre peñascos fieros, que desnudos de hierba, eterna sombra están haciendo a escuros valles, para siempre mudos, a la margen llegó del Lete horrendo: vio por cipreses, cuyos troncos rudos besaba el agua círculos rompiendo, con negras algas y teñida espuma, infaustas aves de erizada pluma. Pasando apenas, vio la parda orilla cubierta de almas que la barca esperan, y viéndole, con nueva maravilla peregrina deidad le consideran: desata al fin la mísera barquilla Caronte fiero, y trépidas se alteran las ondas tanto, como entrar le vieron, que las arenas átomos hicieron. Como suele pintada mariposa (imitación sin resplandor ninguno) en las alas copiar presuntuosa los ojos de Argos del pavón de Juno; así pintó sobre color mohosa las fieras suyas, sin concierto alguno, y el esqueleto vil que descubría un Ícaro de jaspe parecía. Llega a la orilla opuesta, y embarcando las almas, se admiró de ver a Orfeo, el carcomido remo levantando con el reciente ejemplo de Teseo: Orfeo la elocuencia dilatando, (de las almas dulcísimo Leteo) venció con la retórica admirable un necio poderoso inexorable. Finalmente, movió las alas de haya de la infernal laguna el ave fiera, y un cuerpo y muchas almas a la playa pasó, si bien por el menos ligera: no se turba, se admira, o se desmaya el constante amador en la ribera, que cuantos monstros discurriendo vía por sombras de su pena los tenía. Vio el árbol de los sueños a la puerta, sus hojas son imágenes pintadas, la Vejez de la incierta muerte cierta, y el Miedo con las alas levantadas: la Hambre, siempre con la boca abierta; y a bajezas indignas inclinadas la Usura, la Venganza, la Torpeza, y la Necesidad con la Pobreza. La Enfermedad y la Discordia mira, las Arpías, las Escilas y Centauros, con la Falsa Amistad a la Mentira, y con la Envidia la ateniense Aglauros: la Ambición arrogante con la Ira buscando arbitrios, pretendiendo lauros, la Guerra injusta, y la Traición confusa, con las fieras hermanas de Medusa. Caliginoso horror le cubre luego, y por los muros de diamante brota, como en la casa que se abrasa el fuego, ya por ventanas y por puertas rota: así miró después, vengado el griego, desde las naves en la mar remota ardiendo a Troya, y del incendio llenas excediendo las llamas las almenas. Paró al umbral el atrevido amante, y viendo ya que con rigor le mira Cerbero, en la cadena de diamante el arco puso a la templada lira: “No me permitas que reitere y cante lo que enternece, mueve, templa, admira la dureza, el rigor, la pena, el fuego, donde jamás entró piedad, ni ruego”. Cantó cosas tan altas, tan suaves, que suspendieron los tormentos duros, pesadas ruedas, y rapantes aves, los manes de los cóncavos escuros: en versos claros, limpiamente graves, y con dulzura gravemente puros su tragedia cantó, si bien el llanto llevó el compás al amoroso canto. Obligando el rigor de sus tristezas lascivas almas que el ardor disfama, sacaron del Cocito las cabezas cubiertas de ovas por la espesa llama: bajaron de las altas asperezas los que la lengua y deslealtad infama, y todos suspendiendo sus tormentos estaban a su dulce lira atentos. Allí ninguno duda, ni interpreta las locuciones de que está adornado, que el arte no es escuro, si perfeta naturaleza le acompaña al lado: porque cantar pudiera algún poeta que ni fuera entendido, ni escuchado, que adonde por su falta se endurece congoja, engaña, ofende y desvanece. Pongan sobre el Parnaso los Tifeos, en escura región montañas de arte, que no tendían laureles por trofeos, ni en las armas de Amor, ni en las de Marte: si bien yo los tuviera por Orfeos, como cantaran en la misma parte, aunque a las almas de tormento llenas fuera doblar la escuridad las penas. Yo, pues, la Metafísica armonía no he querido imitar de su instrumento, ciencia que del Autor que el Orbe cría enseña universal conocimiento: oh Musa, aunque saber Filosofía es de tu sacro monte fundamento, lo que cantó de amor cantar permite, que no todo lo grave el gusto admite. “Con cuatro montes”, dijo el gran poeta, “los yertos miembros a Tifonte oprime su misma presunción, y le sujeta por más que airado y tremebundo gime: la Reina de las Islas inquieta, tiembla el líbico mar, tiembla Inarime y porque el respirar le desocupe por la boca del Etna fuego escupe.” La tierra que vivió tantas edades junta a la Italia, el húmido tridente dio libre a las marítimas deidades, y a Sicilia apartó del continente: el temblor de sus montes y ciudades el bajo rey de las tinieblas siente, de suerte que pensó que se rompía, y que su noche penetraba el día. Sale furioso, y al celeste hermano quiere quejarse del agravio injusto, cuando rendido al sueño el Centimano, cesó la turbación, paró el disgusto, la hermosa presunción del oceano, Venus lasciva, esposa del robusto fabricador de redes y de rayos, de ver al ígneo dios fingió desmayos. Al niño antiguo, que en la propia forma las canas de los siglos conocieron, cuando el primero instante el tiempo forma, a quien tantas edades sucedieron, la diosa airada de Plutón informa, y dice que los dos honor perdieron en que este solo dios exento viva de la ley de los hombres primitiva. Y que pues ella misma no merece sagrado para Amor, ni el Amor mismo, que es injusta excepción la que se ofrece al rey severo del profundo abismo: y que pues cielo y tierra la obedece, o viviera en confuso barbarismo el orden natural, tenga el infierno fuego más vivo que su fuego eterno. Amor la madre mira, Amor la nieve del cuello más que cisne abraza y toca, y un rato en blanda risa el jazmín bebe en el clavel de su divina boca: con esto las fenicias alas mueve, y para el curso al pie de una alta roca, donde hurtaban dos manos celestiales al campo flores y a la mar corales. Hija de Ceres, Proserpina bella, como del suelo honor, del cielo adorno, conduce amor, y porque ponga en ella Plutón la vista, el aire cerca en torno: él descuidado que de tal estrella eran las almas desigual retorno, dejar quería el Sol, cuando su forma Cupido en ciervo tímido transforma. Las ramas de la frente de oro puro, los engastes del pie de tersa plata, y de aljófar bordado en verde escuro el nombre de la ninfa más ingrata; admirado Plutón al verde muro del bosque ameno el pie veloz dilata, el ciervo sigue, que su curso inclina a los pies de la bella Proserpina. Él por mirarla, y ella más turbada por verle a él, el ciervo libre olvidan, toma una flecha Amor la más dorada, y no halla fuerzas que su fuego impidan; las ninfas de quien era acompañada huyen sin ver a quien remedio pidan, como suele esparcir trueno las ciervas, que apenas doblan las menudas hierbas. Hablar quería el hijo de Saturno cuando le lleva Proserpina huyendo los ojos en el cándido coturno, y él queda en amoroso fuego ardiendo: ya del lucero espléndido nocturno iban los rayos fulgidos saliendo, cuando el tartatero rey vuelto en sí mismo con nuevo fuego decendió al abismo. Allí viendo las almas dijo: “¡Ay triste, aunque es la pena que sufrís notoria, quien en el mundo las de amor resiste las del infierno juzgará por gloria!” Y a Radamanto, que al castigo asiste, mandó que las hubiese por memoria, mas respondióle: “No querrán los cielos, que aquí no vive amor, sino los celos”. Con esto hizo poner al carro de oro a Nicteo, Alastor, Orneo y Etonte, y por escuras sendas de Peloro la frente vio, fanal de su horizonte: Proserpina segura, el dulce coro de sus ninfas conduce al verde monte, aunque avisada de su madre Ceres, que es el mayor peligro en las mujeres. Allí coge el clavel, allí le pisa, porque a nacer con más belleza vuelva, la blanca maya, y roja manutisa, la pálida retama, y madreselva: como suele del Alba entre la risa banda de abejas afeitar la selva del brezo, del tomillo y del romero con el son de los picos lisonjero. El flamígero rey, como acomete tímida garza halcón, de los feroces caballos la vitoria se promete; suenan las ruedas al partir veloces: al trasladarla desde el Etna al Lete quejosa suspiró, lloró, dio voces, no por la fuerza, aunque del rey tremendo, mas por las flores que perdió corriendo. Las ninfas despreciando el valle ameno fueron trepando las desiertas peñas, hasta que apenas por el mar tirreno el robo y robador dejaron señas: precipitadas al profundo seno (mal despenas Amor a quien despeñas) del piadoso Neptuno recibidas quedaron en sirenas convertidas. Ceres, mal informada de Aretusa, ya fuente de llorar, último extremo, la hija infama, el robador acusa al tribunal de Júpiter supremo: Plutón culpa al Amor (común excusa) que en profecía de mis años temo, puesto que yo, si poderoso fuera, no supiera forzar, amar supiera. Júpiter manda dividir el año, y que asista seis meses a su esposo, y seis a Ceres, que amoroso engaño no le castiga bien juez amoroso: “Agora puedes por tu mismo daño medir mi desventura, rey piadoso, que si te falta temporal paciencia, que harán mis ojos para eterna ausencia?” “¿Qué harán los ojos que por luz tenían el claro resplandor de su belleza? ¿Con que verán los que por ellos vían, si la costumbre fue naturaleza? Y si en el cielo cuantos hay confían, a extraño mal me trujo mi tristeza, pues pongo mi esperanza en el infierno, y no la tiene su tormento eterno.” “Si no me das el alma de mi vida, yo moriré donde ninguno ha muerto, porque es vivir, Eurídice perdida, de la naturaleza desconcierto: no fue por graves culpas conducida, defendiendo su honor en un desierto del fugitivo pie la vida vierte, con tal rigor, que aun no la vio la muerte.” “Áspid fiero, mortal, que de Tesalia parece que comió cicuta fría, por los lazos (sutil) de la sandalia pisada penetró la boca impía: debió de ser envidia de acidalia (tal fue la gracia de la prenda mía), que celosa de mí puso deseo en el bárbaro nieto de Peneo.” “Así murió mi Eurídice, así vivo (si vivo yo) sin alma y sin sosiego en fuego tan ardiente y excesivo, que soy el elemento de tu fuego: tú vencedor del hado ejecutivo, con experiencia de que amor es ciego, derogar el decreto de la suerte podrás contra las leyes de la muerte”. “Y porque de mi amor disculpa sean sus méritos, si acaso el tuyo admiran, haz que estas almas su hermosura vean, y verás que no penan mientras miran; tanto sus ojos al mirar recrean, tan dulce llama, tal feidad espiran, que harán memoria en los futuros daños para no los sentir en muchos años”. Así cantaba el tracio, y entre tanto a su divina voz se suspendieron de la guerra el furor, del fuego el llanto, y cuantas penas su instrumento oyeron: durmió el Temor, las Parcas y el Espanto, solamente los Celos no durmieron, que por la ardiente condición de locos, si no es estando en necios, duermen pocos. Durmió el trifauce de la lira asido más que de la cadena, y entre tanto las Furias sepultaron en olvido el incendio, la guerra, el fuego, el llanto; y Proserpina el pecho enternecido a la dulzura y suavidad del canto, pidió a Plutón que a Eurídice le diese, y que a vivir segunda vez volviese. Rompió la eterna ley el fiero esposo que temblaron los montes sicilianos cuando en fuego mayor, aunque amoroso, bañó del Etna los cabellos canos, con pacto a tanto amor tan riguroso, no ver sus ojos, ni tocar sus manos, hasta salir del infernal distrito, dejando atrás las aguas del Cocito. Consiente el pacto el deseoso amante, determinado de sufrir su ausencia, ¿quién vio que fuese ausencia el ir delante, y fuese menester mayor paciencia? Mándale que a los muros de diamante vuelva la espalda, y viene a su presencia Euridice sin verla, ¡extraño caso!, que andaba menos por oír su paso. “Ay dulce esposa de mi alma y vida”, alegre dice el lírico poeta, “de la ley rigurosa defendida, que a cuantos nacen a morir sujeta: hoy volverás a ver la luz perdida contra el poder que universal decreta, que no pueda volver al mortal velo quien al último fin destina el cielo.” “¡Qué triste vida que sin ti he pasado: Hombre para sentir, peñasco yerto para la soledad de un campo helado, al viento, al Sol, al agua descubierto! Que mal juzgara en el dolor pasado quien nos viera a los dos, cual era el muerto pues viera sin la vida que animabas que yo sin alma, y tú sin cuerpo estabas.” “Pues siendo el cuerpo yo, tú el alma mía, después del trance riguroso y fuerte ninguno de los dos vivir podía, que esta separación llamaron muerte: ¿cómo has sentido tú mi compañía, pues ya te he dicho lo que fui sin verte? Si venció tu memoria, ¿o la has tenido, pasar las aguas del eterno olvido?” “Que yo desde que el Sol las altas cumbres del Rodope bañaba en lumbre pura, lloraba en noche eterna aquellas lumbres, que faltaban en mí, de tu hermosura: y cuando de sus verdes pesadumbres declinaba mayor la sombra escura, lloraba yo también que no tenía esperanza de ver la luz del día.” “Pues cuando pude alguna vez rendido a la naturaleza, no al cuidado, dormir, si puede ser que yo he tenido un átomo de tiempo descansado, luego formaba el interior sentido pálida imagen de tu rostro helado, y el blanco pie con la pequeña herida que en tu sangre vertió mi propia vida.” “Despertaba llamándote, y pensaba que estabas a mi lado, esposa mía, Eurídice mil veces te llamaba, y me abrazaba con la sombra fría: y aquel instante solo que engañaba piadoso amor mi dulce fantasía, ¡ay dios, qué grande bien, ay Dios, si agora te viera yo verdad, dulce señora!” “Tente”, decía Eurídice, “y advierte que yo te sigo, hermoso dueño mío, y aunque me agravie yo, tu amor divierte, hasta pasar las aguas deste río: después me podrás ver, y podré verte, no pueda un amoroso desvarío perder, para doblar después el llanto, lo que me dices que te cuesta tanto.” “En los Elisios campos he vivido, y aunque entre fuentes, árboles y flores, sin ti que gloria puedo haber tenido, sino suspiros, ansias y dolores? Allí contra las fuerzas del olvido siempre se me acordaban tus amores, y cuando tú, mi Eurídice, decías, y preso en mi cabello amanecías.” “No pudiera su gloria divertirme, celos pudieran solos engañarme, pues era fuerza que viviese firme, no mudándome tú con olvidarme: ¿qué hazaña puede haber que más confirme tu grande amor, que haber venido a darme la vida que perdí, pues te ha costado igualar los peligros al cuidado?” “Presto verás si llevo yo de verte más ansia, más cuidado, y más deseo, que ya a pesar del cetro de la muerte llegamos a la margen del Leteo”; esto decía Eurídice, y de suerte se enterneció de oír su voz Orfeo, que volviendo a decir “esposa cara”, ni aun vio la sombra donde todo para. Desvanecida en la región del viento caliginosa esfera la recibe, vestida negro horror, y en su elemento estas palabras últimas escribe: “Amor, que con tan dulce pensamiento te trujo al reino en que la muerte vive, el mismo para siempre te ha quitado el bien que tantos males te ha costado.” “Pudiendo no quisiste ser dichoso, de que a los dos mayor desdicha alcanza, a dios eternamente dulce esposo, que ya perdí de verte la esperanza: cual suele tierno niño que lloroso al pájaro que vuela se abalanza suelto del hilo en qué le tuvo atado, corrió el amante en lágrimas bañado.” “Espera, espera, Eurídice querida”, iba diciendo el miserable Orfeo, y ella entre el negro horror mal entendida, a dios último fin de mi deseo: con esto a la ciudad llegó sin vida, en cuya puerta del trifauce feo le recibieron tres abiertas bocas, que a tanto amor le parecieron pocas. Volvió a templar el instrumento en vano, que apenas acertaba temeroso, puso en los trastes la turbada mano, y en las cuerdas el arco sonoroso: mas no durmió el trifauce, ni el tirano rey de la noche, ni admitió reposo alma ninguna, ni a su voz se inclina por reina o por mujer la diosa trina. Canto IV “Oh tenebrosas de la noche sombras, eterna escuridad de mi alegría, y tú, que rey de confusión te nombras, enemigo del Sol, opuesto al día: si tímido con ellas no te asombras del orden, compostura y armonía del instrumento con que el cielo imito, rompe a tu ley el termino prescrito.” “Vuélveme Elisio, que no rey tremendo mi amada esposa, así la hermosa tuya goces en paz, que de vivir me ofendo por tanto error sin la belleza suya: impuros manes, que me estáis oyendo, así libres del fuego os constituya en los sagrados campos Radamanto, que os mueva a compasión mi tierno llanto.” “Tú que en Sicilia las pintadas flores de las faldas del Etna (en que Tifeo atado brama) varias en colores, desde la mano dabas al deseo: pues sabes lo que pueden los amores, cuando bajaste al hórrido Leteo por crespas llamas de alquitrán ardiente, mis quejas oye, mi tormento siente.” “Pide mi prenda a tu querido amante segunda vez, Perséfone triforme, que siempre ciego y mudo iré delante a los decretos de tu ley conforme: así en los cielos por mayor diamante tu hermano con eterna luz te informe, y cazadora a las trinacrias selvas con dulces flechas de tus ojos vuelvas.” “Obedecí las leyes rigurosas, a vuestra voluntad presté obediencia, no pude con las ansias amorosas de no mirar mi bien tener paciencia: hay cosas en amor dificultosas, y entre ellas la mayor la resistencia; fui Tántalo de amor, pero no vía que en eso estuvo la desdicha mía.” “Yo conozco la culpa, mas no fuera mi amor amor, si convertido en roca lleuándola tan cerca resistiera los tiernos ecos de su dulce boca: dura ley me pusiste, dura y fiera, cuando a los brazos la ocasión provoca; hecho (aunque en dioses) digno de culpalle, dar con cautela el bien para quitalle.” “Imagen dura sin razón quería Pigmaleón, cuando a la diosa informa, madre de Amor, de que en su nieve ardía, y el duro mármol en mujer transforma: ¡cuán al contrario fue la suerte mía!, que amando yo mujer, en mortal forma me la volvéis con riguroso intento, no solo en piedra, pero en sombra y viento.” “Mas yo espero que tú de Flegetonte supremo rey y universal monarca, atarás, a pesar de Tesifonte, tercera vez el hilo de la Parca, y mandarás al rígido Caronte. (aunque solos espíritus embarca) pase otra vez mi Eurídice querida del umbral de la muerte al de la vida.” Así cantaba, así lloraba Orfeo, pero su canto, o lastimoso llanto, como suele juez airado al reo, severo oyó sin alma Radamanto: sonaban las corrientes del Leteo. en las cavernas del eterno espanto; ¡oh inútil voz adonde el llanto suena, que incompatibles son música y pena! O fuese que cantó menos sonoro los quiebros y redobles olvidados, o con menos aplauso a su decoro, como suelen cantar los desdichados: no resonaban bien las cuerdas de oro, con que tantos se vieron escuchados de Penélopes castas y Catones; que donde no hay oídos, no hay razones. Menos cruel castigo mereciera la débil culpa de aquel breve instante, si en tanta confusión lugar se diera a la disculpa de tan loco amante: Orfeo canta y llora, y persevera, doblando a las murallas el diamante, que ya sobre que mal les parecía también fue desdichada la porfía. No le escuchaba Eurídice, que fuera algún alivio a tanta desventura, ladra el Cerbero, y brama la Quimera, dura la confusión, y el canto dura: no de otra suerte la región se altera, que suelen despertar en noche escura al vuelo del halcón, que no temían, los pájaros que en álamos dormían. Y viendo que vencer no era posible con soldados de lágrimas, que esfuerza, el muro del infierno inaccesible, que a ser del cielo padeciera fuerza; la conquista dejó por imposible, y el obstinado amor oprime y fuerza a que deje la empresa, y vuelva al monte que baña en fuego el Tártaro Aqueronte. No como suele músico en cesando la voz, bajó la prima al instrumento, que el rudo tronco de un ciprés mirando, rompióle en él con el postrero acento: los dorados fragmentos arrojando, dicen que Apolo a su desdicha atento, porque no le tocase alguna llama, para su templo se le dio a la Fama. Cual suele jugador cuando ha perdido por el aire arrojar los blancos huesos, o en el papel pintado y colorido los reyes y los números impresos: o como arroja gladiator vencido la espada en que esperó tales sucesos, y como suele estar niño enojado cuando le dieron lo que le han negado. Vio finalmente desatar la barca que vuelve a la ribera de vacío, donde con tiernas lágrimas se embarca, y siente el peso extraordinario el río: “¿Qué leyes te defienden de la Parca”, le dice el viejo (duplicando el brío como le vio venir pálido y triste), “que fuerza de los hados te resiste?” “Passa”, replica el mísero mancebo, “un hombre sin primero, ni segundo en las desdichas, con rigor, tan nuevo, que va a penar desde el infierno al mundo: todo su fuego en mis pesares llevo, mira si con razón mis penas fundo, pues que mi gloria dejo en el abismo, y voy a ser infierno de mí mismo”. “Canté, lloré, moví tu reina hermosa, gané, tuve, gocé mi prenda amada, hablé, miré, perdí mi amada esposa, cegué, temí, seguí su sombra helada; lloré, volví, pedí con voz piadosa, cansé, rogué, sufrí con alma osada, oyó, calló, mató mi luz, mi día, imperio, obstinación y tiranía.” En tanto, pues, que de su triste tálamo hizo en su pecho mísero depósito los remos puso en el torcido escálamo, y de no le pasar mudó propósito: la barca desató del pie de un álamo, a la ribera contrapuesta opósito y el viejo, aunque con ánimo decrépito rompió las ondas con furioso estrépito. Camina, pues, hasta llegar Orfeo a las faldas del Rodope llorando, donde también las cumbres de Pangeo estuvieron atentas escuchando: que su deifico padre su deseo desde su ardiente eclíptica mirando, le dio su misma lira, a quien agora entre el cisne y Alcides el Sol dora. Si la tuviera yo, que dulcemente fuera en sus voces dilatando el arco, haciendo de su lazo transparente cárcel a las envidias de Aristarco: de los últimos soplos de Ocidente, adonde el Sol por el dorado marco asoma la cabeza, oh Musa mía, fueras más clara que la luz del día. Cantara yo primero tu belleza como exterior principio y ornamento, y luego tu virtud con tu nobleza alma de tu divino entendimiento: mudara a las montañas la firmeza, por cuyos pies el Tajo corre atento, porque pudieran por sus vidros puros dar, como a Tebas, a mi patria muros. Tú, sirena de amor, si duros robles, si montes firmes en la mar nacidos, suspendes con tus quiebros y redobles cromáticos y dulces sustenidos: que mucho que tu voz las almas nobles reducidas por centro a los oídos, cuando las cuerdas al trinar sutiles se quejan de tus cándidos marfiles. Cantara yo también la soberana lira de aquel Francisco, honor de Apolo, que a defender la lengua castellana a España vino del opuesto Polo: del Tajo al Rin, del Ganges a la Tana dilatara mi voz tu nombre solo, Borja, príncipe insigne, si al intento igualara el valor del instrumento. Pero mejor lo hubiera encarecido, por cuanto la dulzura de tu verso ha de llevar tu nombre esclarecido, que ha de ocupar veloz el universo: no por escuras sendas conducido, sino corriente, puro, limpio y terso, que el mismo Sol (a cuyo cielo subes) parece noche, si le cercan nubes. Luego dijera, cordobés divino, tus alabanzas de ti mismo dignas, ingenio celestial, que peregrino sin dejar rastro de tu luz caminas: ninguno a la difícil cumbre vino por donde doctamente peregrinas; pues tú para ser único has hallado camino ni sabido, ni imitado. Lope lo que mi amor de ti cantara si deifico me diera su instrumento, envidias a tu ingenio acrecentara, si bien son rasgos de cometa al viento: ya no es la Fénix en el mundo rara, tu de tu patria singular portento volverás a vivir por tus escritos tan dulces como doctos y infinitos. Diérame el Betis por don Juan de Vera sus fértiles olivas por guirnalda, si Mérida ambiciosa no pidiera el docto hijo de su verde falda: la puente que oprimiendo persevera al sacro río la nevada espalda tuviera estatua en bronce, y en el plinto escrito: historiador de Carlos Quinto. Por ti suave Hortensio el árbol tierno (objeto ingrato del ardiente nume) mi frente ornara, si tu nombre eterno librara al tiempo que la edad consume: luego que desta máquina el gobierno (Félix o Fénix) vio Madrid, presume, que aquel dulce pronóstico de sabios bañó de ambrosia tus melifluos labios. ¿Qué fama, qué laurel previene Febo a ti de entrambas Musas docto amparo, o Virgilio andaluz, Píndaro nuevo, Rioja ilustre, honor del Betis claro? Ciña tus sacras sienes delio Efebo, en tanto que te copia en mármol paro, mínimo insigne, por tu dulce estilo, Montoya universal, nuevo Cirilo. Cuán bien Tellez científico pudiera sobre las cuerdas reiterar el plectro si el instrumento orfénico me diera las consonancias de su dulce metro. A frutos de León de Tapia espera de Aganipe, Helicón, Pimpla y Libetro el corriente cristal para su Apolo, con don Ioseph de Salas, Sol y solo. Oh cándido entre todos, Valdivieso, si tus versos de mi fueran cantados, fuera el aplauso de la envidia exceso, y mis deseos de tu amor premiados. Oh tú que tienes el Parnaso en peso, Atlante de tus círculos dorados, en don Alonso del Castillo admira gracia, donaire, ingenio y dulce lira. No con premio inferior, del docto mira el mundo hiciera universal teatro la dulce Erato cómica, que admira del Norte al Sur, y desde Tile a Batro; del valenciano Eurípides la lira (tan digna del romano anfiteatro) me dieran la tragedia, y en la historia: por don Guillén de Castro honor y gloria. Tu docto ingenio competir presuma, Livio de España, don Tomás Tamayo, con la esfera de Apolo, pues tu pluma doró los puntos en su mismo rayo: si puede haber quien tu valor resuma, de la envidia feroz mortal desmayo, oh Francisco de Francia, cante en rima las de tu amor, que el tiempo en oro imprima. A Gil González de Ávila, a quien debe mi patria tanto honor por su alabanza, la edad del tiempo fuera instante breve para cantar la que su ingenio alcanza: si a Francisco de Zárate se atreve la justa presunción de mi esperanza, iguales miro con el mismo Orfeo su ingenio celestial, y mi deseo. No puede, don Antonio de Mendoza, menos dorado plectro, menos arte de la alta Fama referir, que goza tu ingenio natural, mínima parte: Cintio su ardiente aurífera carroza detenga a oír tus versos, o a envidiarte Antonio López, cuya fértil vega a ser el monte de las Musas llega. Don Lorenzo Vander a Manzanares de su verde laurel corona y premia, y a su alabanza (sin los patrios lares) de Sebastián Francisco Apolo apremia: si el maestro de tantos, claro Henares, Alonso Sánchez, luz de tu Academia, quieres loar, podrás como él se alabe, pues tantas ciencias como lenguas sabe. Si fuera yo Timantes, o Parrasio, en un Ángel Manrique, en forma de hombre retratara a Crisólogo, a Atanasio, y él fuera antonomasia de su nombre: tu dorado crepúsculo, Anastasio, con tantas letras y elocuencia asombre pues ya responde Apolo en profecía lo que será tu Sol a medio día. Si del doctor Silveira celebrara ingenio, erudición, docta cultura. Si de Pedro de Vargas dilatara versos de tanta gracia y hermosura. Si de Francisco de Quintana osara describir el ingenio y compostura, yo sé que él mismo Apolo Tegireo se consolara de perder a Orfeo. Mas pues le dio la lira por la falta de la que en el laurel rompía la ira, el cante en voz armónica, tan alta que llegue donde Eurídice suspira. En fin cantó por cuanto el Hebro esmalta, Orbelos humedece, inunda Atira, los afectos de amor, a cuyos celos rinden humildes su exención los cielos. Cantó cómo Cibeles al hermoso Atis pidió que castidad guardase, con pacto, que ella al mozo virtuoso en juventud eterna conservase: mas como de una ninfa el amoroso ruego, o su gran belleza le engañase, perdió tan alta prenda, y el divino poder airado convirtióle en pino.ç Cantó cómo el gallardo Cipariso murió llorando por su ciervo amado, quedando en muestra de su poco aviso en pirámide verde transformado: y cómo fue Tifonte, cuando quiso alzarse con el cielo, fulminado; y aquel a quien el mar (aunque le asombre) le dio la sepultura por el nombre. Cantó cómo rompiendo el claro viento águila enamorada (como suele negra nube escupir rayo violento, que con truenos horrísonos expele) arrebató de Troya el fundamento de su incendio fatal, y cómo impele llorando el mozo, el robador turbado hasta llegar al pabellón dorado. Cantó cómo lloraron a Jacinto Febo y las ninfas, alternando a coros, y que la amante del planeta quinto los cerastas volvió piedras y toros: y cómo puso en un dorado plinto, por más estimación que sus tesoros Pigmaleón la imagen, que animada por largos años fue su esposa amada. Era de piedra, y en mujer volvióla Venus, dejando el arte a la figura, para que no quedase mujer sola que pudiese alabarse de ser dura: que puesto que a las buenas acrisola la casta resistencia en la hermosura, pocas veces juntó Naturaleza en ellas la crueldad y la belleza. Cantó de Mirra el amoroso engaño hecho a su padre, y de aquel tronco rudo el parto lastimoso, desengaño de cuanto Amor en los mortales pudo: árbol en fin de los demás extraño al monte vino, y con silencio mudo las ramas acerco de aromas llenas; así suelen mover pasadas penas. No menos flor hermosa, que ya fuiste alma bella de Adonis, te acercaste al eco dulce de tu historia triste, y los granos en lágrimas trocaste: tú que para matar de amor naciste a la madre de Amor, y me vengaste, ¿supiste de su lira qué secreto hijo te hizo de quien fuiste nieto? Pasó por la resina transparente de las unidas cerdas el sonoro Iris de ácana roja, y dulcemente dio vida a las templadas líneas de oro: para cantar, o Hipomenes valiente, (moviendo a envidia el apolíneo coro) la triste historia tuya, y de Atalanta, que huyó de amor con ligereza tanta. Allí cantó que fuistes el ejemplo que al mundo fue tan claro testimonio de aquel respeto que se debe al templo, cuyo rigor no acepta el matrimonio: mas ya el estruendo insólito contemplo del vulgo infame bárbaro Ciconio, efeto del licor, que pudo solo quitar la vida al sucesor de Apolo. Armada escuadra de mujeres locas con los ojos feroces, y bañadas de ira y furor las descompuestas bocas, porque fueron lascivas despreciadas, cubre las verdes elevadas rocas del Rodope eminente, convocadas de la Envidia, que intenta (aunque secreta) la muerte al divinísimo poeta. Mas quién ha de dudar que la ignorancia no fuese el fin de su gloriosa vida, y más cuando la incita la arrogancia de la bajeza y presunción nacida: del laurel a la envidia no hay distancia, porque también la ha de llevar ceñida la frente docta entre la verde rama, pensión precisa de la ilustre fama. Con piedras, palos, troncos, ramas hizo la escuadra bacanal tan fiero estrago, que con darles la vida satisfizo el pecho ya de tanto mal presago: como después del rígido granizo (clarificando el Sol el viento vago) suele quedar la vid que en tanto colmo de verdes hojas abrazaba al olmo. Que allí el sarmiento, allí los verdes grumos yacen entre la arena desmayados, y de las ramas los pimpollos sumos del olmo esmaltan los vecinos prados: o como suele entre los negros humos de la abrasada encina evaporados, a quien el rayo hirió (muertas las llamas) en la ceniza parecer las ramas. Así quedaste tú, vate divino, la famosa cabeza destroncada, que por el Estrimón a Lesbos vino cantando tu tragedia desdichada: honraba el elemento cristalino tu vencedora frente coronada por única en el mundo, de tal suerte que se apartaba el agua de ofenderte. Pero hambrienta de ti culebra fiera (que aun hasta allí la envidia te seguía, y con harpada lengua te mordiera sino vengara el cielo su osadía) acometió tu rostro entre la esfera del agua que la riñe y la desvía, hasta que en piedra convertida cesa de la crueldad y de la injusta empresa. Bajaste a los Elisios, alma pura, sin pena del horrísono Aqueronte, ni te detuvo la región escura, ni pagaste la barca de Caronte: de Eurídice tu esposa la hermosura, tan cantada de ti por todo el monte, gozaste para siempre, que es más fuerte que las sangrientas leyes de la muerte. Tu lira halló lugar en los zafiros del manto azul, y fueron sus diamantes tus lágrimas de amor y tus suspiros entre las dulces cuerdas resonantes: mientras duraren los celestes giros entre sus velos vivirán constantes, estando siempre con sus orbes fijas sus cuerdas de oro, trastes y clavijas. Tú, Musa celestial, que me has oído, no adúltero, fantástico y hinchado, escribir en la lengua en que he nacido, con los estudios en que me he criado, no ambicioso de fama, ni de olvido, humilde sí, de tu laurel honrado, espera un día en que celebre y cante tu nombre en lira, que la envidia espante.