A la ilustrísima señora doña Leonor Pimentel Canto primero Dulcísima de amor ave engañada, reina del aire en su región primera, alma sin cuerpo, en sola voz fundada, principio de la verde primavera; de tu garganta armónica traslada la tragedia a mi pluma, y la ribera te oirá poeta a ti cantar llorando, y Filomena a mí llorar cantando. Si en ramo de laurel, si en olmo verde trinando dulcemente estás, agora que el invierno feroz el rigor pierde, y el mes de Marte se consagra a Flora, deciende al valle. Así jamás te acuerde tu virginal temor la blanca aurora; cantaremos los dos entre las flores, tú quejas en desdén, yo en nieve amores. Vos, Leonor ilustrísima, a quien tanto debe España de honor, gloria y decoro, sujeto digno de apolíneo canto, décima musa del castalio coro, no despreciéis de Filomena el llanto, y la dulce prisión en hierros de oro haréis que estime, y de la verde selva a los palacios que aborrece vuelva. Que mal podrá mi voz, mi hummilde acento, hablar del sol que en vuestro cielo mira, si aun no permite ofensa al pensamiento, y al mismo amor privilegiado admira. Conténtese la fe del rendimiento, pues a serviros solamente aspira, y cante Filomena, aunque presuma con imitar su voz hurtar su pluma. ¿Atreveréme yo, si sois mi genio, a decir cómo fue princesa y ave? ¡Oh clara luz! ¡Oh estrella, que mi ingenio miró de trino con aspecto grave! Yo, que canté del Ménalo y Partenio, y transformada Angélica süave, trágica voz aplicaré sonora a la primera lengua del Aurora. De la abrasada margen de Aqueronte a la luz se atrevió por verdes quiebras la furia de la guerra, Tesifonte, crinada la cabeza de culebras; Atenas vio su imagen en su monte, ardiendo el jaspe en viperinas hebras, y en vez del cetro el hacha furibunda, con que aire, tierra y agua en fuego inunda. Armado Pandïón, su gente ordena contra Lisandro, rey de Macedonia; enmudece la paz, la guerra suena, tiembla de Europa la mayor colonia; selva parece el mar, y selva amena, llena de naves, la ribera jonia: que la falta de ramas, hierba y flores flámulas adornaban de colores. Los dos cabos de Sunio y Cinosura, donde el Atica estéril se remata, cubren naciones que a probar ventura pisan por alta mar campos de plata; cabo de Maina conducir procura, imitando a Corón y Chelonata, soldados fuertes, y el valiente Alcino la gente de Patraso y Navarino. Entre el Peneo y el famoso Alceo, desde Elide y Olimpia, la remota Micenas y Argos vienen, y el maleo seno, donde desagua el claro Eurota; pasado el promontorio siceleo, los engios siguen la naval derrota, y los de Acaya, Tebas y Corinto, ardientes rayos del planeta quinto. Donde el río Strimón, del dulce Orfeo sepulcro transparente, margen pone al reino macedón; viene Tereo; la Tracia a guerra y a furor dispone. Valiente con el ático trofeo, Amor solicitó que le corone el rey de Atenas, y al nacer su fama, vencedor macedónico le llama. En un caballo cuya clin enlazan rosas de nácar a debidos trechos, tan airoso, que piensa que le abrazan las altas manos los fogosos pechos; cuyas estampas aceradas trazan orbes, que de ja con los pies deshechos, tan veloces, que aun linces no divisan si en las arenas o en el aire pisan. Los dorados balcones de palacio, donde fue la hermosura arquitetura, pues en cualquiera intercolunio espacio estaba en vez de estatuas la hermosura, laureado pasea el joven tracio; no fugitiva ya, sino segura Dafnes en su cabeza, por la parte que Venus deja a Apolo y sigue a Marte. De tantas damas la hermosura ociosa en las lucientes armas de manera se retrataba, que la más hermosa sin levantar los ojos conociera; formando espejos de su luz fogosa. Progne, princesa ilustre, reverbera en el armado pecho de Tereo: que no defienden anuas el deseo. Desconociera en su divina cara, opuesta al sol, su resplandor la nieve, que porque alguna parte la quitara, a ser rubio el cabello no se atreve; comienza en pardo y en trigueño para, pagando en rizos lo que al sol le debe, sol de sus ojos que le encrespa luego, para mostrar la vecindad del fuego. A su dosel estaban coronados de dos arcos sin cuerda, tan serenos y en tanta luz y actividad templados, que a ser su fuego más, mataran menos; la boca en dos claveles animados, sin envidiar la grana a los amenos campos de las mejillas, que a las rosas prestaran sangre a no quedar celosas. Tierno la mira el rey, no le responde, tirana de sus ojos, Progne bella; que está el amor, si alguno ignora adonde, en el imperio de una misma estrella. Quien tarde a lo que debe corresponde, o ingrato paga o no le tiene en ella; que en afectos y efectos tan humanos, si no repugna el cielo, no hay tiranos. Era Tereo un joven que encubría feroz ingenio con blandura grave; ya de enrizar el bozo presumía; edad que quiere amar, no sé si sabe; moreno de color, que permitía entre menos rigor mezcla süave; alto de cuerpo y de hombros dilatado, tierno gustoso, y ofendido airado. Aquella noche, Pandïón, contento de presumir el yerno que imagina, espléndido convite y opulento previene al joven, que a su gusto inclina; baja la sombra en el silencio atento. que la postrera línea al sol termina, y saca en nube parda y importuna disforme rostro la purpúrea luna. Sale Progne a la mesa, y de la mano conduce a la divina Filomena, ángel por hermosura en velo humano, gloria a los ojos y a las almas pena; pintarla Zeusis presumiera en vano, pero pudiera retratar a Helena, sin que hurtaran jazmines y claveles a cinco perfecciones sus pinceles. Rubio el cabello transformar pudiera la escura noche como sol en día, y el de sus ojos convertir en cera la nieve humana más helada y fría; la boca, donde halló la primavera, cuando el abril al mayo desafía, la perfección de la primera rosa, dejó, por celestial, de ser hermosa. No diera el cuello a perfección humana ventaja en la blancura, si no viera sus manos propias, que la nieve cana, de amor, si no de envidia, deshiciera; así, de la razón dulce tirana, las voluntades, fugitiva, altera; así, señora de cuanto ha mirado, se queda libre en su primero estado. En dos lustros y medio el sol había doce veces no más corrido el Toro desde que vieron el primero día los años, ya por ella siglo de oro. La sala toda en suspensión tenía, así del rey por único tesoro, como por ver en su belleza grave cuanto naturaleza puede y sabe. Cenó Tereo por los ojos, dando sustento al alma de otros ojos bellos, a Progne dulcemente contemplando, vivo por ellos y muriendo en ellos; pero aunque estaba ardiendo, y deseando la prisión de sus lazos y cabellos, dicen que, del amor que le tenía, el eco en Filomena respondía. Bien puede persuadir su entendimiento quien viere en profecía su vitoria, que sólo puede amor del pensamiento pasar más adelante la memoria; llegar puede veloz conocimiento a prometer de la hermosura gloria, amar lo por venir en otro empleo, y antes que llegue Amor llegar Deseo. Aquella noche el viejo rey de Atenas concertadas dejó las tristes bodas, de agüeros ciertos y de enojos llenas, puesto que alegres y engañadas todas, ¿Por qué dulce principio, Amor, ordenas, donde trágicos fines acomodas? ¡Ay! Dieras ocasión contra su efeto, si no te excusa el celestial decreto. Duerme el contento padre, y cuando mira la noche igual los polos estrellados, su difunta mujer, bañada en ira, le da con triste voz brazos helados; él, de su sombra, en sueños, se retira, y ella, entre mil suspiros abrasados, «¡Oh Pandïón! —le dice—, ¿por qué huyes, cuando tu imperio y sucesión destruyes?» Tienta el anciano rey la débil sombra, que le parece que oprimirle intenta; ella otra vez con triste voz le nombra, y con amores trágicos le afrenta; últimamente más feroz se nombra, y con pesado cuerpo le atormenta; «Arminda soy», le dice; y él al viento, si en sueños puede ser, escucha atento. «Arminda soy; yo soy tu esposa cara, madre de Progne y Filomena hermosa; en estas bodas miseras repara, tragedia de tus hijas lastimosa.» Pintaba cielo y tierra el alba clara, aquél de resplandor y éste de rosa, cuando, afligido, el rey, triste, despierta, y el sueño sale por la córnea puerta. Ya por precisos discurrir los hados, ya porque el sueño imaginó fingido, los dioses de las bodas invocados, dio a Progne hermoso y bárbaro marido. Asistieron los numes enlutados entre las sombras del escuro olvido, Venus llorosa en el común deseo, y muerta el hacha el trágico Himeneo. En vez de musas, las funestas aves cantaron, por los frisos y acroteras, por las pizarras altas y arquitrabes, fúnebres himnos, alternando fieras. Manda Tereo prevenir las naves, rimbomba el bronce herido las riberas, y sale del metal la voz fingida, alma del viento y ley de la partida. Abraza Pandïón a Progne, y llora; dura pensión de un rey, que de su tierra destierra, si se casa, lo que adora, y a veces para siempre lo destierra. Retrato Filomena del Aurora, perlas da a Progne, y en su nácar cierra: porque en partidas tales halla gloria en conservar su pena la memoria. Al casto pecho encomendó Tereo incastos brazos, cuyo fuego helado soplan alas de amor; arde el deseo, y queda el fuego por nacer sembrado; la nave, haciendo sólo el masteleo, rompe las crespas ondas al salado tridente, y los tritones y sirenas desprecian por la quilla las arenas. Mas cuando ya de velamentos carga, y soberbias de sí las blancas lonas, veloz al viento las escotas larga, temblando obencaduras y coronas; la tierra, que parece que se alarga, en perspectiva muestra las personas, y con saber su error, se maravilla de ver siempre correr la firme orilla. Llegó Tereo con su amada esposa a la tierra, en que dio, cantando Orfeo, pies a la selva de Estrimón umbrosa, por cuya orilla vio la del Leteo; provincia por mujeres siempre odiosa y lamentable al coro pegaseo, que vio su lira, y, con mortal tristeza, sirena de sus aguas, su cabeza. Bañó templado el sol las armas bellas del frigio vellocino en su tesoro un lustro alegre, y viose en sus estrellas el pez de plata cinco veces oro; en tanto que, benévolo por ellas, gozaba con pacífico decoro Progne su esposo, sin temer desdicha, que para posesión se tiene a dicha. Bello Cupido, sin Anteros, nace Itis, hermoso niño, al matrimonio paz, a amor gloria y bien, que satisface sólo, con tanto ejemplo en testimonio. La Fama, que las mismas cosas que hace, deshace, como el Tiempo, del mar Jonio vuela al Bósforo tracio diligente, Mercurio en lengua y alas eminente. Refiere que la infanta Filomena creció con tanta gracia y hermosura, de tantas partes y donaires llena, que el límite mortal pasar procura; Progne, tan lejos de su sangre ajena, aunque de celos y de amor segura, con mil deseos de su hermosa hermana, sueña en su vista su esperanza vana. En los robustos brazos de Tereo, tierna, amorosa y dulce se regala; intrépida le dice su deseo, con que su amor al de su hermana iguala; pasar quiere los campos de Nereo, y no sólo la mar, que donde exhala Etna fuego voraz, poner se atreve con abrasado amor plantas de nieve. ¡Oh condición de nuestra sangre extraña, debiendo ser en los efetos propia! Lejos nos solicita y acompaña, y cerca nos parece cosa impropia. El pecho de su esposo en perlas baña; en sus ojos mirándole se copia, cuando pide mujer, que afecto ardiente muestra hasta ver lo que pidió presente. Tierno Tereo al amoroso llanto de Progne, dice: «No es razón que a Atenas vuelvas, esposa, aunque tras tiempo tanto te llamen ansias y te inciten penas; el mar del más valiente horror y espanto, montes de sal, euripos y sirenas, pasan los hombres, que obligados nacen a los prodigios que los cielos hacen. »Yo iré por Filomena; a mí me toca romper las ondas, los escollos duros, donde el ático seno desemboca, y Estinfalo le ofrece arroyos puros.» Progne la ausencia juzga, amando, poca, los cuidados que en ella están seguros no son de amor, que amor cuanto ama teme, por más que quien se va en amar se extreme. Gustosa Progne, el tracio rey se parte de la que fue Bisancio, donde agora Grecia, que tanto honró Minerva y Marte, bárbaro, sin honor, imperio adora; la ciudad de las aguas mueve el arte, que en tanta claridad la senda ignora, y buscando camino por el cielo, niega, neutral, la deuda al patrio suelo. A Atenas llega, y Pandïón recibe su yerno, aun no traidor, y de la pena de la ausencia de Progne, alegre vive, que no la juzga de su pecho ajena; mas luego el joven la traición concibe, y le baña los ojos Filomena de luz, que le dejó de incendios lleno: que suele, ardiendo, ser el sol veneno. La fama culpa, que alabarla intenta, y en imposibles lo que dice abona; aumenta el nuevo amor la vista atenta, y el ser que va tomando perficiona; de la sangre más viva se alimenta, que las venas del alma no perdona, si lo son las potencias, cuya calma, como si fuera cuerpo, sangra el alma. Aquella noche pasa el joven triste en mortales cuidados y congojas; ya se deja vencer, ya se resiste. ¡Oh Amor, todo lo rindes y despojas! Ya cuando el alba los jazmines viste, vecina al sol de clavellinas rojas, fin a su amor indigno constituye, y el alma a la esperanza restituye. A Filomena, tierno y cauteloso, persüade y oprime a la jornada, pintándole de Progne el amoroso afecto, de quien es tan deseada; cuéntale que la nombra el niño hermoso con amores y lengua regalada, y que es retrato suyo en los cabellos y en la hermosura de los ojos bellos. Los palacios espléndidos que vive, el oro, plata, joyas y diamantes, el quieto mar, que la ciudad recibe en hombros de sus puertos circunstantes; las coronadas barcas le describe, de tendales de seda y de triunfantes laureles, que en la mar forman pensiles en popas de cristales y marfiles; la pesca por la mar o por los ríos, ya de nudosa red, ya débil caña, y cómo hasta en los mismos centros fríos engaña el arte y la codicia engaña; y en los amenos bosques y sombríos valles, tal vez en áspera montaña, la caza de las aves y las fieras, guerra de burlas y temor de veras. Dícele que verá rendir leones sus encrespados cuellos a los traces, que los suelen sacar de los arzones del ligero jinete, pertinaces; que desbaratan fuertes escuadrones, y deshacen, feroces y voraces, armado un hombre, y que segura puede ver cuanto al fiero el pecho humano excede. Los jardines le pinta siempre hermosos, las retóricas fuentes, porque luego son todas artificios sonorosos, y las burlas del agua en las del fuego; los estanques, que nadan bulliciosos ánades mansos con lascivo fuego, y el cisne, que compite con la espuma, con alta presunción nave de pluma. Canto segundo de la Filomena Divina Pimentel, si ser pudiese de Filomena tal la voz y el arte, que por piedad o gusto suspendiese de vuestro entendimiento alguna parte, no es mucho que a la lira permitiese trágico amor la suspensión de Marte, y el arco, por las cuerdas más sonoro, hurtase al ámbar la color del oro. Si cantara de vos, seguro fuera que en las mismas estrellas la estampara, que en vuestro honor la incorrutible esfera peregrina impresión calificara; mas como mi fortuna persevera, sin reparar en qué la vida para, hurtos del tiempo son estos deseos, y de vuestro valor pobres trofeos. Suspensa al cuello de su padre amado, las canas con los brazos desordena del blanco honor del tiempo cultivado, la hermosa y desdichada Filomena; el viejo, de su acento regalado, rendida el alma, aligeró la pena de dos ausencias, y por tiempo breve permite al mar que sus tesoros lleve. Escoge la privanza las doncellas; las que lloraron fueron más dichosas: pártense al mar, que ya arrogante dellas, donde perlas desprecia, aumenta diosas; de su hermosura las nereides bellas acompañan las naves envidiosas, y los tritones, derribando ramas de encendido coral, bordan escamas. Contento manda el ya traidor Tereo que cesen las trompetas y clarines, y que en su lira algún marino Orfeo lleve tras sí las focas y delfines; a Filomena oculta su deseo, que por celajes ven bárbaros fines, aunque a los ojos, cuando más le calma, asoma la pasión, parte del alma. Sentados en la popa, al fresco viento, le cuenta del amor varias historias, para mover a amar su pensamiento con la imaginación de tantas glorias; y como el mar le daba propio intento, refiere de Neptuno las vitorias que tuvo amando tan hermosas damas, que su elemento acuoso engendró llamas. Dijo que en Grecia, desdeñosa en vano, Eólida creyó que fuese Anteo, de quien nació Tifonte centimano, si no fue parto de la Tierra feo; y que de Ceres engañó la mano, con que se defendió de su deseo en forma de caballo, que pudiera serlo del sol en su dorada esfera. Ya por Medusa, fiero monstro agora, le pintaba delfín, y del decoro de Júpiter blasfemo la traidora forma, que se vistió de blanco toro; por quien las flores de Fenicia llora Europa más que el virginal tesoro: porque lo natural no causa pena, ni en la patria común hay tierra ajena. Del blanco cisne le pintó la pluma, que encubren muchas la traición que intentan, abrazada de Leda, en larga suma: tales ejemplos los amantes cuentan. Y porque de los dioses no presuma que en disculpa de amor los hombres mientan, de Troco, a quien criaron las náyades, Troya, en tus selvas refirió verdades. De Salmacis los tímidos abrazos, y después en la fuente rigurosos, que como verdes rúbricas y lazos de tierna vid le ciñen amorosos, pintó el ardor de los nevados brazos entre suspiros dulces y quejosos, y que viven los dos en aquel polo, con alma duplicada, un cuerpo solo. Yace una verde selva en un recodo, cala del mar, no lejos de su puerto, oculto sitio a tales hechos todo, y al mismo sol en partes encubierto; allí Tereo, decretando el modo que mira su traición, seguro y cierto, quiere por tierra caminar, y luego deja las aguas, que vivió su fuego. Al puerto manda conducir las naves, y que llevando a la ciudad la gente, a Progne digan que cazar dos aves le tiene un hora de su sol ausente; con palabras más blandas y süaves niega a la lengua lo que el alma siente, y en un barco traslada en blanca arena del fiero mar la simple Filomena. Dale a entender que por aquellos prados a su ciudad y casa irán contentos, por céspedes de flores matizados, sin ver las olas ni rogar los vientos; y que por sauces y olmos acopados oirán, en naturales instrumentos, cansados de las jarcias de las naves, los cantos no aprendidos de las aves. ¿Quién te dijera entonces, Filomena: «En esa misma selva, en ese monte, ave amorosa, cantarás tu pena, por todo su distrito y horizonte»? Huye, tímida virgen, y refrena su error antes que Febo se trasmonte, o pide al cielo, en tanto mal confusa, laurel de Dafne o fuente de Aretusa. Mas si los hados tienen ya dispuesto que por las selvas de la Tracia cantes tu engaño, a todos dulce, a ti molesto, del nido que te espera no te espantes; da gracias a los cielos con pretexto de estar agradecida después y antes, pues que te dejan voz con que te quejes, y a quien te oyere lastimado dejes. No es en los males el menor consuelo tener discreta voz para quejarse, que enternezca la tierra y mueva al cielo, partido en quien no puede remediarse; si así mi pluma levantara el vuelo, y pudiera mi voz acreditarse, no fueran, patria, mis consuelos vanos: pero ¿quién moverá montes humanos? Bajaba un arroyuelo sonoroso, traidor al centro de una fuente fría, que al verde aliso, al álamo frondoso las secretas arenas descubría, furioso, al mar, en cuyo golfo undoso pensó que el nombre conservar podía, y como a muchos mata su riqueza, en la abundancia vino a más pobreza. Coronábanle murtas y lentiscos, y entre verbena, lirios y espadañas, pirámides del agua y obeliscos, narciso en flores y siringa en cañas, un sitio que, a la altura de dos riscos, principio de dos fértiles montañas, hurtaba sombras, y en invierno nieve que distilada en arroyuelos bebe. Perdía el nombre en la ribera undosa que antes del mar arroyo se llamaba, cual suele en los palacios la ambiciosa pobreza, que en sí misma libre estaba. ¿Por qué con esa lengua artificiosa, arroyo, te metiste en mar tan brava? Si dejaste la margen de tus flores, bien es que agora las tormentas llores. Aquí jamás pastor llegó cansado, por fresco albergue del ardiente estío, ni estampa señaló lento ganado sobre la escarcha del invierno frío; en afeitados céspedes el prado conservaba las perlas del rocío desde el primer crepúsculo del día hasta que el sol segunda vez volvía. A un lado verdes y intricadas zarzas, arquitetura natural, un muro formaban de vallicos y gamarzas, y en lo interior un laberinto escuro; como suelen temer cándidas garzas, desde el arroyo manso al aire puro, si vieron pardo azor en peña o rama, tembló del rey aquí la tierna dama. ¡Qué presto el corazón avisa al pecho! ¡Cómo en forma de lengua está formado! ¡Qué presto a Filomena el paso estrecho la prevención anticipó al cuidado! Mas donde no hay sagrado de provecho, y sólo el cielo sirve de sagrado, animando la duda la esperanza, risa suele fingir la confianza. Tereo allí le ruega que se siente; ella le agrada, tímida y suspensa, como al padre feroz niño obediente, cuando el castigo temeroso piensa. Entonces él, rendido al accidente (fuerza de amor, en la ocasión, inmensa), con voz trémula y débil dijo, y luego más ánimo le dio su mismo fuego: «No me pesara a mí, que por ti muero, morir por ti; pero pesarme puede de que si agora muero, ver no espero hermosura que al sol, que al cielo excede; que por las aguas de Aqueronte fiero no hay campo elíseo donde el alma quede gloriosa sin tus partes celestiales, que roban mis espíritus vitales. »Libres los dejo ya de que imaginen en mis tormentos, y que sólo atiendan que quiero yo que a tu servicio inclinen de mí cuantos afectos conrprehendan: que finezas de amor me desatinen, y que temores frígidos me enciendan, no te debe admirar: que son pasiones que rinden los más fieros corazones. »Si a la merced que espero de tu mano ser mi mujer tu hermana te detiene, de Júpiter advierte, soberano, que compasión de los amantes tiene; mira que los perdona siempre humano, y que él también por verdes selvas viene; pues no es posible que si el norte has visto, no sepas el engaño de Calisto. »Por ambición injusta a Prometeo los dioses dieron pena en vez de lauro; por soberbia al gigante Briareo, y por codicia a la envidiosa Aglauro; pero no por amor, no siendo feo, en cuanto mira el sol del Cancro al Tauro, y del León al Vellocino de oro, ni a mí, que humana, y no deidad, te adoro. »Dios sabe la vergüenza que me causa decirte aquestas cosas; mas yo creo que sabes tú que amor, celeste causa, produce por efeto mi deseo.» Aquí puso el desdén tímida pausa a la atrevida lengua de Tereo, porque ya le escuchaba Filomena, más que por los oídos, por la pena. Cual suele a medio abrir la fresca rosa la púrpura encender antes que vea el sol sus hojas, y guardar celosa las perlas con que el alba la hermosea, cubrió de Filomena temerosa, que ya las plantas de laurel desea, vergonzoso coral la hermosa cara, a cuya grana el tierno llanto para. Ni con menos carmín la manutisa sale de los cogollos, codiciando saber la causa porque mueve a risa abril la Aurora cuando está llorando; ni de su verde v cándida camisa a los requiebros de Favonio blando la flor de almendro de colores sale; mas no hay rubí que a la vergüenza iguale. No quería llorar, porque temía que el fiero amante su flaqueza arguya; y así las pocas perlas detenía, que se escapaban sin licencia suya; con ellas más el nácar se encendía, que no quiere el temor que restituya la sangre al corazón, porque comienza él a ser flaco, y fuerte la vergüenza. Prosigue entonces el traidor Tereo su amor, diciendo: «Amada prenda mía, ¿por qué te causa enojo mi deseo, que antes de amarte yo no te ofendía? Al riguroso trance en que me veo no vine yo porque venir quería: fuerza fue de mi estrella; en su fortuna ¿qué desdichado tuvo culpa alguna? »No puedo, no, dejar de aventurarme, o quitarme la vida; y si esto es fuerza, mejor es enojarte que matarme, pues más que yo te fuerzo, amor me fuerza; piadosa tú, bien puedes remediarme, pues la razón y la ocasión te esfuerza: que más quieren discretos enojados tener agradecidos que agraviados. »En esta selva tenebrosa mira cuán lejos de la gente nos hallamos, adonde ni ave canta, ni respira céfiro apenas por los verdes ramos; si el eco me oye suspirar, suspira; no hay otra voz a quien temor tengamos, y ése, si nos dijéremos amores, eso mismo dirá, que no temores. »Si me concedes este bien, que puedes, te doy palabra y por los dioses juro de ser tu esposo, porque cierta quedes que más firmeza que traición procuro; mas si, como cruel, no me concedes el premio que merece amor tan puro, haré... Mas tú querrás, pues bien entiendes que el alma, y no los brazos, me defiendes.» Triste, pero animosa, Filomena, ya encendida en color, y ya robada la pura rosa de la tez serena, en azucenas cándidas bañada, así, risueña, reprimió la pena, a las primeras quejas enseñada: que espera el bosque en silbos lastimosos de su garganta quiebros numerosos: «No sé, dulce señor y hermano mío, cómo pudo caber en tales nombres y en tan noble valor tal desvarío, afrenta de los dioses y los hombres. ¿Qué importa oculto esté lugar sombrío, pues es precisa fuerza que te asombres de la misma pasión que me refieres, por las obligaciones de quien eres? »Y cuando no te mueva el ver que tiene tantos dioses el sitio que has pintado (que bien los ve el temor) a que te enfrene el castigo de ser lugar sagrado, humilde, al pie de tu nobleza viene sólo a pedirte un don mi amor pasado, y es que me des la espada, que, ceñida, de vencerte mujer está corrida. »Con ella quiero ver si más hermosa te podré parecer: que si te mueves a compasión y lástima forzosa, tus deseos tendrán términos breves. Limpia mi castidad, y vitoriosa de los deseos que a decir te atreves, mejor parecerá que no manchada, y mataréme yo menos forzada. »¿Son éstas las palabras que le diste al rey mi padre, aquel tan noble anciano, que en la orilla del mar llorando viste asir tus brazos y besar tu mano? ¿Son éstas las promesas que le hiciste de quererme y tratarme como hermano, y de volverme a su ciudad tan presto? ¡Qué bien lo cumple el deshonor propuesto! »¿Son éstos los regalos que decías que me habías de hacer, príncipe ingrato? ¿Las verdes huertas y las fuentes frías, o las que yo con lágrimas dilato? ¿Todo el amor que a Progne le debías paga tu obligación en este trato? ¿Al rey, a Progne, a mí y a dios, Tereo, ha de vencer un bárbaro deseo? »¡Ay, viejo padre mío, cuánto engaño los dos tuvimos: yo en pedir licencia, tú en dejarme venir, pues tanto daño excusara tan justa resistencia! Diste la propia oveja al lobo extraño, en justa confianza, sin prudencia; ninguno con mujer tenerla intente del más amigo y del mayor pariente. »Por los dioses te ruego que refrenes esa loca pasión; que si esto acabas, yo te amaré, creyendo el que me tienes, pues que dejas por mí lo que intentabas; y si resuelto a tu apetito vienes, como antes de escucharme imaginabas, presume que primero dé mi vida: que de mi honor serás fiero homicida.» Terco, que escuchaba por los ojos, áspid de los oídos, dio en la hierba con los castos bellísimos despojos, que respeto jamás furor reserva. Tal suele entre los crespos lazos rojos del hambriento león tímida cierva palpitando bramar, peí o más fuerte: que nunca firme honor temió la muerte. Robusta fuerza del mancebo tracio rindió las resistencias femeniles, después de haber luchado largo espacio con diligencias de artificios viles; turbóse todo el celestial palacio, cubrieron los auríferos viriles de las doradas rejas las deidades: dolor no visto en círculos de edades. Ya se remite a la vergüenza el lloro; triunfa la fuerza cid traidor Tereo, el prado del cabello goza el oro, corrido niega amor que fue tan feo; ya no se guarda el virginal decoro, todo se rinde al descortés deseo; que, como el viento bárbaro se atreve, algún sátiro vio marfil y nieve. Mejor aquí tu mano, oh gran Vicencio, con el pincel adonde el arte para, pues sólo al celestial le diferencio, esta forzada Venus retratara; la pura honestidad pide al silencio dignos colores, porque mal formara al respeto el pincel, sin deslucirse, lo que ha de imaginarse y no decirse. Luego que suelta del infame lazo Filomena se vio, corrió a la espada, pero cayó con más seguro abrazo en los tiranos brazos desmayada; el corazón, aborreciendo el brazo, volvióla en sí, por no se ver tocada otra vez del traidor, y a los cabellos puso las manos por vengarse en ellos. En fin, con voz quebrada y lastimosa, dando perlas al rostro y oro al suelo de la madeja, aunque revuelta, hermosa, dijo al tirano de su casto velo: «Pues no puedo morir, vida afrentosa, dad voces de dolor, romped el cielo; sepa mi hermana la desdicha mía, y el viejo padre, que a un traidor me fía.» Temeroso Tereo de la afrenta que de saberlo Progne le resulta, mayor maldad que la pasada intenta, para que su traición quedase oculta; la espada, entre los bárbaros sangrienta, aunque algún ofendido dificulta, si por ser lengua de mujer fue justo, colérico desnuda y corta injusto. Ya fue mujer que se cortó valiente la lengua con los dientes, sólo a efeto de no decir, por el dolor que siente, de algunos conjurados el secreto; sus armas son; ninguno dar intente más ocasión, que es justo, si es discreto; que no fiarles nada no es cordura, y todo a todas, siempre fue locura. Arroja al campo el bárbaro tremendo el instrumento de la voz sonora, y vivo, las palabras dividiendo, tiñe el rubí la verde alfombra a Flora. Espántanse las hierbas, presumiendo que llora sangre la ofendida aurora; cándidas hasta allí las blancas mayas del líquido clavel tomaron rayas. Estaba entre dos riscos mal fundada, pero firme, una torre de pastores, que de frágiles yedras abrazada, la coronaban de robustas flores. Allí la lleva en lágrimas bañada, y la encomienda y deja a los mayores, que la miraron por deidad, en duda, o siendo primavera, hermosa y muda. A la ciudad se parte, donde espera Progne, su hermana, y llega enternecido con el fingido llanto que pudiera si fuera del Canopo el pez fingido; dice que de la mar en la ribera Filomena murió, porque ha tenido todo el viaje un mal tan fiero y grave, que a morir la sacaron de la nave. Llora Progne, creyendo el falso esposo; cubre luto el palacio, el reino siente que se vuelva en dolor tan lastimoso la fiesta que esperaba diligente. Filomena, entretanto, el nemoroso campo mueve a dolor, y tiernamente ruega a los ojos que se animen tanto, que cuanto siente el alma diga el llanto. Llorar la vio el aurora, y a más bellas rosas dar alma de cristal más puro, lágrimas tan hermosas, que con ellas enterneciera el pórfido más duro; llorar también la vieron las estrellas por las cortinas de su manto escuro. ¡Ay de quien llora sin cesar un hora, y cuando los demás descansan llora! Bañaban los aljófares la boca, pensando que la lengua aumentarían: que lo que a un triste a más dolor provoca es ver que de las quejas le desvían. La más robusta encina y dura roca que en tierra y mar antigüedad tenían movieran a dolor; que se entristece cuanto hay criado cuando el sol padece. Canto tercero de la Filomena ¡Qué soledad a la que tiene iguala, Leonor divina, Filomena hermosa, que por los ojos tiernamente exhala, en vez de lengua, el ánima quejosa? Deidades altas, que en la etérea sala la tragedia mirastes lastimosa en el teatro de una selva amena, dadme la voz a mi de Filomena. Pues muda vive, cantaré yo agora con la voz que después decreta el cielo lo que dice a la tarde y a la aurora, tejido en tiernas plumas mortal velo. Y vos, heroica y celestial señora, por quien mi engaño equiparó su vuelo, oíd el fin que le promete el hado, pagando en inmortal ser desdichado. No os canséis de humillar a mi rudeza los vivos ojos de ese ingenio raro, pues cuando toca el sol nuestra bajeza, se queda en sí tan levantado y claro. Si es hija la piedad de la nobleza, ¿qué noble fue de la piedad avaro? Tenelda vos de Filomena agora; que yo hablaré, pues enmudece y llora. Había ya desde el etéreo Toro del campo superior, que influye en éste, las doce piezas de diamantes y oro bañado el sol al trancelín celeste, cuando, por no fiar en mudo lloro lengua que sus desdichas manifieste, quiso que un lienzo hablase a la memoria de Progne, en que labró su triste historia. Y mientras que labrando entretenía con seda y oro su llorosa pena, dejóle oídos su fortuna impía para cansarse de escuchar la ajena. Silvio, joven pastor, que presumía, con voz que acreditó rústica vena, de músico y de amante, a su deseo dio la esperanza que pudiera Orfeo. Amaba a Filomena, hermosa y muda, con que desfiguraba su nobleza: así el rigor de la fortuna muda en paños viles la real grandeza; y entre otras veces que con esta duda era Faetón al sol de su belleza, dijo en su lira, en que imitar desea el amante feroz de Galatea: «Hermosa muda, que a esta verde selva, sorda también como áspid entre flores, a quien el cielo o voz o piedad vuelva, veniste a ser veneno de pastores; ya que naturaleza se resuelva que no puedas decir a nadie amores, con fuertes lazos a tu lengua asidos, no cierre por lo menos tus oídos. »Mármol, y no mujer, hacerte pudo Naturaleza al tiempo de formarte; que ser un mármol, cuanto hermoso, mudo, más suele ser la condición del arte; que eres imagen de algún templo dudo, y quisieron los dioses animarte; pues cuando más con la hermosura enciendes, lo que matas mujer, mármol defiendes. »Hermosa y muda, el alma pone en duda, que del amor ingrato se querella, si excede la pensión de vivir muda la gracia natural de ser tan bella; y al fin la vence, bien que sorda y ruda, iluminada ya de tal estrella, saber que de piedad Júpiter lleno, con quitarte la voz templó el veneno. »¡Oh, si quisieras tú tener oídos, ya que no tienes lengua, en mis enojos; que no todas las veces advertidos suelen estar a la verdad los ojos! Por principales tengo los sentidos que jamás se gobiernan por antojos; siempre entra al alma, que a su fuerza inclina, por los oídos, la razón divina. »No son éstas razones de pastores; Amor me las enseña, no los sabios; que bien puede enseñar cosas mayores quien hizo a su valor tales agravios. Ya es tiempo, Filomena, que no llores; duerman los ojos, pues lo están los labios; y advierte que tendrás, si fueres mía, cuanto sustenta el mar y el monte cría. »No los mariscos, al peñasco asidos, cuyos salados cóncavos desagua, retrógrados cangrejos, parecidos al signo que del sol por signo es fragua; no los lustrosos nácares bruñidos, que engendran perlas de la tez del agua, que algunos atribuyen al rocío: tal fueras alba tú del llanto mío; »no la carne de varios caracoles, en duras cartilágines ceñidos, con capas de diversos tornasoles, en cárcel patria, donde son nacidos, y entre verdes corales, que los soles tienen fuera del agua endurecidos, armados de sutiles guarniciones, los átomos del mar, los camarones; »tendrás la grande raya, la corvina, el saludable mero y el robalo, el congrio, que se pesca a la marina, y, tinto de esmeraldas, el fisalo; la pintada murena sin espina, el sabroso salmón, orfo y timalo, anguilas, que la higuera en su aspereza detiene, como el oro a la belleza. »Tendrás, si quieres caza, el monstro fiero de Adonis matador, la fugaz liebre, el pavoroso ciervo, que ligero la flor apenas de la hierba quiebre; el grueso tordo, el perdigón primero; y porque más tu gusto le celebre, en el campo verás con luz fingida la atónita perdiz sin lazo asida. »Frutas si quieres, pálida camuesa afeitada tendrás con oro y grana, la cermeña olorosa y débil fresa, y en túnica de mezcla la avellana; la nuez sabrosa en cuatro partes presa, y disfrazando el agrio la manzana con capa de color, y las endrinas, sin velo blanco, calcedonias finas. »No sé por qué desdeñas mis amores, pues no me desengañan estas fuentes de que son mis facciones y colores del límite de un hombre diferentes. Oblígate de mí, no te enamores; y pues que ves, no digas que no sientes; que Fílida por mí celosa llora. ¿Por qué desprecias tú lo que ella adora? »Tú callas; habla Fílida: que tengo que lo que mueve más menos me mueve. Ella me abraza si del campo vengo, tú me miras a mí dos veces nieve. Tan necias esperanzas entretengo, que me doy de vivir término breve, y el no matarme en tanto mal consiste en que te alegres tú de verme triste.» Filomena, que ya labrado había el lienzo de su historia, confiada en el amor que Silvio la tenía, por señas se le dio, si bien turbada; y prometió ser suya el mismo día que le pusiese de su hermana amada en sus manos, discreto: que un discreto es la llave más fuerte de un secreto. Obligado el pastor de que tuviese ribera su esperanza en que embarcarse, la corte vio, sin que temer pudiese que en él pudiera el bárbaro vengarse; y como el rico lienzo Progne viese, que rico de dolor puede llamarse, por las figuras y labrada letra todo el suceso trágico penetra. Atónita miraba las labores, las figuras, realces y matices, con más diversidades y colores que España celebró belgas tapices. Las claras fuentes y las vivas flores alegraban los casos infelices; de suerte que entre tantas variedades, apenas lastimaban las verdades. En el primero cuadro se embarcaba Filomena llorosa, y la ribera, que el viejo padre con dolor miraba, corre el barco veloz; la nave espera. En el segundo, en alta mar volaba entre los vientos prósperos ligera; después la tierra en que los dos salían, ya flores, ya corales guarnecían. Con tal primor la playa estaba llena de los bucios lustrosos, arrojados del ímpetu del mar sobre la arena, las conchas y los nácares dorados, que mostraba la mano estar ajena de la dura ocasión de sus cuidados: porque pintar los males diestramente desacredita mucho al que los siente. En otro cuadro, el atrevido amante, y que ella se defiende temerosa, por más honestidad puestos delante los altos olmos de la senda umbrosa; la vitoria del bárbaro arrogante, y desmayada Filomena hermosa; de suerte que moviera el caso feo, cuanto no fueras tú, feroz Tereo. Miraba allí, sin que el dolor lastime, al fiero trace, que a la mano ingrata en la garganta, que la aprieta, imprime letras de sangre en láminas de plata; que mientras más los músculos oprime, más encendida en púrpura dilata la boca, en que la lengua lastimosa mostró cual suele al sol pimpollo en rosa. Después cortada, como fue, se vía, del campo que bañó sangrienta aurora, que de la boca lágrimas vertía, aunque inocente, de su daño autora; con esto vio la torre en que vivía, la soledad en que sin lengua llora, los campos, los pastores, y en un prado a Silvio tiernamente enamorado. Entonces Progne, levantando al cielo el rostro, en tiernas lágrimas bañado, midió la tierra, convertido en hielo de las mejillas el color rosado. Atento Silvio al daño, y no al consuelo, piensa que fue de su dolor culpado; huye el palacio, porque en él sucede que se castigue más quien menos puede. Sale de la ciudad, las fuentes mira, los árboles, los bosques y los prados, y díceles: «¿Qué Júpiter, qué ira por altos me llevó techos dorados? ¡Cuánto el humano proceder delira en la vana ambición de los estados! ¡Qué mal defienden las mortales leyes a los que están más cerca de los reyes! »Si yo de un hora de palacio sola me vi tan cerca de perder la vida, quien vive en él entre una y otra ola, ¿por dónde escapa el alma sumergida?» Cuando Febo las nubes arrebola, y la guedeja aurífera tendida dilata al mar, por cuyos campos corre, llegó a la breve patria de su torre. Alegre le recibe Filomena, que es la primera vez que en todo el curso de un año Silvio la miró sin pena, y le escuchó su rústico discurso. Progne, de varios pensamientos llena, en la vecina fiesta halló recurso del dios que, con fanáticas mujeres, a Venus calentó, bañando a Ceres. Entonces, sin maridos, libremente andaban a su gusto disfrazadas, y aun agora también, el dueño ausente, donde son las licencias excusadas. Baco, dios libre, libertad consiente, sus fiestas, siempre a Venus reservadas, y más cuando se da término breve, y a la nobleza en hábito de plebe. Por varias sendas coronadas iban con cintas de color, fingiendo señas, para que los amantes aperciban sitios. ¡Oh Amor, que al hurto breve enseñas! No de otra suerte alegres se derriban traviesas cabras de las altas peñas a la sal que el pastor en piedras pone; la honestidad a la ocasión perdone. Allí los instrumentos bacanales retumban en tirados pergaminos, y el aire, que ocupaba los metales, alternaba los versos de los hinos; los pies, al alterado son iguales, mezclaban con mudanzas desatinos; que sólo ser airosos y pequeños era gala y cuidado de sus dueños. Progne, de verdes pámpanos ceñido el cabello, aunque suelto, oculto al viento, salió, el dorado tirso revestido de verde yedra de la punta al cuento; el hombro izquierdo de la piel vestido de un ciervo, tan pintada que el intento trocó naturaleza artificiosa, copiando un tigre y variando hermosa. Coturno de morada y blanca seda, con varios lazos de diamantes y oro, el pie con lo que más se atreve enreda, sin ofender el femenil decoro: tal se vio el cisne de la hermosa Leda, y tal hirió, llevando a Europa el toro el alma que aplicaba más al lado por donde le arrimaba el pie nevado. La nieve, que los lazos descubrían, de más estimación que los diamantes, en quien los más helados se encendían, por precios de cuidados daba instantes. Doncellas de alta sangre la seguían, a quien también los tirsos arrogantes yedra tenaz vestía, el hombro pieles, y formando los pámpanos doseles. Entró Progne en la torre, y Filomena, que apenas conoció, llegó temblando; ella, con menos ánimo que pena, aunque animosa, la abrazó llorando. Ya los pastores de la selva amena se trasladaban a la torre, cuando, cansadas de llorar, hablar quisieron, y aunque más lo intentaron no pudieron. De tal manera el movimiento para de entrambas el dolor, que, puesto en duda, quien no las conociera no juzgara cuál era entonces de las dos la muda. Allí el placer algún lugar hallara; mas como estaba el alma tan desnuda de consuelo mortal, venció la pena a Progne y la piedad a Filomena. Viste Progne a su hermana, y los opimos pámpanos cubren su cabeza hermosa, haciendo un velo de hojas y racimos, seguro a toda vista sospechosa; los lazos más hermosos y más primos, que hicieron rubio sol la nieve y rosa, cubiertos de los verdes, defendían que abrasasen las almas que solían. Silvio, que vio llevar la causa bella de su dolor, presume que es su hermana; amoroso la sigue como estrella, que no furioso como tigre hircana. La escuadra fugitiva le atropella, y el joven, con la dulce, aunque tirana pasión mayor que sufren nuestros ojos, al imposible rinde los enojos. Miraba el ancho mar presuntüosa roca, que parte en agua y parte en tierra las dos juridiciones, ya amorosa y ya feroz, gozaba en paz y en guerra; por la parte del agua cavernosa salados charcos de marisco encierra, y como ramos por la tierra cría, un sátiro de mármol parecía. Aquí Silvio subido, aquí sentado, pálido, en su cristal miró su muerte, que en espejo mayor no le ha mirado romano cónsul, ateniense fuerte. «¿Por dónde sale, dijo, un desdichado con alto pensamiento y baja suerte, ondas del fiero mar, que estoy sufriendo? Mas ¿qué os pregunto yo, si lo estoy viendo? »Amé, no supe a quién; supe que amaba a quien me aborreció, pero sabia que por mucho que entonces me olvidaba, menos que la adoré me aborrecía; en sus puertas la noche me buscaba, y en las mismas también me hallaba el día; que fui su flor del sol, ella mi oriente, mis ojos mar, y nunca estuve ausente. »Agora sí que las desdichas mías la apartan para siempre de mis ojos; causa fatal para acabar mis días, y en tan breve vivir tantos enojos. ¡Oh vosotras, nereides y amadrías, del mar y de los árboles despojos! ¿Cuándo vistes amor y desvarío tan firme y desdichado como el mío? »Llorad todas, llorad mi desventura, y el fin que fue tan cierto a mis sospechas, las unas con honrar mi sepultura, las otras con cantar tristes endechas. Si dura el mal cuanto la vida dura, no son estas lazadas tan estrechas que no las pueda desatar la muerte, ni es lo que acaba el mal medio tan fuerte.» Diciendo así, piadosamente fiero, se arroja al mar, que, sin estampa alguna, la nieve de la espuma vuelve acero con que cortó la vida, y su fortuna surtió tan alta, que al lugar primero con balas de agua, lastimada, impuna porque no le detuvo; pero luego trocó los orbes en mayor sosiego. Las ninfas, con piedad, puestas delante, en un delfín su cuerpo convirtieron; que, como fue de Filomena amante, tan amigo de música le hicieron. Así pudo las aguas, arrogante, pasar el mozo, que anegar quisieron, donde sin nave, lienzo, leva y zarpa su escama fue bajel al son del arpa. De túnica cerúlea Silvio mira cubrir su cuerpo y la escamosa punta, entre fingidos círculos, que gira, surtiendo espuma a la cabeza junta; líquida sal en vez de humor respira, en plomo vuelve la color difunta; navega el mar, y sin temer su abismo, es galera y piloto de sí mismo. Llorosa Filomena, en tanto, estaba sin voz satisfaciendo a Progne triste, que más de su dolor se lastimaba, cuanto su justo crédito resiste. Itis, su hijo, a la sazón llegaba: ¡en qué crueldades la piedad consiste! Miróle Progne, retratando al padre, mejor hermana que piadosa madre. Apártale de sí toda furiosa; el niño más se allega y más la mira; ella mira a su hermana, y vergonzosa, llora de amor, y de dolor suspira. «Tú hablas —dice bárbara y piadosa, y Filomena muda se retira de mirar a los dos—; ¿qué haré, qué espero? Mas ¿qué consejo como amor y acero?» Por los cabellos crespos, veloz, coge al tierno infante, y la cabeza inclina; el cuello corta, el bello cuerpo encoge, que en la tierra formó débil rüina. Así las hojas pálidas recoge, pisada del pastor, la clavellina, y sobre sí la dormidera verde al sol ardiente la diadema pierde. Guisan las dos, ¡oh gran maldad!, turbadas, los pedazos sangrientos, y en la mesa ponen, menos contentas que vengadas: vengarse alegra, y lo que cuesta pesa. Entre frutas de agravios sazonadas come Tereo de sí mismo, y cesa el orden natural: que tanto alcanza, frenética de celos, la venganza. Suspira Progne, acuérdase Tereo del tierno infante, y que le traigan manda, teniéndole delante, caso feo, y aun en sí mismo, en forma de vianda. «¿Qué dudas conocer, bárbaro ateo, le dice Progne, al que en tus venas anda como alimento ya, de que estás lleno, que no mata el menor tan gran veneno? »Y pues víbora ha sido tu arrogancia, y el corazón, de fieras sierpes hecho, engéndrale otra vez de tu sustancia; romperá como víbora tu pecho.» No dando a su dolor mayor distancia, de un éxtasis en lágrimas deshecho, Filomena salió, salió vengada, la cabeza del niño en vez de espada. Suelto el cabello, abiertos más los ojos, el tronco de la lengua mal formando voz inarticulada, los despojos le tira al rostro y se acercó bramando. Terco, ardiendo en ira, los enojos por las ardientes venas dilatando, prueba arrojar el alimento triste, que, como está en su esfera, se resiste. A Erimnis fiera, a Tesifonte invoca, y las almas del Erebo tremendo, rompiéndose los dientes y la boca, su vida y sus desdichas maldiciendo; a Progne, que con voces le provoca, con la desnuda espada va siguiendo; revuelve a Filomena y no la alcanza, que es ciega por codicia la venganza. Por un balcón se arrojan, perseguidas de la alta espada y la razón sangrienta; las desiguales hebras esparcidas cuelgan del aire, que tenerlas tienta; a Júpiter movieron las dos vidas, y cuando Progne breve fin intenta, plumas siente cubrir el pecho helado, el pico entre las plumas dilatado. «Traidor, iba a decir, cuando presumas...» Y no pasó de aquí, porque turbada quedó con negras y lustrosas plumas, menos la blanca toca transformada; las alas ya con infinitas sumas medio círculo forman, y admirada la primera región del ave nueva, por los campos diáfanos la lleva. Mas ella, aun no segura, dando saltos, prueba el temor, y reiterando el vuelo, dorados techos de palacios altos alcanza y vive despreciando el suelo; con quejas, con amor, con sobresaltos, moviendo la mayor deidad del cielo, Filomena la sigue; cuando mira que, vuelta en ave, por hablar suspira. Las rubias hebras del cabello hermoso en plumas vuelve de color tostado; la boca, en pico dulce y sonoroso; con tiernos silbos el hablar vengado; el pecho, en instrumento numeroso; los breves pies, en junco delicado, y el cuerpo, en soledades consumido, voz sola en corta rama y débil nido. Ya ruiseñor, y no mujer, conserva de Filomena el nombre y la memoria; para los bosques que vivió reserva en dulces versos lamentable historia, tan peregrina al mundo, cuanto acerba, por dar con propia pena ajena gloria, que es gran consuelo, cuando son mortales, a quien los oye enternecer, los males. Ya pues estás, oh Filomena bella, para cantar dispuesta eternamente con esa voz, que con envidia della por Marsias se confiesa Febo oriente; canta la gran Leonor, y di que en ella el cielo concurrió benignamente, para que nos quedase ejemplo raro de cuanto puede ser ilustre y claro. Dile lo que no sé, y agradecido intento con mi rústica ignorancia; que pues amor me enloqueció atrevido, la ignorancia de amor es elegancia; si la vida me dura, del olvido, que ya debe de haber poca distancia, con el suyo saldrá mi nombre en pena de haber cantado mal a Filomena.