La ciudad de Babilonia, famosa, no por sus muros (fuesen de tierra cocidos o sean de tierra crudos), sino por los dos amantes desdichados, hijos suyos, que muertos, y en un estoque, han peregrinado el mundo, citarista dulce, hija del Archipoeta rubio, si al brazo de mi instrumento le solicitas el pulso, digno sujeto será de las orejas del vulgo: popular aplauso quiero, perdónenme sus tribunos. Píramo, fueron, y Tisbe, los que en verso hizo culto el licenciado Nasón, bien romo o bien narigudo, dejar el dulce candor lastimosamente obscuro al (que túmulo de seda fue, de los dos casquilucios) moral que los hospedó, y fue condenado al punto, si del Tigris no en raíces, de los amantes, en fructos. Estos, pues, dos babilonios vecinos nacieron, mucho, y tanto, que una pared de oídos no muy agudos, en los años de su infancia, oyó a las cunas los tumbos, a los niños los gorjeos, y a las amas los arrullos; oyólos, y aquellos días tan bien la audiencia le supo, que años después se hizo rajas en servicio suyo. En el ínterim nos digan, los mal formados rasguños de los pinceles de un ganso, sus dos hermosos dibujos: terso marfil su esplendor, no sin modestia, interpuso entre las ondas de un sol y la luz de dos carbunclos. Libertad dice llorada el corvo süave yugo de unas cejas, cuyos arcos no serenaron diluvios. Luciente cristal lascivo, la tez, digo, de su vulto, vaso era de claveles y de jazmines, confusos. Árbitro de tantas flores, lugar el olfato obtuvo en forma, no de nariz, sino de un blanco almendruco. Un rubí concede o niega (según alternar le plugo), entre veinte perlas netas, doce aljófares menudos. De plata bruñida, era, proporcionado cañuto, el órgano de la voz, la cerbatana del gusto. Las pechugas, si hubo Fénix, suyas son; si no lo hubo, de los jardines de Venus pomos eran no maduros. El etcétera es de mármol, cuyos relieves ocultos ultraje mórbido hicieran a los divinos desnudos la vez que se vistió Paris la garnacha de Licurgo, cuando Palas, por vellosa, y por zamba perdió Juno. Esta, pues, desde el glorioso umbral de su primer lustro, niña la estimó, el Amor, de los ojos que no tuvo. Creció deidad, creció invidia de un sexo y otro: ¿qué mucho que la fe erigiese aras a quien la emulación culto ? Tantas veces, de los templos a sus posadas redujo sin libertad los galanes, y las damas, sin orgullo, que viendo, quien la vistió (nueve meses que la trujo) de terciopelo de tripa, su peligro en los concursos, las reliquias de Tisbica engastó en lo más recluso de su retrete, negado aun a los átomos puros. ¡Oh Píramo lo que hace, joveneto ya robusto que sin alas podía ser hijo de Venus segundo ! Narciso no, el de las flores pompa, que vocal sepulcro construyó a su boboncilla en el valle más profundo, sino un Adonis caldeo, ni jarifo ni membrudo, que traía las orejas en las jaulas de dos tufos; su copetazo, pelusa, si tafetán su testuzo, sus mejillas, mucho raso, su bozo, poco velludo; dos espadas eran, negras a lo dulcemente rufo, sus cejas, que las doblaron dos estocadas de puño. Al fin, en Píramo quiso encarnar Cupido un chuzo, el mejor de su armería, con su herramienta al uso. Este, pues, era el vecino, el amante, y aun el cuyo, de la tórtola doncella, gemidora a lo viudo; que de las penas de Amor encarecimiento es sumo escuchar ondas sediento quien siente frutas ayuno. Intimado el entredicho de un ladrillo, y otro, duro, llorando Píramo estaba apartamientos conjuntos, cuando fatal carabela, émula (mas no) del humo (en los corsos repetidos), aferró puerto seguro: famïliar tapetada que, aun a pesar de lo adusto, alba fue, y alba a quien debe tantos solares anuncios. Calificarle sus pasas, a fuer de aurora, propuso: los críticos me perdonen si dijere con ligustros. Abrazóla, sobarcada (y no de clavos malucos), en nombre de la azucena desmentidora del tufo, siendo aforismo aguileño que matar basta a un difunto cualquier olor de costado, o sea morcillo o rucio. Al estoraque de Congo volvamos, Dios en ayuso, a la que cuatro de a ocho argentaron el pantuflo: avispa con libramiento no voló como ella anduvo; menos un torno responde a los devotos impulsos, que la mulata se gira a los pensamientos mudos. ¡Oh Destino, inducidor de los que has de ser verdugo ! Un día que subió Tisbe, humedeciendo discursos, a enjugarlos en la cuerda de un inquïeto columpio, halló en el desván acaso una rima que compuso el tiempo, sin ser poeta, más clara que las de alguno. Había la noche antes soñado sus infortunios, y viendo el resquicio entonces, « Esta es —dijo—, no dudo, esta, Píramo, es la herida que en aquel sueño importuno abrió dos veces el mío cuando una el pecho tuyo. La fe que se debe a sueños y a celestiales influjos bien lo dice de mi ama el incrédulo repulgo. ¿Lo que he visto a ojos cerrados más auténtico presumo que del amor que conozco los favores que descubro ? Efecto improviso es, no de los años diuturno, sino de un niño, en lo flaco, y de un dios, en lo oportuno. Pared que nació conmigo, del Amor sólo el estudio, no la fuerza de la edad, desatar sus piedras pudo; mas, ay, que taladró niño lo que dilatara astuto, que no poco daño a Troya breve portillo introdujo; la vista que nos dispensa le desmienta el atributo de ciego en la, que le ata, ociosa venda, el abuso ». Llegó en esto la morena, los talares de Mercurio calzada en la diligencia de seis argentados puntos, y, viendo extinguidos ya sus poderes absolutos por el hijo de la tapia que tiene veces de nuncio, si distinguir se podía la turbación de lo turbio, su ejercicio ya frustrado le dejó el ébano, sucio; otorgó al fin el infausto advocamiento futuro y, citando la otra parte, sus mismos autos repuso. Con la pestaña de un lince barrenando estaba el muro, si no adormeciendo Argos, de la suegra substitutos, cuando, Píramo, citado, telares rompiendo inmundos que la émula de Palas dio a los divinos insultos, « Barco ya de vistas —dijo—, angosto no, sino augusto, que velas hecho tu lastre, nadas más cuando más surto: poco espacio me concedes, mas basta, que a Palinuro mucho mar le dejó ver el primero breve surco. Si a un leño, conducidor de la conquista o del hurto de una piel, fueron los dioses remuneradores justos, a un bajel que pisa inmóvil un Mediterráneo enjuto con los suspiros de un sol, bien le deberán coluros; tus bordes beso piloto, ya que no tu quilla buzo, si, revocando su voz, favorecieres mi asunto ». Dando luego a sus deseos el tiempo más oportuno, frecuentaron el desván, escuela ya de sus cursos; lirones siempre de Febo y de Dïana lechuzos, se bebían las palabras en el polvo del conducto. ¡Cuántas veces, impaciente, metió el brazo, que no cupo, el garzón, y lo atentado le revocaron por nulo ! ¡Cuántas, el impedimento acusaron de consuno al pozo que es de por medio, si no se besan los cubos ! Orador, Píramo, entonces, las armas jugó de Tulio, que no hay áspid vigilante a poderosos conjuros. Amor, que los asistía, el vergonzoso capullo desnudó a la virgen rosa que desprecia el tirio jugo; abrió su esplendor la boba, y a seguillo se dispuso: trágica resolución digna de mayor coturno. Media noche era por filo, hora que el farol nocturno, reventando de muy casto, campaba de muy sañudo, cuando tropezando Tisbe a la calle dio el pie zurdo, de no pocos endechada caniculares aúllos. Dejó la ciudad de Nino, y al salir, funesto búho alcándara hizo umbrosa un verdinegro aceituno. Sus pasos dirigió donde por las bocas de dos brutos tres o cuatro siglos ha que está escupiendo Neptuno; cansada llegó a su margen, a pesar del abril, mustio, y lagrimosa la fuente enronqueció su murmurio. Olmo que en jóvenes hojas disimula años adultos, de su vid florida entonces en los más lascivos nudos, un rayo, sin escuderos o de luz o de tumulto, le desvaneció la pompa y el tálamo descompuso; no fue nada: a cien lejías dio ceniza. ! Oh cielo injusto, si tremendo en el castigo, portentoso en el indulto ! : la planta más convecina quedó verde; el seco junco ignoró aun lo más ardiente del acelerado incurso. Cintia caló el papahígo, a todo su plenilunio, de temores velloríes que ella dice que son nublos. Tisbe, entre pavores tantos solicitando refugios, a las rüinas apela de un edificio caduco. Ejecutarlo quería, cuando la selva produjo del egipcio o del tebano un cleoneo trïunfo, que en un prójimo cebado, no sé si merino o burdo, babeando sangre, hizo el cristal líquido, impuro. Temerosa de la fiera aun más que del estornudo de Júpiter, puesto que sobresalto fue machucho, huye, perdiendo en la fuga su manto: fatal descuido, que protonecio hará al señor Piramiburro. A los portillos se acoge de aquel antiguo reducto, noble ya edificio, ahora jurisdicción de Vertumno; alondra no con la tierra se cosió al menor barrunto de esmerjón, como la triste, con el tronco de un saúco. Bebió la fiera, dejando torpemente rubicundo el cendal que fue de Tisbe, y el bosque penetró inculto. En esto llegó el tardón, que la ronda lo detuvo sobre quitalle el que fue, aun envainado, verdugo. Llegó, pisando cenizas del lastimoso trasunto de sus bodas, a la fuente, al término constituto, y no hallando la moza, entre ronco y tartamudo se enjaguó con sus palabras, regulador de minutos; de su alma la mitad cita a voces, mas sin fruto, que socarrón se las niega el eco más campanudo. Troncos examina huecos, mas no le ofrece ninguno el panal que solicita en aquellos senos rudos. Madama Luna a este tiempo, a petición de Saturno, el velo corrió al melindre y el papahígo depuso, para leer los testigos del proceso ya concluso que publicar mandó el hado, cuál más, cuál menos, perjuro: las huellas cuadrupedales del coronado abrenuncio, que en esta sazón bramando tocó a vísperas de susto; las espumas, que la hierba más sangrientas las expuso que el signo las babeó, rugiente pompa de julio; indignamente estragados, los pedazos mal difusos del velo de su retablo, que ya de sus duelos juzgo: violos y, al reconocellos, mármol, obediente al duro sincel de Lisipo, tanto no ya desmintió lo esculpto, como Píramo, lo vivo, pendiente en un pie a lo grullo, sombra hecho de sí mismo con facultades de bulto. Las señas repite falsas del engaño a que lo indujo su fortuna, contra quien ni lanza vale ni escudo; esparcidos imagina por el fragoso arcabuco (¿ebúrneos diré, o divinos ? : divinos digo, y ebúrneos) los bellos miembros de Tisbe; y aquí otra vez se traspuso, fatigando a Praxiteles sobre copiallo de estuco. La Parca, en esto, las manos en la rueca y en el huso, y los ojos, como dicen, en el vital estatuto, inexorable sonó la dura tisera, a cuyo mortal son Píramo, vuelto del parasismo profundo, el acero que Vulcano templó en venenosos zumos, eficazmente mortales y mágicamente infusos, valeroso desnudó, y no como el otro Mucio asó intrépido la mano, sino el asador tradujo por el pecho a las espaldas. ¡Oh tantas veces insulso cuantas vueltas a tu hierro los siglos darán futuros ! ¿Tan mal te olía la vida ? ! Oh bien hideputa puto el que sobre tu cabeza pusiera un cuerno de juro ! De vïolas coronada salió la Aurora con zuño, cuando un suspiro de a ocho, aunque mal distinto el cuño (cual, engañada, avecilla, del cautivo contrapunto, a implicarse desalada en la hermana del engrudo), la llevó donde el cuitado en su postrimero turno desperdiciaba la sangre que recibió por embudo. Ofrecióle su regazo (y yo le ofrezco en su muslo desplumadas las delicias del pájaro de Catulo), en cuanto, boca con boca, confitándole disgustos y heredándole aun los tractos menos vitales estuvo. Expiró al fin en sus labios, y ella, con semblante enjuto que pudiera por sereno acatarrar un centurio con todo su morrïón, haciendo al alma trabuco de un ay, se caló en la espada aquella vez que le cupo. Pródigo desató el hierro, si crüel, un largo flujo de rubíes de Ceilán sobre esmeraldas de Muso. Hermosa quedó la muerte en los lilios amatuntos, que salpicó dulce hielo, que tiñó palor venusto. Llorólos, con el Eufrates, no solo el fiero Danubio, el siempre Araxes flechero, cuándo parto y cuándo turco, mas con su llanto lavaron el Bucentoro diurno, cuando sale, el Ganges loro, cuando vuelve, el Tajo rubio. El blanco moral, de cuanto humor se bebió purpúreo, sabrosos granates fueron o testimonio o tributo. Sus muy reverendos padres, arrastrando luengos lutos con más colas que cometas, con más pendientes que pulpos, jaspes, y de más colores que un áulico disimulo, ocuparon en su huesa, que el Syro llama sepulcro; aunque es tradición constante, si los tiempos no confundo (de cronógrafos, me atengo al que calzare más justo), que ascendiente pío de aquel desvanecido Nabuco, que pació el campo medio hombre, medio fiera y todo mulo, en urna dejó, decente, los nobles polvos, inclusos, que absolvieron de ser huesos cinamomo y calambuco, y en letras de oro: Aquí yacen individuamente juntos, a pesar del amor; dos, a pesar del número, uno.