A la ilustrísima señora doña Leonor Pimentel En tanto que mi voz cantar emprende, clarísima Leonor, las alabanzas de vuestro gran valor, si no le ofende el presumir tan altas esperanzas, y un generoso espíritu me enciende entre tantas fortunas y mudanzas, oíd la bella Andrómeda, que llora perlas al mar desde una peña aurora. Celos de Acrisio, aunque paternos celos, la hermosa Dánae sin razón tenían en una torre, que a los altos cielos la luz por todas partes defendían, en vez de claros cristalinos velos, impenetrables jaspes ofendían la que mayor en Berenice tiene el encendido amante de Climene. Quejóse el Sol a Júpiter divino de que, selvas y valles penetrando, y del mar en el centro cristalino las arenas auríferas contando, de mil auroras que a la torre vino, ninguna entró, ni pudo, porfiando, de donde presumió que dentro había o más ardiente sol o menos día. Júpiter, codicioso, al viento llama padre de la amorosa primavera, porque entre a ver la nunca vista dama, pues sólo ambiente espíritu pudiera. Las alas pide Céfiro a la Fama; llegó a la torre de una en otra esfera, y entró dichoso, sin hallar desvío, porque en naturaleza no hay vacío. Contóle al alto Júpiter que estaba la hermosa ninfa en una cuadra ociosa, que a las tinieblas con sus ojos daba en más templada luz vista amorosa; y que tirana del amor reinaba tierna en sus labios la purpúrea rosa, y que, tirana del amor, reinaba contó las perlas y tembló turbado. Que vio por los cendales venturosos el pecho humilde y en sí mismo altivo, y en sustenidos orbes amorosos de amor elementar fuego más vivo; los blancos brazos tiernamente hermosos, con no sé qué del pie, que fue lascivo: así, amoroso, el Céfiro se atreve, mas cierzo ya, pues respiraba en nieve. Que vio, dijo después, que los cabellos con mano y peine de marfil contaba, oro pasaba por los dientes, y ellos agradecían ver que los doraba; dijo también que por los hombros bellos la preciosa madeja dilataba, que pudieran servirle de vestido, a ser el mundo allí recién nacido. Júpiter, que del viento oyó mayores que la fama las gracias de la bella Dánae reclusa, despreciando amores, por los oídos comenzó a querella; y en nube de triformes resplandores, al anunciar el sol la cipria estrella, bañó su cama en torno, y por decoro de su poder comunicóse en oro. Dicen que no fue lluvia, ni sus brazos doró amoroso, mas que el oro pudo a las guardas servir de liga y lazos, que ruega ciego y solicita mudo. Temerosa de ver de un hombre abrazos, vestido de oro y de piedad desnudo, Dánae dio voces, pero no fue oída: así la voz halló voz que la impida. Y presumiendo, en fin, que no pudiera hombre mortal entrar donde ella estaba, alta deidad de la suprema esfera con temeroso afecto imaginaba; y como la disculpa considera, la resistencia y el rigor templaba: que anima muchas veces a la culpa tener anticipada la disculpa. No de otra suerte Psiques, deseosa de ver al niño Amor, su esposo oculto, con la luz de sus ojos, amorosa, adivinaba el regalado bulto; y menos de su padre temerosa, que la obligaba tan lascivo insulto, rindió toda la fuerza a los sentidos, del imperio del alma desasidos. Hijo del sol, si de la torre fuiste llave por dicha y cuanto quieres puedes, ¿qué fuerza, qué defensa te resiste? ¿Qué lince penetró tantas paredes? Tú ciudades portátiles hiciste dentro del mar, cuyo furor excedes, y encarcelando el viento en pardo lino, hallaste por los cielos el camino. ¡Ay oro, poderoso fundamento de la guerra, la paz, la monarquía, de la amistad y del amor sustento, de la naturaleza tiranía! Que te pretenda hacer el arte es viento, que al cielo, al sol, tu padre, desafía; el arte en la color puede imitarte, pero a tu esencia no ha llegado el arte. El dios a un tiempo y el traidor deseo huyeron juntos, aunque allí quedaron, porque naciese deste amor Perseo, a quien tantas hazañas celebraron; deste bastardo amor, deste himineo, que los australes Peces comenzaron hasta el León, no fue del rey celoso previsto el espectáculo amoroso. No persuadido bien que la dorada nube le diese tan celeste yerno, mil veces fiero desnudó la espada, y tantas le detuvo amor interno. La ya no casta ninfa, aunque forzada, vivió quejosa del rigor paterno lo que hasta el parto al embrión incluso por término fatal el cielo puso. Parió la bella Dánae, y asistiendo Lucina, de piedad, nació Perseo, en celestial belleza compitiendo con los rayos de Apolo didimeo; Narciso en flor se marchitó, sintiendo la hermosura del niño semideo; Adonis no las tuvo. ¡Qué rigores no perdonar la envidia hasta las flores! Acrisio, viendo la beldad del nieto, tuvo justo respeto a la hermosura; que al más bárbaro obliga a su respeto del soberano autor la imagen pura; la causa celestial mostró el efeto, pero la condición áspera y dura, si bien no los mató como enemigo, como jüez les dio civil castigo. En una nave sin gobierno humano, porque no falta entonces el divino, los encomienda al mar, menos tirano, pues más piadoso a recibirlos vino; muévela el viento, y corre por el cano golfo sin rienda a su fatal destino; nave la buscan, y la impelen pluma por altos montes de nevada espuma. Las velas de la gavia solamente les dio para salir, con que sulcando las ondas del marítimo tridente, de la orilla se fueron alejando; allí ni la imperiosa voz se siente del piloto solícito, ni cuando se esfuerza el viento en la naval derrota hay quien largue amantillo o cace escota. Con el pequeño infante va sentada en la popa a la muerte Dánae triste, en otro mar de lágrimas bañada, que el blanco pecho de cristales viste; allí la vida, que divide amada, se rompe de dolor, puesto que asiste a ver el fin la luz de la esperanza, donde es también tormenta la bonanza. Túmido se levanta el Oceano, tal, que pensó la dama que podría alcanzar las estrellas con su mano o hablar al mismo que sus luces cría; de allí la nave, que se humilla en vano, pues ya de su remedio desconfía, por las gradas del agua sigue el viento, que fue de sus mudanzas instrumento. Ya descubre las cumbres del Parnaso, ya la famosa Tebas, ya el Ismeno, ya de Beocia al verde Olimpo el paso, ya el mar de Creta, ya el corintio seno; ya del Peloponeso el fértil raso, ya el Estinfalo, ya el Traigeto ameno, ya de la isla de Euboea el monte que llama agora Grecia el Negroponte. Los marítimos dioses, condolidos que, por celos de Juno, el dios Tonante no le diese remedio y diese oídos, el golfo sosegaron inconstante; y de la quilla medio abierta asidos, la rota nave y el desnudo infante por el seno megárico de Atenas llevaron a dar fondo a sus arenas. Polidetes, su rey y rey de Acaya, a quien en sueños refirió Neptuno la historia toda, a la desierta playa salió, a pesar de la celosa Juno; entró en la nave cuando ya desmaya el ministro más fiero y importuno de la muerte feroz, a la amorosa madre, que ya dejó de ser piadosa. Al palacio los lleva, pero apenas cobró su fuerza el desmayado aliento, y a restaurar volvió las frías venas con el calor vital el alimento, cuando las luces claras y serenas del pacífico mar del firmamento parecieron al rey de sombra escura, opuestas a su cándida hermosura. Enamorado, en fin, la solicita, y ella se rinde a la fortuna extraña, ya porque el tiempo libertad le quita, ya porque menos honra la acompaña; que no queda defensa que permita honor cuando el testigo desengaña: que la mujer que a defenderse viene se precia de estimar lo que no tiene. ¡Oh cuántas han errado porque erraron y a su primero error mil añadieron, que, como ya perdido, despreciaron aquel decoro que una vez perdieron! Pero si locamente se engañaron, los futuros ejemplos lo dijeron: mejor es remediar un mal suceso que no fundar en él tan loco exceso. Creció Perseo en hermosura tanta, con tanta fortaleza, ingenio y brío, que al rey su origen celestial espanta, y con envidia le mostró desvío. El joven a los otros se adelanta en generoso imperio, en señorío. en caza, en guerra, en sujetar las fieras por selvas, montes, playas y riberas. Ya el bozo los corales guarnecía con hilos de oro al joven generoso, cuando temiendo el rey que le podía quitar el reino y la mujer, celoso, por no matarle, a conquistar le envía otro nuevo Pitón, monstro escamoso, que debajo del alto monte Atlante infestaba la tierra circunstante. Deseoso de gloria y de alabanza, y de ceñir de verde honor su frente, Perseo los coturnos de oro alcanza del orador planeta indiferente; diole también la vara, en confianza, de la elocuencia, símbolo prudente, con quien cien ojos y dos mil desvelos durmió el pastor que retrató los celos. Calzóse alegre las doradas alas, y embrazando el escudo cristalino que le dio, liberal, su hermana Palas, al monte Atlante por los aires vino. Yace en su falda, entre marinas calas del etíope mar, el medusino castillo horrible, que temor ponía, porque en piedra los hombres convertía. Sus dos fieras hermanas le velaban, que un ojo solo entre las dos tenían, que alternando la vista se prestaban, y cuanto ciñe el mar celosas vían; pues como de la frente le quitaban al tiempo que prestársele querían, Perseo se le hurtó; mas ¿quién dichoso hurtara así la vista de un celoso? Medusa, la mayor, tuvo el cabello más hermoso que vio jamás Apolo; Neptuno dél se enamoró, tan bello, que le juzgó por sol del mundo solo; y de las aguas sacudiendo el cuello, ausente Febo en el opuesto polo, forzó a Medusa con villano ejemplo, de Minerva, feroz, violando el templo. La casta diosa armífera, ofendida, en áspides trocó las hebras de oro, por cuya causa oculta y homicida lloraba tanto horror en tal decoro; Perseo, ya seguro de la vida, las ricas salas de mayor tesoro que vieron Creso y Midas, pasar pudo cubierto el rostro del luciente escudo. Miraba por la sala cuerpos troncos vueltos en piedra, como suele el Nilo formar pedazos de peñascos broncos, que el furor natural no pierde estilo; bramaban hombres con aullidos roncos, a imitación del toro de Perilo, en los bustos y pechos animados y en cárceles de mármoles atados. Medusa fue, tal vez, naturaleza que encierra un alma necia en piedra dura; un rico avaro, indigno a su grandeza, que vive ya su misma sepoltura; una cruel y celestial belleza, modelo de pintor, rara escultura; un jüez riguroso, que a los reyes no dio piedad, por no templar las leyes. Llegó a la cama en que durmiendo estaba, y asiendo los cabellos de la frente, cortóle la cabeza, que causaba envidia en otro tiempo al sol luciente; alzóse en alto, y como ya volaba por la región del aire transparente, por la sangre del cuello, de horror lleno, trocó el rocío un verde prado ameno. Nació un caballo hermoso y admirable de aquel humor y de la fértil tierra, con unas alas del color mudable que a tornasoles el pavón encierra; voló ligero, y al volar notable de la esfera diáfana destierra las aves, que el soberbio ingrato suelo temieron otra vez opuesto al cielo: o que andaba del carro de Faetonte por los campos del cielo desatado paciendo estrellas, o Flegón o Etonte fugitivo del pértigo dorado. Paró en la cumbre del Parnaso, monte sublime, verde, ameno y matizado de varias flores, en tan fresca parte, que la naturaleza usó del arte. Allí del diestro pie, que en vez de acero calzaba un nácar transparente y puro, salió una fuente clara, y con ligero paso buscó por verde hierba un muro. Aquí bebió primero el docto Homero y Virgilio después; aquí seguro de no tener igual...; pero no es justo decir quién es por no causar disgusto. La fuente murmuró, causa primera con que murmuran unos de otros tanto, y por las blancas guijas, lisonjera, dio la armonía y números al canto; a las Musas contó la Primavera este lugar, y como templo santo fueron a verle, y le juzgaron dino de su calor y espíritu divino. Despídase de ser jamás poeta quien no bebiere aquí, por más que el arte le esfuerce, le envanezca y le prometa que el natural es la primera parte; bien es verdad que le ha de estar sujeta, y no pensar que ha de vivir aparte; que si arte y natural juntos no escriben, sin ojos andan y sin alma viven. Aquí cantó Calíope famosa, aquí süave Euterpe, aquí lasciva Talía con Terpsícore amorosa, Erato dulce y Melpomene altiva; Polimnia con la lira sonorosa, Clío, en la voz de las historias viva, y Urania celestial, que de su ciencia fue como la primera inteligencia. Perseo, a quien los aires suspendían, volaba con el tronco, y distilaban las venas sangre, y como al sol ardían, las líbicas arenas animaban. Ésta es la causa porque sierpes crían, si no es que allí desde la envidia estaban, que su traición y su veneno inmundo poca menos edad tienen que el mundo. Ya miraba la Europa vitoriosa la España, y Francia en siempre igual porfía; la Italia, como fértil, estudiosa, Germania ilustre, y debelada Hungría; la Grecia, la Polonia belicosa, la Escandia y la Moravia; y ya volvía al Asia los coturnos, y a Tartaria miraba con la China hermosa y varia. El Indostán, la Persia, los indianos reinos mediterráneos, el Euxino y Caspio mar, los fieros turcomanos, el árabe, fenicio y palestino; el mar Rojo del África, los llanos que baña el Nilo, el Nubio, el Abisino, y entre la equinocial y el manso trópico las islas del Océano etiópico. Dispuesto a descansar, bajó de Atlante al reino y al palacio velozmente Astrífero Marmárico, gigante, y Olimpífero, rey del Ocidente; aquel manzano de oro rutilante, de Juno por sus fiestas real presente, ver pretendió; mas, descortés, el necio hoy llora en piedra el bárbaro desprecio. Pero creció de suerte, que sostiene el cielo en su cabeza, y le corona con cuantas luces en sus orbes tiene la luna en su cenit frígida zona; los coturnos alísonos previene, como si fuera el hijo de Latona, el joven a los reinos de Cefeo, haciendo paralelos su deseo. Aquí desnuda virgen, con cadenas ligada al mar, Andrómeda lloraba tan triste, que las focas, las sirenas y numes escamosos lastimaba; bañaba todo el campo de azucenas, aunque en rosas del rostro comenzaba aljófar, que, engendrado en dos estrellas, dio al mar coral por las mejillas bellas. La perfección del cuerpo merecía no menos bella y peregrina cara, y la cara no menos simetría que la del cuerpo, tan hermosa y rara; piadoso, el viento del cabello hacía cendal a su marfil, cortina avara; no sé si a la pintura o al deseo: que era hijo de Júpiter Perseo. Cual suele derritir en una peña nieve del Austro el sol, y defendida de una sombra, tal vez parte pequeña quedar a un hueco de la peña asida; así blanco marfil el cuerpo enseña en medio de la parda peña herida del sol, que apenas a llegar se atreve, para no deshacer su fuego en nieve. Bajó Perseo por los aires vanos del cielo al sol, miró los ojos bellos, no hallando, cual pensó, de amor tan llanos los campos, aunque ya perdido en ellos; que, como la crueldad le ató las manos, de manos le sirvieron los cabellos; si bien, como miró por celosía, más atención en el mirar ponía. Miraba por auríferos canceles a Venus en marfil, por más decoro, asechando jazmines y claveles, si los miraba él, por hilos de oro; el mar las crespas ondas, no crueles, trajo, como al pasar a Europa el toro, para besar sus plantas sin agravios, lengua del agua y de coral los labios. Sentóse junto a Andrómeda Perseo, muerto de amor; que amor tan presto nace, y es hijo de los ojos el deseo, que el alma de hermosura satisface. Ella, mirando el joven semideo, mayores de dolor extremos hace, presumiendo que fue del cielo santo deidad que oyó las quejas de su llanto. Entonces él, con humillados ojos, al templo de sus ojos soberanos pregunta la ocasión de sus enojos entre suspiros blandamente humanos. Llorando le responde: «Soy despojos, atados a esta roca pies y manos, de un monstro fiero, que, sin culpa mía, airado, un dios a devorarme envía.» «¿Por qué razón, Perseo dice (¡ay cielo!), condena tu inocencia y tu hermosura?» Y ella, purpúreo más el casto velo, le obliga, le enamora y le asegura. ¡Conversación extraña! ¡Extraño celo! Belleza celestial, hermosa y pura, desnuda, atada a un mármol, y en Perseo suelta la voluntad, libre el deseo. Atento estaba el sol, siempre envidioso, como si fuera Venus la doncella, el golfo sosegado proceloso, que ya la imaginó cefeida estrella. «¡Ay, dijo y suspiró, mancebo hermoso! Mi madre, tan soberbia como bella, me puso aquí por despreciar sus iras a las nereidas de la mar que miras. »Si con los hombres es error culpado el proceder con arrogante celo, soberbia con los dioses es pecado, que aun no le sufre la piedad del cielo. Cayó, del mismo sol precipitado, a la región del aire, al mar, al suelo, joven audaz, auriga al sol, Faetonte, y de las cumbres de su error Tifonte. »Mas yo ¿qué hice?, ¿a quién perdí el respeto? Que no digo a los dioses; a los hombres, al bueno, al sabio, al noble y al discreto rendí alabanzas con iguales nombres. Los mismos animales, te prometo, amé, como si fuera, no te asombres, nacida en los pirámides de Egipto, cuanto más el poder incircunscripto. »Pero ¿quién eres tú, que deidad tienes, piedad y resplandor con hermosura, señales claras que del cielo vienes por mi remedio en tanta desventura? ¿Qué espada, qué armas, qué furor previenes, pues mi edad y inocencia te asegura que no causé mi mal, pues no es culpada hermosura que nace desdichada? »Yo miro en ti, cuando con falso gozo me engañe mi fortuna mentirosa, por lo menos un hombre hermoso y mozo, que me verá morir moza y hermosa; este consuelo en mis desdichas gozo por la piedad del cielo generosa, que como tú la tengas y las llores, y aun con mirarlas tú, serán menores. »Andrómeda me llaman, es Cefeo, rey de Etiopia, el triste padre mío; por mi madre Calíope me veo en tanto mal, en tanto desvarío. Atáronme las ninfas de Nereo en esta peña con rigor impío; mi muerte es por injurias a los cielos; mas si agora te ven, será por celos». «¡Ay, bellísima Andrómeda! —responde, la voz interrumpida y los singultos, Perseo—, ¿qué deidad me trajo adonde escuché yo tan bárbaros insultos? Mas pienso que a su gloria corresponde, y a los secretos en su mente ocultos, haber llegado a verte y a quererte: que no hay distancia de quererte a verte. »¿Quién tuvo el desnudarte por vitoria, y a castigo tan bajo te condena, que con ser a los ojos tanta gloria, aun no te miran, de vergüenza y pena? ¿Qué troglodita, qué abarima historia fuera de casos tan inormes llena? ¡Ay, muera yo por ti, que no mereces las injustas desdichas que padeces! »Yo moriré, como la fe debida después me pagues y de mí te acuerdes; mas no, que dice amor que eres mi vida, y aunque muera por ti, la vida pierdes. ¡Ay, deidades del mar, la sumergida frente, ceñida de corales verdes, sacad al sol, y cogeréis, piadosas, de un alba nueve perlas más hermosas! »¿Qué importa, si vivís en escondidas ciudades de diáfanos cristales, de colunas de nácares vestidas, con frisos de jacintos y corales, que se os atrevan las mortales vidas, pues sois eternas y ellas son mortales? Y ya que castiguéis, haced que sea de suerte que la envidia no se vea. »Mas porque sepas que seré bastante, Andrómeda, a morir por tu decoro, retrato soy de Júpiter Tonante, efeto vivo de la lluvia de oro. Por mí se espanta del soberbio Atlante de los planetas el luciente coro; volvíle monte, y ya tan alto queda, que en él descansa la celeste rueda. »Yo fui quien a Medusa, monstro bello, osé buscar en su castillo fuerte, y asiendo las culebras del cabello, le di dos veces sueño con la muerte; yo le corté con esta espada el cuello, que aun hasta agora humor sangriento vierte, cubierto de cristal, a cuyo alinde toda soberbia indómita se rinde. »Estas armas que ves, mis dos hermanos, Mercurio y Palas ínclita, me dieron; estos coturnos por los aires vanos al reino de tu padre me trajeron; yo vi del mar los promontorios canos, y ellos mi sombra en sus espumas vieron, y la máquina, punto indivisible, a la circunferencia incorruptible. »Podré, quiéralo Amor, como decía, morir, si no pudiere defenderte del fiero monstro que la envidia envía a quitarme la vida con tu muerte; pero si fuere tal la dicha mía, que pueda defender tu vida, advierte que has de ser mi mujer, en premio y gloria de amor, que aun es mayor que la vitoria. »Si eres hija de un rey, de un dios lo he sido a quien se humilla el celestial imperio, y, por la parte humana, procedido del rey argivo y del armenio iberio; esta palabra, Andrómeda, te pido, y todo este marítimo hemisferio, a su pesar, testigo constituyo, con inviolable fe de que soy tuyo.» Si en tanto mal, si en tanta desventura puede caber alegre sentimiento, Andrómeda mostró nueva hermosura, procedida del íntimo contento; de todo lo que pide le asegura con inviolable y firme juramento, llamando por testigos las estrellas, que pudiera mejor las suyas bellas. Estando en esto, oyóse en la ribera, coronada de gente, que venía el monstro abriendo la cerúlea y fiera boca, que al mismo mar terror ponía; y como al espectáculo que espera por altas peñas la vulgar pendía, parece que ellas mismas daban voces, temerosas de casos tan atroces. Así Roma miró círculo vivo, suspenso en su mayor anfiteatro, ya por naumaquia o gladiator altivo, ya por las fieras trágico teatro; la foca turbulenta, el vengativo cuello, por la cerviz, pálido y atro, a la pequeña presa, al risco enseña: Andrómeda tembló, tembló la peña. El agua entre las ondas que cogía de suerte por los aires arrojaba, que, haciendo sol, parece que llovía, y con truenos también cuando bramaba; y como cuando llueve el calor cría algunos animales, tal bajaba entre la espesa lluvia algunas veces, plateando el aire, número de peces. Naturaleza, siempre monstruosa, en la cabeza le formó dos fuentes, cual suele en repugnancia artificiosa subir el agua al aire las corrientes; sonaba herida la campaña undosa de las alas marítimas lucientes, fingiendo las escamas, por distintos círculos, esmeraldas y jacintos. Viendo la foca, el ínclito Perseo voló a la playa; Andrómeda, llorosa, pensó que fugitivo el semideo la máquina buscaba populosa; llegó el valiente mozo al rey Cefeo: «Si tú me das, le dijo, por esposa tu hermosa hija, libraré su vida, que tengo al alma, que la adora, asida.» Calíope, llorosa, a los alados pies del mancebo se arrojó, diciendo que Andrómeda, su reino, sus estados no eran valor, su vida defendiendo; estaba, entre los deudos admirados, atónito Fineo, previniendo envidia al joven, porque amor tenía, si puede haber amor y cobardía. Era Fineo hermano de Cefeo. con galas de mayor, con años tíos, espeso de cabello, sobre feo, de mucha presunción y pocos bríos; amaba, en fin, a Andrómeda Fineo, sufriendo sus desdenes y desvíos; que, aunque suelen vencer méritos años, no pudo hallar para esta falta engaños. Cual se suele mirar desde la arena la nave en alta mar con viento en popa, de velas blancas y de jarcias llena, que con el tope a las estrellas topa; así la foca por la mar serena del Negroponte, límite de Europa, y el rastro de las ondas que apartaba, un nevado pirámide formaba. El joven, a las nubes remontado, hasta la bestia se caló ligero, que, por la sombra, en el cristal salado, se alzó, arrogante, con bramido fiero. Andrómeda, que vio del levantado brazo resplandecer el blanco acero, ya rayo, que en el aire reverbera, «¡Ay -—dijo en alta voz—, mi vida muera! »No quiero yo vivir si ha de costarte este peligro, dulce prenda mía; que más te quiero yo para guardarte que no para la vida que temía; yo muera, y vive tú, puesto que es darte a que otra goce lo que yo quería, si bien deste propósito me muda en celos, por nacer tu vida en duda. »Goza esos años, y ese tierno bozo se engaste en otro más dichoso aliento: que lo que yo no merecí ni gozo, nacido tiene ya merecimiento.» Por todas partes el valiente mozo, mientras duraba en este pensamiento Andrómeda, mortal, las alas bate, por ver lugar por donde al monstro mate. No de otra suerte halcón, por más que esparza la garza el vuelo, se lanzó ligero, ni le temió la pavorosa garza, que el fiero monstro al fulminante acero; ni cantó ruiseñor en olmo o zarza más dulcemente al alba, lisonjero, que Andrómeda lloró, mirando atenta el imposible que el mancebo intenta. Él, en esta ocasión todo diamante, que, a estar más alto, de Orion sirviera, así le dijo al Panónfeo tonante casi en la frente de la bestia fiera: «Si fue verdad que, de mi madre amante, bajaste en oro de tu sacra esfera, Júpiter servador, y soy tu hechura, de Andrómeda te mueva la hermosura.» Iba a decir ‘la vida’, y como vía enfrente la hermosura que adoraba, dijo ‘hermosura’, pero bien sabía Júpiter que su vida procuraba. La espada a todas partes revolvía, que poco de la hirsuta piel cortaba, hasta que halló lugar la aguda punta por donde menos las escamas junta. Bramaba el ceto rígido, y nadaba en un campo de sangre; mas Perseo, viendo que ya las alas se mojaba del dios a quien adorna el caduceo, en una nave, que perdida estaba junto al escollo, y sólo el masteleo con la gavia más alta descubría, puso los pies, y desde allí la hería. Cual suele nadador del claro Tajo esconderse en las ondas con destreza, y cuando ya se acerca a lo más bajo, sacar por otra parte la cabeza, con fieras ansias, con mayor trabajo la foca sepultaba la grandeza del monstruoso cuerpo entre las olas, si bien mostraba ya las fuentes solas. Viendo los dioses de su madre el llanto, el dolor acetando por disculpa, que siempre con el cielo puede tanto, satisfechos quedaron de la culpa; y aunque sobre las aguas con espanto toda deidad marítima la culpa, le dieron la vitoria, el monstro muerto, y el fondo de la mar sepulcro incierto. Por largo espacio en el arena imprime la arquitetura de soberbios huesos, y el duro pecho de Neptuno oprime, que al cielo se quejó de sus excesos; y aunque debajo de las aguas gime, suben arriba círculos espesos de humor sangriento y removidos limos, con nácares revueltos a racimos. Vengáronse los peces de la fiera, miserable pensión de su alimento, pues no quedó marisco en la ribera que hubiese menester atrevimiento; en barcos ya la multitud ligera cantando surca el húmido elemento; desatan la dichosa alegre dama, que en altas voces a su esposo llama. Perseo entonces a la orilla vino, y las manos limpiándose en las varas, de un tronco estéril nace el coral fino, flores del agua y maravillas raras; y agradecido a Júpiter divino, de viva sangre enrojeció sus aras, sin olvidar los dioses protectores, con víctimas de amor, aunque menores. Juntáronse los deudos de Cefeo a las famosas bodas concertadas, entre los cuales asistió Himineo, para que fuesen diestras como honradas; pero mirando el bárbaro Fineo de su querida Andrómeda enlazadas las manos en el cuello de su esposo, vibró una lanza, y dijóle celoso: «Mozo extranjero, que mi dulce esposa, valiente, por encanto me has quitado, más ave que hombre al fin, y ave engañosa, de las arpías de Fineo traslado; si pensabas gozar en paz dichosa el reino de mi sangre conquistado, deste abeto sabrás tu atrevimiento.» Dijo, y la lanza fue cometa al viento. Erró a Perseo, y no le erró Perseo, volviéndole a tirar la misma lanza; pasóle el brazo, y al caer Fineo, le dijo entre el temor y la esperanza: «No me mates, valiente semideo, déjame vivo; que es mayor venganza la que te dan de mí los altos cielos, pues tengo de morir de envidia y celos». «Quiero, responde el joven, complacerte, y desistió de la segunda herida, pues hiciste elección de mayor muerte, y con envidia conservar tu vida.» Él iba a responder, y de la suerte sintió quedar la dura lengua asida, que suele al alba scítico arroyuelo, cuando se iba a reír, cuajarse en hielo. Porque mostrando al miserable amante la gorgona cabeza de Medusa, en piedra le volvió, segundo Atlante, el alma, por los músculos difusa. Quedó temblando el pueblo circunstante, que por darle ocasión la muerte excusa, y en santa paz Andrómeda y Perseo al tálamo rindieron el deseo. Clarísima Leonor, si castigarse merece un amoroso atrevimiento, mi musa puede en piedra transformarse, por este de Faetón mayor intento; pero pudiendo, quien se atreve, honrarse, a vuestro celestial entendimiento, no es mucho que abrasar mi amor presuma en tanto sol tan atrevida pluma.