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¡Ah, si este viejo vagón hablara, la de cosas que nos podría contar!
Así debió pensar Eduardo Zamacois cuando se propuso escribir Memorias de un vagón de ferrocarril, una novela deliciosa, protagonizada por un vagón de pasajeros, dotado de razón y verbo por el autor.
No obstante, y si bien es cierto que la voz narradora puede resultar algo peculiar, en cambio su experiencia y su sabiduría acerca de las cosas de la vida son inmensas. Debido a su continua movilidad —primero fue destinado a las líneas que cubren el norte peninsular, luego a las zonas del sur y por último al levante— ese vagón al que sus compañeros de viaje apodan El Cabal demuestra haber adquirido un conocimiento muy notable de la geografía española y sus peculiaridades.
Pero su fuerte, claro está, son los pasajeros, entre los cuales hay de todo: matrimonios desgarrados por la infidelidad, salteadores de trenes, un torero famoso que viaja rodeado de su séquito habitual, el señorito calavera que se viste de esmoquin y se regala a sí mismo una fiesta pantagruélica (su última fiesta) o la misteriosa dama que se sube al tren en Calatayud y resulta ser una fría asesina.
Al cabo de una vida de servicio, por los compartimentos de El Cabal habrá desfilado una nada desdeñable muestra de la sociedad española de los años 20 que el vigilante vagón dibuja con trazo amable pero certero. Y dando muestras de una capacidad crítica muy notable. Como dicen al alimón Zamacois y El Cabal, «lo absurdo es tan cotidiano que lo de sentido común es lo que sorprende».
Nací, por fortuna mía, vagón de primera clase, y mi ejecutoria acredita la reciedumbre y nobleza de mi origen. En las buenas estaciones provincianas, y más aún en las fronterizas, donde abundan los tipos cosmopolitas acostumbrados a viajar, mi aspecto prócer y la pátina oscura que me dieron, primero mis barnizadores y luego la cruda intemperie y el polvo de los caminos, dicen mi largo historial vagabundo y atraen la curiosidad de las gentes.
Procedo de Francia, de los famosos talleres de Saint-Denis, pero fui construido con materiales oriundos de diferentes países, y esta especie de
La Compañía que me traía a España pagó —con arreglo al cambio de aquel día— veinte mil duros por mí. Los merezco. Casi en totalidad estoy hecho con piezas de caoba y encina que, tras de perder toda el agua de sus fibras leñosas durante varios años de estadía en los secaderos, fueron severamente endurecidas bajo la llama del soplete; únicamente ciertos pormenores y adornos de mi individuo son de roble, y me cubre una tablazón de
Las unidades de
No sabría determinar exactamente en qué momento mi personalidad comenzó, pues mí conciencia surgió, como en los niños, por grados insensibles. Con arreglo a un modelo de los mejores, empezaron a construirme, pero sin ensamblar mis miembros, porque la vía francesa es veinte centímetros más angosta que la española, y mis constructores necesitaban transportarme a la Península, que era donde yo debía servir. Este es el período que podemos denominar fetal. Ya completamente terminado, pero inconexo, desarticulado y amorfo, traspuse la frontera sobre dos
Cuando, lentamente, con la suavidad de un lento despertar, fui comprendiéndome separado de los cuerpos que me rodeaban y distinto a ellos; cuando la idea milagrosa del
Durante el impreciso amanecer de mi inteligencia, aquellos obreros me eran aborrecibles. Les odiaba y al propio tiempo les temía, porque según iban formando mi conciencia lo que hacían conmigo me causaba mayores sufrimientos. Muy de mañana ocho o diez de ellos penetraban en mí, armados de diversos instrumentos torturadores: estos esgrimían sierras, aquel un escoplo, estotro un berbiquí, un formón, una repasadera, unas tenazas, un taladro o un martillo. El serrín, que es mi sangre, lo ensuciaba todo. Para ir encajando bien entre sí las diversas partes de mi armazón, mis verdugos me mutilaban, me oprimían y atarazaban de innumerables modos. Los repeledores ahondaban los clavos de suerte que sus cabezas desaparecían en mí; las garlopas insaciables me arrancaban la piel, que caía en virutas; las barrenas me traspasaban como remordimientos. Herido, raspado, tundido a golpes, mi cuerpo vibraba, y a cada nuevo martillazo mis entrañas magulladas parecían romperse. Así, a fuerza de porrazos y de dolor —como la conciencia en les hombres— nació mi conciencia.
Luego, aquellos bruscos jayanes de anchas espaldas y entrecejo hosco, fueron sustituidos por obreros más minuciosos, silenciosos y pulidos, y menos crueles. Eran los ebanistas, los electricistas, los fumistas, los tapiceros, los cristaleros, los fontaneros, los broncistas y los pintores, de que antes hablé. Todos, a porfía, me raspaban, me limaban, me clavaban, me mordían… ¡no acababan de corregirme…! y cuando parecía que ya nada tenían que añadir, volvían a empezar: quién para
De día en día reconocíame más completo, más firme, más adornado y hermoso, en fin; y también más consciente. Yo era como un cerebro que va llenándose de ideas. Cada uno de aquellos obreros me daba —sin él saberlo— una partícula de su alma; estos elementos inteligentes y vibrantes, llenos de radioactividad, se acoplaban unos a otros y así mi espíritu, en estado de nebulosa todavía, iba surgiendo de la síntesis de todos ellos.
Al artístico prurito de ser bello, añadióse muy pronto otro de alcurnia moral superior: el de ser bueno, el de ser útil. Nació porque yo, desde el lugar en que me hallaba, veía pasar muchas veces al día los trenes que llegaban o salían de la estación; y al advertir que todas sus unidades, fuesen de primera, de segunda o de tercera clase, se parecían bastante a mí, deduje que en lo futuro mi misión sería, al igual que la suya, transportar gentes de un lado a otro.
Cuando los cristaleros ocuparon el vano de mis ventanas con magníficos cristales de una pieza, vibré de júbilo:
—Ya tengo ojos —me dije— y el polvo no podrá entrar en mí.
Cuando los estufistas tendieron a lo largo del corredor y bajo mis asientos los tubos de la calefacción, y los tapiceros me alfombraron y revistieron mi interior de mollares colchonetas, pensé:
—Los que viajen conmigo ya no sentirán frío.
Cuando me proveyeron de
Un día cesaron de martillear en mí y de añadirme adornos. Mis fabricantes y
Yo también estaba alegre; vibraba; tenía miedo. ¿Por qué…? ¿A qué…?
—Has empezado a vivir —me decía secretamente una voz.
Transcurrió otra noche. Amaneció; ¡oh, con qué sobresalto esperé aquella aurora! A mi alrededor se armaban otros muchos vagones traídos de Francia y el trajín de operarios era grande. De pronto varios hombre tones, colocados detrás de mí, me empujaron, y, por primera vez… —¡Oh, hechizo excelso de
La sensación de moverme, que todavía ignoraba, me produjo pasmo y regocijo delirantes. Hasta entonces yo había estado quieto, y ahora me movía. Aprecié mi fuerza. ¡El movimiento…! ¿Qué es el movimiento…? Yo era, en aquellos instantes, el mismo que había sido; y, sin embargo, era
Advirtiéndome desligado de la tierra, recibí la revelación de mi destino, que era el de andar, sin echar raíces nunca. Yo, mientras mi vida vagabunda durase, sería a manera de protesta o de constante reacción contra la quietud de aquellos árboles que me dieron su madera; frente a su eterno reposo, mi eterno vagar; frente a su silencio, mi escándalo. Dentro de mí, ni los tornillos ni las caobas y encinas centenarias, gemían; todo estaba felizmente acoplado y justo; nada sobraba, nada tampoco permanecía ocioso; mi rodar era callado y elástico, y experimenté de orgullo de mi salud fuerte, de mi organismo bien constituido, de mi euritmia perfecta.
Continué alejándome de los talleres, y, por instantes, la alegría de existir y
—Son coches inservibles —pensé.
Y no tuve para ellos ni una compasión.
Estremecimientos fortísimos de inquietud y de júbilo me sacudían y me impedían meditar. El aire era fresco, perfumado, y como empapado de luz. En torno mío, campos verdes inmensos, árboles… ¡muchos árboles…! que bajo la lumbrarada riente del sol parecían esmeraldas; caseríos blancos, techumbres rojas… un puente… y, al fondo, lejos, recortándose sobre el purísimo zafiro celeste, una procesión de montañas oscuras —los Pirineos— y al otro lado el mar…
—
Sentíame vibrar, orgulloso, contento, dueño del mundo. Las rutas del horizonte iban a ser mías. Mi alegría, desbordante de vigor, era la del caballo de carreras que entra en un hipódromo.
Demasiado adivino la sorpresa que estas
—¿Cómo? —exclamarán los hombres—. ¿Es posible que los objetos que estimamos inanimados gocen de una vida consciente y razonadora, análoga a la nuestra?
Así es, efectivamente; y yo procuraré explicar cómo la noción precisa de que
La Vida y la Muerte son los dos gestos, las dos máscaras, de una fuerza absoluta; y la Creación, como una serpiente de tres anillos correspondientes a los tres reinos de la Naturaleza. Por consiguiente —y esto lo sé bien porque yo vengo de abajo, de los árboles y de las minas de hierro— la Muerte, realmente, no existe; la Muerte no es más que un
Desde la estructura de una piedra, a la estructura y composición del cerebro de Einstein, la inteligencia traza una escala con más peldaños que la célebre de Jacob; pero no dudemos de que el cerebro de Einstein tiene algo de piedra, ni tampoco de que en las piedras existen partículas infinitesimales,
El Universo es una Fuerza infinita que ocupa lo infinito, e incesantemente trabaja sobre sí misma para mejorarse, con lo cual va acercándose a la Luz. Cuando todo el universo sea Luz, es decir: Inteligencia, Equilibrio, Serenidad, cesará el movimiento, y la Vida se sumergirá en el deleite de mirarse a sí misma, y entonces la Muerte
Dicha fuerza está formada por las miríadas de millones de astros que pueblan el espacio, cada uno de los cuales representa
Examinemos la historia de nuestro planeta, semejante, sin duda, a la de otros mundos:
En sus principios la geología lo presenta como una ingente hoguera. Todo él era fuego, es decir, verbo, acción, anhelo de ser, voluntad; una voluntad no es más que una antorcha. Cuando los vapores de aquel portentoso incendio se convirtieron en aguaceros torrenciales y la corteza terrestre empezó a solidificarse, nacieron los primeras minerales. La materia es la base, lo más torpe; y este cimiento, inseguro aún, tiembla, se resquebraja, vuelve a licuarse en las llamas, y de nuevo torna a enfriarse y resurge. Estos fueron los gestos rudimentarios, los balbuceos iniciales de la Muerte; la Muerte apareció la primera vez que una piedra perdió su forma. Millones de siglos después —el Tiempo prodiga su caudal— se inicia la aurora del reino vegetad. El organismo telúrico imperceptiblemente se complica, se enmaraña, se subdivide; la evolución cósmica marcha siempre de lo indefinido a lo rotundo, de lo nebuloso y homogéneo a la heterogéneo y preciso. Lo que llamamos
Aclararé mi teoría con un ejemplo:
En el hombre —tuve ocasión de observarlo mil veces— la parte física declina con la edad. Admitiendo que un viejo y un joven posean idénticos grados de inteligencia, siempre el viejo demostrará en sus gustos mayor espiritualidad que el joven. La desorganización, la ruina, vienen de abajo, de la tierra: la vida que antes se extingue en el individuo es la sexual; luego, la estomacal o vegetativa; y cuando ya en él todo está derrumbado y casi a oscuras, el cerebro resplandece aún.
Lo propio acontece en el mundo: la materia se transmuta en vegetal, los vegetales en carne animal, y los elementos nutritivos de esta, en actividad cerebral; una ostra puede ser inspiración en el cerebro de un ingeniero. Luego cuando ese cerebro, esa materia, que vivió en íntimo trato con el pensamiento, vuelva a la tierra, perfeccionará a la tierra, porque descomponiéndose en ella la transmitirá algo de su distinción. Y así yo afirmo que un aparato construido con tierra del cementerio del Padre La Chaise, ha de ser mejor, más sensible y preciso, más inteligente —para decirlo de una vez— que otro, al parecer igual, fabricado con elementos de un campo cualquiera.
La Tierra era, indiscutiblemente, en sus remotísimos comienzos, más torpe,
Repetidas veces oí hablar a los hombres de
Poco a poco la materia —toda la materia— se ha vuelto más sensible: los animales, las plantas… ¡hasta las piedras…! sienten más que antaño. A la Civilización coopera todo: la Civilización no es más que el resultado de nuestro miedo a sufrir.
Las victorias milagrosas de la física y de la biología aflojan los nudos más apretados del Supremo Misterio, y poderes insospechados, surgen timoneando el dinamismo de los átomos. Yo me hallo muy bien situado en la Vida para disertar acerca de todo esto, pues conozco a los hombres, y recuerdo asimismo el alma de los bosques y de las minas de donde procedo. Nada se pierde, nada es estéril, y hasta el ruido levísimo que una hoja seca produce al caer, repercute en el cosmos, porque un movimiento no concluye sin que otro movimiento empiece. ¿Quién no oyó hablar del vigor
En un día, lejano aún, pero que llegará, el hombre obtendrá la posesión de lo Absoluto; y ese día la humanidad traducirá la canción de los ríos, y el idioma de das montañas. ¿Cómo dudar de la Ciencia? Edison sujeta en un cilindro la voz de los muertos, y gracias a él los labios que ya no se mueven siguen hablando; Marconi lanza la palabra humana sobre los mares sin necesidad de hilos conductores; Friesse Greeve se apodera del movimiento y lo sujeta —¡oh paradoja!— en una cinta de celuloide, y Curie demuestra científicamente la posibilidad de que Moisés apareciese ante su pueblo con la profética frente orlada de luz.
Y si las vibraciones sonoras se detienen en los discos fonográficos, y las investigaciones de Russell prueban que los objetos fijan su imagen sobre aquella pared en que su sombra se proyectó durante varios años —lo que serviría para explicarnos la tristeza de los espejos antiguos— ¿por qué asombrarse de que yo haya recogido algo de la vida de los incontables millares de personas que vivieron en mí…? ¿Visteis la expresión, rotundamente humana, que adquieren los guantes con el uso? Un guante, caído en el suelo, es como una mano cortada; la mano le transmitió su nerviosidad y su elocuencia, su alma…
Este es mi caso. A la sensibilidad inherente a las maderas de que estoy formado, debe Añadirse la que recibí, por contagio, de los operarios que me construyeron. Yo retengo las imágenes, como las placas fotográficas, y recojo los sonidos al igual de los cilindros fonográficos, y asimismo soy accesible a las emociones del olfato, del tacto y del gusto. En mí, sin embargo, los órganos de la percepción no se hallan circunscritos y delimitados, como en el hombre. En lugar de cinco sentidos, poseo un sentido que resume el funcionalismo de aquellos; un sentido que, semejante a una epidermis, cubre todo mi cuerpo; un sentido que es mi alma, mi conciencia, mi Yo; y con el cual, a la vez, oigo, veo, huelo, palpo… y así todo mi
Todo lo que sé —muy poco— lo aprendí oyendo conversar a mis viajeros, y leyendo en los periódicos y en los libros que ellos leían. Cada persona que entraba en mí —y fueron muchas en los cuarenta años que llevo de existencia— era para mí una idea nueva. Espiaba sus actitudes, atendía a tedas sus palabras, procuraba, en fin, aprendérmela de memoria… Y este estudio perseverante fue acercándome a ellas, e inculcándome una vida muy semejante a la humana.
Los hombres no sospechan nada de esto. Si en la paz de la noche, y hallándonos detenidos en cualquiera estación, alguno de mis miembros cruje, ellos nunca imaginan que en ese ruido pueda haber un dolor, un recuerdo o un comentario; ellos
Los autores gustan de escribir sus
Los présbitas no ven bien de cerca; a distancia, sí; y la presbicia no se presenta, en los hombres de vista normal, antes de los cuarenta años. Se la creería una compañera de la experiencia y del desengaño. Con lo cual la Naturaleza —ironista sutil— parece decirles:
—¡La Vida…! ¡no es que sea mala…! Pero, ya que no puedes seguirla, mírala desde lejos, Es mejor…
Yo, no hice esto: mi vida está escrita a trozos, rápidamente, desordenadamente, según la viví. Como ella, estas páginas son una improvisación.
Ha transcurrido mucho tiempo desde mi primer viaje, y mentiría si dijese que he sido feliz. La vida me maltrató bastante, trabajé sobrado y la realidad estuvo siempre en déficit doloroso con el ensueño. Vivir es echar a perder una ilusión.
Como nací aristócrata, detesto al populacho, en quien la inclinación a lo feo es instintiva. Aborrezco esos individuos, enriquecidos por una pirueta de la fortuna, pero desprovistos de cultura social, que ensucian con el betún o el barro de sus botas y la grasa de sus meriendas la pulcritud de mis divanes, y tiran sus colillas encendidas, y escupen en mi alfombra. ¡Oh! La primera vez que recibí un salivazo, hubiese querido descarrilar, romperme en mil pedazos, morir…
También soy caprichoso y un poco artista, y por serlo me molestan la fiscalización que sobre mí ejercen los relojes de las estaciones, el automatismo invariable de mis movimientos y la monotonía de mis itinerarios prefijados y de mis caminos
Porque mi vagar libérrimo es sólo aparente: la libertad es algo precioso que yo llevo y traigo, pero que no me pertenece; la libertad es para mí lo que el dinero para esos cobradores de los bancos, que a diario manejan millones y andan medio descalzos; lo que el amor para las pobres
En cambio, y esto me alivia y desquita de los sinsabores que dejo apuntados, he gustado plenamente las emociones turbadoras de los viajes, y el cariño abnegado, la solidaridad fraternal que liga a todas las unidades de un convoy, y es un derivativo de aquel otro inmenso amor sumiso que todos profesamos a la máquina.
Este cariño de sierva enamorada —cariño todo esclavitud— empecé a sentirlo aquel hermoso día de junio en que me llevaron a formar parte del expreso Madrid-Hendaya; distinción que —más tarde lo supe— me captó el odio de varios colegas que, aunque de clase distinguida, trabajaban en trenes de menos categoría. Lo cual demuestra que por todas partes hay envidias y celos, a pesar del gran consumo que de estas dos suciedades hacen los hombres…
A poco de hallarme fuera de los talleres, una de esas máquinas-pilotos, pequeñas, activas, que cuidan de ordenar los convoyes y son como las amas de llaves de las estaciones, apoderóse de mí y a través de un dédalo de rieles entrecruzados como los hilos de una malla, me arrastró hasta dejarme colocado sobre la ruta internacional. En seguida lanzó un silbido corto y se marchó resoplando; parecía regañar. Yo la miraba; me hacían gracia sus movimientos, su cuerpo achaparrado en el que latía una vivacidad de mujer chiquita y hacendosa. Me quedé solo, junto al andén. En mi misma vía, detrás de mí, había otros vagones; delante, lejos, estaba la locomotora, la mía,
—¿Me hará daño? —pensé.
Como a los niños, al nacer, la primera impresión que me daba la vida era de dolor.
Esperé largo tiempo; la tarde declinaba y mi interior iba poblándose de sombras. La máquina había desaparecido. De pronto la reví: se acercaba rodando hacia atrás, empujando al coche-cama que debía chocar conmigo. La prudencia de su marcha me tranquilizó: sin embargo, cuando comprendí que el golpe iba a producirse, temblé de pavura; hubiese querido huir… pero ¿cómo moverme…? Cuando recibí la topetada —breve, seca, como una orden— retrocedí varios metros; luego el vagón que me había empujado volvió a alcanzarme con un segundo empellón más suave, y continué retirándome hasta dar con los coches situados a mi espalda. Así, repentinamente, me reconocí colocado en el centro del convoy, compuesto de nueve unidades. Inmediatamente varios mozos de andén, con singular presteza acudieron a ligarme a mis dos compañeros de viaje más próximos, y entonces comprendí la utilidad de algunos miembros cuyo empleo desconocía. Las planchas metálicas que, al amparo de un fuelle, especie de túnel de cuero, establecían un tránsito entre ellos y yo, me produjeron, al cruzarse, la emoción de un apretón de manos; y los hierros y cadenas que, al sujetarnos unos a otros, parecían fortalecer nuestra amistad, fueron expresivos para mí como raíces o como dedos. No obstante, me sentía inquieto; aquellas compresiones, cada vez más enérgicas, me desazonaban; temía morir aplastado y, al propio tiempo, nacía en mí el orgullo de mi fuerza que, alternativamente, resistía y reaccionaba. La máquina —después supe que la llamaban
El jefe de tren vino a inspeccionarme seguido de un fontanero, de un electricista y de uno de esos empleados que en la jerga ferroviaria llaman
—¡Bonito coche! —recuerdo que exclamó uno de aquellos hombres al marcharse.
Yo todavía no había osado comunicarme con ninguno de los camaradas entre quienes estaba; su edad, sus cuerpos cubiertos de cicatrices, su fatigada experiencia, me cohibían. Yo era un niño; yo, recién llegado, no tenía derecho a importunar a aquellos veteranos de los caminos. Ellos tampoco demostraban deseos de hablar. Un grave silencio pesaba sobre el convoy, iluminado y vacío. Al cabo —¡cuánto se lo agradecí!— el
—¿Qué dice el bisoño…?
—Tengo miedo —repuse.
Al coche que iba a la zaga mía, le interesó el diálogo.
—¿Qué ha contestado el novato? —interrogó.
Repetí:
—Digo que tengo miedo.
—¡Más miedo tendrás —exclamó el
Los viajeros iban llegando y repartiéndose a lo largo del convoy. Mi primer pasajero fue una mujer, lo que me pareció de buen agüero. Tras ella subieron otras muchas personas, y en pocos minutos mis redecillas para bagajes y mis asientos fueron ocupados. Pasaban diablas cargadas de baúles… Yo me sentía mal: la calefacción, la electricidad, el calor que irradiaban mis inquilinos, me causaban un desasosiego congestivo. Con impaciencia, aguardé la señal de marcha; ¡necesitaba aire…! A las siete, en punto, partimos. La máquina silbó.
—Ya nos vamos —observó el
¡Irse…! Palabra divina y terrible en la que los conceptos de
Desde entonces, ¡cuántas enseñanzas y cuántas aventuras, me aportaron los años…! Conozco bien las principales regiones españolas, he atravesado todas las cordilleras, desde la Cantábrica a la Mariánica, y bajo mis ruedas han pasado todos sus ríos, desde el Bidasoa al Guadalquivir. Cerca de diez años consecutivos trabajé en la línea Madrid-Hendaya, una de las más bellas y más duras de la Península; luego pasé al
Hablaré primeramente de la máquina:
Antes las compañías ferroviarias imponían a sus locomotoras nombres de ciudades o de ríos. Con el ansia de velocidad que distingue a la vida moderna, aquella costumbre pintoresca se extinguió y los primitivos nombres fueron sustituidos por números; los números hablan más de prisa que las letras. Pero nosotros, los vagones, continuamos designando a las máquinas con quienes hemos trabajado por medio de remoquetes o apodos inspirados en el carácter de aquellas. Además de
No ofrecen los diccionarios palabras que expresen el aplomo ufano, la confianza optimista, que inspira a los vagones una de esas enormes locomotoras alemanas o yanquis cuyo precio no baja de doscientas mil pesetas, y que con su fuerza y sus ciento veinte toneladas de peso, así pueden inmovilizar al tren casi instantáneamente, como arrastrarlo a una velocidad de noventa y aun de cien kilómetros por hora. La máquina es el alma del convoy, su voluntad embestidora, su verbo. Todas las iniciativas y todas las responsabilidades, suyas son. Ella silbará pidiendo
El cariño de unos vagones para con otros no reviste este aspecto admirativo: es tan sincero como aquel, pero más llano, más íntimo, más
Las unidades de los trenes llamados
Los convoyes de los
Por el contrario, nosotros, los
En las estaciones del tránsito cuchicheábamos:
—La Empresa parece cansada; hoy llegamos con treinta minutos de retraso.
—Quien está fatigadísima es La Primera Actriz.
—No habrá dormido.
—¿Cómo iba a dormir, si anoche subieron a ella, en Córdoba, unos recién casados?
Mucho he peleado, pero también mucho reí sobre todos los caminos de España. Sin embargo, el convoy que recuerdo con cariño más férvido, es el primero; el del expreso Madrid-Hendaya. Lo componían el coche-correo, los dos furgones para equipajes, dos
¡Cuánta experiencia —que es sabiduría de
No me sorprendería, pues, que a veces mis lectores se olvidasen de que es un vagón quien habla: porque mis confesiones son tan humanas, corren por ellas tantos jugos de maldad y de dolor, que obra de hombre parecen.
¡Cuánto envejecen la lucha y el miedo a morir! Las emociones que nos da el peligro, ¡cuán hondamente se clavan en el alma…! Yo, al emprender mi primer viaje, era un niño, y al arribar a Madrid, catorce horas después, podía considerarme mayor de edad. Estaba cansado, cubierto de humo y de polvo, trágicamente sucio por fuera y por dentro, pero engreído de mi aguante. Toda una noche mis rodajes trabajaron sin recalentarse, y mi dinamo, mi calefacción y mis tuberías para la limpieza, funcionaron bien. Por tanto, mi valor, como el de los militares que fueron a campaña, estaba
Todavía el furgón de cola corría bajo la marquesina de la estación de Irún, cuando El Tímido, que iba detrás de mí, comenzó a temblar. Su miedo me turbó.
—¿Sucede algo,? —le pregunté.
—Los túneles —balbuceó—; ya empiezan… ¡horribles…! No puedo con ellos…
Callé: yo no sabía lo que eran túneles, ni lo que eran puentes… Además, no podía pensar: la locomotora aceleraba su marcha y yo ponía toda mi atención en rodar bien. La oí silbar; entre los ribazos acantilados, cada vez más altos, que bordeaban el camino, su grito tableteó ensordecedor. Inquirí:
—¿Por qué silba La Recelosa…?
El Tímido replicó:
—Los túneles… los túneles… ¡Hazte cuenta de que has muerto y de que te entierran…!
No pude oír sus últimas palabras, porque súbitamente vi, bajo mis ruedas, un vacío, lleno de claridad. Me sentí en el aire; me pareció volar…; sin embargo, allí el estrépito del expreso era mayor.
—¡Estamos sobre el Oyarzun! —gritó un
Casi al mismo tiempo aquella claridad extraña, que venía de abajo, y la otra claridad, la del crepúsculo, se apagaron instantáneamente. Una horrible tiniebla nos envolvió; el ruido ensordecía; el humo de la máquina nos envolvía y lo sentíamos deslizarse sobre nuestras techumbres arremolinado, pegajoso y caliente. De pronto, también cual por arte de magia, el fragor que se apacigua, el soplo refrescante del aire libre, la alegría del cielo que empieza a estrellarse…
—¡Ya sabes lo que es un túnel! —me dijo el
El Hermano Sommier se equivocaba: yo ignoraba aún lo que fuera un túnel; había penetrado en él tan inesperadamente y lo recorrí en un estado de aturdimiento tal, que
Hasta más allá de Miranda de Ebro no empecé a serenarme. Desgraciadamente, con la serenidad me vino el miedo. Muchas veces llamamos heroísmo a una ceguera, y miedo a una mayor comprensión. ¡Yo iba comprendiendo! Cruzar un puente era lanzar sobre dos cintas de hierro las trescientas toneladas que pesaba nuestro convoy; bordear un abismo confiándonos a la gracia resbaladiza y felona de una curva, era exponerse a despeñarnos; atravesar un túnel equivalía a echarse una montaña a cuestas. En los puentes, el expreso, cuya sombra temblaba allá abajo, sobre el cristal de algún río o el árido carrascal de una hondonada, tenía algo ele pájaro; y, cuando se soterraba, algo de reptil: bajo la tierra, donde todo es negro, rezumante y húmedo, parecía un gusano; y en los viaductos, donde todo es luz, aire y libertad, parecía una saeta. En el horror de los túneles, se compadece a los mineros; en la alegría de los puentes, se envidia a los pájaros…
Ya en Castilla, a la sazón llena de luna —era próxima la media noche— la tranquilidad me volvió. Con su enorme horizonte sin ecos, la meseta ibérica invita a la contemplación. Por ella los trenes corren silenciosamente, el humo se va y el augusto reposo de la planicie satura las almas de equilibrio.
Al salir de Medina del Campo, donde un empleado, provisto de un farol, me examinó y aceitó las ruedas, yo me hallaba bien. Había recorrido, casi sin detenerme, más de cuatrocientos kilómetros y, sin embargo, no estaba cansado.
El
—¿Cómo marchas, chaval? —indagó.
—Bien.
—¿Te duele el cuerpo?
—No.
—Duro eres, muchacho, porque La Tirones, que nos arrastra desde Miranda, tiene muy brusco el trato.
Yo no me había percatado de que en Miranda de Ebro La Recelosa había sido sustituida por La Tirones, más ligera y mejor corredora. El Hermano Sommier me informó de que este cambio era obligatorio, y de que en Ávila volveríamos a cambiar de máquina.
—De Ávila a Madrid —agregó— nos llevará La Caliente, que, como La Recelosa, pertenece a la
Enfrentábamos la estación de Ataquines, último pueblo de la provincia de Valladolid. El Tímido terció en el diálogo; mostrábase jovial:
—En pasando de Burgos —exclamó— lo mismo me da una máquina que otra. Yo adoro en Castilla; adoro esta tierra noble y franca —tierra sin dobleces— donde se camina en línea recta; en Castilla ves llegar el peligro, y puedes evitarlo. Pero en los países montuosos la muerte te hiere a traición: la montaña es el disimulo, la celada… Y no soy yo solo quien discurre así: pregúntaselo a El Presumido, que viene detrás, y que en cuanto pasamos de los tres túneles de La Brújula y cruzamos el Arlanzón, empieza a cimbrearse más que una tonadillera.
El Tímido y yo llegamos a ser camaradas fraternos. Procedía también de los talleres de Saint-Denis, y aunque llevaba más de veinte años en España, suspiraba por Francia, donde apenas hay túneles. Había sido reparado y barnizado varias veces, hasta que la intemperie y el humo lo pintaron de negro definitivamente.
Nuestros compañeros le creían neurasténico, pero no era la neurastenia, sino el reuma, lo que le afligía, y de ahí su miedo a viajar bajo tierra. Yo le quise mucho; tenía el andar ágil y nunca se hizo el remolón en las cuestas arriba.
Traspuesta Ávila, la reliquia de las nueve puertas y de las noventa y seis torres, El Tímido me habló con terror evidente del viaducto de la Lagartera, al que seguían tres túneles de los cuales el último, llamado de Navalgrande, medía más de mil metros. Según mi colocutor, era un paso peligroso. Tanto dijo, que consiguió preocuparme.
—¡Calla ya! —le supliqué—; ¿qué mejoras con asustarme?
No me hizo caso: como todos los aprensivos, hallaba placer en transmitir su miedo.
—Tú has de verlo —repetía—, tú has de verlo; un día ese maldito nos tragará a todos.
Empezaba a clarear. Sin saber por qué, las agorerías de mi compañero me colmaron de espanto. ¿Y si su vaticinio se cumpliese? Me sentí roto, condenado a eterna podredumbre y, a eterna sombra, bajo la montaña ingente, y quise huir. Di un tirón, para arrancarme de los rieles.
—¿Qué haces? —murmuraron malhumorados los
Sin responder, realicé un segundo esfuerzo; prefería descarrilar a seguir. Íbamos a lanzarnos sobre el viaducto y La Caliente empezó a silbar; luego apretó los frenos y mis ruedas patinaron. Tuve un nuevo arranque de rebeldía, sin embargo.
—¿Qué haces, muchacho? —repitió el
Y El Tímido:
—Sigue, sigue… En este oficio, se obedece o se muere. ¡Sigue…!
Un
—¿Qué sucede? ¿Quién se para…?
Así, impelido, magullado, indefenso, me hundí en el túnel de Navalgrande, y cuando salí de él una alegría, que instantáneamente se resolvió en resignación y obediencia, me poseyó. Tuve vergüenza de mi cobardía.
Mientras nuestros pasajeros se marchaban, y los mozos de andén descargaban nuestros furgones, Los Hermanos Sommier me interrogaron:
—¿Cómo te sientes…?
—Bien —repuse.
Todo el convoy se preocupaba de mí.
—¿Estás cansado?
—No.
—¿Nada te duele?
—Nada.
¡Y era verdad! Mi salud era perfecta. En mi organismo atlético ni un solo tornillo se había movido. Mis compañeros me observaban, me admiraban.
—Propongo —dijo un
Todos asintieron; y así, sin otra ceremonia, quedé bautizado.
Sorprenden la unión en el esfuerzo y la comunidad de destinos, de los vagones; pero, indudablemente, lo mejor del viaje, a pesar de su fatigoso traqueteo, es el viaje mismo, y lo más dilecto de este, su principio. Esa
Al dejar la estación de partida, el expreso se despereza malhumorado: siempre oímos alguna madera que cruje, algún gozne entumecido que protesta. Pero, a poco, los movimientos todos van acordándose: sin advertirlo los vehículos establecen un ritmo tan cadencioso, tan armónico, que a veces modula una canción; la luz puesta a la izquierda del furgón de zaga, nos anima; parece decirnos:
Los lectores de hábitos sedentarios quizás no aprecien estas divagaciones mías, y a fe que nada haré para que me entiendan, pues fracasaría; que, al cabo, se nace andariego como se nace artista: pero los vagabundos, mis hermanos, sí me comprenderán, y su adhesión me basta.
En su evolución mi alma ha seguido igual trayectoria que el alma de los niños. Como a estos, primero me interesaron los paisajes, que poblaban mi memoria de imágenes sencillas y cuya psicología rudimentaria me impresionó en seguida: por romas y distraídas que fuesen mis dotes de observador, yo no podía confundir la desolación amarillenta —palidez de drama— de Castilla, con la alegría verde de la región vasca. Más tarde, mi curiosidad investigadora se orientó hacia los individuos. Yo he visto en esas pequeñas estaciones por donde los expresos pasan sin detenerse, caras rústicas sorprendentes, caras representativas,
Declaro, no obstante, que el estudio del paisaje es asimismo trabajoso y difícil, y que mi conocimiento de las provincias hispanas, aunque limitado a lo poquísimo que desde una vía férrea puede divisarse, supone muchos años de labor. Los hombres —en su mayoría frívolos y fatuos— raras veces van más allá de la epidermis de las cosas. De esto me he persuadido oyendo charlar a mis huéspedes. Quién, por el mero hecho de haber vivido en Buenos Aires, habla de América, de toda América, como si
Exaspera tanta petulancia. Durante nueve o diez años —antes lo dije— he recorrido yo esa ruta, y aún no estoy cierto de conocerla completamente. En las personas, lo que nos impresiona más pronto son los rasgos; el análisis de las almas comenzará luego. De los paisajes, por el contrario, lo que primero nos cautiva es lo general, las grandes líneas: la montaña, la llanura, el mar… El atisbo de los pormenores —los pormenores son el puente, el túnel, el caserío que blanqueará, de súbito, detrás de un monte— viene después. ¿Cuándo los hombres reconocerán el misterio de exégesis que hay en todo?
Una memoria feliz puede asimilarse fácilmente los detalles de un itinerario. Cualquiera recuerda, por ejemplo, que viniendo de Irún y a la salida de un túnel, azulea la bahía de Pasajes; que más allá de San Sebastián está Hernani, cuna del soldado Juan de Urbieta, y que la célebre Garganta de Pancorbo es uno de los rincones agrestes más bellos del mundo: reconoceremos, desde muy lejos, las torres de la catedral burgalesa; y los perfiles de Dueñas, la triste, a pesar de la lozanía de sus aledaños; y el nutrido vaivén de viajeros que alienta los andenes de Miranda de Ebro, Venta de Baños y Medina del Campo; y la historia del Castillo de la Mota, donde César Borgia estuvo preso y acabó sus días Isabel la Católica; y cómo, desde antes de llegar a Pozuelo, la silueta —que forma horizonte— de Madrid, nos sajará al camino. Muchos millares de personas saben todo esto; lo dicen las Guías…
Lo arduo y lo meritorio es acercarse al alma de las cosas, para lo cual necesitaremos escrutarlas innumerables veces, ya que
Al otorgarme la experiencia una distinción mental mayor, fue la humanidad la que me atrajo. Empecé mi examen por
Así formé mi alma.
Mucho recibí de mis autores, de los que me hicieron; el subsuelo primitivo de mi conciencia suyo es: pero infinitamente más debo a ciertos individuos que peregrinaron conmigo. Las personas vulgares, al igual de los libros vulgares, nada enseñan, y, al par que su imagen se nos quita de delante, se nos ausenta del magín su recuerdo. Pero de otras me acordaré siempre, y el fuego de sus almas violentas me muerde aún. Yo he llegado a contagiarme de la
La vida social ha cubierto a la humanidad de monotonía y de fastidio. ¡Ah! Pero yo aseguro que los hombres son interesantísimos cuando se creen solos. La soledad les viste de luz. Ningún libro maestro vale lo que un alma desnuda.
Yo apenas siento el fastidio de las largas caminatas, de que tanto suelen lamentarse mis compañeros, y es el cuidado que pongo en llevar siempre ocupada la atención, lo que me libera de él. Cuando me canso de mirar hacia afuera, hacia el paisaje, me aíslo en mí mismo para conocerme y oír lo que se charla dentro de mí.
La vida brinda, ciertamente, horas solemnes, momentos trágicos de primer orden: pero, en general, me parece altamente bufa; la trivialidad de la farsa debía corresponder a la pequeñez de las figuras, y no podía ser de otro modo. Todo esto me divierte. A veces, si me pudiese reír de lo que observo, lo haría a carcajadas. Mi propio yo, está impregnado de comicidad. Esta fuerza hilarante mía no procede de mi constitución —yo tengo toda la seriedad de un real mozo—, sino de la alogia que los hombres sembraron en mí.
Voy a explicarme:
Todas las noches, al salir de Madrid o de Irún, un empleado colgaba sobre las puertas de mis compartimientos unas láminas de metal que decían: «No fumadores» y «Reservado de señoras». Cuando la afluencia de viajeros era corta, el empleado solía añadir un tercer rótulo, con esta única palabra misteriosa: «Alquilado».
En los albores de mi vida, yo, inocente, reconocía gran importancia a estos detalles. Holguéme mucho, desde luego, de llevar conmigo un lugar donde no se fumase, porque el humo de los cigarrillos se adhería a mi tapicería y me molestaba casi tanto como el de la máquina. También aquel departamento para señoras solas me satisfizo, pues las mujeres no escupen y son, generalmente, más limpias; y delicadas que los hombres. En cuanto al
Poco a poco y graciosamente, estas bellas imaginaciones fueron resquebrajándose.
Una noche de invierno recogí en el andén de Briviesca a un caballero, de porte distinguidísimo. Se abrigaba con un gabán de pieles nuevecito, y llevaba en las manos un pequeño maletín. Este último detalle acabó de granjearle mis simpatías; yo aborrezco a esos viajeros tacaños que, para no abonar
—Le gusta viajar solo y procura aislarse —meditaba yo—; ¡bien se advierte en él a un refinado…!
¡Cuál no sería mi sorpresa al verle abrir el maletín, sacar un
—¡Caballero, está usted mal colocado: ahí no se puede fumar…!
El viaje continuó monótono. Mis huéspedes dormían, o procuraban dormir. Yo corría con todas mis luces apagadas. La escarcha había plateado mis cristales y mi techumbre sentía el peso de la nieve. Hacía un frío terrible. Por suerte, con La Recelosa la calefacción trabajaba bien. Sin embargo, Doña Catástrofe, que rodaba a la zaga mía, se quejaba:
—Estoy helado —gemía—: todavía no he conseguido que mis ruedas entren en calor…
En Burgos recogí otros días viajeros, también de traza principal. Les vi ambular por el pasillo, indecisos ante la impresión hostil de las puertecillas cerradas.
—Podemos meternos aquí —propuso uno de ellos—; no hay nadie.
Aludía al
—Ahí, no; puede venir una viajera y… Oye: este
Yo pensé:
—¡Me alegro…! Porque así el señor del gabán tendrá que renunciar a su tabaco…
Abrieron la puerta y adelantaron, casi a tientas, en la penumbra. Entonces el caballero del gabán de pieles, que continuaba fumando, reanimó la luz. Los tres hombres se saludaron:
—Buenas noches…
Los recién llegados empezaron a desdoblar sus mantas; colocaron sus almohadas respectivas en los sitios que estimaron mejores; tenían sueño. Hubo un buen silencio, durante el cual unos y otros se observaban de reojo.
—Si a ustedes les molesta el humo, dejaré de fumar.
Me quedé turulato al oír responder a los interpelados:
—¡De ninguna manera! Nosotros también somos fumadores.
Se sonreían mudamente; se reconocían; el vicio que compartían les hermanaba. El señor del gabán y del rostro aguileño y barbado, continuó:
—Yo, siempre que viajo de noche, elijo el departamento de
Sus oyentes se echaron a reír, y cada cual encendió una
—¡La misma cuenta nos hacemos nosotros! —exclamó el más viejo—. ¡Y ya ve usted cómo nos equivocamos todos…! En España lo prohibido es un adorno que les colgamos a ciertas acciones para hacerlas más dulces…
—En Italia —comentó
Esto da idea de la pésima calidad del tabaco italiano: ¡el nuestro es distinto…! Además a nuestras mujeres —y esto es decisivo— les gustan los fumadores…
Minutos después se presentó el interventor: precisamente cuando llegó, el humo era tan denso que podía mascarse. Bajo la claridad de mis dos luces el aire aparecía azul. Uno de los viajeros, mientras le picaban su billete, preguntó burlón:
—¿Podemos seguir fumando?
El interventor sonrió y aceptó el tabaco que le ofrecían:
—Mientras a ustedes no les haga daño…
Al marcharse, volvió a cerrar la puerta y descolgó el rótulo de
El
A este departamento había subido en Madrid una joven alta cuya belleza —y acaso más que su belleza, su elegancia provocativa— llamaba fuertemente la atención de los hombres. Al subir mis estribos, descubrió, adrede, tal vez, una pierna impecable, vestida de seda; un perfume raro, distinguido y fuerte, la seguía como una estela sensual. Iba a Hendaya; era francesa. Apenas el convoy emprendió su marcha, un camarero del
En más de una ocasión, los Hermanos Sommier, cuya experiencia en lances galantes nadie discutía, me habían asegurado que el coche-comedor, con las ocasiones que ofrece al coqueteo y la embriaguez de sus licores, era un tracero excepcional, maestro único en el arte piadoso de amañar voluntades.
—Un cinco por ciento de los matrimonios provisionales que ocupan nuestras camas —decían— se conocieron en él.
Según supe después —los vagones nos lo contamos todo— la protagonista del episodio que voy narrando acertó a sentarse en una de las mesitas llamadas
—En pasando Segovia —murmuró ella— puede usted venir…
Instantes después, Doña Catástrofe, malicioso y experto, me decía:
—Oye, Cabal: ¿viaja contigo una señorita francesa, rubia, muy bien perfumada?
—Sí; acaba de volver del comedor.
—¡La misma!
—¿Reparaste en si la acompañaba un mocetón americano, con hechuras de boxeador…?
Mi respuesta afirmativa regocijó a Doña Catástrofe.
—¡Bravo! —exclamó jovial—; me juego una rueda a que esta noche le tienes ahí, de visita. ¡Ya me contarás…!
Efectivamente, más allá de Ontanares, el joven rubio reapareció. Al ver mi tránsito desierto, se le regocijaron y encandilaron los ojos. Con aire indiferente y aplomado llegó a la puerta donde la aventura le esperaba.
—Entre… —susurró desde dentro una voz.
Admiré su juventud, su belleza saludable; admiré también su fortuna.
—Un hombre como él —pensé, jugando con la frase— es siempre
Este enredo y otros muchos de análoga índole, me han cerciorado de que el
En cuanto al
¿Y qué diré de mi
Por lo que concierne a la limpieza, yo tengo divididos a los viajeros en tres categorías: los que se acicalan, pulen y friegan, como si estuviesen en un establecimiento de baños; los que con humedecerse el rostro ligeramente y enjabonarse las manos, tienen bastante, y los que ni siquiera se acuerdan de lavarse.
Del grupo primero hay uno —casi siempre hombre— que, no bien comienza a despuntar el día, sale de su departamento provisto de toda clase de utensilios de aseo, y se encierra —se atrinchera, mejor dicho— en el
Momentos después otro pasajero, animado de las mismas intenciones y provisto de un
—¿Pero todavía no ha salido nadie?
Y los comentarios, de gusto dudoso, empiezan:
—El que esté dentro debe de haberse muerto. Yo, hace un cuarto de hora que espero y soy
—¡Quién sabe si es alguna señora la que se ha encerrado allí para dar a luz…!
Al señor que ocupa la vanguardia de la fila, le divierte el mal humor general; no le importa que los descontentos sean muchos: él, siempre es
Los viajeros hablan frecuentemente, unos con otros, de
Mediaba el mes de septiembre, el verano había sido lluvioso y frescachón, y la dispersión de bañistas empezó temprano. En San Sebastián habían subido a mí el dramaturgo Ricardo Méndez-Castillo y una tonadillera, muy célebre entonces, llamada Conchita
Sucedió, pues, que, como siempre, llamados sigilosamente por mí, Ricardo Méndez-Castillo y Conchita
Conchita
—¿Tú les crees, —dijo— marido y mujer?
Sin vacilar, Ricardo repuso:
—Me parece que no.
A pesar de esta afirmación categórica, ella vacilaba; en su cerebro pueril, la indumentaria sencilla y el matrimonio, eran ideas similares. Para Conchita
Con esta curiosidad, que sin razón la obsesionaba, la tonadillera no apartaba sus negros ojos de sus compañeros de viaje. Advirtió que representaban igual edad: este descubrimiento y su inclinación —muy frecuente entre mujeres descalificadas— a creer que fuera de la legalidad el amor no existe, la animaron a decir:
—Pues… yo te aseguro que esta muchacha es casada.
—Si lo es —interrumpió Ricardo, que no tenía ganas de charlar— lo estará con otro.
Conchita
—Sí, sí… ¡Un momento…! Sí… Ella… —No me atrevo; calla… Serénate…
Hablaban bebiéndose los alientos, sin apenas mover los labios; como en éxtasis. Ya de madrugada él salió al tránsito, llegó hasta un departamento que iba vacío; volvió: sus ojos fulguraban felinamente.
—Ven —murmuró desde la puerta.
Ella hizo un ademán negativo, en el que había angustia. Comprendíase que su decisión de resistir se agotaba. Él prosiguió, en voz imperceptible, casi con el aliento:
—No tengas miedo… no hay nadie…
Ella:
—No me atrevo…
Tenía las manos frías, y estaba tan agitada que yo la sentía temblar en su asiento. Él suplicaba, incansable, la voz turbia:
—Ven… ven…
La solicitada, lívida, los labios entreabiertos, rehusaba con la cabeza, y la penumbra infundía a su rostro una hermosura mística, fuerte, casi dramática; una bella expresión alucinante y fantasmal. Aunque agotado por el deseo, él aún pudo balbucir:
—Ven… Julieta… ¡en nombre de lo que nos hemos amado…! Julieta…
Estas palabras fueron victoriosas. La mujer se levantó, de puntillas, y salió al pasillo. Cogidos del brazo se marcharon.
Méndez-Castillo, que entre sueños había oído todo el diálogo, se incorporó.
—¡Gracias a Dios! —exclamó entre festivo y malhumorado— que el joven de la chalina llevó adelante su gusto: así, cuando vuelvan, no tendrán de qué hablar y nos dejarán tranquilos.
Con un azote despertó a Conchita
—¿Ves…?
Ella abrió los ojos, asustada, buscando a los ausentes:
—¿Se han ido…?
—Sí —replicó el dramaturgo—; pero volverán. ¿Te convences ahora de que se quieren demasiado para ser matrimonio…?
A la mañana siguiente, al llegar a El Escorial, el joven del traje de pana y de la melena abundosa, se despidió de su compañera con un abrazo y un beso, algo ceremoniosos, saludó a Méndez-Castillo y a Conchita quitándose el sombrero, y bajó al andén. Concha que, siempre curiosa, se había asomado a una ventanilla para examinarle mejor, se maravilló de verle subir al vagón que venía a la zaga mía. La tonadillera dióse prisa en comunicarle a Ricardo su descubrimiento. Había tenido una revelación.
—Se ha despedido de ella y de nosotros —dijo— para despistamos: pero sigue ahí detrás. ¡Ahora es cuando me convenzo de que no están casados…!
—Me figuro —contestó él— que la comedia no ha terminado aún: adivino una última escena.
Conchita
—¡Pedro…!
—¡Querido Ricardo…! ¿De dónde vienes?
—De San Sebastián, con Conchita. ¿Tú qué haces aquí?
—Espero a mi mujer.
Pedro Guisóla se adelantó cortés a estrechar la mano, sobrecargada de gemas, que Concha
—Pero… ¿qué es esto? —exclamó Guisóla—; ¡oh, casualidad…!
La joven hacía signos afirmativos. Rápidamente Ricardo y Conchita
—¡Pero si hicieron ustedes el viaje con mi mujer…! —concluyó el escultor.
Pedro Guisóla ofreció a Concha una mano para ayudarla a bajar por mis estribos. A Julieta la recibió entre sus brazos, y mientras la besaba, repetía:
—¡Qué casualidad…! Las dos personas con quienes has viajado, son como hermanos para mí. ¡Qué casualidad…! Pero… ¿cómo no reconociste a Ricardo…? ¡Un escritor célebre, cuyo retrato está en todas partes…!
Con cierto entono —aquel hombre fue toda su vida un poco teatral— procedió a presentar a sus amigos. Para hacerlo, se descubrió ceremonioso:
—El célebre dramaturgo Méndez-Castillo…
Ricardo se inclinó.
—La famosísima Conchita
Y agregó, gravemente:
—Mi señora…
Concha y Julieta cambiaron un apretón de manos en el que, más que un saludo, latía una complicidad. Julieta comprendió: la tonadillera no diría nunca lo que había visto.
Todos reían; todos se mostraban encantados de conocerse. Pero, el único que en aquel momento era feliz y reía de corazón, era Pedro Guisóla.
Pronto hará seis años que recorro, casi a diario, la ruta Madrid-Hendaya, y a pesar de hallarme todavía adolescente, he corregido mucho aquel concepto pintoresco que, allá en los comienzos de mi oficio, me formé de la vida. Desde luego, al sentirme colocada inflexiblemente entre un vagón que me impele —y que, a su vez, es empujado— y otro vagón que me arrastra —porque a él también lo arrastran— he perdido la fe, tan bella, que tuve en el libre albedrío. ¡Hermosa y engañosa quimera…! Quien, por primera vez, habló de ti, ¿no comprendió que todo marcha concatenado; no vio que el hombre, la oruga, la estrella, son eslabones de una cadena, unidades del universal convoy…?
Convencido estoy de que todos los seres, así los de hábitos sedentarios, como los de existencia errática, viven lo mismo, poco más o menos: porque viajar no es sólo desplazarse físicamente, sino también aspirar, soñar, pues más que nuestro cuerpo es nuestra alma la que peregrina; de donde despréndese que muchos seres, sin moverse de su sitio, andan por todas partes, según a los astrónomos y a los artistas les sucede; y otros, aun estando en perpetuo movimiento, apenas se mueven, porque van y vienen con las lámparas del entendimiento apagadas. Lo cual demuestra, una vez más, que fuera de nosotros no queda nada, o queda muy poco.
Mi mocedad, sin embargo, se impone al monorritmo de las sensaciones: todavía me interesan los discos que avisan la contingencia peligrosa de las estaciones y de los cruces; el diferente modo de silbar de las locomotoras; la gracia con que la vía férrea contornea los montes; la febril comenzón de correr, de llegar, que nos inspira la llanura; para nosotros un camino recto es como una estocada dada al horizonte: y, por encima de todo esto, la poesía alucinante, el embrujamiento folletinesco, de la niebla —la divina musa de los ojos cerrados— que en la tierra, como sobre el mar, cada dos pasos levanta ante nosotros la alquitarada angustia de una indecisión…
Continúo al servicio de La Caliente, de La Tirones y de La Recelosa; las quiero, y mis camaradas tanto o más que yo. Muéstranse fuertes, abnegadas, trabajadoras; sin ellas, nosotros valdríamos muy poco: nos falta la iniciativa, la decisión: por lo mismo, cuando en alguna estación del tránsito la locomotora nos deja para irse a realizar alguna maniobra, el convoy, solo y sin guía, experimenta la emoción de aislamiento de la mujer abandonada por su amante en un camino.
—Yo —suele decirme Doña Catástrofe— necesito saber que tenemos máquina;
Doña Catástrofe y El Misántropo son los eruditos de la Compañía: por ellos supe las regias aventuras que dieron celebridad a la isla de Los Faisanes; y que Legazpi, el conquistador del archipiélago Filipino, nació en Zumárraga; y que Arévalo y Olmedo fueron, en los siglos medievales,
Las pláticas de El Presumido que, a fuer de viejo, había elevado el modo de narrar anécdotas a la categoría de arte, tenían un cautivador interés pintoresco. El Presumido era uno de los primeros coches
—¡Si ustedes hubiesen conocido aquellos tiempos! —decía—; las locomotoras caminaban a paso de jumento, y los trenes descarrilaban o chocaban cada veinticuatro horas. Yo me desesperaba. En una ocasión viajó conmigo un señor ministro… o senador —no recuerdo bien— a quien todos sus amigos llamaban familiarmente
—¿Cómo van las cementeras? —indagaba don José.
Su colocutor contestaba:
—Da gozo verlas: si sigue lloviendo lo justo, como hasta aquí, tendremos buena cosecha.
—¿Y la langosta?
—No se ha presentado todavía, ni quiera Dios…
Así continuaron durante media hora, preguntando el uno y el otro respondiendo, hasta que, agotado el diálogo, el rústico exclamó:
—Bueno, don José: deme licencia para marcharme, porque la noche se nos viene encima y yo llevo prisa. Y quitándose el sombrero y metiéndole las espuelas al caballo, salió delante.
También contaba que en Dueñas no existen mendigos, porque en la vieja ciudad donde Isabel la Católica y Fernando de Aragón se vieron por primera vez, se practica la tradición de que nadie, que no sea propietario de un burro, pueda casarse…
Con estas y otras historias de humor regocijado, El Presumido —notable embustero— solía edulcorarnos la monotonía de la ruta.
En general, nuestro oficio es aburrido porque las personas que van y vienen con nosotros lo son; nuestro tedio, reflejo exacto es del suyo; de sus bostezos, está hecho nuestro fastidio. Comparemos un vagón vacío a un cerebro: en tal caso, yo considero que cada persona que entra en mí es una idea; y la serie de personas que acojo en cada viaje, desde la estación arrancadero a la estación terminal, como la lectura de un libro lleno de tipos, lleno de ideas… Pero, insisto: si todas estas ideas son grises, son vulgares, ¿qué habrá conseguido con ellas mi espíritu si no es hacerse gris e impregnarse de vulgaridad…? Por dicha —si bien muy de tarde en tarde— los diablillos de lo Trágico o de lo Grotesco, nos salen al camino, y con algunas gotas del sabroso licor de lo inesperado, nos animan a creer que la originalidad no se ha ido del mundo.
Aquella noche dejamos Madrid bajo un terrible nevazo. En Ávila nevaba aún con mayor ahínco; la Sierra de este nombre, la de Malagón y la Paramera, habían perdido sus perfiles y simulaban una inmensa llanura. Un silencio nuevo, el hondísimo silencio de las cordilleras, nos rodeaba. Llevábamos retraso, a pesar de tener
En Ávila, La Caliente —que apenas había hecho justicia a su nombre— se marchó, y el convoy quedó solo. En una vía lateral vi una máquina-piloto que —no me explico el olvido— había quedado a la intemperie. Su aspecto me entristeció: apagada, indefensa, en medio ele la nieve, me pareció un viejo corazón detenido por la edad en las nieves, incalculablemente frías, de la experiencia y de los recuerdos.
La Tirones tardaba; según oí decir a unos hombres, no tenía aún la presión necesaria debido a la temperatura, demasiado baja Doña Catástrofe renegaba.
—Como esa tarde mucho en venir —aludía a la máquina— voy a quedarme helado.
Al fin La Tirones se enganchó a nosotros, y, con cerca de una hora de atraso, partimos. La locomotora patinaba y parecía frenar peor que nunca.
—Esta maldita —meditaba yo— va a hacernos pasar esta noche un mal rato.
A cada momento, sin razón aparente, aceleraba su andar, o lo disminuía, por lo que los vagones nos entrechocábamos rudamente.
—La Tirones ha bebido y está borracha —decía El Presumido.
¡Calumnias! Poco a poco fue serenándose y nuestra marcha volvió a ser normal. Contemplado a vista de pájaro el tren, con sus techumbres blancas, debía de parecer un enorme ofidio arrastrándose bajo la nieve. Corríamos bien. Desde Ávila a Sanchidrián ganamos cuatro minutos. El terreno se tranquilizaba, y cuando divisamos la fortaleza de Arévalo, a la que una crueldad de don Pedro de Castilla hizo famosa, sentimos que La Tirones, hasta entonces insegura, acababa de hacerse dueña del tren. Una tranquilidad, que pronto fue sueño y sopor, nos invadió. Durante largo rato todos corrimos acompasadamente, callados, medio dormidos…
Más allá de Viana y minutos antes de cruzar el Duero, la locomotora comenzó a silbar de un modo que nos despabiló a todos: silbaba, sin interrupción, con esos silbidos cortos que son señal de peligro inminente.
—¿Qué sucede? —nos interrogábamos unos a otros.
La circunstancia de haber vía doble, alejaba de nuestros espíritus el recelo de un choque. No obstante, algo anormal debía de ocurrir. El camino era casi recto y el ténder, cargado de carbón, nos impedía mirar hacia adelante. Nuestra angustia crecía; a pesar del frío intensísimo, algunos viajeros empavorecidos se asomaron a las ventanillas. Todos se preguntaban:
—¿Por qué grita la máquina así?
El ténder se lo dijo al furgón de cabeza:
—Un hombre acaba de arrojarse a la vía.
Y la noticia recorrió, con eléctrica celeridad, el convoy.
Tras un breve intervalo de silencio La Tirones, con dos silbidos, cortos y seguidos, mandó apretar los frenos, orden que cumplimentaron con celosa diligencia el jefe de tren y el guardafrenos que ocupaba el último furgón. Pero esta buena voluntad unánime llegó tarde, La Tirones acababa de alcanzar al suicida, y el expreso se estremeció con miedo, con asco. Todos nosotros hubiéramos querido, para no mancharse las ruedas de sangre, saltar por encima del cadáver. ¡No era posible…! Y como los coches, al mismo tiempo que pasaban sobre el cuerpo, lo movían, cada vagón produjo en el muerto una nueva y espantosa mutilación. La Tirones le partió el pecho y los pies; las entrañas se escaparon y el corazón cayó, precisamente, sobre uno de los rieles, ante las ruedas del Presumido; yo le trituré el cráneo, y el chasquido de sus huesos lo oigo aún; mis otros compañeros le desmenuzaron en incontables pedazos la columna vertebral, las clavículas, las piernas, los brazos… Cuando entramos en el puente, todos llevábamos en nuestros herrajes sangre, sesos, jirones de carne, y todos nos sentíamos un poco asesinos. El convoy siguió: detrás, ya lejos, entre los dos rieles, el cuerpo torturado, apisonado, plegado, gelatinoso, revuelto con la tierra y la nieve, componía un montón amorfo, medio rojo, medio blanco…
Durante todo el viaje el recuerdo de la terrible escena me acongojó. El cadáver era el de un individuo como de treinta años, afeitado, vestido de obrero. Yo le vi… le vi bien, cuando, con mi primera rueda de la izquierda, le aplasté la cabeza; para mayor horror sus ojos, aunque muertos, parecían mirarme: los tenía desorbitados, eran azules y había en cada uno de ellos un cuajaron de sangre. ¿Pero, era cierto que yo hubiese aplastado el cráneo de aquel hombre…? Deseaba demostrarme lo contrario, y no podía. ¡Sí! Su cabeza crujió bajo mi peso enorme; yo la sentí ceder, abrirse, como una granada; mis ruedas, rompiendo aquella frente, habían apagado una luz.
Un fiero remordimiento me invadió; mi tablazón, siempre tan resignada, tan silenciosa, empezó a gemir. Sospechando lo que me sucedía, Doña Catástrofe trató de aliviarme.
—¡No te apures, Cabal! —exclamó—; ¿qué culpa tenemos de lo sucedido? Si ese hombre quiso matarse, allá él con su gusto. ¡Bah…! Esto no ha sido nada; por los caminos suceden lances peores; alíviate considerando que no ha de ser esta la única vez que te manches de sangre.
Las reflexiones afectuosas, pero triviales, de mi camarada, no podían consolarme; cuando llegué a Hendaya me sentía enfermo, y la idea de que, veinticuatro horas más tarde, repasaría por el mismo lugar donde ocurrió el suicidio, agravaba mi malestar. A poder, hubiese pedido a los empleados del tren que me sacasen del convoy, para reposarme unos días.
Entretanto nevaba… nevaba… como yo no he visto nevar nunca. Las gibas pirenaicas, los árboles, las casas, el puente internacional, todo había desaparecido bajo el mismo sudario blanco. La tierra, el cielo, el mar, se perdían en la melancolía del mismo color.
A media mañana, La Recelosa nos volvió a la
Según había oído decir, el color del luto cambia según los pueblos: para los chinos, el color de la pena y de la muerte, es el amarillo; para los árabes, el violeta; para los europeos, el negro.
Yo pensé:
La blancura ejemplar es la de la nieve, y la nieve es la muerte. A pesar de lo dictado polla costumbre, afirmo que lo blanco se halla más cerca del color que lo negro, y así, un entierro, bajo la oscuridad de la noche, parece menos triste que rodeado de la luz de la mañana, sobre un campo nevado.
Hay una oposición evidente entre el luto europeo y la psicología de los colores. El negro, que absorbe, codicioso, las siete mudanzas del espectro solar, es caliente: es el color del carbón, del hierro, de los cabellos juveniles. El mantillo, la tierra mejor, la más ardiente, la más fecunda, es negra. En África —aseguran— como en el Brasil, la naturaleza es tan vigorosa, tan abundante la germinación de sus savias genésicas, que oscurece el verde de los árboles. La raza más violenta, la más llena de instintos, es la negra. Shakespeare no comprendió que Otello tuviese los ojos azulas.
Pero la nieve es la verdadera hermana de la muerte, y, de consiguiente, su símbolo más exacto. La frialdad de los cadáveres, esa frialdad penetrante, indescriptible, que nunca olvida quien la sintió, sólo a la frigidez agudísima de la nieve es comparable. También las mejillas muertas, las mejillas sin sangre, tienen color de nieve.
La quietud llama a la muerte, y la nieve es quietud. El sol deshace pronto a les cadáveres: los pudre, los llena de gusanos y, reducidos a polvo, los vuelve al torrente de la vida universal. La nieve, en cambio, adora a los muertos y durante años respeta su forma y hasta el último gesto de su agonía. A los pastores que en una noche de invierno equivocaron el camino y cayeron por un tajo, la nieve les recibió en su colchón de vellones blanquísimos les cubrió, se adhirió bien a sus miembros, inmovilizó blandamente sus corazones, cerró sus párpados y dio a sus labios una expresión risueña. Dos, tres, cinco meses más tarde, cuando la primavera comenzó el deshielo y la voz de los torrentes resurgió gruñidora del fondo de los cauces, los cadáveres sonreían aún…
Semejante a la muerte, la nieve lo iguala todo: sus copos borran los linderos, y suavemente levantan el fondo de los abismos a la altura de las montañas. La nieve no consiente desigualdades, ni tolera preeminencias. Con ella cielo y tierra se esfuman en la inmensidad del mismo abrazo blanco. Es la gran justiciera. En invierno, hasta las cordilleras adquieren aspecto de llanura. Bajo su sudario todo calla, inmóvil: detiénese la savia en los troncos, hacen alto las aguas de los arroyos, conviértense los lagos en espejos. No hay vientos, ni colores: una especie de humareda yerta invade el espacio.
La nieve también es el silencio.
Bajo ella los campos, los andenes, los pueblos, pierden su voz. Diríase que una losa tumbal los cubre: nadie sale de su casa; las carreteras están desiertas; cesan los pregones; los tranvías, los vehículos, ruedan despacio; sobre el tapiz armiñado que cubre las calles, los transeúntes caminan sin ruido. Tal que un aroma funerario, una evaporación de paz asciende de la tierra. Las ciudades cobran perfiles de camposanto: de noche, bajo el lívido claror astral, los tejados rectangulares, blancos, oblicuos, parecen lápidas.
La nieve, manto esplendoroso del invierno; la nieve, enemiga de los vagabundos que limosnean de pueblo en pueblo; la nieve, que exaspera la voracidad de los lobos y los precipita sobre el vagabundo, es la muerte. Por eso debía ser el emblema del luto. La naturaleza lo quiere así. Cuando el sol se apague, la tierra, convertida en inmenso panteón, se cubrirá de nieve. Callarán los volcanes, dormirán los vientos y las olas, por primera vez, estarán en reposo. Se helará el mar. Todo quieto, todo frío, todo blanco…
A este punto llegaba de mis melancólicas elucubraciones, cuando el golpe seco, impaciente, que La Recelosa, ya dispuesta a partir, asestó al convoy, me reintegró a la realidad. Nuestras luces se encendieron y con el calor que la máquina nos enviaba fuimos recobrándonos: El Misántropo, El Tímido, El Presumido, los Hermanos Sommier, Doña Catástrofe, todos volvíamos a encontrar nuestro buen humor. El coche-comedor llamaba la atención con su alegría de festín: cristalería reluciente, manteles limpios, camareros de frac…
A la hora reglamentaria partimos, en busca de los seiscientos y tantos kilómetros que nos separaban de Madrid; y el desfile mareante de estaciones comenzó. Rentería, Pasajes, San Sebastián, Hernani, Urnieta, Andoain, Villabona, Tolosa, Alegría, Legorreta, Villafranca, Beasain, Ormáiztegui…
Después de El Pinar, alguien preguntó, inquieto:
—¿Os acordáis?
—Sí, sí —respondimos todos.
Sentíamos un recelo, una repugnancia, a pasar por el sitio trágico. No tardaríamos ni dos minutos en llegar. Apenas salirnos del puente tendido sobre el Duero, La Tirones comenzó a silbar. ¿Por qué…? ¿Quería decirnos algo, o su grito era un saludo que, piadosa, dirigía al muerto…?
De pronto, casi a la vez, exclamamos:
—¡Aquí fue…!
Y el expreso, todo él, instintivamente, experimentó una sacudida que despertó a los viajeros.
Empezaba el verano. Según mis cálculos, a mediados de junio debíamos de estar, porque noches antes, desde la atalaya del Puente de los Franceses, sobre el Manzanares, habíamos visto los farolillos de colores y escuchado las músicas de la histórica y muy celebrada verbena de San Antonio de la Florida.
La hora de partir se avecindaba y la escasez de viajeros nos anunciaba un viaje sosegado, esperanza que repartió por el convoy cierta alegría. En virtud de no recuerdo qué maniobrarla disposición de los vagones se modificó, y yo fui a parar a la cabeza del tren, a continuación del furgón delantero. Era la primera vez que me situaban tan a la vanguardia.
—¡Bien colocado vas, Cabal! —me gritó el compañero que había pasando a ocupar mi puesto.
—¿Por qué? —repuse.
—Porque ahí el polvo del camino te molestará menos, y el humo de la máquina, aún dentro de los túneles, pasará por encima de ti sin apenas tocarte.
—Más viejo eres que yo —repliqué— y motivos tendrás para hablar como lo haces: pero no me niegues que aquí las sacudidas de La Caliente han de sentirse más, y que, en caso de choque, la unidad más expuesta a morir soy yo.
Mi colocutor exclamó sentencioso:
—¿Y dónde viste tú que todas las circunstancias propicias, o todos los requisitos desfavorables anduviesen juntos? Repartidos están por el mundo en proporciones casi iguales, y así el arte de ser feliz consiste en acordarnos mucho de los buenos momentos, y de los males nada o muy poco. Todo está preestablecido, Cabal; la vida universal es una operación matemática, en la que nunca sobra ni falta un número. El libro del Destino es el único libro en donde todo
No contesté. Me sentía optimista y ágil. La tibieza de la temperatura invitaba a andar; más allá de la marquesina, hecha de hierro, cinc y cristal, de la estación, la vastedad cerúlea del cielo comenzaba a poblarse de estrellas. Era una de esas noches en que el aire huele a tierra mojada, a resinas y a flores; en que los conejos, enamorados de la luna, brincan, como duendes felices, al paso de los trenes, y las rocas, sobre las que el musgo pinta facciones monstruosas, parecen caretas…
Mis viajeros no llegarían a doce. Asomada a una ventanilla había una señora trigueña pechugona y nalguda, pero todavía esbelta, vestida con una falda azul y una blusa banca. Sus antebrazos mórbidos, adornados de pulseras tintineantes, intrigaban la curiosidad de los mirones. Su esposo se había detenido a alquilar almohadas para el viaje y comprar periódicos. Era un hombre de estatura razonable y bien vestido, aunque sin elegancia. Representaba treinta y cinco años, y tenía todo el aspecto de un honrado burgués, rico y sólido. También me interesó cierto caballero, ya cincuentón, de aspecto prócer, de ojos claros y decepcionados —ojos que habían visto mucho—, que iba y venía escénicamente por el andén. ¿Por qué me preocupó aquel tipo? Sólo una vez miró a la señora de las pulseras, y por ese mismo cuidado que me pareció poner en no mirarla, yo hubiese jurado que estaba allí por ella. La señora decía a su marido: —Sube, Adelardo, que ya nos vamos; han dado la salida…
Demostraba inquietud. Él subió a mí en el momento en que la locomotora, mansamente, arrancaba. Miré hacia atrás y me sorprendió no ver al caballero que minutos antes ocupó mi atención. Inmediatamente pregunté al compañero que me seguía:
—Oye, Misántropo: ¿va contigo un señor alto, de bigote canoso, vestido de gris… tipo cosmopolita… con los guantes de color amarillo metidos en la abertura del chaleco…?
—Ya sé quién dices —atajó el Misántropo—; viaja detrás de mí, en El Tímido. ¿Te interesa?
—Sí; porque creo que llevamos a bordo un marido engañado.
—¿Uno? —repitió—; ¡eres bondadoso! Si en cada tren no viajase más que un marido engañado, el Diablo no tendría qué hacer.
Don Adelardo y su cónyuge se habían sentado de espaldas a la máquina, y bajaron el cristal inmediato a ellos, lo que bastó a hacérmeles antipáticos, pues tengo horror al polvo. Si aborrezco el verano es porque todo el mundo viaja con las ventanillas abiertas. Oyéndoles hablar, comprendí en seguida que era él quien amaba y ella la que, misericordiosa, se dejaba querer. A cada instante, con solicitud un tanto empalagosa, él averiguaba:
Su inferioridad era evidente, Ella rehusaba con un gesto, mientras sus labios abultadillos permanecían cerrados en un mohín imperceptiblemente desdeñoso. Yo meditaba:
—Si crees conquistarla con tus atenciones, estás equivocado: el Amor no se entrega a la cortesía, ni al talento, ni a la hermosura, ni siquiera al cariño; el Amor no paga, no corresponde; se da…; no le pidamos por caridad, ni buena educación, ni cariño, al dios; el Amor es un delicioso rebelde que, en las tres cuartas partes de las ocasiones,
Ella preguntó, a la vez displicente y afectuosa:
—¿Compraste algún libro…? Porque, cuando te vayas, me aburriré…
Contuvo un bostezo, él exclamó:
—¡Ah, sí…! Toma: es lo único que he podido hallar.
La ofrecía un volumen encuadernado delicadamente. La señora de la blusa blanca y de la falda azul, miró a su esposo de una manera indefinible. Hubo en sus bellos ojos húmedos como un epigrama…
—¿No habrá aquí nada malo…?
El semblante del marido expresaba satisfacción; aquella pregunta acababa de colmarle de confianza. Por su frente sentí pasar esta idea:
—Creo que no —dijo—; el librero me aseguró que era una novela
Este diálogo, aunque absurdo, no me sorprendió; lo absurdo es tan cotidiano, que lo de sentido común es lo que sorprende. Diferentes veces oí decir a mis huéspedes:
La esposa de don Adelardo había empezado a abrir el tomo con una horquilla, y leyó algunas páginas; luego, distraída, lo dejó en el asiento, se levantó para arreglarse el vestido y, al volver a sentarse, lo hizo sobre el libro, como para demostrar su confianza en aquella obra en la que no había pecado.
El matrimonio volvía de
—¿De modo que usted se apea en Medina?
—Desgraciadamente —replicó don Adelardo—: Carmen, mi señora, va a San Sebastián, donde tiene parientes; con ellos pasará el verano. Yo, me quedo en Medina para ir a Salamanca; mis socios están montando allí una fábrica.
A la una y minutos de la madrugada, hicimos alto en Medina del Campo. Usando de la soledad en que estaban, los dos esposos pudieron despedirse tiernamente. Ella le echó ambos brazos al cuello; él la tenía cogida por la cintura, y mientras la besaba en los labios la contemplaba anhelante, la respiraba, parecía bebérsela.
—Mañana, temprano, apenas llegues, telegrafíame —rogaba el marido.
—Lo haré así; ¡como siempre…!
—¡De no recibir tu telegrama, iría a buscarte!
—¿Estás loco…? Y tú, en cuanto regreses a Madrid, avísame.
Él balbuceaba, pálido, la voz enronquecida:
—Mi alma…
—Adiós —repetía la esposa—; adiós…
—¡Mi vida…!
—Ten cuidado; corre… que el tren se marcha.
Al cabo, tras un rudo esfuerzo que debió de hacerle daño en el corazón, él pudo arrancarse de los brazos sedeños, mórbidos, fragantes, que le enlazaban, y descendió al andén. Todavía volvieron a estrecharse las manos, hasta lastimárselas; y, de nuevo, florecieron en sus labios las frases acongojadoras de las despedidas:
—Te quiero; no me olvides…
—¿Cómo voy a olvidarte…? Adiós… adiós…
Por tres veces sonó una campana. La Tirones lanzó un silbido largo, y partimos.
Carmen, asomada a una ventanilla, movía su pañuelo y continuó agitándolo hasta después de haber perdido de vista al andén. Hecho esto se irguió, exhaló un suspiro de liberación y levantó el cristal. ¡Cuánto se lo agradecí…! En aquel instante, con una sonrisa triunfadora bajo el bigote rucio, detúvose ante la puerta del compartimiento el caballero del
—¡Carmen! —murmuró cruzando sus manos, de una gran distinción, con un gesto en el que, simultáneamente, había respeto y deseo.
Demostró la intención de instalarse a su lado. Ella, con un ademán, se lo impidió.
—Siéntate enfrente de mí —murmuró— y sé prudente; el inspector conoce a mi marido…
La escena era, al par, graciosa y amarga. Yo pensaba:
Con lo mucho que hablaban no tardé en ponerme al tanto de quiénes eran y de la antigüedad de sus relaciones: él residía en la capital donostiarra, y había ido a Madrid para acompañar a su amante durante el viaje; todos los veranos hacía lo mismo. En cuanto a don Adelardo, apremiado siempre por graves responsabilidades comerciales, si alguna vez se excedió a ir con su mujer hasta Miranda de Ebro, fue para luego tomar la línea de Castejón a Zaragoza y Barcelona, donde tenía negocios. La firma de aquel hombre joven, simpático y buenazo, significaba un valor de varios millones.
¡Y, sin embargo —reflexionaba yo—, ella no le quiere…! El delito no era este, sin embargo, porque, dentro de la jaula formada con los barrotes de todos los prejuicios, de todos los juramentos y de todas las leyes, el pájaro azul de la ilusión canta victorioso, y no siempre queremos a quien debiéramos querer: el crimen de aquella mujer estaba en la traición. Decirle a su marido:
Este lance, a pesar de su gravedad, es, desgraciadamente, tan frecuente, tan vulgar, que yo no hubiese hablado de él a no ser por la originalidad de cierto episodio, de sabor vodevilesco, con que se adorna.
El verano había muerto. Una noche, de las últimas de septiembre, al llegar a San Sebastián en dirección a Madrid, vi a Carmen,
—En recuerdo —murmuró— de estos tres meses. Dentro mandé cincelar algo muy nuestro. Procura que nadie la vea. Te la pondrás cuando volvamos a estar juntos.
Los ojos de la amada se iluminaron; brillaron de agradecimiento, de alegría infantil; acaso —¡oh, dolor!— hubo en ellos un poquito de codicia también…
Ya en su departamento, mientras rodábamos, Carmen examinó la sortija, que adornaban una esmeralda preciosa y un brillante, no muy crecido pero de luz extraordinaria. Nunca había visto otro ni más límpido ni mejor tallado. Sintió deseos de llorar, y sonrió; estaba hechizada; ¡oh, ella sabía tasar una joya…! Después —me parece que sin prisa—, dentro del aro de la sortija leyó:
Sí, fue una bonita noche… Pero Juan no debió grabar nada en la sortija, porque, según está, no me atrevo a usarla. ¡Vaya una tontería…! Esto lo discurre un estudiante… ¡pero, no él…! ¡Egoísta…!; Sí; esto lo ha hecho por egoísmo, para que yo sólo pueda lucir la sortija cuando esté a su lado…
No había querido calzarse los guantes y disimuladamente, temerosa de que los viajeros notasen su alegría, se miraba las manos. Las dos piedras eran lindísimas, y a porfía el brillante y la esmeralda se disputaban su corazón. Continuó meditando: Lo mejor será borrar esa inscripción comprometedora. Yo le diré a Juan que temía que Adelardo la viese… ¡Es una buena idea! Juan no se enfadará…
El mucho precio y la belleza del obsequio la habían quitado el sueño, y hasta más allá de Miranda no empezó a advertir que la pesaban un poco los párpados. Suavemente iba adormilándose; sus compañeros de viaje habían extinguido mis luces. Volvió a despertarse, sin embargo: la, idea, tengo una sortija, la sacudía, y las dos gemas llenaban su cerebro de claridad. Burgos había quedado atrás cuando Carmen se levantó en busca del
La señora de la blusa blanca se miró las manos, y sofocó un grito. En la oscuridad la vi enrojecer, palidecer… ¡Había perdido la sortija!
—¡La he olvidado en el lavabo! —bisbiseó.
Echó a correr, calenturienta, por el pasillo. Sus pies, calzados con zapatos de muy alto tacón, se doblaban a cada momento con mi trepidar, y su cuerpo carnoso chocaba, como ebrio, contra las paredes. En una curva, el ímpetu centrífugo la despidió hacia fuera con tal brío, que, a no haber allí un pasamanos de hierro, me rompe un cristal. El llanto asomaba a sus ojos cuando llegó al
—¡Oh! —rugió desesperada.
Sus lágrimas, mal contenidas, corrieron. Esperó; pero, incapaz de atajar su impaciencia, a cada momento tamborileaba sobre la puerta con los nudillos. De súbito se reprimía, avergonzada; de súbito, también, volvía a llamar. Dentro, una voz exclamó, con acento extranjero:
—Calma… calma, por Dios: un poco de calma… que a este sitio nadie viene por gusto…
Abrióse la puerta y apareció una señora peliblanca, grave y flaca, con aspecto de institutriz inglesa. Carmen la detuvo.
—¿Ha visto usted una sortija?
—No, señora.
—Sí: una sortija…; lleva una esmeralda y un brillante…
Hablaba con imperio, como si acusase, y mirando a su interlocutora a los ojos. Esta hizo un ademán inocente:
—Acaso esté —dijo—; verdaderamente, yo no he mirado.
Y se marchó. Carmen registró el
—¿Qué hacer —repetía—, qué hacer…? ¡Ah, mi mala suerte…!
Acordóse del vigilante, que acaso sabría algo, y se precipitó en su busca. Lo halló tres vagones atrás, en El Misántropo. El vigilante nada había visto, pero prometió informarse; preguntaría…
—Que la sortija aparezca —dijo—, depende, como usted comprende bien, de la honradez de quien la haya encontrado.
—Yo creo —afirmó Carmen, a cuyo espíritu volvía la silueta de aquellos desconocidos que vio al salir del
Esta idea se la inspiró la dirección, opuesta a la de la máquina, en que aquellos hombres caminaban. El vigilante ratificó su ofrecimiento de buscar, y ella tornó a su departamento. Los pies no la sostenían; iba rota…
Cuando el expreso entraba en la estación de Venta de Baños, Carmen, que iba acodada a una ventanilla, empezó, desde lejos, a saludar a su marido con un pañuelo. Antes de que el convoy se detuviese, ya don Adelardo había subido a mí y el matrimonio se abrazaba. Luego charlaron, interrogándose y contestándose ambos a la vez, mirándose a los ojos mientras se oprimían las manos.
Yo, entretanto, ponía a su conversación esta apostilla triste:
Se habían sentado, y para no molestar a los otros viajeros procuraron dormir. De pronto, ella tembló convulsivamente; el marido inquirió:
—¿Qué tienes…?
Carmen repuso:
—Los nervios; no es nada.
Mentía: era que la posibilidad de que el vigilante la restituyese la sortija, la había flagelado como un latigazo. Yo debí decirle —pensó— que, de no dármela antes de llegar a Venta de Baños, se quedase con ella. Adelardo va a verla. ¿Cómo no preví esto…? ¡Soy una bruta…!
Se apoderó de ella un miedo insensato; tenía los ojos hundidos y febriles. Su marido llegó a inquietarse.
Empezaba a clarear cuando apareció el vigilante.
—Señora, aquí está su sortija; la tenía un viajero del coche que corre delante.
Carmen, inesperadamente, con unas fuerzas que sacó no sabía de dónde, repuso:
—Esa sortija no es mía.
Al vigilante, la sorpresa le desquijaró la boca; quedóse idiotizado. Don Adelardo, maquinalmente, había cogido la joya; miró a su mujer:
—¿Es tuya?
—No.
El esposo leyó la inscripción:
—¡Es bonita! —murmuró dirigiéndose a su consorte en voz muy baja—; bonita y buena; lo menos cinco mil pesetas habrá costado…
En su corazón la codicia había encendido su lámpara amarilla. Tranquilamente, sin embargo, devolvió al vigilante la sortija, diciéndole:
—No es nuestra.
El vigilante trató de insistir, pero vacilaba, aturdido: hasta llegó a pensar que la señora de la blusa blanca y de la falda azul que tenía delante, no era la misma con quien momentos antes estuvo hablando: ¿
—Te ha confundido con otra viajera —comentó don Adelardo.
—¡Sin duda…!
Empezaba a serenarse, y el buen color de las conciencias limpias volvía a su semblante. El esposo continuó:
—¡La sortija me gusta…! Es distinguida. Si su dueña se hubiese quedado en Miranda, o en Burgos, o en Venta de Baños… lo que nada tendría de particular, yo trataría de comprársela al vigilante. ¿Quieres…? La inscripción que lleva, se quita…
Ella asintió feliz, y él agregó, recreándose en redondear bien su pensamiento:
—O no se quita… Sustituimos la palabra
La esposa aprobó: el marido continuaba la obra del amante, y así la sortija, y lo que en ella se decía, pertenecía por igual a los dos. Tenía unos deseos furiosos de reír: como en las comedias, todo se desenlazaba plácidamente. Ya cerca de Madrid, don Adelardo buscó al vigilante y le ofreció quinientas pesetas por la sortija.
—Mi señora —explicó— se ha enamorado de ella.
El empleado aceptó el trato; acababa de acercarse un poco a la verdad: él no descifraba bien el misterio de aquella joya, pero estaba cierto de que pertenecía a la viajera
Así terminó la aventura, y supongo que don Adelardo y su mujer continuarán dichosos.
De todo esto hablé mucho con mis camaradas. Yo estaba indignado: mi juventud se revolvía contra tanta falsía, contra la suciedad de tanto perjurio. El convoy reía: le divertía mi buena fe.
—De cosas peores —insistía El Presumido— ha sido testigo cualquiera de nosotros.
Hasta que Doña Catástrofe me pacificó con estas palabras sentenciosas:
—Reflexiona, Cabal: si de la vida suprimes la traición, ¿qué dejarás de ella…?
Los vagones franceses, a fuerza de trasponer un día y otro nuestra frontera, acaban por chapurrear el castellano y aun el vascuence. A nosotros con su idioma, y por iguales razones, nos sucede lo propio.
Aquel anochecer, de los primeros de un mes de noviembre, los coches del expreso de París llegados a Irún, nos dieron una noticia inquietante.
—Estad prevenidos —dijeron— porque hoy traemos mala gente.
—¿Quiénes son? —indagamos.
—Cuatro bandidos de los más célebres.
—¿Sabe vuestra policía que venían a España?
—Nos parece que no.
Pedimos detalles.
—Todos visten bien y son jóvenes —respondieron nuestros cofrades traspirenaicos—; el mayor, probablemente, no habrá cumplido treinta años. Uno de ellos, apodado
El narrador concluyó:
—Por cierto que Cardini, el italiano, para distinguirse de sus compañeros, lo hizo dando una vuelta completa en el aire.
Entretanto los viajeros llegados de Francia iban tomando posesión de nuestros departamentos. Pasaban de cuarenta. ¿Irían entre ellos los cuatro facinerosos de que nos hablaban? Quisimos saber sus señas.
—
—¿Y Cardini…?
—El italiano es aceitunado, menudo, vibrante. Una vieja cicatriz le corta los labios, tan finos y sin color, que a su vez simulan otra cicatriz. Sus cómplices Mauricio, antiguo boxeador, y Dommiot, son de corta estatura también, y recios; verdaderos hércules. Jacobo Dommiot, especialmente, tiene bajo un cráneo casi microcéfalo un cuello de toro. Los tres visten gorras de viaje y trajes y gabanes oscuros, y están afeitados.
El tren francés se despidió deseándonos buena noche; regresaba a su país; y nosotros, a la hora señalada, partimos con rumbo a San Sebastián. Cierta inquietud folletinesca —trepidación de aventura— nos sacudía a todos. Unos a otros nos informábamos:
—¿Llevas contigo alguno de esos tipos, Presumido?
—No, afortunadamente. ¿Y tú, Misántropo?
—Tampoco.
Doña Catástrofe aseguró que llevaba a Cardini, pero en seguida rectificó: había confundido al italiano con un viajante catalán. Al cabo, y tras minuciosos cabildeos, dedujimos que los cuatro facinerosos se habrían quedado en Irún. ¿Con qué intenciones? Quizás para trasladarse a Madrid días después; o acaso en espera de cualquier barco de cabotaje que fuese a Santander o a Coruña. Esto último lo juzgamos más verosímil, porque ellos temían, probablemente, haber dejado huellas delatoras de su paso, y nada para borrar una pista como el mar.
Yo hubiese querido conocer a Jacobo Dommiot, el del cuello atorado; y a Mauricio, el boxeador; y a Cardini, el saltarín; y, más que a todos, al
Doña Catástrofe, que iba siguiendo mi monólogo, me atajó:
—Como tú opinas, Cabal, discurría yo de mozo; pero el ambiente en que nos movemos poco a poco me ha modificado el criterio. Lee los periódicos. En Francia, en Inglaterra, en Alemania, en los Estados Unidos, no hallarás ningún bandolero analfabeto: esos célebres bandidos internacionales que asaltan bancos y desvalijan trenes, son hombres de imaginación extraordinaria, que escriben perfectamente y visten como
Yo le escuchaba complacido: parecíame que el viejo coche, que tanto había visto, tenía razón.
Doña Catástrofe continuó:
—Entre nosotros el bandolerismo acabó con
Calló Doña Catástrofe porque íbamos a penetrar en un túnel, y El Tímido, que corría tras él, empezó a distraerle con aspavientos. Cuando salimos de la tierra, reanudó, con gran contentamiento mío, su disertación:
—Todo esto es causa de que en España el robo sea algo miserable, grotesco y sin la menor espiritualidad. La ignorancia y la nutrición insuficiente, acobarda a los hombres. Créeme, Cabal: una mala alimentación hace más por la tranquilidad pública que la Guardia Civil. Te referiré un episodio de que fui testigo. Hace muchos años, una mañana, a poco de salir de Madrid, el guardafrenos descubrió a un individuo que se había alebrado pecho abajo y cuan largo era sobre la techumbre del último furgón, creyendo que en aquella actitud nadie le vería.
Le interrumpí para decirle:
—Oyéndote, cualquiera creería que los ladrones te gustan.
—Me gusta —replicó Doña Catástrofe— que cada cual conozca y descuelle en su oficio: que un ingeniero, por ejemplo, sepa tender un puente; y que un maquinista sepa guiar su locomotora; y que un policía sepa rastrear un delito, y que un bandolero sepa robar… porque el progreso de una nación nace del esfuerzo de todos sus ciudadanos, así de los muy buenos como de los muy malos. ¿No comprendes que los muy malos sirven, precisamente, de excelente estímulo a los muy buenos? Desgraciadamente vivimos en un momento histórico de color gris, en que todos los honrados son un poquito ladrones, y viceversa. Cabal: Castilla fue grande, fue gloriosa; pero hogaño está usada, triste, y su llanura se les ha metido a los hombres en el corazón.
Dicho esto, Doña Catástrofe, taciturno y endolorido por el frío, no habló más.
Todo el convoy, envuelto en niebla y en humo, avanzaba silencioso, maquinalmente y medio dormido; rodaba como si supiese, de una manera subconsciente, que su obligación era seguir adelante; un fenómeno análogo a esos hechos que los psicólogos califican de
En Burgos subió a mi compartimiento delantero un fraile de la orden franciscana, y aunque iba descalzo y fuese su sayal de grosera estameña, sus cabellos blancos, su rostro aguileño, la lividez marfileña de su cabeza y la pulcritud de sus manos y de sus pies, cantaban bien alto su distinción. El único asiento vacío que quedaba, lo ocupó el religioso, quien hubo de advertir la hostilidad sorda con que sus compañeros de viaje, todos fatigados y soñolientos, le acogían. Flexible y mundano, nada dijo, sin embargo. A poco llegó el interventor. El fraile le preguntó:
—¿Queda alguna cama…?
—Casualmente en este mismo coche tiene usted una. ¿La quiere? Le cobraré el
—Muy bien: ¿puedo pasar ahora…?
—Cuando usted guste.
El religioso, muy amablemente —acaso con una leve ironía—, saludó a los viajeros y salió al pasillo, y el interventor tras él. Al fondo del departamento, casi a oscuras, una voz displicente lanzó este comentario:
—Los hombres que hacen voto de pobreza y, como en elogio de la miseria, andan descalzos, no debían viajar en
Hubo risas disimuladas; la reflexión era exacta; aquel individuo, brusco sin duda, que había hablado, tenía razón. Algunos viajeros levantaron la cabeza para mirarle, satisfechos de que alguien hubiese dicho lo que ellos —mejor educados, tal vez— no se atrevieron a decir. Las personas toscas o brutas suelen aventajar a las discretas en sinceridad.
El fraile, entretanto, había comenzado a desnudarse; una vez desembarazado de su hábito y de sus sandalias, se acostó. Realmente, la extremada pobreza de su figura desentonaba en aquel ambiente confortable, mullido, lujoso…
Y a mi memoria volvieron las reflexiones que, momentos antes, Doña Catástrofe me había hecho.
—He aquí un hombre —pensé— que es fraile… ¡y no sabe ser fraile…!
Con motivo de un descarrilamiento importante ocurrido en la línea de Córdoba a Sevilla, mi familia —al convoy yo lo llamo
Vemos llegar la muerte, y no sólo, no nos es permitido esquivarla, sino que corremos hacia ella, y con nuestro propio ímpetu favorecemos su obra. Al Presumido, que en los albores de su vida había ambulado mucho por Andalucía, se le ocurrió la siguiente comparación, por desgracia exacta:
—Somos como los toreros: a un torero le ves sano y riéndose cinco minutos antes de la corrida, y cinco minutos después está de cuerpo presente. Así nosotros: ahora a mí, por ejemplo, nada me falta: mis ruedas trabajan bien, mis asientos son cómodos, todas mis ventanas cierran…; y puede ser que esta misma noche, antes de llegar a Segovia, me veáis convertido en astillas.
La desagradable conversación continuó hasta que la Caliente vino a recogernos, y bajo su recuerdo depresivo —un recuerdo al que se mezclaba algo supersticioso— salimos de Madrid. Yo iba malhumorado, presagiaba desdichas y siempre que la locomotora silbaba ante el enigma de la noche, lóbrega y húmeda, un gran frío —un frío que era miedo— me traspasaba. Delante de mí marchaba El Misántropo, más tiznado y callado que nunca; apenas oscilaba, y su andar monótono infundía sueño.
—Oye, Misántropo —le dije.
Pero no contestó, y yo, sin advertirlo, me quedé dormido. Al despertar no reconocí el sitio donde nos hallábamos: mis huéspedes dormían, y como todas las luces iban apagadas el tren adelantaba sin proyectar a sus lados claridad ninguna. La niebla era espesa; imposible orientarse; todo el camino parecía un túnel. A intervalos, cuando el fogonero abría el horno para proveerlo de carbón, el humo de la Caliente se teñía de rojo, y simulaba, sobre la tiniebla de la noche, una trenza ensangrentada. Únicamente el oído me informaba algo: por los diversos ruidos del expreso sabía cuándo cruzábamos un campo abierto, o cuándo corríamos entre montañas: de súbito me advertí sobre un puente; luego sentí que me hundía, en un túnel; y esta espantosa ceguera aumentaba mi temor a morir.
El alto que hicimos en Segovia nos despertó a todos, charlamos y las luces del andén contribuyeron a reanimarme. Además, de allí en adelante, el camino era mejor. Cuando llegamos a Venta de Baños, llamaron mi atención unos treinta o cuarenta vagones que reposaban, como olvidados, en una vía de descarga: a unos les faltaba la techumbre, otros no tenían puertas ni estribos, y todos mostrábanse desconcertados, desvencijados, cual si hubiesen sufrido algún tremebundo magullamiento; muchos, cuya tablazón estaba completamente astillada, parecían esqueletos. Era un convoy trágico.
A mis preguntas, El Misántropo contestó:
—Estos coches están aquí provisionalmente, esperando a que los lleven a Valladolid, donde hay un taller de reparaciones.
Yo los miraba con horror; recordaba cuanto, al emprender el viaje, mis compañeros habían glosado a propósito de los descarrilamientos y de los choques. Aquellos vagones rotos, doloridos, casi inútiles, eran como una procesión de enfermos que aguardasen a la puerta de un hospital.
Finalmente la noche transcurrió sin que nos ocurriese desgracia ninguna, y con las luces primeras del amanecer y el cantar batallador de los gallos, la serenidad me volvió al cuerpo Sin embargo, cuando a media mañana llegamos a Irún, ya de vuelta de Hendaya, mi cansancio y mi melancolía me inmergieron en un sueño profundo. De un tirón dormí varias horas.
Me despertó un encontronazo; por su rudeza comprendí que era La Recelosa, siempre arisca y vehemente, quien me lo daba. Acababa de hacerse dueña del convoy. Era noche cerrada y en el andén había bastante concurrencia.
—¡Ya era tiempo de que despertases, Cabal! —me gritó un compañero.
—¿Tanto he dormido? —pregunté.
—Toda la tarde.
Doña Catástrofe murmuró a mi lado, misterioso:
—Creo que hiciste muy bien en descansar, porque acaso esta noche no podamos dormir.
En el acto, telepáticamente, adiviné su pensamiento.
—¿Lo dices por los ladrones franceses?
—Sí.
—¿Les has visto?
—Dos de ellos están conmigo, en el mismo departamento, pero no se hablan: demuestran no conocerse.
Una áspera emoción de alegría y de susto me sacudió; una vibración semejante, tal vez, a la que produce en el público de las Plazas la salida del primer toro.
—¿Quiénes son? —dije.
—Por las señas que de ellos nos dio el expreso de Francia, uno debe ser Cardini, el italiano: cobrizo, cenceño, la expresión áspera… Le corta los labios una cicatriz que debieron pintársela a cuchillo.
—¡El mismo! —exclamé—; ¿y el otro?
—Es pequeño y tiene la cabeza sanguínea y cuadrada, como los hombros. Creo que es Dommiot.
El Presumido reclamó la atención de Doña Catástrofe:
—¡Mira… mira…!
Yo miré también. En la puerta del restaurante de la estación, al que sus ventanas iluminadas daban un aspecto de fiesta, acababa de aparecer la figura simpática, ágil y fuerte, llena de novelesca armonía, del
—¿Crees que vendrán con nosotros, Catástrofe? —decía yo.
—Pienso que sí.
—¿Irán a asaltar el tren…?
Doña Catástrofe vacilaba; si tenía opinión, no quería emitirla. Insistí hasta arrancarle una respuesta que mi inquietud estimó poco categórica:
—Recuerda —dijo— lo que acerca de esta gente conversamos días atrás: si fuesen españoles, afirmaría rotundamente que
Yo me hallaba situado a la zaga del convoy: detrás de mí iban el coche-correo, con quien no tenía comunicación, y el furgón de cola. Delante llevaba a Doña Catástrofe, y seguidamente y por el orden en que los cito, al Presumido, El Tímido, El Misántropo y los dos Hermanos Sommier. Yo deseaba que Mauricio o
Bajo la marquesina, a cuya cristalería las luces del andén comunicaban un júbilo argentino, resonaba un murmullo ininteligible de multitud: ruido de conversaciones, de pisadas; voces de gentes que se buscan y se despiden; pregones… Un muchacho gritaba los títulos de los diarios que acababan de llegar; a lo largo del expreso, la voz monótona de un individuo vestido con una blusa blanca, repetía:
—¡Almohadas de viaje…!
El
Yo estaba inconsolable.
—¡Qué lástima! —suspiré. Doña Catástrofe, que adivinó la razón de mi pena, me regañó:
—¡Cállate, Cabal…! Más vale así. ¿Para qué quieres exponerte a que esos desalmados, si por acaso acometiesen a los pasajeros, te den un tiro…?
No contesté porque me hallaba en un estado de nerviosidad desconocido para mí; y supuse que mi sobresalto no debía de ser completamente irrazonado al cerciorarme de que mis compañeros, cuál menos cuál más, participaban de él. De extremo a extremo del expreso, como por un hilo eléctrico, nuestras impresiones iban y venían aceleradas y sigilosas. Yo le preguntaba a Doña Catástrofe:
—Oye: ¿qué hacen
—Jacobo Dommiot va leyendo un periódico.
—¿Y Cardini?
—No hace nada.
—¿Duerme?
—No: ni lee ni duerme: mira.
—¿A quién? —insistía yo que buscaba, en cada gesto de los malhechores, el prólogo de un drama.
—A nadie —replicaba paciente el anciano Doña Catástrofe—; Cardini no parece reparar en nadie, no mira a nadie: tiene la cabeza apoyada contra el respaldo y sus ojos insomnes miran delante de él, lo cual es mucho peor…
Transcurridos algunos minutos el veterano vagón, que, a fuer de viejo, era curioso, indagaba:
—Presumido, escucha: pregúntale al Tímido lo que hace Mauricio.
El Presumido, complaciente y a su vez ávido de saber, trasmitía la pregunta:
—Atiende, camarada: ¿duermes…? ¿No…? Responde, entonces: ¿qué hace Mauricio?
—Nada de particular: lo llevo en el pasillo, fumando.
—¿Viaja contigo mucha gente?
—Voy completo.
—¡Buena ocasión para acabar aplastado bajo un túnel…! ¿Eh…?
—¡Cállate, salvaje…!
El Presumido gustaba de embromar a nuestro compañero, a quien, en memoria o como burla de sus muchos lamentos, solía apodar
Luego la curiosidad que nos recomía a todos no tardaba en contagiar al Presumido, quien, a su vez, preguntaba al Misántropo:
—¿Qué hace
—Nada sospechoso: lleva la visera de su gorra sobre la nariz y los ojos cerrados.
—¿Duerme, efectivamente?
—No: pero parece procurarlo de buena, fe, y ello me tranquiliza.
De este modo las noticias ambulaban por la cadena invisible que —semejantes a eslabones— formaban nuestras preguntas y respuestas. Aquellos cuatro bandidos nos obsesionaban, nos desvelaban: su vivir borrascoso les embellecía y servía de prestigioso basamento a sus figuras: les temíamos, les admirábamos y envidiábamos su estrella rebelde; entre tanta gente estaban solos y más alto que nadie; en sus armas llevaban sus fueros, sus pragmáticas; eran
A espaciados intervalos, de punta a punta del tren, las mismas interrogaciones, tantas veces repetidas, y que eran como las llamas con que ardía nuestra curiosidad, volvían a correr.
—¿Qué hace Dommiot?
—Leer.
—¿Y el italiano?
—Cardini mira; y supongo que piensa cuando mira tanto.
—¿Y Mauricio?
—Fuma sin cesar; muéstrase receloso; acaba de prender su quinta pipa.
—¿Y Raúl…?
—
Estábamos ciertos de presenciar aquella noche algo extraordinario, y nuestra inquietud era tan aguda que hicimos partícipes de ella a la mayoría de los trenes —mercancías o correos— que se cruzaban con nosotros. Las emociones, cuando son fuertes, poseen la virtud de democratizar; la emoción emplebeyece, tiende a la igualdad…
—Llevamos gente sospechosa —les gritábamos al pasar.
Ellos, que, por informes recogidos aquí y allá, en la ruta, sabían de quiénes les hablábamos, respondían:
—¿Son los cuatro franceses que ganaron la frontera hace unos días?
—Sí.
—¡Ah…! ¡Ya nos contaréis cuando volvamos a encontrarnos a la vuelta…!
—Sí… sí…
—¡Buena noche…!
—¡Buen viaje…!
Todos —ellos y nosotros— nos interpelábamos a la vez, las locomotoras silbaban, saludándose, como hacen los grandes barcos que se encuentran en alta mar, y de este modo la noticia del posible drama que peregrinaba con nosotros, volaba simultáneamente de norte a sur, y viceversa.
Mis inquilinos empezaban a rendirse al sueño: algunos no habían abierto los párpados desde San Sebastián; el novillero roncaba sonoramente, envuelto en su capa; hasta las inglesas lectoras guardaron sus libros, y en la misma actitud que tenían, con sólo ponerse una almohada sobre el hombro para reclinar la cabeza, dejaron que sus ojos cansados reposasen. En ningún departamento quedaba luz; los pasajeros, para disminuir el aire que siempre entra por las rendijas de las ventanas, habían corrido todas las cortinillas. Únicamente algunos trasnochadores continuaban en el pasillo, a despecho del frío, fumando. Eran los díscolos, los insomnes, para quienes mi corredor simbolizaba la calle, que tanto amaban. Sin embargo, el sueño, poco a poco, les echaba de allí, y les restituía a sus butacas. A las diez de la noche todo descansaba dentro de mí, y aquella paz, aquella quietud en que estaban mis ideas —creo haber dicho que cada viajero era una idea para mí— me daba la prestancia de una gran conciencia tranquila. En los otros coches, la mayoría de los pasajeros descansaba también. Yo, presintiendo un viaje de aventuras folletinescas, me había equivocado;
Al cuarto de hora de salir de Miranda de Ebro, Doña Catástrofe me comunicó esta observación:
—Cardini ha mirado su reloj de pulsera, y luego sus ojos y los de Jacobo Dommiot han cruzado una pregunta. En la oscuridad yo he visto sus pupilas brillar ansiosas y fieras. Es evidente que ambos se interrogaban respecto a la ejecución perentoria de algo que tienen pactado. Estoy intranquilo.
Al mismo tiempo El Presumido nos trasmitía el siguiente aviso que El Tímido y El Misántropo le comunicaban:
Casi a la vez, Jacobo Dommiot y el italiano salieron al corredor. Doña Catástrofe, por momentos más empavorecido, iba relatándome, uno a uno, todos estos detalles. Ya no dudaba de que los facinerosos se disponían a acometer a los viajeros.
—Son pocos —interrumpí—, no creo que se atrevan…
—He ahí mi miedo —replicó el viejo vagón—, que no operen solos, sino en combinación con otros salteadores que hayan hecho lo necesario para descarrilarnos. ¡Nada más fácil…!
Las cábalas de mi compañero me llenaron de zozobra; yo no quería morir. Pregunté:
—¿Es muy peligroso descarrilar?
—Según: en unos parajes, sí; en otros, no. Yo he descarrilado nueve veces, y en una de ellas me destrocé la mitad de las ruedas.
—Pero el maquinista y el fogonero —repliqué— no cesan de otear el camino; son como vigías, y si advirtiesen algún peligro maniobrarían para parar.
—Sí, que maniobrarían… ¿Y qué…? Llevamos mucha marcha, la noche es oscura y el peligro puede atajarnos en una cuesta abajo… o en una curva… Si estos bandoleros, efectivamente, resolviesen descarrilarnos, ten la certidumbre de que habrán sabido elegir el sitio. Además, La Tirones frena mal.
De nuestros temores participaba todo el convoy, y los minutos empezaron a parecemos muy largos. Nos cruzamos con un mixto.
—¿Hay novedad en la vía? —le gritamos.
—¡No…! —repuso.
Cada vez que pasaba un tren repetíamos nuestra pregunta, y la contestación alentadora era siempre la misma: la vía estaba expedita; podíamos seguir.
No cejaba, sin embargo, mi inquietud; antes acrecía; la idea de desriscarme me mordía, me enfriaba; llegó a dolerme el cuerpo. Doña Catástrofe que, por haberme conocido niño, me quería y hasta me cuidaba con amor paternal, intentó serenarme.
—No tiembles, Cabal: de haber descarrilamiento, serán los vehículos delanteros los que se fastidien. Nosotros, por ir a la cola, vamos seguros; y, aun de los dos, el mejor situado eres tú.
Al filo de la media noche supimos que
—Vamos.
Los dos malhechores pasaron al otro vagón, y El Tímido suspiró liberado. Al verles seguir adelante, El Presumido empezó a susurrarle a Doña Catástrofe:
—Ahí van… ahí les tienes…
Y, todo el tren, que espiaba los prolegómenos del lance y se sentía a salvo, comenzó a burlarse de la mala suerte del anciano vagón. De ocurrir un asesinato, un incendio o un robo, había de ser en él, que tenía, como los pararrayos, la virtud de atraer la desgracia.
Cardini y Jacobo Dommiot, al ver llegar a sus compañeros, caminaron delante de ellos y les esperaron en el tránsito metálico que unía a Doña Catástrofe conmigo. Les oí hablar y mientras se acabildaban, aquellas cuatro cabezas de ojos fulgurantes, de rasgos duros, de labios finos, palpitantes y sin color, estaban casi juntas. Raúl, concisamente, repartía órdenes:
—Ya sabéis que yo defiendo la puerta.
Todos afirmaron.
—Tú —prosiguió el jefe dirigiéndose a Cardini— te quedas en el pasillo.
El italiano asintió.
—Y vosotros, procurad maniobrar aprisa.
Hablaba a Dommiot y a Mauricio, los dos hércules de la banda.
—Y si alguno se resiste —concluyó— le dais, un buen golpe. Conviene trabajar sin ruido. De las armas sólo debemos hacer uso en un caso muy extremo.
Dicho esto, todos penetraron en mí.
—¿Quién iba a creer, Cabal —musitó Doña Catástrofe— que la fiesta iba a ser en honor tuyo…?
—Venga el dinero —decía—; ¡el dinero…! ¡pronto…! ¡el dinero…! No intenten ustedes defenderse ni gritar, porque les mataríamos. Somos muchos.
Se expresaba aplomadamente y en un castellano bastante limpio.
—¡Venga todo…! el dinero… los alfileres de corbata… los relojes… las sortijas…
Jacobo Dommiot era el verbo; a su lado Mauricio, los puños cerrados y en actitud de boxear, era la acción; tras ellos, Cardini, lívido y ágil, las apoyaba con la breve y certera elocuencia de su Browning. Los viajeros, paralizados por el terror de la sorpresa, se rindieron a discreción; ni siquiera los que iban armados pensaren en defenderse; el asalto había sido instantáneo y el deseo de vivir se impuso a todos: quién entregaba su cartera y cuanto dinero llevaba en los bolsillos; quién, con la prisa de quitarse pronto las sortijas, se arrancaba a túrdigas la piel…; mientras las manos cortas y velludas de Dommiot iban de un robado a otro infatigables, insaciables… y Mauricio, siempre recogido sobre sí mismo, miraba a todos, con ojos circulantes, dispuesto a golpear. La operación terminó prestamente y en silencio. Sin volver la espalda, Mauricio y Dommiot regresaron al pasillo.
—No intenten ustedes salir al corredor ni pedir auxilio —advirtió Dommiot— porque les asesinaríamos.
Dicho esto apagó la luz —como invitando a los desvalijados a reanudar su sueño— y cerró la puerta. Seguidamente y de la misma traza, siempre callados y ejecutivos, irrumpieron en el compartimiento inmediato, donde la escena anterior se repitió puntualmente. Sin aspavientos ni voces, en medio de un absoluto silencio, los infelices viajeros, agarrotados bajo las cadenas del pánico —no hay ligaduras que sujeten mejor— se dejaban robar. Los más animosos entregaban cuanto tenían; pero en algunos el terror era tan agudo, que no podían mover los brazos, y Jacobo Dommiot, por sus propias manos, tuvo que registrarles. En menos de tres o cuatro minutos, unas ocho carteras, otros tantos relojes y alfileres de corbata, y más de quince sortijas, pasaran al bolsillo del ladrón. ¡Hermosa redada…! Entretanto, Cardini y
—¿Sucede algo?
Los del italiano:
—Nada: todo marcha bien.
Luego, a su vez, los ojos pequeños, pero espejeantes y habladores, de Cardini, interrogaban:
—¿Oyes pasos? ¿Viene alguien…?
Los del
—No…
Comprendí entonces por qué los astutos salteadores me eligieron para escenario de su hazaña, y admiré su pericia. Cualquiera de las unidades centrales del convoy se comunicaba, a la vez, con dos vehículos, y era más difícil de guardar que yo. En cambio yo, que no podía relacionarme con el coche-correo, iba medio aislado, y mis viajeros, para huir a otro vagón sólo podían hacerlo en una dirección y por una puerta; la misma que
El interés del drama crecía… crecía… y me embebía de modo que no podía responder palabra a lo que, sin interrupción y angustiosamente, mis compañeros me demandaban.
Al allanar el tercer departamento, y no bien Dommiot avivó las luces, una de las inglesas empezó a gritar; enloquecida procuró huir, pero Mauricio la asestó un puñetazo en la mandíbula que la derribó al suelo, sin conocimiento. Quedó atravesada en la puerta, la mitad del cuerpo en el pasillo; al caer el sombrero se la escapó de la cabeza, su pelo se esparció y Cardini, para sujetarla si por acaso volvía en sí, la puso un pie sobre los cabellos.
La otra inglesa parecía petrificada. Los demás viajeros también se mostraban inertes y dóciles.
—Las carteras, pronto… las sortijas… les alfileres de corbata… ¡no intenten ustedes resistir porque somos muchos! —repetía Dommiot.
Sin hacer caso de amenazas, el novillero, que había tenido tiempo de prevenirse, acometió al ladrón. Jacobo Dommiot le dio en medio del pecho un golpe maestro, pero el torerillo era duro y agarrándose a su enemigo le derribó sobre el diván; el cuello de Jacobo Dommiot se cubrió de sangre. Como por la disposición en que se hallaban, ni Cardini ni Mauricio podían favorecer a su compañero, limitáronse a vigilar a los restantes viajeros fijamente, amenazadoramente, como significándoles:
—Pero ¿no acabas con él? —murmuró Mauricio.
En este momento el novillero conseguía liberarse de los brazos que le oprimían, se irguió y dio un paso atrás. Tenía el mirar abrasador y en las pálidos labios un gesto homicida. Sacó un cuchillo y adelantó otra vez. Simultáneamente Mauricio y Dommiot le acometieron, y el boxeador recibió en un brazo una herida profunda. Los des bandidos comprendieron que urgía concluir el pleito, y retrocedieron hasta la puerta.
—Tira —ordenó uno de ellos en italiano.
Y Cardini disparó, y el novillero cayó muerto.
—¿Por qué has tirado…? ¿No recomendé que no hicieseis ruido…?
El italiano, que continuaba pisando sobre los esparcidos cabellos de la inglesa, replicó fríamente:
—Si no le mato, no acabamos en toda la noche.
La detonación y el desapacible chirriar de los frenos despertaron al resto del pasaje. Una tras otra las puertas se abrían; varios viajeros se acercaron al pasillo. Raúl les gritó amenazándoles con su pistola:
—¡Atrás…! ¡Atrás…!
Y así les contuvo. Los cuatro bandidos se habían reunido en mi plataforma trasera, dispuestos a escapar apenas la marcha, por momentos más lenta, del convoy, lo permitiese. A lo largo del tren resonaban voces confusas, voces de zozobra; todos los vagones aparecían iluminados; el maquinista y el fogonero miraban hacia atrás, y el guardafrenos, desde su furgón de cola, hacía con un brasa extraños aspavientos.
Súbitamente las puertas de mis compartimientos volvieron a abrirse, y un grupo de viajeros armados salió al pasillo. La inglesa yacía desvanecida, en el corredor. Muchas voces gritaban:
—¡Ladrones…! ¡Socorro…!
Sonaron tiros, y varias balas me traspasaron; los pasajeros disparaban contra les fugitivos.
—¡Abajo —decía Raúl—, pronto…!
Cardini, el primero, saltó a la vía, dio algunos traspiés y cayó de rodillas; en seguida se levantó y echó a correr. Tras él escapó Dommiot, quien, menos afortunado, rodó por el suelo algunos metros, aunque sin lastimarse. Mientras Mauricio bajaba al estribo,
El expreso se había detenido, y una muchedumbre ruidosa y asustada me invadió. Al verme, retrocedía espantada. Había motivos. Mi corredor, y más aún el departamento donde yacía el novillero, eran un lago de sangre.
Esta tragedia de la que los periódicos, escandalizados, hablaron mucho tiempo, señala en mi biografía un segundo período. Aquel drama —¿quién hubiera podido sospecharlo?— marcó el término de mi juventud, modificó mi idiosincrasia, hasta allí superficial y novelera, me sugirió ideas nuevas, graves, trascendentes; ¡me envejeció…! Fue para mí, en suma, como ese primer gran aguacero que, de pronto, mata al verano.
Durante dos semanas estuve detenido en Burgos, a cuyos Juzgados correspondió el proceso incoativo del crimen consumado en mí. Me habían llevado a una vía lateral, junto a unas vagonetas cargadas de balasto, y allí me dejaran después de cerrar cuidadosamente todas mis puertas. Yo era algo sagrado. Cada cinco o seis día iban a visitarme varios señores —personas de cuenta, sin duda, a estimarles por la solicitud con que el personal de la estación les acogía— que después de examinar prolijamente, una vez y otra, las horribles manchas bermejas que me afeaban, y las huellas de mis muchos balazos, se marchaban rodeados de un aire de misterio.
Lo que más me afligió fue verme separado —de un modo que luego comprendí que era definitivo— de mis compañeros. Cuando estos, a la mañana siguiente de perpetrado el trágico asalto que dejo referido, llegaron a Madrid, fueron visitados por el Director y otros altos empleados de la Compañía, los cuales reconocieron que la mayoría de las unidades del convoy estaban
—En Madrid quedaron —me dijeron.
—¿Qué tienen?
—Mucho desgaste: El Tímido llevaba la calefacción y los frenos estropeados; al Presumido deben arreglarle los asientos, y también los muelles, para que no se mueva tanto. Doña Catástrofe es quien está peor: a ese infeliz le duele todo, y lo menos tardará dos meses en salir de la enfermería.
Terminadas las diligencias judiciales, tan cachazudas siempre, fui enganchado a la zaga de un
Como mi salud continuaba siendo excelentísima, en el taller permanecí pocos días: los justos para que me cambiasen algunas alfombras y el forro de los asientos, y me cerrasen las heridas de los balazos. Seguidamente me trasladaron a la estación, y sin otras dilaciones metiéronme en la composición del
No quiero recordar lo que sufrí. Los primeros viajes los hice sin cruzar la palabra con nadie. ¡Cuánto echaba de menos la rapidez y la limpieza de mi antiguo convoy…! Sin ser orgulloso, precisamente, mi distinción, mi selecta crianza, me vedaban allanararme a compartir la plebeyez de un tren correo. Los vagones rotulados de
Mucho padecí, sin embargo, al extremo que pensé enfermar de tristeza. Andaba con el espíritu orientado hacia atrás; vivía de recuerdos; y como para estimar bien las cosas nada hay mejor que distanciarse un poco de ellas, en mi evocación los años idos se me ofrecían más placenteros y hermosos que nunca. Rememoraba límpidamente la ufanía loca con que en Irún, y por vez primera, salí al camino; el aspecto de aquellos aledaños bravíos, en los que los tonos graves de la tierra y del cielo se armonizan en un acorde de rara majestad; las casas de frontis oscuros y largos balconajes de madera, que a la hora de la sobretarde con sus ventanas iluminadas me hablaban de quietud; los valles arbolados, la altivez de los Pirineos, y más que otro monte ninguno el muy belicoso de San Marcial, que ha bebido sangre de los pueblos más fuertes de Europa. Recordaba asimismo mis emociones sobre el puente internacional, en cuyo comedio me parecía pertenecer, a la vez, a dos naciones, y tener dos almas; el recelo que me producían los discos y las campanas de las estaciones, y las distintas maneras con que las manos, según fuesen francesas o españolas, despedían al convoy: las manos francesas son más dulces; saludan mostrándonos la palma y bajando los dedos; quieren despedirnos y nos llaman; todavía —cuando ya no hay remedio, cuando ya nos vamos— quieren retenernos: mientras en las manos españolaos, que vuelven hacia nosotros su dorso, el
Tampoco podía olvidar un lance que, habiéndome causado al principio agudísimo miedo, luego me emocionó y removió hasta enternecerme.
Llevaba yo más de un año de vida ferroviaria, y conocía al dedillo todas las
Corríamos aquella noche entre Villabona y Tolosa, cuando la máquina empezó a silbar como nunca lo hizo: no lanzaba la serie de silbidos rápidos que pregonan riesgo, sino que pitaba caprichosamente. El terror me sobrecogió. Los gritos ensordecedores del vapor eran tan pronto agudos como graves, y todos largos, desesperados, de una polifonía nueva y acongojadora. Pensé que íbamos a chocar con otro tren, o a despeñarnos en el Oria.
—¿Por qué la máquina grita así? —pregunté a un compañero.
—No te asustes —dijo—; el padre de nuestro maquinista vive cerca de aquí, y su hijo silba para que el viejo sepa que
También citaré un episodio algo infantil, quizás, pero que me dio la primera impresión de la muerte.
Era una tibia mañana azul, de mayo o de junio; las praderas se habían vestido de verde y sobre los hilos del telégrafo cantaban centenares de pájaros; en la blancura de las alquerías, en el murmullo de los regatos emigradores, en la jocunda lozanía de les árboles, triunfaba un júbilo de resurrección. Advertí, de pronto, que un pajarito, volando a la altura de mis ventanillas y paralelamente al tren, parecía divertirse en acompañarnos. Yo le oía piar alegremente; jugaba, parecía borracho de sol, era feliz… Luego, probando el vigor de sus alas, adelantó hasta situarse a la cabeza del convoy; después intentó remontarse para cruzar la vía; no pudo: al pasar sobre la máquina, la terrible columna de ardiente vapor que exhalaba la chimenea lo alcanzó, lo elevó, casi perpendicularmente, a considerable altura, y lo arrojó asfixiado, casi quemado, a un lado del camino. Yo le vi caer exánime, y chocar contra el suelo…
—Lo ha matado —me dijo un compañero que había seguido, como yo, los incidentes del pequeño drama.
—¿Y ya no podrá moverse? —interrogué candoroso.
Mi colega se burló de mí.
—¿Eres tonto…? ¿Cómo quieres que se mueva…? ¿No acabas de oír que la máquina lo ha matado…?
Entonces me puse a reflexionar, y de mis meditaciones deduje que
¡Oh, aquellas escenas, aquellas conversaciones vibrantes de emotividad moceril, aquellos camaradas de mis primeros años, qué lejos están…! Ahora la vida se me aparece distinta, y en torno mío todo adquiere la tonalidad gris de mis asientos; ya nada es muy bueno ni muy malo; todo
Mas si es evidente que el tiempo nos arruina y satura de melancolía, también nos transforma, y al hacerlo sigilosamente se lleva aquellos mismos dolores que nos dio: de donde colijo que vivir no es envejecer, sino renovarse, y que la idea luctuosa de la vejez más visos tiene de espejismo que de realidad.
Digo esto a propósito de mi encuentro con El Misántropo y los Hermanos Sommier, en la estación de Madrid. Ellos me informaron de que Doña Catástrofe había vuelto a la vía de Hendaya con otro convoy, y que se cruzaban con él todos los días; y que El Tímido y El Presumido formaban parte del
—Esos dos —añadieron mis camaradas— han progresado: ruedan menos que antes y viajan de día.
Luego preguntaron:
—¿Y tú, Cabal…? ¡Pobre…! Tú no tuviste suerte; tú no mereces estar en un
Estas palabras, que meses atrás me hubiesen lastimado mucho, no me produjeron impresión. ¿Por qué? ¿Acaso mi sensibilidad se había embotado? ¿Era que la resignación penetraba en mí…?
—Mejor andaba con vosotros —repuse— pero tampoco diré que vivo mal. Es cierto que mis jornadas actuales son de treinta y seis horas, pero en cambio camino más despacio, por lo cual los peligros de la ruta no son tan graves…
¿Era el amor propio, la vanidad de no aparecer dolorido a los ojos de mis compañeros lo que me obligaba a hablar así…? No: era, sencillamente, porque, sin yo mismo advertirlo, había ido acoplándome al nuevo ambiente.
En los comienzos de aquella segunda etapa, lo extrañaba todo: las locomotoras, los coches, el camino, das paradas frecuentes y, a mi juicio, interminables.
Todos los hombres parecen iguales y son distintos, como las hojas del mismo árbol. Así las máquinas: todas las de una
Con todas ellas llegué a hermanar, pues basta acercarse a las cosas y atisbar el dolor en que viven, para comprender los móviles de sus acciones y disculparlas; porque comprender es perdonar…
Lo propio me acaeció con mis doce compañeros del convoy. En los comienzos se me manifestaron hostiles, especialmente el que rodaba delante de mí y a quien apellidaban Dos-Caras, por ser la mitad de
Con las pequeñas estaciones del tránsito me sucedió igual: la vida, así la de los objetos que parecen inanimados como la de los hombres, es una constante adaptación, y yo me adapté. Mientras pertenecí a un
Cuando supe caminar despacio mi alma cambió, y mi carácter tornóse más dulce, y mi observación más minuciosa y sutil. La Naturaleza siempre es la misma, y no obstante, para los niños tiene un aspecto, y otro para los jóvenes, y una tercera expresión, completamente distinta, para los viejos. Y conmigo fue igual. El trayecto de Madrid a Venta de Baños, que recorrí durante cerca de dos lustros, y que creía no reservaba disimulos para mí, ahora me parecía nuevo. Era como un libro que yo hubiera, jurado saberme de memoria, y que, en realidad, no hubiese leído. La mayoría de sus detalles me sorprendían con su novedad, y admiraba la grandeza de ciertos aspectos que veces innúmeras pasaron ante mis ojos y en los cuales no reparé: árboles, montañas, cañadas pintorescas, un torreón elevado en la cumbre de un cerro, un cementerio medio escondido en el declive de una loma…
A cada rato, me preguntaba:
—Pero… ¿es posible que esto, que ahora veo, haya estado aquí siempre…?
Y, según meditaba, es decir, según me ejercitaba en la preexcelente gimnasia de la autoinspección, mi yo crecía, porque nada reafirma ni ensancha tanto nuestra personalidad como la reflexión.
Esas estaciones pueblerinas que nunca figuran sobre el itinerario de los
También me cautivaba el público allí congregado: gentes sencillas, efusivas, cargadas de mantas y de alforjas, que se precipitaban en masa al asalto de los coches de
¿Y que diré de esas señoritas pueblerinas que todos los días, y generalmente a la hora del crepúsculo, acuden a la estación
Yo las veo divagar por los andenes, cogidas de la cintura y vestidas sencillamente de negro, de blanco o de rosa… según el tiempo, y el deseo de ideal que las agita me conmueve. Algunas, por su mayor belleza, llegaron a impresionarme excepcionalmente, y al acercarme a la estación donde estaban pensaba más en ellas. Todavía recuerdo a
Otra silueta que perdura en mi memoria es la de un preso a quien dos guardias civiles conducían esposado. Los curiosos le miraban ávidos: era
Día por día la llaneza —no deliberada, sino espontánea— de mi carácter, me granjeaba afectos mejores entre mis compañeros. Las paradas largas, en vez de irritarme como antaño, me complacían, y supe hallar interesante la conversación de los
De este modo acabé por volver a sentirme feliz, con ese bienestar sólido que no es inocencia ni ceguera, sino razonamiento y equilibrio, y entonces reconocí que el secreto de la felicidad está en ser alegre y en amarlo todo.
Como los trasatlánticos —según dicen— la vida ferroviaria, en sus distintos aspectos, brinda al observador expansiones magníficas de caracteres y excelentes muestrarios de tipos. Yo miro constantemente fuera y dentro de mí, y conforme mi perspicacia se asotila, veo multiplicarse las figuras y vestirse de importancia cosas y hechos que antaño estimé baladíes. A mi alrededor el mundo me parece, simultáneamente, más sencillo en su esencia, y en su aspecto más polifacético, vario y heterogéneo: donde antes no distinguía nada o muy poco, ahora percibo mucho: una atención bien disciplinada vale un microscopio.
Entre las emociones que primero llegaron a mí, he consignado la que me produjeron los discos blancos, verdes y rojos, en la oscuridad de la noche; en cambio, en los banderines, de iguales colores, de los guardabarreras, no reparé hasta mucho después, quizás porque de día, bajo el imperio analéptico del sol, el peligro asusta menos. Luego reconocí mi injusticia, mi ingratitud, hacia esos empleados oscuros que, con calor, con frío o con lluvia, a la hora bochornosa de la siesta, en Castilla, y entre las nieves de las madrugadas cántabras, aguardan el paso de los trenes y con su banderín —como el espada con su muleta— parecen engañar a la Muerte y apartarla de nuestro camino. ¡Cuántas veces, en las noches de niebla, la locomotora marchaba despacio y pitando, y los vagones, empavorecidos, nos estrechábamos unos a otros, cuando, de súbito, la bandera blanca de un guardabarrera nos devolvió a todos la serenidad…! ¡Y cuántas veces también, en uno de esos momentos en que el sueño o la excesiva confianza parecen vendarle los ojos al maquinista, un banderín rojo nos atajó y detuvo a pocos metros del desastre…!
De ciertos guardabarreras me acuerdo como si les tuviese decante: cerca de Burgos había un mocetón de barbas mal rapadas y pelambrera intonsa, que nos miraba foscamente; parecía aborrecernos y cargarnos de maldiciones, y, sin embargo, sus banderines siempre nos fueron propicios. Había un cojo que parecía conocernos, pues nos sonreía a todos: a los Hermanos Sommier, al Misántropo, a Doña Catástrofe, a mí…, y su sonrisa era tan alegre como lo que su bandera blanca, prometía. Hasta que una tarde en que —con razón— su banderín rojo mandó parar el expreso, vimos que también sonreía, y desde entonces su placidez dejó de inspirarnos confianza. Tampoco he olvidado a una pobre mujer, parva y parda, que vigilaba el paso a nivel de una carretera, cerca de Dueñas, y que siempre estaba embarazada…
De los tipos que yo llamo de
A los interventores les debo muchos ratos deliciosos de hilaridad. Un buen interventor es, exactamente, lo contrario de un despertador: porque este despierta al dormido cuando debe, y aquel cuando menos debiera hacerlo. Cien veces fui testigo de la siguiente escena:
Empieza la noche y todos los viajeros duermen; ¡todos… menos uno…! Este infeliz está fatigadísimo, se cae de sueño, los huesos doloridos se le derrumban, y, sin embargo, sus ojos se niegan absolutamente a cerrarse. ¿Qué puede desvelarle así? ¿Algún remordimiento, tal vez… alguna ambición? No: mi sensibilidad me coloca muy cerca de él, y reconozco su alma limpia, blanca: no padece de celos, no teme nada, sus negocios marchan bien… Su única preocupación es descansar; ¡y no lo consigue…! Acaso por obra de esos raros magnetismos a que las personas son tan accesibles, es, precisamente, la beatitud con que los demás pasajeros duermen y roncan, lo que a él le conserva tan despabilado…
A mí, que nací compasivo, su tortura me enternece: el compartimiento está a oscuras y en la sombra el desvelado suspira y roe maldiciones. Por mucho que rebusco, no comprendo su nerviosidad: la temperatura es buena, el asiento blando, nada cruje dentro de mí, freno sin ruido y tengo un rodar suave que no pierdo ni aun en los máximos arrebatos de velocidad. Mi huésped, sin embargo, continúa sin hallar aquella actitud grata que, poco a poco, ha de encalmarle. Su espíritu está lleno de luz: es como si dentro del cráneo se le hubiese quedado olvidado un rayo de sol. Monótonamente transcurre una hora. El insomne, la cabeza en la almohada y el cuerpo medio caído sobre el codo derecho, continúa llamando al sueño: pasan unos minutos, no logra su deseo y muda de actitud. Ahora es el lado izquierdo el que le sustenta: una mano se le ha enfriado y la mete en un bolsillo; el cuello le molesta y lo desabotona; le hormiguean las piernas; se le entumece un brazo; una bota le oprime: con objeto de olvidar estas importunidades, ora se alarga en su asiento, ya se recoge… De pronto siente —¡oh, alegría!— que los párpados empiezan a pesarle; sus esfuerzos van a ser recompensados; al fin, sigiloso, astuto, lentamente el duende divino del sueño se acerca. El viajero abre la boca, sus articulaciones y sus músculos se aflojan, y por instantes el traqueteo de mis ruedas le parece más lejano; todo se esfuma; la conciencia va apagando sus luminarias; ya sólo arde una luz, la más pequeña… y cuando este último fulgor se extinga, el espíritu, dulcísimamente, se sumergirá en la sombra…
Y es entonces, en ese momento de indescriptible beatitud, es cuando el viajero siente que le tocan en un brazo, y una voz que dice, con cierta impaciencia:
—¡Caballero… chist, caballero…! ¡El billete…!
Es el interventor. Este hecho se repite varias veces todas las noches. El interventor nunca aparecerá cuando el viajero está despierto, ni mucho después de haberse dormido, sino en el mismo divino instante de dormirse; con precisión tal, con exactitud tan estricta, que he llegado a sospecharles movidos por un mecanismo de relojería.
Habitualmente los viajeros reciben al inspector sin protesta; quizás algún viajante de comercio refunfuñe algo, pero sin excederse. Los pasajeros temibles son los pusilánimes —futuros enfermos, quizás, de delirio persecutorio— que, al subir a un tren, siempre lo hacen con el miedo a ser robados. Uno de estos, en el trayecto de Palencia a Sahagún, no reconoció al interventor que le despertaba, y creyendo habérselas con un ladrón abalanzóse sobre él y de un puñetazo le partió las narices. Los interventores, que ya conocen estas historias, van prevenidos.
Respecto de los viajeros hay mucho que escribir. Desde luego —y antes de entrometernos en particularidades— deben dividirse en dos grandes grupos; a saber: viajeros que
—¿Por qué se deja usted robar por las Compañías? ¿No le da a usted lástima tirar su dinero…?
He llegado a adquirir un conocimiento tan inmediato y justo de las personas, que, a poco de conocerlas, ya sé en qué categoría debo incluirlas. Las figuras rebeldes, las dueñas de una fuerte personalidad, escasean; algunas, muy pocas, viajaron conmigo; pero la mayoría de los tipos —no en cuanto tienen de epidérmico o formal, sino en lo substantivo— se parecen unos a otros asombrosamente, y son de muy fácil clasificación.
Entre las mujeres honestas —vayan solas o acompañadas— sólo admito dos tipos: las desenvueltas, que no parecen preocuparse de nadie, y acaso abusen de las cortesías debidas a su sexo para expugnar un asiento cómodo; y las tímidas, que no hablan con nadie, ni se atreven a cruzar las piernas, si están cansadas, ni son capaces de ir al
A los hombres su libertad les hace más variados y pintorescos.
Empezaré esta rápida enumeración por el viajero
—Caballero —pregunta—, ¿son de usted esté libro y estos guantes…?
—Sí, señor.
Y, solícito, acude a recoger sus guantes y sus libros. El recién llegado saluda, sonríe y se instala.
A los pocos instantes aparece un tercer viajero; desde el pasillo observa y adivina que aquellos asientos van desocupados. Indaga:
—¿A quién de ustedes pertenece esta maleta?
—Es mía, caballero —responde ruborizándose.
Y la retira. Así, una tras otra, todas las plazas se ocupan.
La idiosincrasia del viajero
Tengo observado que, en ferrocarril, los hombres de mundo se apartan de las mujeres; ellos sabrán por qué: parece que, todo lo que tienen de deliciosas en el hogar, lo tienen en los viajes de molestas…
El viajero
Con estos tiquismiquis y perfidias yo me divierto y, al par, me instruyo mucho. En la intimidad de un viaje largo, aun los espíritus más herméticos llegan a descubriese un poco. La desocupación de tantas horas les mueve a buscar consuelo en el diálogo: el fastidio les expone a decir palabras indiscretas, y, en un rato de distracción o de abulia, el cansancio físico suele obligarles a cometer incorrecciones de actitud.
Personas vi que, tras una noche en ferrocarril, se manifestaban tan ecuánimes y amables como cuando subieron al vagón. Pero estas son minoría. La descuidada mayoría no tarda en sufrir la necesidad, algo grotesca, de disponerse cómodamente: este se aflojará el cinturón, aquel se quitará el cuello de la camisa, un tercero cometerá la grosería de descalzarse… ¡Lo que más odio…!
—
En esta prolija galería de siluetas —cómicas casi siempre— que me frecuentan, nunca falta
En un departamento hay seis personas, de las cuales dos, por hallarse en el centro y faltarles un ángulo cómodo sobre que apoyarse, pasarán la noche moviendo la cabeza de atrás a adelante, o de izquierda a derecha. La expresión de estos movimientos responderá al temperamento de cada sujeto: los optimistas y bondadosos se manifestarán propicios a todo:
De mis huéspedes, uno es viejo y tiene bigote rubio; aquel es joven y luce una hermosa barba negra: de los dos caballeros sentados junto a las ventanillas, el colocado de espaldas a la máquina es muy delgado, y el otro muy gordo. Cada cual busca un medio de distracción: quién lee una novela, quién desdobla un periódico, quién se abisma en las páginas, repletas de nombres y de números impresos en caracteres microscópicos, de una Guía. A intervalos se observan recíprocamente, y, según transcurre el tiempo, parece envolverles una atmósfera de confianza mutua. Casi a la vez, todos han pensado:
—
Gradualmente la lectura les cansa y los periódicos van quedando arrugados sobre las rodillas; algunos, con el trepidar del convoy, resbalan hasta el suelo.
De pronto uno de los dos señores que ocupan el medio del compartimiento, es decir, el lugar más incómodo, el más ingrato, empieza a roncar. ¿Es posible? Momentos antes le vi apoyar la barbilla sobre el nudo de su corbata, e inmediatamente, sin transición ninguna, su respiración hízose sonora. Al principio, creí haber oído mal:
—Pero… ¿se ha dormido…? —me pregunto.
Sí, duerme, no cabe duda; y, por instantes, el aire que absorbe y devuelve por boca y nariz, reafirma y complica su polifonía.
El pueblo, con su exacta agudeza y donoso humor proverbiales, señala en el roncar tres tiempos. En el primero —dice—
El viajero de que hablo marca estos tres tiempos exactamente. Comenzó soplando con el soplar lento, suave, indispensable para apagar una cerilla. A esta espiración apacible sucede luego un suspiro plácido:
El rostro caído hacia adelante, la gorra o el sombrero ladeados, y las manos gordezuelas cruzadas sobre el vientre redondo,
—
Los demás viajeros le miran sorprendidos, y a poco este asombro se convierte en envidia, y luego en antipatía, en odio… Evidentemente les molesta que, hallándose todos despabilados, alguien duerma así: aquel roncar tranquilo implica una superioridad, y es una ofensa a sus ojos insomnes. El despecho les impulsa a pensar en voz alta.
Uno comenta, con irritación sorda:
—¡Qué atrocidad! Tiene una garganta que parece un serrucho. ¡Vaya un modo insolente de dormir…!
Otro responde:
—Para ser así es necesario carecer de sensibilidad. Yo, en el tren, no puedo cerrar los ojos.
—Ni yo.
El joven de la barba negra añade:
—Pues, como no despierte, vamos a pasar la noche en el Purgatorio. Es de los que duermen y no dejan dormir a nadie. ¡Qué falta de educación…!
Ajeno a cuanto de él murmuran, el durmiente prosigue feliz:
—
Llegamos a una estación, y mis huéspedes creen que el movimiento brusco con que me he detenido despertará al roncador. ¡Mentirosa esperanza! En el profundo silencio de la parada sus ronquidos se oyen mejor. Ni las trepidaciones, ni el frío, le vencen. El señor delgado tiene un mal pensamiento:
—¿Y si abriésemos la ventanilla? Quizás una corriente de aire acabase con él…
Los circunstantes sonríen aprobadores, pero no se atreven; sería demasiado… El tren reanuda su correr crepitante, y
A la mañana siguiente, ya bien entrado el día, despierta y sus ojos miran asombrados a su alrededor. Su despertar es afectuoso y comunicativo. Bosteza, sonríe…
—Afortunadamente —exclama— ha pasado la noche. ¿Han descansado ustedes…?
Nadie contesta; pero los semblantes amustiados, las miradas sin brillo, de sus oyentes, dicen lo contrario.
—¿Ah? —prosigue—. ¡Caramba…! Yo tampoco he dormido.
El viajero delgado, y el gordo, y el anciano del bigote rubio, y el joven de la barba negra… le miran iracundos, y cada cual echa de menos su revólver. Hay descaros que deben replicarse a tiros.
Como en contraposición
Dos minutos antes de arrancar el tren cuando creía que ya nadie subiría a mí, llega un caballero. Es amable sin pecar de risueño, grave sin adustez. —Buenas noches— murmura. Coloca en la red su bagaje: un maletín, una sombrerera y un paraguas, todo muy pulcro y nuevecito, y para acomodarse no elige sitio, sino que acepta el más próximo. En seguida desdobla una buena manta a cuadros escoceses, con la que se envuelve las piernas y el cuerpo hasta la cintura y se sienta erguido, los pies juntos y cruzadas las manos sobre el abdomen. Representa cincuenta años, talla mediana; el cabello y el bigote enteramente blancos; color pálido, perfil aguileño; la barbilla, limpiamente delineada, descubre voluntad. Tipo militar, en fin, de comandante para arriba. Sombrero hongo bien encajado sobre las negras cejas, de manera que no pueda torcerse a un lado ni a otro; gabán azul, muy cepillado, guantes de ante amarillo: el cuello de la camisa, blanquísimo, brilla a la luz.
Aquel hombre, de una impasibilidad atormentadora, no, lee ni fuma: sus pupilas vivaces miran al espacio, examinan a los viajeros y, a intervalos, se detienen en mí. A su curiosidad distraída la mía responde. Más de una hora hace que estamos juntes y todavía sus pies no se han movido, y los pliegues que, al sentarse, formó la manta con que se calienta, duran aún. Solamente la disposición de sus manos ha cambiado: la izquierda, que se hallaba debajo de la derecha, ahora está encima.
Poco a poco mis inquilinos se animan a charlar, y la conversación se generaliza: hablan mal de España, tópico malsano inevitable entre españoles, y el humo de los cigarrillos azulea el ambiente. Hay risas, interjeciones. Únicamente el caballero del nevado bigote permanece serio, callado y sin fumar, y su hermetismo envuelve un reproche Súbitamente la parla cesa, y, bajo las primeras insinuaciones del sueño, cada quisque busca una actitud cómoda. Este hunde su cabeza en una almohada mientras ahoga un bostezo; aquel se arrebuja en su gabán; quién se cala mejor la gorra para quitarse de los ojos la luz; la euritmia se pierde…
Únicamente
A mí mismo, tan avezado a conocer mentes, este viajero-tipo me inspira una admiración de la que participan los demás pasajeros. El caballero que está a su lado le interroga amablemente:
—Desearía tenderme un rato. ¿Le molesto a usted si coloco los pies sobre el asiento?
—De ninguna manera.
—¿No quiere usted acostarse? Podemos acomodamos los dos muy bien.
—Muchas gracias.
Le ofrece un periódico:
—Si desea usted leer…
—Tampoco; gracias.
—¿Usted no duerme cuando viaja?
—Nunca.
Otro señor, que acaba de abrochare las orejeras de su gorra debajo de la barba, le pegunta:
—¿Tiene usted inconveniente en que apaguemos la luz?
—Ninguno.
No se habla más, y el compartimiento se anega en tinieblas. La oscuridad, sin embargo, no es completa, y en la penumbra, aunque densa, veo fulgurar obstinados, implacables, los ojos del
A la mañana siguiente, bajo la luz solar que a raudales ufanos incendia mis cristales, los viajeros sacuden su sueño, se desperezan y comienzan a corregir el desaliño de sus trajes. Este recoge del suelo su cuello y su corbata; otro tiene alborotado el pelo, y la camisa le asoma por entre el chaleco y el pantalón…
Para ejemplo y vergüenza de todos,
Hemos llegado a la estación terminal, y mis huéspedes se apresuran a cerrar sus maltas.
—Buenos días —dice.
Y sale. Ni una mancha, ni una arruga lleva: el pantalón sin rodilleras, los puños limpios, intacto el lazo de la corbata, el sombrero a plomo…
¡Como si fuera a retratarse…!
Los individuos que en el anterior capítulo procuré describir, son
Pero al lado de estas siluetas con rasgos manifiestos
Yo he conocido a uno de esos
Fluctuaba su edad entre los veintiocho y los treinta años, y tenía —más tarde lo supe— un nombre españolísimo; un nombre trisílabo, grave y heróico, que sonaba a Romancero: se llamaba Rodrigo. Era de estatura mediocre y cenceño, pero vigoroso, a juzgarle por lo mucho que decían de su fuerza sus manos fibrosas y velludas, y la muy suelta agilidad de sus movimientos. Su semblante, cobrizo y aguileño, parecía el de un árabe, mientras el bigote rubio, de guías levantadas, y los grandes ojos verdes, muy diáfanos, eran holandeses; y de esta antítesis de rasgos provenía la llamativa originalidad de su rostro. La tez oscura acendraba la claridad de la mirada y la blancura de los dientes, que con su luz y en igual medida intensificaban el cobre de su piel. Había, pues, en él, dentro de una perfecta armonía, una magnífica contradicción de razas.
Residía don Rodrigo en la ciudad de Valladolid, y la noche —la madrugada, mejor dicho— en que le conocí, su figura, no bien apareció en el andén, sujetó mi atención. Había pocos viajeros. Le vi acercarse seguido del mozo que llevaba su equipaje, y subir a uno de los compartimientos de
En aquel nuestro primer encuentro, antes que la discreta elegancia y porte galán de mi huésped, fue la extremada agitación de su espíritu lo que me cautivó. La casualidad quiso que en el departamento por él elegido no hubiese nadie, y en la soledad su ánimo se descubría mejor. Merced a esta compleja sensibilidad mía que —según en otro capítulo queda explicado— es abreviatura de los cinco sentidos corporales del hombre, yo, simultáneamente, veía a don Rodrigo y le oía, y como la piel percibe el calor, de igual manera sus ideas y deseos, según iban produciéndose, llegaban a mí. Yo —no creo ocioso repetirlo—, a las personas que están quietas y piensan fuertemente, las comprendo mejor que si hablasen, porque su inmovilidad y su silencio, que en cierto modo las transforman en cosas inanimadas —para decirlo con las palabras que emplearía un mortal— las acerca a mi modo de ser.
Don Rodrigo iba en busca de su amante, a La Coruña. Se llamaba Raquel, y en la imaginación del enamorado la silueta de la mujer aparecía o se difuminaba, cual en virtud de una especie de sístole y diástole, de su memoria. La cabeza, especialmente, se precisaba nítidamente: tenía noguerados los cabellos, la boca recogida y los ojos negros y lustrosos de las grandes sensuales. También se acusaba claramente una mano, la izquierda, en cuyos dedos soñaba una esmeralda y maldecía un rubí. Alternativamente aquella mano y aquel rostro continuaban ocultándose, o resurgían maravillosamente, como las imágenes en los
Don Rodrigo pensaba… sin cesar pensaba, pero su pensar era rudimentario, esquemático, y unas cuantas palabras, muy pocas, lo resumían. Yo las veía cruzar por el espíritu fervoroso del meditabundo: pasaban encendidas, quemantes como llamas, y semejantes a los caballitos de un Tío-Vivo parecían dar vueltas: se iban, volvían, tornaban a marcharse para resucitar en seguida obstinadas, imperiosas alucinantes… A veces eran inconexas, a ratos hilvanaban frases, sílaba tras sílaba; parecían anuncios luminosos. Decían:
A intervalos, el amador, absorto, sonreía a ciertas ideas, y según su atención se detenía en una o en otra, la imagen correspondiente florecía como bañada en una luz milagrosa. Yo le acompañaba en aquel seguido y calenturiento imaginar, y contagiado de su impaciencia casi llegué a gozar y a sufrir con él. Dijo:
Impaciente, don Rodrigo se levantó y salió al pasillo. Allí, ante aquel amanecer frío y perezoso de febrero, volvió a meditar en Raquel. Era feliz porque iban a estar juntos; de súbito se entristeció considerando que, más adelante, volverían a separarse. Luego pensó en la separación definitiva, en el viaje sin regreso de la muerte.
Miró al paisaje neblinoso, y sus miradas se detuvieron en un árbol. Instantáneamente se quedó triste. Un día —suspiró— me bajarán a la tierra dentro de una caja. ¿Habré visito… estaré viendo ahora… el árbol cuya madera sirva para hacer mi ataúd? Porque es indudable que existe ya ese árbol, destinado a pudrirse conmigo. Y, cuando yo muera, de todas las palabras que conozco y de que me sirvo a diario, ¿cuál será la última que pronuncie…? ¡Parece imposible que los hombres sean tan vulgares que nunca reflexionen en esto…! Volvió a sentarse y mientras prendía un cigarrillo, sus ojos verdegay me examinaron. Me halló confortable.
—Es buen coche —dijo.
Casi al mismo tiempo, exclamó dándose una palmada sobre la rodilla:
—¡Vamos muy despacio!
Y a continuación recordó a Raquel; y al imaginársela lo hizo empezando por lo que de ella más le arrebataba.
Cuando llegamos a la estación coruñesa, entre él centenar de personas que esperaban al
De todo esto hablé con Dos-Caras, que les conocía y me proporcionó algunos informes: por razones que mi compañero no supo decirme, vivían separados; él en Valladolid, y ella en La Coruña, pero se reunían con mucha frecuencia, tan pronto en una ciudad como en otra.
—Son antiguos
Me pareció adivinar en sus palabras un dejo despectivo que no me sorprendió, pues el viejo Dos-Caras aceptaba
—Hace más de un año —dijo— que ambos se quieren. ¡Bah, ya se cansarán…! Ninguna de esas uniones libres duran; unas veces por culpa de ellas, otras por culpa de ellos. El matrimonio es lo único capaz de impedir que las mujeres y los hombres se separen. Por eso toda mujer que se marcha a vivir con un hombre, sin estar casada con él es una tía.
Esta afirmación mezquina y unilateral, me desazonó: expresaba una intransigencia irritante.
—¡Calla, bárbaro! —le grité—. Bien se advierte que te fabricaron con maderas de Castilla, y que en ellas esta tierra nuestra, tan dura —tierra de inquisidores—, infiltró su crueldad.
Dos-Caras mantuvo su opinión: solamente en las mujeres casadas puede haber amor: en
—Mientras les hombres —proseguí— acaparen todos los empleos; mientras dispongan del dinero, llave de la vida; mientras impidan a sus compañeras ilustrarse, trabajar, desenvolverse; mientras
Con estas exaltadas aseveraciones Dos-Caras se incomodó en términos que, perdiendo su ecuanimidad, me dijo palabras muy desagradables; redargüíle yo con pareja insolencia, y hubiésemos ido muy adelante en nuestro disgusto a no intervenir el
—De hoy en adelante —exclamé— no volveremos a discutir: ¿para qué, si no habíamos de entendernos…? ¡Allá cada cual en su casa y con su opinión! Yo, aunque noble, soy un poco disolvente: me gustan los amores libres y los ladrones.
—Y a mí —replicó Dos-Caras— que soy tradicionalista, me gusta el matrimonio y la Guardia Civil.
Dos semanas después, una noche, Raquel y don Rodrigo reaparecieron. Iban a Valladolid. Ella hizo ademán de subir a Dos-Caras; él la detuvo; con un gesto me señalaba.
—Aquí iremos mejor —dijo—; es el vagón en que realicé mi último viaje.
Ella consintió en seguida con simpática vivacidad, y yo me estremecí satisfechísimo de tener es tan cerca. Dos-Caras gruñó algo que no alcancé a entender, pero parecióme que, irónicamente, me felicitaba.
En el compartimiento que los amantes ocuparon, había dos personas. Ellos buscaron un ángulo, cerca del corredor, y, desde aquel mismo instante, la felicidad de hallarse juntos les aisló de todo. Mientras ella hablaba, él la miraba a los ojos, estremecimientos fugitivos agitaban sus labios, y con sus dedos velludos y largos impacientemente se retorcía el bigote. El platicar de Raquel era versátil, alegre, infantil; el de don Rodrigo, grave y vehemente; ella parecía amarle porque amaba a la vida; mientras él, más sombrío, enfervorizaba su pasión con el miedo a la muerte. Evidentemente; el cariño del amante clavaba su arado más hondo. Ella reía, fácilmente; él reía poco, y sus palabras recelosas eran como gemelos dirigidos hacia la interrogación del mañana; eran profundas, inquietaban; Raquel, escuchándole, me producía la impresión de una niña asomada a un pozo. ¡Oh, qué libro maravilloso podría componerse hilvanando las frases con que, inconscientemente, se emborrachaban los amantes…!
Recuerdo que don Rodrigo decía:
—Como todos los segundos, uno a uno, llevan a la muerte, así todas las mujeres que he conocido me acercaron a ti, porque todas tenían algo tuyo, y yo, que te presentía, sin sospecharlo te amaba en todas ellas. Y, cuando viajaba, no era el deseo de curiosear ciudades nuevas —como yo creía— lo que me desplazaba, sino el ansia de encontrarme contigo. Ahora tú eres para mí España, Francia, Italia, Suiza…; tú eres América… ¡Querría huirte, y me sería imposible! Tu recuerdo me rodea; te veo como un horizonte, y fatalmente todos los caminos me llevan a ti. ¿Quién escaparía a su horizonte? Raquel, mi Raquel… te adoro y te temo, porque siento que eres mi destino.
Ella reía; el orgullo de comprenderse tan apetecida, la hacía feliz, y era en aquellos instantes como una diosa embriagada con el incienso quemado ante su altar. A mí, que estaba más cerca de su alma que don Rodrigo, aquella superficialidad, aquella risa, me infundían miedo: Raquel era una de esas mujeres, de cabeza pequeña, que no saben cómo muchas veces un gran amor es una cita que da la muerte.
De súbito el diálogo cambió de rumbo, y fue completamente alegre. Hablaron de sus planes y entonces supe que pensaban visitar el nunca bastante celebrado castillo de Simancas —hoy Archivo General del Reino—; fortaleza gloriosa semejante a un viejo guerrero cambiado en erudito.
Tras un breve silencio, ella, sin motivo, preguntó:
—¿Qué hora es…?
Don Rodrigo, informado de que sus compañeros de viaje dormían, contestó:
—Hora de darme un beso.
Rio ella, rio él y, silenciosamente, juntaron sus bocas. Transcurridos unos minutos, Raquel, maquinalmente, volvió a decir:
—Oye… ¿qué hora será…?
Y don Rodrigo:
—Hora de darme otro beso.
Volvieron a reír, pero ella, que empezaba a tener sueño, insistió:
—¡No… en serio…! ¡Deseo saber la hora…!
Él no respondió; mejor dicho: no habló con los labios, sino con sus largos ojos diáfanos y verdes, por los que había pasado una luz. Rápidamente salió al pasillo, se arrancó el reloj que llevaba en la muñeca y, por la ventanilla, que iba abierta, lo lanzó al vacío. No estaba incomodado; ¡al contrario…! ¡Nunca había sido más feliz que en aquel momento! Volvió a sentarse y sobre sus rodillas colocó a Raquel:
—Bésame —suspiró—; es la hora; la eternidad no tiene para nosotros más hora que esta; la de besarnos…
Sus manos buscaron afanosas entre las ropas de la deseada, y su corazón latió violentamente: palideció, enrojeció, tornó a palidecer. Raquel parecía de ágata: su carne era dura, suave, fría…
Ocho o diez días después los dos amantes me esperaban en Valladolid. Don Rodrigo iba a despedir a Raquel, que regresaba a La Coruña. Al mes siguiente —y siempre conmigo— don Rodrigo fue a La Coruña, de donde volvió solo. Al otro mes sucedió lo propio: era un ambular ininterrumpido, un bello y angustioso no poder vivir distanciados: en la estación coruñesa era ella la que despedía, y en la vallisoletana era él: pero hubo ocasiones en que, incapaces de separarse, él le dio cortejo hasta La Coruña, y ella le acompañó a Valladolid.
Entretanto yo no sabía en qué se ocupaba don Rodrigo, ni la verdadera situación social de Raquel, ni tampoco acertaba con los móviles que les impedían unirse queriéndolo tanto.
Este idilio, que a mí me apasionaba, hacía reír al viejo Dos-Caras.
—Estos dos simples —decía— con tanto ir y venir han hecho de nuestro
La llamada por los geógrafos Meseta Central de nuestra Península, comprende las dos Castillas, las provincias del antiguo reino de León y las de Extremadura, y traza un plano inclinado limitado al Norte por la cordillera Cantábrica, la de los maravillosos paisajes; al Este y Oeste, por la cordillera Ibérica y los Montes de Galicia, respectivamente; y al Sur, por la cordillera Mariánica, entre cuyas nudosidades fragosas se abren los caminos de Andalucía. Así, circundado de montañas, el macizo ibérico, tanto por su historial rojo como por su forma, parece un anfiteatro.
Frecuentemente he oído asegurar a personas doctas —ingenieros, sin duda— que viajaron conmigo, que en la época terciaria toda esta parte de nuestro país la cubrían lagos enormes que, al secarse, originaron terrenos sedimentarios dispuestos en estratos horizontales, algunos de notable espesor. De ahí, de la agonía de esos lagos que el subsuelo sediento se bebió, nació la llanura; esas planicies uniformes, encalmadas, con algo de agua dormida en su serenidad. Castilla es un mar hecho tierra; y acaso estimulados por la misma vastedad de sus horizontes, sus hombres descollaron entre los más peregrinadores y bravos del planeta, porque algo de marino había escondido en lo más arcano de sus almas. En la catorcena centuria aquellos campos aparecían cubiertos de selvas tupidísimas, en donde los magnates se ejercitaban en la caza del jabalí y del oso, y perseguían al ciervo. Hasta que, poco a poco, las guerras y el odio, genuinamente español, que el hombre rústico profesa al árbol, destruyó las frondas. Cuando estas empezaron a escasear, las nubes huyeron y con ellas la lluvia, manantial de la vida, y el bosque mudóse en estepa; y mientras España se desangraba, fuera de sus fronteras, en guerras inútiles, sobre el solar patrio abandonado, desolado, cubierto de cardos silvestres y de pedruscos, parecía caer, semejante a una maldición, las cenizas humanas que los vientos recogían en el rescaldo de los autos de fe. Con cenizas no se abona el campo, y nuestros inquisidores no supieron abonarlo de otro modo; y así lo conocí yo, inhóspito y seco como aquellos mismos corazones que tanto batallaron sobre él.
El suelo castellano es cariparejo; quiero decir que, salvo ligeras variantes, su aspecto es idéntico sea cual fuere la estación del año. Abrasada por el sol en verano, aterida en invierno bajo la escarcha, azotada por los vientos, cortantes como cuchillos, que irrumpen por los nevados gollizos de los montes norteños, la llanura conserva inalterable ese color amarillento propio de las tierras que bebieron mucha sangre, y al que parece aludir una de las tres franjas del pabellón nacional. Las montañas, que fácilmente se cubren de verdura o que con la nieve, y en el solo espacio de una noche, se visten de blanco; las montañas cuya sonoridad cambia de continuo y parecen saltar a un lado y a otro de la vía, tienen muchos adeptos; son la mentira. Yo, no; yo prefiero la llanura, con su monotonía de oración: la llanura se imita siempre a sí misma; no sorprende, no entiende de artificios teatrales, ni colabora en la cobardía de las emboscadas; en ella al enemigo se le ve desde lejos: es fiel, es noble.
Alrededor de la Meseta Central las regiones ribereñas dibujan un anillo verde; y así, vista desde arriba, Castilla monda y triste es como el cráneo calvo de un dios ceñido de pámpanos. En el itinerario que ahora sigo, la zona alegre no comienza resueltamente hasta las inmediaciones de Palencia. Sin cesar, el camino intenta arrepentirse de cuanto hace, y digo esto porque apenas desciende cuando, sin transición, vuelve a subir, y corre de derecha a izquierda, como borracho. Las
Dejamos atrás la Tierra de Campos, que bien pudiera llamarse
Nos hallamos en las entrañas de los Montes de León, y vamos a penetrar en la región galaica por el llamado
Por segunda vez hemos cruzado el río Tuerto, y ganamos la estación de Brañuelas, emplazada exactamente a mil metros sobre el nivel del mar. Seguimos para hundirnos en un largo túnel; la ruta —lo apreciamos muy bien— desciende rápidamente y cruzamos un segundo túnel y un tercero, y luego otro y otro… ¡hasta trece…! Según mis compañeros me aseguran, para salvar la distancia de un kilómetro, necesitaremos recorrer siete kilómetros. Nos hallamos en el sitio más peligroso de la vía. La Triste, nuestra máquina, no obstante su poder, jadea anhelante: también nosotros nos resentimos de la rudeza del camino; nuestros herrajes empiezan a recalentarse, y, de tanto usarlos, nos duelen los frenos.
De La Granja, donde nos detuvimos pocos minutos, arrancamos desconfiadamente para hundirnos en el túnel de El Lazo; un túnel siniestro donde muchos maquinistas y fogoneros estuvieron expuestos a morir asfixiados por el humo de la locomotora. Esta sensación de ahogo que los mismos viajeros suelen experimentar, aun cuando las ventanillas de los coches estén cerradas, se produce cuando el viento, por soplar en la misma dirección del tren, impide la salida, hacia atrás, del humo.
Continuamos bajando: hemos traspuesto los pequeños andenes de Torre Bembibre, San Miguel de Dueñas, Ponferrada y Toral de los Vados, hasta que hartos de correr bajo tierra llegamos a Quereño, primera estación de Galicia.
La imaginación del paisaje, lejos de agotarse, se acalora, y por instantes compone perspectivas más rudas y bellas. Con facundia pasmosa se renueva y sin treguas se supera a sí misma. Los colores, especialmente, se han multiplicado; los verdes triunfan y flota en el aire un amable olor a tomillo y a tierra húmeda. Abundan los caseríos, las angosturas rocosas, los pequeños saltos de agua por los cuales, como por arterias cortadas, parece desangrarse la sierra.
El valle se estrecha y el río Sil y la carretera de La Coruña adelantan paralelamente a nosotros, y como alternativamente surgen y se esconden parecen jugar entre los árboles. Cruzamos los extensos viñedos de Rúa Petín; pasamos por Montefurado, en cuyas proximidades existe aún el túnel que construyeron los romanos para desviar el rumbo del Sil y poder recoger el mucho oro mezclado a las arenas del cauce primitivo; y tras un prolongado camino descendente que va en busca de la cuenca del Lemos llegamos a Monforte, afamado baluarte de los Condes de Lemos, que de ellos tomó el nombre. La Triste se queda allí, y en adelante será La Enanita, bulliciosa y pinturera, menos fuerte que su hermana, pero mucho más ágil, la que pelee a la vanguardia del convoy.
Descansamos unos minutos y ¡adelante, otra vez! Más túneles; atravesamos uno que mide cerca de dos mil metros, y seguimos bajando, como atraídos por el mar; pasan las estaciones de Ourai y Sarria, y la de Puebla de San Julián, donde la línea se rebela contra el imán humillador de la costa, y vuelve a repechar. La Enanita silba, resopla y a veces la desesperación que hay en su esfuerzo, nos hace reír.
—Trabaja, tumbona —comentan los coches— que no tienes motivos para estar cansada. ¿Qué dirías si llevases, como nosotros, treinta horas de viaje…?
Un esfuerzo más nos planta en Lugo, donde reposamos: salvamos luego los ríos Calde y Ladra, tributarios del Miño, y el Parga; llegamos a la estación de Curtís, lugar muy conocido de los peregrinos que van a Santiago de Compostela; y luego a la célebre Betanzos, en cuyas puertas el espíritu del Islam dejó vestigios de su gracia. Después, y ya siempre caminando cuesta abajo, veremos pasar los andenes de Guísamo, Abegondo, Cambre, El Burgo, El Pasaje. Al fin aparece la estación terminal: La Coruña. ¡Oh! ¡Y con qué alegría, con qué irresistible necesidad de calma, hacernos alto bajo una marquesina, después de un viaje en el que mil veces sentimos resbalar la muerte junto a nuestras ruedas…!
A pesar de lo cual este recorrido me agrada: no solamente por su hermosura, de la que se hacen lenguas muchas personas que anduvieron por Suiza y conocen los rincones más agrestes del Tirol, sino por la clase de público que viaja conmigo. Como los vascongados, los gallegos son comedidos y limpios, y esta última cualidad, especialmente, les granjea mi simpatía; porque, a despecho de haber tenido que sufrir a tantos tipos ineducados, aún no pude acostumbrarme a que nadie me escupa, o deje en mis alfombras el barro de sus botas.
En medio de este ininterrumpido bordonear del centro a la periferia de España, y viceversa, mi vida es un poco monótona, porque las escenas —como las personas— se repiten.
En la estación inicial o de salida, todos los coches, barridos, sacudidos y con nuestros cristales recién fregados, nos mostramos alegres y flamantes. La máquina, bien engrasada, bien frotada, con todos sus mecanismos bruñidos y expeditos, también parece nueva. Súbitamente se abren dos o más puertas y los viajeros irrumpen en el andén y nos asaltan; con la descortesía de la impaciencia mujeres y hombres, a empellones, ganan nuestros estribos, y corren luego de un lado a otro, como enloquecidos, buscando un asiento. Entretanto los mozos de andén nos cargan de maletas, de sombrereras, de portamantas, de cestas con merienda, de bultos de todos colores y formas, que van metiendo apresuradamente, y como a destajo, por las ventanillas. Cada una de estas parece una boca; cada estribo, una escalerilla de abordaje. Ya estamos abarrotados todos de personas y de equipajes, y apenas arranca el tren la multitud viajera se aquieta y empieza a dar muestras de ese aire de aburrimiento que conservará durante el camino. Un raro ambiente de monotonía, de fatiga, peregrina con nosotros. En las estaciones del tránsito nunca ocurre nada insólito: unos pasajeros se apean, otros suben… Las conversaciones de nuestros ocupantes son apacibles, y lánguidas y descuidadas todas sus actitudes: este lee, aquel mira hacia el paisaje distraídamente, la mayoría dormita: a intervalos, un bostezo, un comentario rápido… Los soñolientos han cambiado de posición cien veces, y otras tantas el lector abrió y cerró su libro. Únicamente el cansancio y el silencio triunfan. De pronto, media hora antes de arribar a la estación terminal, como si hubiese recibido una corriente eléctrica, aquella muchedumbre desarticulada y abúlica, unánimemente reacciona. Con raro sincronismo, todos pensaron:
Salí de La Coruña aquella noche de otoño llevando a Raquel, que iba a Valladolid, y a dos recién casadas de los cuales —y a su tiempo debido— volveré a hablar. Marchaban estos a Madrid, y como el único
De la novia, ni el cuerpo, ni los ojos, ni siquiera la juventud —no habría cumplido los veinte años— interesaron mi atención; era insignificante. Se llamaba Digna. Él también se parecía a centenares de individuos que yo había visto.
—La humanidad —pensaba yo— va bien cubierta: de mentiras se viste por dentro, y de trapos por fuera, y de ambos disfraces necesita el amor. El desnudo es la verdad, y la ilusión pocas veces vivió de la verdad. Desnudar a una mujer o desnudar un alma es exponerse a hacer una caricatura. Por dicha suya, los hombres ignoran que en toda buena caricatura se esconde avergonzado un retrato maestro…
Mucho rato Digna y su marido estuvieron callados: se miraban a los ojos, se sonreían y se apretaban las manos. Yo leía en sus espíritus y su candor me divertía. Él la deseaba, paro algo, más decisivo que su voluntad, le vedaba ningún gesto audaz, y esta lucha íntima le quitaba las ganas de hablar y le encendía los carrillos. Ella, la esposa, tenía miedo. Les dos, sin embargo, estaban contentos de hallarse allí, solos, después de un día de agitación calenturienta.
—¡Qué bien estamos ahora! —exclamó él.
Digna, confirmó:
—¡Muy bien…!
Callaron: nada nuevo tenían que decirse, y les pareció que hacía mucho tiempo que estaban casados. Sus compañeros de viaje se habían dormido, y ellos, a su vez, experimentaban cierto cansancio; a Digna se la caían los párpados.
Él preguntó:
—¿Lástima de noche, verdad?
Envolvía su observación una impaciencia sexual que la mujer, delicadamente, fingió no advertir.
—¿Por qué? —dijo—; ¿no estamos juntos?
No atreviéndose a exponer su idea, el marido guardó silencio. Después:
—¿Me quieres? —indagó.
Tengo observado que los hombres siempre son los que aman memos, y los que más se preocupan de ser amados. Ella repuso, sencillamente:
—¿No lo sabes…?
Volvieron a estrecharse las manos, y tras un breve silencio él dijo algo triste, algo cobarde… que no entendí; y ella, de pronto, se echó a llorar y escondió el rostro contra el pecho del hombre. Él exclamó desconcertado:
—¿Por qué lloras…? Di… ¿Por qué lloras…?
Digna no contestó; lo ignoraba; después lo atribuyó a sus nervios… En realidad lloraba instintivamente, lloraba de miedo ante el porvenir indescifrable, hecho de jeroglíficos sin solución; como lloran los niños ante las puertas de los cuartos oscuros. Una hora más tarde, casi abrazados, dormían los dos.
Pasó la noche. Al llegar a Madrid me crucé con Doña Catástrofe, mi viejo compañero, que se disponía a marchar.
—¿Te han dicho la hecatombe? —gritó.
—¿Cuál? —repuse inquieto.
—La del
—Nó.
—Me la contaron anoche, en Irún. ¡Terrible! Más allá de Busdongo, momentos antes de salir del túnel de La Perruca, hubo un desprendimiento de tierras. El Presumido y otros se libraron; pero La Tirones y varios coches, entre ellos El Tímido, quedaron aplastados.
La noticia —divulgada al siguiente día por la Prensa—, me causó un efecto desgarrador: aquella máquina y aquel coche, precisamente, representaban la mitad de mi juventud, y al desaparecer algo mío se iba con ellos. No supe qué responder; empecé a temblar…
—¿Te acuerdas —prosiguió el viejo vagón— del miedo que el pobre Doña Quejido, como le llamábamos para incomodarlo, le tenía a la tierra?
—Sí, que me acuerdo.
—Pues, ahí ves: nosotros decíamos que era una manía suya, y no había tal: era un presentimiento.
Muchos días estuve enfermo de tristeza; tanto porque consideraba la levedad de nuestra existencia, cuanto por el olvido y desdén en que los vivos tienen a sus muertos. Hasta que ladinamente los afanes del trabajo cuotidiano y la consideración egoísta de que yo también andaba, expuesto a los riesgos más grandes, fueron aliviándome.
Contribuyó eficazmente a devolverme mi buen humor habitual una escena cómica que, durante varias semanas, proporcionó temas de vaya y de risa a todo el convoy.
Faltaban minutos escasos para que saliésemos de Madrid, cuando reparé en dos caballeros que hablaban por señas, a pocos pases de mí. Sus ojos brillaban inusitadamente, sus labios se movían en silencio y sus manos gesticuladoras ora trenzaban los dedos, ora los encogían o estiraban tan pronto hacia abajo como hacia arriba. Estos complicados arrumacos los acompañaban, a veces, con agachadillos y exagerados movimientos de hombros.
—Son mudos —pensé.
Jamás había presenciado escena igual, y para convencerme de hallarme en lo cierto pedí a Dos-Caras su opinión.
—Sí —respondió—; son mudos. Al más alto le he visto varias veces, y aun creo que ha viajado conmigo.
Ambos tipos me fueron simpáticos, porque su silencio les aproximaba un poco a mí. Un mudo —reflexionaba yo— es el tránsito entre los que sienten y hablan, y los que sentimos y no podemos hablar. De los dos, uno iba afeitado y era rubio; el otro era pequeño, grueso y pelinegro, y adornaba su rostro de mejillas nacarinas —como de efebo— con una barbita recortada
Ya nos íbamos cuando el caballero de la barbita puntiaguda subió a mí, saludó desde una ventanilla con efusivos gestos a su amigo, y luego anduvo por el tránsito buscando un lugar donde instalarse. Mis huéspedes, en su deseo de viajar lo más cómodamente posible, fingían no percatarse de la afligida solicitud de sus miradas. Yo leía en sus almas egoístas:
—¡Un mudo! —rezongaban todos—; ¡bah; que se fastidie…!
Hasta que un viajero, más piadoso, le llamó con la mano y le señaló un asiento desocupado junto al suyo. El señor de la barbita recortada
—¡Otro mudo! —pensé asombrado—: ¡También es casualidad! ¡Nunca había visto mudos y, de repente, conozco tres…!
Por la manera con que eran mirados comprendí que mis pasajeros estaban casi tan sorprendidos como yo. Entretanto los dos sigilosos interlocutores parecían encantados de hallarse reunidos y de hablar en un idioma que nadie entendía, y mutuamente se arrebataban la palabra, si no de los labios, sí de los dedos. No necesito decir que sus guiños y musarañas me eran totalmente intraducibles, mas no lo necesitaba, pues cuanto iban pensando de manera rectilínea y diáfana llegaba a mí, sílaba a sílaba. Su conversación era vulgar: ese diálogo vacío, desjugado, con que todas las personas, para mostrarse sociables y bien educadas, se importunan mutuamente en los viajes.
—¿Dónde va usted?
—A La Coruña.
—Lo celebro mucho: yo, también.
—Hay demasiado público; vamos a descansar mal.
—Sí; desgraciadamente somos muchos. ¿Usted duerme en el tren?
—Muy poco: de madrugada, únicamente.
—Como yo. ¡Es un asunto exclusivamente nervioso! Empiezo a pensar en que el interventor vendrá a despertarme, y ya me es imposible cerrar los párpados…
Una tregua. El señor de la barbita se cree obligado a ofrecer al joven del bigote un cigarrillo, aquel acepta y con motivo de estas recíprocas atenciones ambos se prodigan a porfía zalemas amables: sus labios y sus ojos, sonríen, probablemente sus dedos sonríen también…
Ha transcurrido más de una hora, y llegamos a El Escorial, donde recogemos un viajero: un señor delgadito, pálido, de bigote canoso, que sube a mí. Creo conocerle. Al pasar ante el departamento donde van los dos mudos, exclama campechano:
—¡Salud, don Andrés…!
El caballero de la barbita negra y puntiaguda vuelve la cabeza, y responde:
—¡Don Juan, usted por aquí…! Vivamente corre a estrechar la mano del aparecido. Los circunstantes están asombrados, y el joven del elegante pergeño más que nadie. La sorpresa le ha ensanchado los ojos; parece atento; parece escuchar; tiene la expresión iluminada de la persona que acecha detrás de una puerta…
—¿Va usted bien colocado? —inquiere don Juan.
—No —replica don Andrés—; he tenido la desgracia de ir a caer junto a un pobre sordomudo que no cesa de aburrirme con tonterías.
Todos los presentes sueltan la carcajada. Alguien pregunta:
—¿Pero usted no es mudo…?
Don Andrés también ríe:
—¡No! —exclama un tanto despectivamente—; poco a poco: ¡yo, qué he de ser mudo…!
A su vez el joven del bigote, algo turbado por la cólera, exclama:
—¡Es que yo tampoco soy mudo, señor mío! Nadie responde; entre mis huéspedes ha circulado una corriente de pánico; callan todos. Don Juan no comprende lo que ocurre, y ahora es a don Andrés a quien se le desorbitan los ojos y se le cae el labio. El joven del bigote, por momentos más airado y dueño de sí mismo, prosigue retador:
—En cuanto a eso de decir que yo le cuento a usted tonterías… ¡no se lo tolero…!
El señor de la barbita vacila, quiere retirar aquellas palabras que indudablemente son ofensivas, y su amigo don Juan y los demás viajeros intervienen en su favor calurosamente. Ante tal unanimidad de opiniones conciliadoras, el provocador amaina, la prudencia de unos y otros pone templanza en sus palabras, y al cabo llega el momento de las explicaciones pacifistas.
—Yo —dice don Andrés— sé hablar magistralmente con las manos, y a la estación había venido a despedirme un amigo, mudo de nacimiento.
—Y yo —interrumpió el joven embigotado—, que también conozco perfectamente el alfabeto mímico, al verle a usted hablar por señas, pensé:
—¡Y yo creí que usted era mudo! —exclamó don Andrés.
—¡Estamos iguales…! Por lo demás, si no es de naderías, ¿de qué pueden conversar dos personas que no se conocen…?
Dicho esto, don Andrés y su colocutor diéronse las manos, y los espectadores del pintoresco lance comenzaron a reír y a glosarlo festivamente, con cuyas zumbas hiciéronme pasar un rato amenísimo. Luego, mientras descansábamos en Ávila, le referí a Dos-Caras todo lo ocurrido, y tanta gracia le hizo, que a la mañana siguiente reía aún.
En Valladolid recogí a don Rodrigo y a Raquel, y apenas les tuve cerca, cuando me parecieron cambiados y como envejecidos; particularmente a él le hallé decaído, marchito, cual si una gran pena —los dolores pesan más que los años— le oprimiese.
Acomodáronse cerca el uno del otro, y en sus palabras y en las atenciones con que se agasajaban había dulzura; pero una dulzura triste, en la que un pensamiento severo y escondido diluía su amargor. Pronto comprendí que el hombre sufría de mal de celos: lo decían sus ojos, lo declaraban sobre todo sus manos, que a ratos apretujaban las de su compañera con arranques más de odio que de amor; un odio que la inquietud de separarse de ella encendía. Suavemente, como con lástima, Raquel preguntó:
—¿Qué tienes…?
Él no contestó. Ella se le acercó más aún, lagotera, procurando sentir mejor el contacto de su hombro; pero su ternura envolvía algo de superioridad compasiva, tal vez un poquito —¡oh, muy poco!— de ironía, porque ella era la más fuerte, y únicamente los fuertes ríen bien.
Echándole el aliento de sus palabras al rostro, repitió:
—¿Qué tienes…? Háblame…
A su vez don Rodrigo la miró a los ojos y, nervioso, comenzó a retorcerse el bigote; sus dedos huesudos temblaban ligeramente. Bien se adivinaba que luchaba contra, la fiera de su corazón.
—¿Por dónde empezaría la explicación de lo que tengo? —murmuró—. ¿La crees tarea fácil? Necesitaría hablarte de todo nuestro amor, puesto que el minuto presente es la suma, la síntesis, de estos tres años en que la única razón de mi vida fuiste tú. Sólo puedo jurarte lo siguiente: que cuando, al principio de conocernos, te quería poco, era feliz; que luego, al quererte más, mi felicidad aumentó; y que hoy que te adoro, hoy que este cariño desborda de mi corazón, soy infinitamente desgraciado. ¿Comprendes esto?
Raquel callaba, oía; acaso en su atención hubo, durante una fracción de segundo, un ramalazo ele miedo. Don Rodriga prosiguió, siempre en voz muy tenue, y con aquella conquistadora exaltación lírica que aclaraba el bronce de su cara y le aceraba los ojos:
—En El anillo de los Nibelungos —¿te acuerdas…? lo vimos juntos— Venus dice a Tannhäuser:
Se interrumpió; temía ser indiscreto, descubrirse demasiado…
—¿A qué seguir? —exclamó—; ¿a qué hablarte de esto cuando, si tú llegases a penetrarte de la infinitud de mi amor, sin darte cuenta y como
Continuó hablando, pero a poco calló por figurársele que ella tenía sueño, y su silencio pobló su espíritu de nuevos fulgores. En el alma mansa y adormecida de Raquel yo no leía nada; en ella, pensamientos y deseos eran confusos; parecía un viejo manuscrito medio borrado. En cambio, el espíritu de don Rodrigo vibraba magnéticamente, sus ideas fulgían, una a una, con abrasadoras letras, y era imposible no verlas.
El hombre desconfiaba de su compañera: su inquietud no respondía a ninguna delación, ni se afirmaba sobre determinado indicio; aquella mujer le testimoniaba a diario su cariño, su solicitud vigilante y útil, su adhesión sin tibiezas; y, no obstante, recelaba de ella. Su tortura, como otras veces, al par que me hacía sufrir me admiraba.
—Algo esconde que no sabré nunca —meditaba—; es decir, hay en ella algo que quizás no esté escondido, pero que yo no veo. Si me dijesen:
Prosiguió su indagatoria:
—No es posible que ella me quiera ciegamente,
Al llegar a este punto, el apretado soliloquio parecía deshilacharse; don Rodrigo se extraviaba; comenzó su meditación partiendo del supuesto que el amor no razona, y tras mucho discurrir sacaba en limpio que Raquel le quería
—Lo que muchos inferiores realizan por instinto —continuaba discurriendo don Rodrigo— lo consigue Raquel con su superior inteligencia. Lo que otros pintan o escriben, ella lo vive. Yo acerté a cortejarla cuando su corazón sentía la necesidad de
No dijo más, y en la penumbra del departamento su rostro aguileño se me antojó demacrado, apagado, par una indefinible expresión de despedida. Luego cruzó las manos, como si orase, apoyó una mejilla sobre la cabeza de Raquel, y se quedó dormido.
Una semana después don Rodrigo regresó a Valladolid, y extrañé que su amada no fuese a despedirle.
—Estará enferma —pensé.
Él me pareció más delgado y de peor color. Su nerviosidad se había exasperado: mientras el tren corría, don Rodrigo sufría considerando cómo aumentaba la distancia que le separaba de Raquel; cuando nos deteníamos en alguna estación su tortura se interrumpía; pero apenas emprendíamos la marcha nuevamente, su suplicio se reanudaba.
Durante aquel verano hizo cinco viajes, lo menos, a La Coruña, y cuando reaparecía en el andén de la estación gallega, siempre iba solo. Raquel ya no le acompañaba. Una mañana llegó a La Coruña, y el mismo día regresó a Valladolid. No llevaba equipaje, y entre sus cejas distinguí un pliegue oscuro, de mal agüero. Aquel hombre se parecía exteriormente al don Rodrigo que yo conocía, pero interiormente era otro.
Mientras rodábamos comuniqué a Dos-Caras cuánta había visto y observado en las relaciones de sus antiguos clientes. El veterano vagón tardó en responder.
—No sé —dijo— lo que puede separarles; pero yo te aseguro que, de los dos, uno acaba mal.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres desconocen la gravedad de los celos: para ellas las infidelidades no tienen importancia, acaso porque —allá en lo más íntimo— creen que su posesión, qué los hombres tanto celebran, vale poco. Pero ellos piensan de opuesta manera, y los celos han matado más gente que los ferrocarriles.
Tras unos momentos de silencio añadió:
—Dime la verdad, Cabal: y conste que no lo pregunto por curiosidad vana, sino para mejor orientarnos en el asunto que nos interesa: ¿tú te has manchado de sangre alguna vez?
—Sí.
—¿Por fuera o por dentro?
—Por dentro y por fuera.
Le referí el suicidio de aquel desconocido que se arrojó al paso de mi
—Lo más grave, Lo que decide de tu sino —replicó reposadamente Dos-Caras—, es lo del suicidio. ¿Qué edad tendrías cuando te ensangrentaste las ruedas?
—Probablemente menos de ocho años.
—¡Temprano se acercó la muerte a ti…!
Hablaba con énfasis de arúspice, y como yo le moliese a interrogaciones, agregó, sibilino:
—La sangre atrae la sangre, y yo veo en ti una
Concluyó:
—Ahora es cuando afirmo que ese don Rodrigo no muere en su cama: le has comunicado tu maleficio.
Callé, no porque las palabras de mi compañero me hubiesen amedrentado, sino por considerarlas vacías de sentido.
Salimos de la Corte en Nochebuena, con pasaje escaso —los ocupantes del convoy no llegarían a sesenta— y con un cielo transparente, magníficamente estrellado. La helada era terrible; ese aire de Madrid que, según un adagio muy cierto,
Hostigado por el frío, Dos-Caras refunfuñaba:
—Los jefes de tren no se cuidan de su obligación: si cumpliesen con ella y se ocuparan del bienestar de los viajeros, ¿cómo permitirían que tú y yo, los dos coches mejores, fuésemos a la cola…? ¡Pensar que
Me eché a reír.
—Respecto a que nosotros ganemos más dinero que
—Bien, sí —tartamudeó Dos-Caras—; pero eso no importa.
—Pienso como tú.
—No confundamos la utilidad de los hombres con su aristocracia. No reclamo gollerías: pido únicamente ser tratado con las consideraciones debidas a las unidades de nuestra categoría. Un tren es una imitación de la sociedad: la locomotora simboliza el Poder Público;
Continuamos platicando, y como nada abrevia tanto los caminos como un razonado charlar, de pronto nos percatábamos de que habíamos dejado atrás la estación de El Pinar, y que las luces que teníamos enfrente eran las de Valladolid. En el andén sólo había un viajero, don Rodrigo; el cual, como si hubiera estada aguardándome, no bien me vio, trepó a mí y se acomodó en el primer departamento que halló vacío. Acompañábase de un pequeño maletín de mano, que dejó sobre un asiento. Le examiné sondeándole. Su aspecto no había variado; pero su espíritu ardía de tal modo que, para no perder nada de lo que en él ocurriese, corté mi conversación con Dos-Caras, El alma de don Rodrigo era algo impermeable y rectilíneo: la memoria, la imaginación, la razón, habían desaparecido: de las cuatro grandes facultades que fijan los cuatro puntos cardinales del horizonte mental, sólo quedaba una: la voluntad; mas no como potencia susceptible de discernimiento, sino rígida y mudada en inexorable deseo. El alma,
Después que el interventor se hubo marchado, don Rodrigo sacó de sus bolsillos un puñal y una pistola. La punta, triangular y rutilante, de aquel la probó apoyándola en la palma de su mano izquierda; una gotita de sangre brotó en seguida. Satisfecho, guardó el arma, después de frotarla pulcramente con un pañuelo. Esta idea cruel le cruzó la frente:
Empezó a meditar con la cabeza echada hacia atrás, contra el respaldo; y tenía los ojos extrañamente abiertos, cual si aquellas reflexiones estuviesen escritas delante de él sobre algún lienzo…
—Lo que ese amigo anónimo me ha dicho, yo lo sospechaba… ¡casi lo sabía…! y, sin embargo, ¡cuánto daño me ha hecho…! ¿Tengo derecho a matar a Raquel…? Sí, porque yo no la quiero matar para vengarme de ella, sino para descansar de su amor: la mato porque la quiero demasiado y su amor me mata. ¡Dios mío…! ¡Qué feliz viviría yo si la quisiese menos…! De modo que yo, al asesinarla, lo haré serenamente, con la tranquilidad de quien, para salir de una habitación, abre una puerta. Después, me prenderán, me encerrarán en un calabozo… ¡Es igual…! Si ya no he de volver a verla, ¿para qué necesito la libertad…?
De su cartera sacó un telegrama, que leyó atentamente. Decía:
Don Rodrigo suspiró; quedóse callado, sin pensar, como idiota. En seguida reanudó su discurso:
—¡Me adora, dice…! Es cierto: Yo sé que me quiere, y, a pesar de quererme, la maldita quiere a otro. O, acaso sólo a mí quiere, lo que no la impide entregarse a otro amor. ¡Ella no miente! Su corazón es mío; el engañado es mi rival, porque ella no le quiere… Pero, si me quiere tanto, ¿cómo puede seguir a quien no quiere? ¿Cuál es la lógica de este absurdo…?
Violentamente se abalanzó sobre el maletín, del que sacó ocho o diez gruesos paquetes de cartas, atados con balduques.
—¡Las había olvidado! —murmuró—; ¡oh, qué ligereza! Es necesario destruírlas en seguida; no permito que nadie las lea: son suyas, son sagradas… ¡porque son suyas…!
Empezó a romperlas en sentido perpendicular a los renglones, para mejor desfigurar lo escrito; en esta tarea, a la que se aplicó ahincadamente, invirtió cerca de una hora; las cartas eran muchas: yo conté más de seiscientas, de las cuales las más pequeñas ocupaban des y tres pliegos. También despedazó varios centenares de telefonemas. Y cuando todo estuvo reducido a trizas, abrió una ventanilla, se llenó ambas manos con aquellos pedacitos de papel, calientes como cenizas, en que una mano de mujer, día por día, fue escribiendo la biografía de su corazón, y los arrojó al espacio negro. Después lanzó otro puñado, y luego otro… y otro… En seguida se asomó a la ventana, y vio que la mayoría de aquellos trocitos de papel, atraídos por el vacío que la marcha del tren dejaba en pos de sí, volaban como ágiles mariposas blancas, detrás del convoy; parecían seguirle, acosarle, con la obstinación de los recuerdos; parecían vivir, y su ansiedad humana acongojó al amante: en el primer momento aquellos pedazos de papel eran muchos; rápidamente su número disminuyó porque venían al suelo, como fatigados; algunos, que habían conseguido detenerse en los salientes del furgón, arrebatados por el viento se marcharon también con el color de las hojas secas. Todavía revolaba uno, sin embargo; el último, el más tenaz: subía, bajaba, volvía a subir… «¿Por qué resiste tanto? —don Rodrigo pensaba—; ¿querrá decirme algo…? ¿Qué palabra de salvación habrá escrita en él…?». Y continuó observándolo, hasta que cayó. Volvió a mirar. Ya no quedaba ninguno, y la historia que hubo en ellos se desvaneció, tal que un perfume, en la extensión ingrata del campo; lo que nació en el calor de una alcoba, moría en el viento y en la nieve. Don Rodrigo, con deseos de llorar, volvió la cabeza y subió el cristal. La primera puñalada de aquel drama, había sido para él y la sentía en el corazón.
Como demostrase intenciones de dormir, reanudé mi diálogo con Dos Caras, a quien referí cuanto acababa de observar.
—¿Y crees tú —repuso— que matará a Raquel en la estación?
—Estoy seguro, porque es un impulsivo terrible y no sabrá contenerse.
—¡Con tal —gruñó— que, al disparar, lo haga de espaldas a nosotros…! Me haría poca gracia que me agujereasen de un tiro…
Había cesado de nevar y, al salir de Astorga, la niebla era tan espesa que los coches apenas nos veíamos unos a otros. Imposible distinguir las señales que nos hacían los discos; lloviznaba. Caminábamos a menos de cuarenta kilómetros por hora, y frecuentemente La Triste nos sobrecogía el ánimo con sus silbidos dolorosos. Minutos antes de cruzar el río Porqueros se detuvo, empezó a pitar y al cabo siguió con extraordinaria lentitud. La noche era absolutamente negra; sabíamos —porque las ruedas nos lo decían— que repechábamos, y nada más.
Dos-Caras me habló.
—¿Cabal, tienes miedo?
Respondí la verdad:
—Sí, viejo: tengo miedo; ¿y tú…?
—También; más que tú, porque tengo mayor experiencia. Es probable que el loco de don Rodrigo nos haya traído la mala sombra.
—¿Tú crees en brujerías?
—Creo —replicó— en que nadie sabe lo que se esconde detrás de la muerte, y en que si hay un espíritu interesado en salvar a Raquel podía suceder que don Rodrigo no llegase a La Coruña…
Sus palabras misteriosas me atemorizaron, y guardé silencio; pero como saliésemos del túnel del Lazo sin novedad, sentí renacer mi buen ánimo. La niebla, sin embargo, no cedía; llevábamos cuarenta minutos de retraso, y La Triste mantenía su andar cauteloso, a pesar de que el camino, en cuesta abajo, invitaba a correr.
—¿Tienes miedo todavía? —pregunté a mi compañero.
—Más miedo que nunca —repuso—; pues cuando la locomotora silba tanto es porque el maquinista no ve y no está seguro del camino.
A poco de salir de Ponferrada, nuestra marcha aumentó, lo que juzgué buena señal.
—Tendrá prisa el maquinista en llegar a Toral de los Vados, en donde debemos cruzarnos con el tren de Villafranca del Bierzo —comentó Dos-Caras.
En tal instante oímos varios silbidos, que parecían responder a los de La Triste, y en aquel silbar lejano había una angustia inolvidable.
—¡Un tren! —grité—. ¡Viene un tren…!
—El de Villafranca —gimió Dos-Caras.
—¿Vamos a chocar…? ¿Crees que vamos a chocar…?
No oí la contestación de mi compañero; un estremecimiento instantáneo y formidable recorrió el convoy, y los frenos inmovilizaron nuestras ruedas. La detención fue tan rápida, que, según me dijeron más tarde, la pirámide de carbón del ténder se fue hacia adelante, aplastando al maquinista y al fogonero. Pero el sacrificio de aquellos dos valientes no impidió la catástrofe. ¿Cómo describirla, si no la vi…? El choque de las locomotoras fue tan ingente, que quedaron empotradas la una en la otra, y al embestirse lo hicieron tan de frente que no llegaron a descarrilar. De nuestro convoy los tres primeros vagones quedaron reducidos a astillas; otros dos sufrieron gravísimos magullamientos, y Dos-Caras, aterrado por el ruido del encuentro, que sonó entre aquellas montañas con el estrépito de veinte cañones disparados a un tiempo, se desvaneció. Yo sufrí una terrible sacudida y perdí todos mis cristales; también se me desconcertaron las puertas, el depósito del agua y los tubos de la calefacción. Los equipajes rodaron por el suelo, y algunos saltaron de una redecilla a otra. Cuando, pasados los primeros instantes de pánico, comprendí que estaba salvo y pude mirar dentro de mí mismo, vi el cadáver de don Rodrigo tendido en medio del corredor con la frente rota… Había chocado conmigo, y yo le había matado.
—He salvado a Raquel —pensé.
Este hecho señala en mi biografía un nuevo rumbo importante. Al siguiente día de la catástrofe, en la que hubo cinco personas muertas y más de treinta heridas, una máquina que en socorro nuestro enviaron de León, me trasladó, juntamente con Dos-Caras y otros compañeros que conservaban sus rodajes sanos, a los talleres de Valladolid, ante les cuales y a la intemperie estacionamos varias semanas, en tanto llegaba nuestro momento de ser reparados. Yo recordaba haber visto años atrás, en aquel sitio, una ringlera de coches enfermos; yo, que era mozo sólido, los miré con desdén; parecíame imposible descender a semejante postración; y ahora, al hallarme postrado como ellos, comprendí que el plano descendente de mi vida empezaba.
En los quince días que duró mi convalecencia, mis curanderos —carpinteros, fontaneros, cristaleros, ebanistas, electricistas, tapiceros, etc—, infligiéronme crueles padecimientos. Las averías y goteras de mi salud eran harto más serias de lo que yo imaginaba; el choque había sido formidable, y aquel bárbaro esfuerzo con que, a la vez, todas las unidades del convoy quisieron meterse, y como enchufarse, unas en otras, tundió todo mi cuerpo. En un instante quedé magullado, macerado, pero yo no lo sabía: los dolores empezaron después: me molestaban los flameos, el piso, la techumbre; particularmente las heridas de los balazos que recibí en el asalto del expreso de Hendaya, se habían abierto con el furibundo golpazo y me hacían sufrir bastante. A estos dolores localizados, añadíanse otros indecisos, generales y profundos, que por su misma vaguedad la cirugía de taller no podía combatir. Yo escuchaba discurrir a los carpinteros: unos decían que si mi armazón padeció tanto fue porque mi maderamen, cortado antes de sazón, presentaba hendeduras que disminuían su resistencia; el más viejo aseguraba que el lugar menos firme de mi individuo era el comedio del costado correspondiente al pasillo, y que motivaban tal debilidad varias rodaduras de mi tablazón; enfermedad gravísima que nace en el tronco del árbol y proviene de no haberse soldado completamente la capa de madera de un año con la del año anterior. Estas explicaciones me descubrieron que cierto vago desasosiego que de cuando en cuando me afligía y que yo traía observado se agravaba con la humedad, no provenía de un error de construcción, sino de mí mismo, de aquellos viejos árboles que me dieron el ser, y era, por consiguiente, algo así como una mala herencia.
Como en los días de mi nacimiento, mis manejadores volvieron a clavarme, a cepillarme, a ajustar mis ensambladuras, a oprimir mis tornillos, a corregir mis abolladuras a golpe de martillo: enderezaron los tubos de la calefacción, forraron de nuevo mis asientos, aseguraron las redecillas para equipajes, revistieron el
—Sea enhorabuena —decían—; estás mejor que antes, más joven…
—¡Buen viaje, Cabal! —me gritó Dos-Caras, a quien sus reparadores aún no habían dado
Yo iba contento, aunque no tanto como en la
De Valladolid me rodaron hasta Madrid, donde estuve olvidado varios días, y luego me agregaron al
Sobre la línea de Asturias trabajé dos meses; lo suficiente para conocer la imponente hermosura selvática del Puerto de Pajares, que, desde Busdongo, donde empieza el célebre túnel de La Perruca, a la estación de Puente de los Fierros, es, según dictamen de muchos viajeros, uno de los parajes más bravos, ariscos y maravillosamente accidentados del mundo.
Cierta mañana, a poco de regresar a Madrid, supe que los guardavías tenían recibidas órdenes de trasladar todas las
Al cabo, una tarde recibimos la visita de tres señores, muy apersonados y de muy tacaña conversación, que iban a examinarnos; y por lo que hablaron supimos que la Compañía de ferrocarriles del Norte vendía doscientos vagones a la Compañía Madrid-Zaragoza-Alicante, y que en el lote figurábamos nosotras. Al reconocerme —y lo hizo con severa escrupulosidad— uno de aquellos caballeros exclamó:
—¡Este coche no parece malo!
El señor a quien dirigía la observación repuso:
—Lo repararon hace poco: puede decirse que está nuevo.
Reflexiones ambas que me entristecieron y ofendieron con la compasión que demostraban hacia mí. Mis examinadores, al justipreciarme, lo hacían recordando mis años de servicio, como convencidos de que no en mi presente, sino en mi propia historia, estaba mi mayor éxito. Respecto de esto no me era posible dudar, pues cuando de algún individuo u objeto decimos que
Este cambio contrarió a todos mis camaradas, menos a mí. Realmente mi juventud más tenía de simulada que de real: el accidente de Toral de los Vados me había modificado: a intervalos experimentaba, aquí y allá, dolores profundos, y en las grandes velocidades mis largueros gemían. A mí, antes tan sólido, tan callado, ahora todo me hacía suspirar: a veces era un eje lo que se quejaba, otras el marco de una puerta; en aquella parte, especialmente, donde mis últimos carpinteros habían creído sorprender varias rodaduras, mis maderas, no bien se recalentaban con el movimiento, producían un quejido monótono, fino, casi musical; algo parecido a ese
—Cualquiera de las líneas que llevan a Andalucía o a las regiones levantinas —pensé— será cordial para mí como una estación de invierno.
Grande fue mi alegría al verme añadido al expreso de Sevilla, que salía de Madrid a las ocho y veinte de la noche. Por la mañana —y como, para borrar mi pasado—, dos hombres se ocuparon en sustituir la mayoría de los anuncios y paisajes que exornaban mi corredor por otros correspondientes a la región Sur. A las bebidas espumosas del Norte, sucedieron los vinos de Jerez y de Málaga, y las fotografías de San Sebastián, Bilbao, La Coruña y Gijón, fueron reemplazadas por otras flamantes de Sevilla, de Granada y de Córdoba. Yo estaba inquieto y alegre, así por la novedad del camino, como por la curiosidad de conocer a mis compañeros de ruta.
A media tarde fui colocado en el tercer lugar del convoy, empezando a contar por la cabeza. Detrás del primer furgón iba un
Mientras llegaba la hora de partir, mis camaradas me dijeron sus nombres y quisieron, a su vez, saber quién yo era y de dónde venía. Sucintamente respondí a sus averiguaciones —pues nunca me gustó caminar de prisa en la amistad—; les manifesté haber servido cerca de nueve años en la, línea de Hendaya, que más tarde pasé a la de La Coruña —callé que en un
—¡Buen chasco vais a llevaros! —meditaba yo.
Bruscamente, con su aire atropellador de perdonavidas, El Majo me interrogó:
—¿De dónde eres tú?
—¿Y tú? —repliqué en el mismo tono insolente.
—De Zaragoza.
—Yo nací en Saint-Denis.
—¿San… qué…?
—Saint-Denis —repetí.
—Franchute, entonces…
—No; franchute, no; francés. Y, desde que llegué a España, me llaman El Cabal, nombre que te explicará mi condición; y es que soy completo; o, lo que es igual: que, como nada me falta, nadie puede tener más que yo.
—Así debe ser —repuso El Majo.
Pero sentí que lo decía a regañadientes y que me guardaba rencor.
Habían dado la entrada en el andén a los viajeros de Andalucía; nuestros asientos comenzaron a ocuparse aceleradamente y las risas y voces del exuberante carácter meridional apresaron mi atención por completo. Nada sorprende tanto a los extranjeros, como este radical polifacetismo del alma española. Un viaje alrededor de España equivale a una excursión por cinco o seis países totalmente diversos. Cada región hispana tiene su carácter, su arquitectura, su música, sus bailes, sus trajes: los romanos no pudieron vencer a los cántabros, y vascos y astures —aunque muy distintos entre sí— conservan la sangre de los iberos primitivos; los gallegos son celtas; los andaluces y valencianos descienden de árabes; los godos, los francos y los fenicios, influyeron en Cataluña…; ¡y divierte observar cómo cada una de estas regiones proyecta en los andenes madrileños, a la hora de salida de sus respectivos trenes, una especie de aliento! Cada convoy es una prolongación de aquella provincia lejana que le impone su nombre, un reflejo de su alma. En el expreso de Hendaya, no obstante su cosmopolitismo, predominan las espaldas anchas y huesudas, las largas narices aguileñas, los pómulos descarnados y los ojos claros, de la raza vasca; los huéspedes de los convoyes galaicos y astures son hombres serios, prudentes y de trato a la vez respetuoso y cordial; se oye platicar en gallego y en bable mesuradamente, y suele haber para las mujeres que ambulan solas un respeto hidalgo. El Mediodía es más turbulento: en los expresos y correos que van a Barcelona —años después lo comprobé por mí mismo— sólo se habla catalán; en los de Valencia, valenciano, y andaluz en los de las líneas andaluzas. Por las noches, durante ese par de horas en que la mayoría de los trenes se va, cada una de las dos grandes estaciones ferroviarias de la Corte reasume el
El buen humor español que, la verdad, nunca me pareció muy grande, es patrimonio exclusivo de las regiones frías: las provincias Vascongadas, Aragón, Galicia y Asturias son alegres: lo proclaman sus músicas, sus bailes, su inclinación a los deportes físicos, su potencia estomacal, y algo candoroso que preside los regocijos populares bajo las pomaradas norteñas. En cambio, Castilla, y más aún Andalucía —la vieja Vandalia— son tristes, como la llanura, El regocijo del andaluz es epidérmico; el andaluz se ríe con la piel; ríe por elegancia, por altruismo, porque sabe que el dolor es desagradable; pero su carne, toda su carne sensual, es trágica. No incurramos en la vulgaridad, harto extendida, de confundir la alegría con la gracia. Un hombre puede ser muy gracioso y estar siempre muy triste, como aquel
Yo, en siete años que rodé por aquellas tierras inolvidables de Córdoba y de Sevilla, me divertí mucho con el inagotable picante humor de las charlas, la pimienta de las preguntas, la oportunidad traviesa —a veces corrosiva— de las réplicas, y toda aquella sal prodigada sin medida no bien la conversación se enciende.
La noche a que antes me refería —la de mi primer viaje a Sevilla— era una de las últimas de junio, y el mucho calor parecía desentumecer en todos el deseo de hablar. Peregrinaba con nosotros, rumbo a Cádiz, una compañía de comedias, y la mayoría de los actores se repartieron entre mis compartimientos y los del Negro. Todos, o casi todos, eran andaluces. La primera actriz, Matilde Manzano, a quien yo había llevado a San Sebastián y a La Coruña otros años, iba en el primer coche; el
—¿Sabe usted a quién le di un pellizco esta tarde? —decía él.
—A una gorda, sería.
—Se equivoca usted: a una flaca.
—¡Jesús, qué mal gusto!
—A Pilar Gil.
—No me diga usted dónde la pellizcó.
—Donde me pareció que tenía más carne.
—De todos modos llegaría usted al hueso en seguida.
—¿Que si llegué…? ¡Como que perdí la uña…!
El picante discreteo continuó.
—Véngase usted aquí, criatura…
—¿Hay algún asiento desocupado?
—¿Pero usted cree que yo iba a ofrecerla un asiento, como a una vieja?
—¿Entonces, qué?
—Mis rodillas, que parecen hechas de plumas, por lo blandas.
—No me convienen.
—¿Iba usted a tener mucho calor?
—Demasiado frío, porque es usted muy fresco. Mejor voy aquí, y así no podrá usted negar después que ha venido siguiéndome toda la noche…
—No hay inconveniente, con tal de que en Cádiz se deje usted alcanzar.
Atajó el diálogo la aparición en el andén del empresario, que iba a despedir a su compañía.
—¿Qué quiere usted que le traiga de Sevilla, don Emilio…?
—Hombre… ¡qué sé yo…!
—Pida usted sin miedo, que con lo grandecita que tiene usted la boca ya puede hacerlo. ¡Venga! ¿Qué le traigo? ¿La Giralda?
—Como traer… me gustaría que trajeses un poquito más de gracia de la que te llevas.
—¡Eso es muy difícil…! ¿No le sería a usted igual que le trajese, para su uso particular, cien gramos, siquiera, de vergüenza…?
—¿Dónde ibas a comprarla?
—Yo preguntaría dónde la venden buena.
—Como quieras: pero considera, niño, que tú no entiendes de eso y van a engañarte…
En el momento de arrancar el tren, los alegres servidores de la farándula empezaron a aplaudir a don Emilio, que les saludaba con el sombrero.
—¡No gastéis los aplausos —repetía el empresario—; no los gastéis, que luego os harán falta…!
Desde todos los coches, muchos pañuelos blancos y muchas manos de mujer, decían
Apenas caminamos un poco, una ráfaga de aire oreó nuestro abrasado interior; el calor, no obstante, era fuerte, y las caras de mis huéspedes aparecían bruñidas y como barnizadas, por el sudor. Pasamos raudos ante las estaciones de Villaverde, de Getafe y de Pinto, en cuyo castillo corrieron las lágrimas de la Princesa de Éboli, y al detenernos en Valdemoro,
—¡Señorita Manzano…! ¡Señorita Manzano!
La actriz se asomó:
—¿Qué quiere usted…?
—Hacerle una pregunta.
—Diga.
—¿No cree usted que hace un calor impropio de esta estación…?
Matilde Manzano se echó a reir, y con ella muchos pasajeros. De ventanilla en ventanilla volaban donaires; un buen humor pueril, una alacridad de feria, estremecía el convoy. Transcurrió otro cuarto de hora, y, al llegar a Aranjuez, nuevamente
—¡Señorita Manzano…! ¡Señorita Manzano…!
Por segunda vez, la gentil comedianta dejó ver su rostro picaresco:
—¿Qué necesita usted, fiebre tifoidea…?
—¿No piensa usted, como yo, que sigue haciendo un calor impropio de esta estación…?
Algunos de mis inquilinos habían pasado al
Más allá de Castillejo, donde estacionamos dos minutos, empezó a herir mi atención la desalación de la llanura manchega, más triste aún que las planicies de la Nueva Castilla. Todo yacía muerto, horriblemente seco, bajo la luna lívida; lo que no era polvo, era piedra, y entre los repechos amarillentos sobre los cuales los viajeros, asomados a las ventanillas iluminadas, recortaban sus sombras, el estrépito del convoy resonaba como los ruidos en las casas desamuebladas. Áridos, pajizos, teñidos por una melancolía de osamenta, los pueblos de Villasequilla, Tembleque y Villacañas, fueron quedando atrás; mas no bien hacíamos alto, resonaba la voz irónica de
—Señorita Manzano: ¿no cree usted que reina un calor impropio de esta estación…?
Desvelados por la temperatura bochornosa, muchos pasajeros celebraban con carcajadas aquella interrogación que, cuanto más repetida, mayor gracia parecía tener.
—¿Qué tal máquina llevamos? —pregunté al Negro.
—Superiorísima —contestó cayendo en seguida, a fuer de andaluz legítimo, del lado pintoresco de la hipérbole—; cuatro años hace que ruedo con ella y no me ha dado un disgusto. Frena bien y en invierno administra el calor como ninguna. Si no echase más agua que humo, sería perfecta; nosotros, por eso, la llamamos La Regadera. En Córdoba nos recogerá La Sabrosa: ¡un dije…! blanda, voluntariosa y suave; una locomotora que cuando dice ¡
Estas noticias me tranquilizaron: a pesar de ser bisoño en aquel expreso, me satisfacía hallarme entre vagones distinguidos, y con un
La voz, enronquecida por el coñac y el frío del amanecer, de
—¡Señorita Manzano…, señorita Manzano…! ¿Verdad que hace un calor impropio de esta estación…?
Hecho a viajar, en pocas semanas mi bien ejercitada atención conoció detalladamente las particularidades y horizontes de la principal línea andaluza; y cuanto más recapacito en las sorpresas que me dio su estudio, pasmo mayor me causa la pluralidad de máscaras o facetas de la psicología hispana. Aquí, más que en ninguna otra nación, un monte, un río, una falla del terreno, poseen capacidades aisladoras inverosímiles. Conocer Andalucía, conocer Galicia, o Castilla, o Aragón, o Valencia… no faculta al extranjero a decir:
Como antes el carácter de las provincias Vascongadas, y luego el espíritu de la región gallega, así el alma andaluza, rápidamente, penetró en mí. Mis relaciones con El Majo continuaban siendo de las más ácidas, y estábamos ciertos de que acabaríamos golpeándonos, pues ni él renunciaba a sus pragmáticas de baratero, ni yo se las toleraba; en cambio, las restantes unidades del convoy me querían mucho, especialmente El Negro, que siempre iba a mi lado, y otro coche apodado El Rubio y no por su color, sino por el considerable número de ingleses que había viajado en él; ambos me profesaban conmovedora devoción, y se hacían lenguas cuando se trataba de elogiar mi sutileza en el arte de conocer, y mi memoria.
En los quinientos sesenta y tantos kilómetros que hay entre Madrid y Sevilla, los paisajes que más interesaron mi sensibilidad fueron los alrededores de Tembleque, por cuyas alturas, sembradas de molinos, pasa la línea que divide las cuencas del Guadiana y del Tajo. Vienen después las llanuras quijotescas de la Mancha; las tierras malditas —tierras de sal— de Villacañas; el castillo morisco de Alcázar de San Juan; el pueblo de Manzanares, construido sobre los belicosos cimientos de una fortaleza; y más adelante los de Valdepeñas y Santa Cruz de Mudela, famosos por sus inmensos viñedos. La estación de Almuradiel ocupa la altura máxima de la vía, que muy luego, al penetrar en la cuenca del Guadalquivir, empieza a descender, llega a Venta de Cárdenas y horada la cordillera Mariánica por el célebre desfiladero o garganta de Despeñaperros. Los túneles, las curvas peligrosas, los tajos tableteantes, se suceden, y corremos entre bloques gigantescos cortados perpendicularmente, como a cuchillo; peñascos áridos y oscuros, de una adustez castellana. Llegamos a Santa Elena, primera estación andaluza, y después de Vilches, a la que un viejo castillo señorea, y de Vadollano, descansamos cinco minutos en Baeza, arrancadero de los trenes para Granada y Almería. Pasan luego —y sólo he de citar las villas principales— Menjíbar, que fijó en tiempos pretéritos el límite de las Españas
Las apreciaciones, siempre justas, de mi mejor amigo El Negro, me ayudaron a registrar en los arcanos morales de las tierras por donde pasábamos.
—Pertenecemos —decía mi compañero— a un país milagroso; y lo califico así, pues vive a despecho de cuanto sus habitantes hicieron por destruirlo. De esa Castilla que tú has recorrido más que yo, la falta de árboles ahuyentó a los pájaros, que tanto benefician los campos, porque persiguen a los insectos; y como los árboles faltan, las nubes emigran y con ellas la lluvia, que todo lo enverdece. ¿Vas contando bien los eslabones de esta terrible cadena? En Castilla los cambios atmosféricos son atroces; la sequía te resquebraja, el polvo te ciega y, entretanto, la langosta fecundiza la tierra endurecida por la incuria de los hombres. Tú no imaginas el poder asolador de ese insecto: llega en nubes constituidas por millones de millones de individuos que, al caer, cubren los sembradíos, borran los caminos, desnudan en pocos momentos a los árboles de su follaje y detienen los trenes. Hace un bienio la langosta nos paró al salir de Tembleque: no se veían los rieles y todo el campo, a nuestro alrededor, aparecía negro; la nube había acertado a caer justamente sobre la vía férrea, y como estos animalitos, al ser aplastados, expelen una baba oleaginosa, pronto la locomotora empezó a patinar. Era grotesco, era increíble, que unos bichitos así pudiesen tanto. La pobre Regadera despedía, como nunca, agua y vapor; jamás la habíamos visto tan furiosa. El maquinista, para ayudarla, echó en los rieles arena; pero esta, al revolverse con el aceite de las langostas estrujadas, formó una masa que, adhiriéndose a nuestros rodajes, nos obligó a inmovilidad.
Calló los instantes que tardamos en franquear un puente, y continuó:
—En Andalucía, donde la actividad agrícola es algo mayor, la langosta no suele presentarse; pero si por allí no hay langostas, hay caciques, y no sabría explicarte cuál de estas dos calamidades me parece mayor. ¡Casi estoy por decir que al cacique le tiene miedo la langosta…!
—El cacique —interrumpí— descendiente caricaturesco del señor feudal, es un tipo que abunda en Castilla, en Galicia y, probablemente, en otras muchas partes.
—Sí —replicó El Negro—, el caciquismo es dolencia muy española; mas no puede ser grave en las provincias norteñas, donde la tierra está hermosamente dividida entre pequeños terratenientes; mientras la desventurada Andalucía, por obra del abandono o mala fe de nuestros gobernantes, languidece entre unas cuantas manos, generalmente ociosas. Aquí los terrenos mejores se dedican a ganaderías de reses bravas o a cotos de caza, y hay millares de braceros que necesitan emigrar en busca de trabajo. ¡Júralo conmigo, Cabal…! Nuestros hombres se van, no porque América les deslumbre con su oro, sino porque con su miseria España les despide. Cabal, en este país, quien no sea militar, o fraile o político, o siquiera empleado de cierta categoría, debe marcharse. Aquí, los ricos no le dan al necesitado empleo, sino limosna; es más cómodo para ellos y, desde luego, más teatral.
Estas meditaciones resucitaron en mi memoria las que, a propósito de un tema bien diferente, me expuso una noche, saliendo de Hendaya, mi viejo amigo Doña Catástrofe. España se halla depauperada y abúlica; en este país nuestro, donde el gobernar no es un deber ingrato, sino un negocio, los pobres no pueden vivir; ¡ni siquiera robar…! Convencida de su desamparo, la legión trabajadora se encorva pasivamente bajo la autoridad del cacique y del cura.
Platicando en este tono, en el que había más melancolía que apasionamiento, salimos de Sevilla aquella noche. Mediaba, si no recuerdo mal, el mes de septiembre. Viajaban conmigo, entre otras muchas personas, un oficial de Marina, que venía de Cádiz; cinco turistas yanquis, y un matrimonio español, al que cierto caballero, amigo de los dos —pero antes devoto de
Lo que inmediatamente referiré, más que una escena es un diálogo; pero… tan expresivo, tan burlesco y, a la vez, ¡tan grave…! Quizás aquella conversación, que procuraré repetir textualmente, fuese el
Así, parodiando a los autores de comedias y para mejor esconder mi personalidad de vagón atisbador y chismoso, presentaré a las figuras antes de dejarías hablar.
Ida: veintiocho años. Lindo talle. Rubia. Tiene labios de ironía y unos bellísimos ojos daros, que si fueron optimistas alguna vez ya sólo conservan
Don Alfonso: esposo de Ida. Cuarenta años; tipo desdeñoso y cordial a la vez; esto es: distinguido. Buena presencia. Viste de oscuro.
Al salir de Sevilla, don Alfonso ha tomado un billete para
—Señores: la
Váse don Alfonso. Ida y
Los dos sonríen.
Ida suspira.
Callan, como otorgándose mutuamente una tregua. Sin que lo advirtieran, entre ambos acaba de brotar una simpatía. Yo lo siento bien, y me allegro. La Sabrosa ha esforzado su andar y en el silencio de los campos, empapados de luna, mis rodajes trajinan con mayor entusiasmo.
Ida ríe. En aquel instante, cruza por delante del compartimiento el oficial de Marina, vestido de blanco: sobre la albura del uniforme, la botonadura y los galones dorados brillan marciales. El oficial es ventrudo y, al caminar, se esparranca para guardar mejor el equilibrio. Lleva una gran pipa entre los dientes, y la lumbre del tabaco tiñe de rojo el semblante carnoso del fumador. Ida y su acompañante continúan discreteando, pero en voz más confidencial.
Ida hace un gesto negativo, y sus ojos claros, sorprendidos, ingenuos, parecen aniñarse con la curiosidad.
Le mira aterrada, cual si sus ojos se inmergiesen en un abismo.
El esposo de Ida, que vuelve del comedor, aparece inesperadamente:
—Buenas noches.
Ida lanza un pequeño grito.
El matrimonio sale; don Alfonso camina delante. Al franquear la puertecilla del compartimiento, Ida vuelve la cabeza y sonríe; y aquella mirada y aquella sonrisa,
Abril había empezado, y era increíble la cantidad de
—¿Cómo iba esta mañana el
—Lleno —respondía una voz.
—¿Y el
—Lleno también: salió con retraso, porque a última hora fue necesario añadirle dos
Todos los trenes caminaban así, incluso los
El
El torero, uno de los más gloriosos de su época, iba más allá que
Escoltaban al señor ministro varios periodistas y un numeroso núcleo de figuras parlamentarias. La mayoría de aquellos caballeros pasaban de los cincuenta años, platicaban mesuradamente, y vestían levita y sombrero de copa. Empecé a establecer relaciones entre la forma de esos sombreros, que únicamente usan las personas transcendentales, y la chimenea de nuestras locomotoras. ¿Estimularán la actividad cerebral, determinarán
El lidiador viajaba en mi departamento-cama, y le acompañaban su apoderado y los hombres de su cuadrilla, la mayoría sevillanos, más otras cincuenta o sesenta personas de condición social diversa, según sus maneras de hablar y de vestir hacían comprender. No llegaría el famosísimo
Faltaban dos o tres minutos para la salida del expreso, cuando un viento de fronda cruzó tempestuosa por el andén. Lo levantaba un nutridísimo grupo de viajeros —más de treinta— que no hallaban asiento y buscaban al jefe de estación para exigirle que añadiese al convoy otra
—¡Qué país! —vociferaban—; ¡esto sólo sucede aquí…!
El más enfurecido iba sin sombrero y repitiendo a gritos:
—¡Yo necesito llegar a Sevilla mañana…! ¡Si no llego, pierdo cuarenta mil duros…!
Uno decía:
—¡Da vergüenza ser español!
Y varios, a la vez:
—¡Sí, señor; da vergüenza…! Hablando así mirábanse unos a otros, satisfechos de lucir su cosmopolitismo y su elegancia. Los manifestantes, a quienes seguía un centenar de desocupados, hallaron al jefe de estación y al interventor del expreso cerca de mí, y en altas voces manifestaron su pretensión. Expúsoles el jefe, con bien concertadas palabras, la imposibilidad de complacerles por no haber coches disponibles. Uno replicó estúpidamente:
—¡Pues, los inventa usted! Frase que, no obstante su ausencia de sentido, enardeció a todos aquellos señores notablemente. Los brazos se levantaban, arreció la gritería y las manos volvíanse amenazadoras. El
Un señor pequeñito decía, mirando a una y otra parte con ojos de tigre:
—¡Esto nos sucede porque no tenemos coraje! ¡Aquí no hay sangre…! ¡En Alemania el pueblo ya hubiese quemado la estación! El jefe replicó mesurado: —No, señores: ni en Alemania, ni en ningún país bien civilizado el público protesta, porque supone que cuando los empleados que están a su servicio no le complacen, es que no pueden.
Todos rugían:
—¡Es un abuso…! ¡Si no ponen un coche para nosotros, no dejaremos salir el tren…!
—¡La máquina —gritó el jefe para que todos le oyesen— no puede arrastrar más coches de los que lleva! ¡Ya lo saben ustedes…! Los señores que quieran marchar hoy, que vayan de pie… les autorizo. ¡No puedo hacer más…!
Los manifestantes replicaron:
—¡Pues no sale el tren…! ¡No le dejaremos salir…!
El jefe, que durante la discusión había ido perdiendo terreno, reaccionó:
—¡Atrás todo el mundo! —ordenó de súbito—; ¡retírense ustedes… o me veré obligado a llamar a la guardia civil!
Los revoltosos, maquinalmente, retrocedieron algunos pases; amainaban. El jefe repitió, avanzando:
—Esta parte del andén la necesito libre. ¡Atrás todo el mundo!
La multitud, acobardada, volvió a retroceder, silenciosa, con una humildad de rebaño. Yo pensaba:
—
—¡Viva Manuel! —gritó una voz desde el andén.
Muchas voces acaloradas repitieron:
—¡¡Viva…!!
Mientras
Atento a cuanto el ilustre torero decía a sus amigos, pronto fui conociendo los nombres de los que le custodiaban más de cerca. Sentado a su izquierda tenía a su apoderado, don Ricardo Fernán, persona, al parecer, de su mayor predilección; y a la derecha a un joven prócer, de charlar abundante y reír estentóreo, a quien unos y otros familiarmente llamaban
El tema de las conversaciones era el arte de Manuel González y su miedo a los toros. También se habló del hombre: un viajero le había encontrado más delgado que antes; otro le hallaba lo mismo; un tercero celebraba los brillantes que el espada lucía en la pechera. Se glosó largamente la herida por que cojeaba Manuel; la tenía en el pie derecho, a la altura del tobillo.
—Se la hicieron con una botella en el preciso instante de entrar a matar. Dicen los periódicos que ya le habían dado el
Estas conversaciones que, por concernir a lugares y asuntos desconocidos para mí, yo traducía mal, me interesaban menos que el entusiasmo ingenuo de los platicadores, quienes por ocuparse de Manuel, hasta de sus propios asuntos se olvidaban. Esta unánime y férvida admiración me sorprendía; era nueva para mí; yo nunca había visto tantas almas vibrar a compás, y pensé que en una novela de costumbres taurinas, antes que al matador el papel capital debía adjudicársele a la muchedumbre, pues lo pintoresco, lo inverosímil dentro de los grados más agudos de la comicidad, lo bufo, en fin, está en la muchedumbre.
A lo largo de mi tránsito yo oía cuchichear:
—¿Qué hace ahora
Esta curiosidad candorosa, que todos hallaban muy legítima, muy razonable, corría de unos viajeros a otros hasta la puerta donde
—Está hablando de las corridas de Sevilla…
Y esta información era para todos tranquilizadora y dulce como una ráfaga de buen aire.
Luego circuló la noticia de que
Un caballero, de buena traza y frondosos bigotes, que viajaba con su esposa y dos hijas, ya mujeres, dejó su asiento con propósito de saludar al
—¿Volverás pronto? —le preguntó su mujer.
—En seguida.
Salió al corredor y, favoreciéndose con los codos, comenzó a abrirse paso; la tarea era ardua, porque la masa de viajeros allí estacionada apenas ofrecía suturas. Sin embargo, apoyándose en unos, empujando a otros suavemente, recurriendo con urbanas frases a la amabilidad general, adelantando siempre de perfil, como si nadase contra corriente, el caballero
—Buenas noches; dispénseme usted: deseaba saludar a Manuel…
El amigo de Manuel fijó en el recién aparecido una mirada escrutadora, una mirada de portero. Indagó:
—¿Usted le conoce?
—No, señor… y quisiera tener ese gusto. Si usted le trata y puede presentarme…
Las mejillas de Juanito Paisa se arrebolaron de orgullo; destosió y sonrió jactancioso.
—¿Que si puedo presentarle…? ¡Ya lo creo! No podía usted haberse dirigido a nadie mejor que a mí. ¡Como que el mejor amigo suyo soy yo…! Pero tendrá usted la bondad de aguardarse un poquito, porque Manuel está hablando y le molesta que le interrumpan.
Muy paciente, el señor
—Esperaré…
Aquel aplazamiento le irritó unos segundos; en seguida se serenó: miró hacia atrás, comprendió el difícil camino que acababa de recorrer, y esta consideración le regocijó hondamente. Desde la posición conquistada podía ver al
—¿Podrá ser hora? —murmuró lo más gentilmente que le fue posible—; porque… como mi familia me aguarda…
Juanito Paisa comprendió la tribulación de aquel hombre; por iguales zozobras había pasado él antes de llegar a ser, a fuerza de constancia y de pequeños sacrificios, el mejor amigo del matador… ¡y fue clemente!
—¡Ahora mismo! —exclamó—. ¡No se apure usted…!
Avanzó lo necesario, lo estrictamente necesario, para que el señor
—Manuel, dispensa: aquí hay un caballero empeñado en conocerte…
Manuel González se levantó; sus labios oscuros insinuaron un movimiento que no llegó a cuajar en sonrisa, y extendió su mano al recién llegado; aquella mano que se mojaba en sangre de toro todos los domingos.
—Celebro verle a usted tan bueno, amigo —dijo.
—Muchas gracias, igualmente —repuso, visiblemente turbado, el señor
No dijo su nombre. ¿Para qué? Hubiera sido un rasgo de orgullo. Allí ni él ni los demás significaban nada; ante el matador glorioso no podía haber más que admiradores…
—Si quiere usted descansar un rato…
—Muchas gracias… muchísimas gracias: sólo vine por tener el honor de saludarle…
Esta fineza la agradeció
—Don Ricardo…
El visitante, por momentos más cohibido, se inclinó varias veces. Hecho lo cual, y sin más preámbulos, ofreció al espada un riquísimo habano.
—Para que se lo fume usted a mi salud —dijo—; en el estanco de la estación no había nada mejor.
Manuel miró a su apoderado, sonrió y se guardó el obsequio en un bolsillo.
—Se agradece —murmuró.
Muy satisfecho de sí mismo,
—Es un amigo del
Y las miradas envidiosas le seguían.
En Alcázar de San Juan una veintena de personas esperaban la llegada del expreso para saludar a Manuel, y
—¿Y el pie…? ¿Cómo está el pie…?
—Va mucho mejor.
—¿Un botellazo, verdad…?
Con mucha flema,
—Sí, un botellazo…
Su longanimidad, su elegante resignación, inflamaban en sus adictos su cariño hacia él.
—Si yo llego a estar allí —decían—, te juro que el bárbaro que te tiró la botella se la come…
El diestro no contestaba; parecía fatigado.
—Iremos a Sevilla, a aplaudirte —ofreció uno.
—Vamos todos y te sacaremos de la Plaza en hombros —exclamó otro.
Tristemente, Manuel González repetía:
—Muchas gracias; si tengo suerte…
Silbó La Regadera y empezamos a rodar. Entonces aquellos hombres corrieron a lo largo del andén; se empujaban, se atropellaban, mientras decían:
—¡La mano, Manuel…! ¡Dame la mano…!
Ninguno quería renuncian a este honor, y Manuel González procuró complacer a todos. Luego, mientras Juanito Paisa se precipitaba a cerrar el cristal de la ventanilla, noté que
—¿Te han hecho daño, verdad…? ¡Pero si mil veces te recomendé que no le dieses a nadie la mano…!
Burlón y melancólico, Manuel suspiró:
—¿Y qué voy a dar, Juan?
—¡Das una rodilla…! —replicó el notario. Por el corredor circuló la noticia de que
—A mí, si doy la mano —decía— no me sucede nada; pero a Manolo la gente le quiere demasiado y, sin intención, por supuesto, le estropean. El año pasado, en Madrid, al apearnos del tren, un admirador le cogió una mano, y con la alegría de verle empezó a apretársela… más… ¡más…! sin poder contenerse, como en un frenesí epiléptico, hasta que se la magulló de manera que al siguiente día no pudo torear.
Contempló al
—Por eso —terminó— apenas viene alguien a saludarle, me pongo a su lado: ¡yo no consiento que a un hombre tan bueno como él se le haga daño…!
Las sombras que el expreso proyectaba a un lado y otro, sobre los repechos, me indicaban que los huéspedes de los demás coches dormían, pues todos los vagones iban a oscuras. Únicamente mis ventanillas persistían iluminadas, y mis viajeros, como desvelados por la vecindad del matador, no pensaban dormir.
En Manzanares, donde
—¡Juanito… Juanito…! —repetía aquel señor conforme iba andando—. ¡Juanito…!
El amigo de Manuel pareció alegrarse de verle.
—¡Don Felipe! —exclamó.
Hubo, sin embargo, en su gesto cierta tibieza; fue un saludo de amo a criado; Juanito consideraba a don Felipe
—¿Adónde va usted? —agregó.
—A Sevilla, hijo mío; a la Feria. ¡Como todos los años…! ¡A ver a
Referíase al
—Ahí le tenemos.
—¡Ya lo sé…! Me habían dicho:
—Ahora mismo.
—Usted ya sabe que lo merezco…
—¿Cómo si lo merece usted? —apoyó Juanito—: ¡Más que nadie…! ¡Adentro…!
Penetraron en el compartimiento del torero.
—Manuel —dijo Paisa con un reposo que daba a sus palabras solemnidad—: voy a presentarte a un amigo
El Meñique se levantó y estrechó la mano de don Felipe, que, con elegancia y desparpajo, se había descubierto. Aquel hombre era calvo también, y quedéme pasmado de su fraternal semejanza con el matador: tenía sus ojos negros, su tez cobriza, sus mejillas tristes, su perfil de águila…
—Te advierto —prosiguió
—Hombre… ¡muchas gracias!
Y le examinaba; y cuanto más minuciosamente le detallaba más crecía en él la ilusión de hallarse ante un espejo.
—Así es —ratificó don Felipe—; yo me afeito la cabeza dos veces por semana, para asemejarme a usted más. Y cuando alguien me pregunta: ¿Es usted hermano del
Ya sentados continuaron hablando, y don Felipe declaró tener guardados en álbumes y clasificados cronológicamente cerca de cuatro mil retratos de su lidiador favorito.
Era más de media noche.
Yo pensaba:
—¿Será posible que esta gente no tenga sueño…?
Jamás había presenciado vigilia tan larga.
En Valdepeñas, adonde arribamos con retraso, también esperaban al
Al salir de Valdepeñas Manuel pidió le preparasen la cama, pues quería dormir, y delegó en su apoderado el trabajo de recibir a cuantas personas o comisiones estuviesen aguardándole a lo largo de la ruta.
—Porque yo —declaró— no puedo tirar de mi cuerpo.
Aseguróle don Ricardo que nadie le molestaría, y con esta halagüeña perspectiva el matador despidióse de
—¿Quieres algo, Manuel? —averiguó el notario.
—No, gracias.
—¿No se te ofrece nada?
—Nada.
Los grandes toreros, por lo mucho que en aquella y en otras ocasiones comprobé, tienen corta la conversación.
—¿Para salir del tren, qué traje vas a ponerte?
—Este mismo.
Juanito Paisa apuntó un levísimo mohín de tristeza, y
—¿Por qué dices eso? —exclamó.
—No sé… por nada…
—¡Habla, hombre! ¿No te gusta este traje?
Se examinaba: era un
—El traje
—¿Entonces?
—Pero es que lo has llevado dos días seguidos. Por eso, para entrar en Sevilla, me gustaría verte con el gris. ¡Tú no sabes cómo te
Manuel movía la cabeza; consideraba que, para complacer a su amigo, habría de molestarse en abrir la maleta. Juanito Paisa agregó:
—Con el traje gris estás… ¡vamos…! ¡Estás como con ninguno! ¿Iba yo a engañarte?
Desasido y paciente,
—Bueno, hombre; duerme tranquilo: me pondré el traje gris…
Y cerró la puerta.
Para que el torero reposase mejor, don Ricardo Fernán,
—¿Dónde estará Manuel…? ¿Vosotros no sabéis en qué coche vendrá…?
La circunstancia de hallarse los vagones en tinieblas les despistaba y empezaron a correr, desconcertados, delante del convoy. Les enfurecía el temor de no ver al
—¡Manuel, Manuel…!
El apoderado del
—El peligro está en Córdoba —decía don Ricardo.
Y
—¡Eso…! ¡En Córdoba, donde tenemos una parada de quince minutos! Allí no hay escape…
Sus tristes previsiones hallaron confirmación plena. Al entrar, ya casi de día, en la estación cordobesa, columbré una multitud de más de cuatrocientas personas, ávidas de ver al torero herido. Aquel humano enjambre avanzó al encuentro de la máquina, e instantáneamente formó en línea de batalla ante el convoy. A un:
Los coches-camas persistían embozados en su oscuridad, pero en las
—¡Manuel…! ¿Dónde está Manuel…?
Otras voces discutían:
—Deben de venir con él su apoderado y Juanito Paisa.
—¿De qué Juanito Paisa hablas tú? ¿Del notario? ¡Ese está en Sevilla…!
—Te aseguro que viene aquí: Juanito Paisa es
Tanto arreció el vocerío de los manifestantes, que don Ricardo decidióse a mostrarse en una ventanilla. Paisa y
—Buenos días, señores —dijo el apoderado sencillamente.
Sus palabras, aunque articuladas en voz baja, tuvieron la virtud mágica de llegar a todas partes, porque en el acto, la multitud corrió a congregarse delante de mí.
—Yo les agradezco a ustedes mucho —prosiguió don Ricardo— este rasgo de adhesión. ¿Qué querían ustedes? ¿Ver al
A la vez, cruelmente, los oyentes replicaron:
—¡Que se levante…!
—Viene dormido; pasó muy mala noche…
—¡Despiértele usted! —gritaban a porfía unos y otros—; nosotros también pasamos mala noche. Por verle, la mayoría de los que estamos aquí no se ha acostado.
—Señores —insistió don Ricardo—; yo no me atrevo a despertar a Manuel; adviertan que se trata de un hombre herido…
—No importa —replicaron unánimes los espectadores—; una herida en un pie no es grave. ¡Dígale que se tire de la cama! ¡Queremos verle… queremos hablar con él…!
Consideraban que ya habían transcurrido ocho o diez minutos, y que el momento de salir el expreso era inminente. Empezaron a irritarse. ¿Se les desdeñaba…? Súbitamente la muchedumbre iba a enojarse, porque en el alma colectiva ni la admiración ni el odio tienen entrañas ni cauces fijos. Por fortuna don Ricardo comprendió a tiempo.
—Pues que se empeñan —gritó— esperen un momento. ¡Voy a rogarle que se levante!
Corrió, seguido de Paisa, a la cama de Manuel, que estaba despierto y de torcidísimo humor.
—¡Arriba, Manolo! —imploró don Ricardo—; ya me oíste pelear con ellos; no pude hacer más…
—Yo, no me levanto —masculló el torero.
—Harás muy mal; no necesitas vestirte; abrígate con la manta de viaje y asómate un momento; lo esencial es que te vean, que no crean que les desprecias…
Los admiradores del diestro volvían a gritar:
—¡Manuel…! ¡Sal…! ¡Viva
Algunos empezaron a golpearme con sus bastones, para hacer ruido. Hubo una nutridísima salva de aplausos; después nuevas voces resonaron:
—¡Manuel…! ¡Queremos que se asome Manuel!
Detrás de don Ricardo, Juanito Paisa rogaba, compungido, al matador:
—Compláceles, Manolo; de no hacerlo considera que vas a captarte muchas enemistades, y que, un día u otro, has de venir a torear a Córdoba…
Con aire resignado, casi místico,
—Os obedeceré con tal que me dejéis tranquilo.
Levantóse cojeando y, envuelto en un kimono rojo y verde, se asomó a la ventanilla.
—Salud, señores…
Pequeño, flaco, cobrizo y calvo, y metido en aquel disfraz orientalesco, a la luz blanca del amanecer
—¿Eso del botellazo qué ha sido…?
No contestó Manuel, y su rostro pálido de fetiche tampoco expresó nada. La escena tenía una suprema fuerza cómica. La misma voz continuó:
—Aquí todos hemos leído los periódicos: ¿de modo que es cierto que en Valencia quedaste muy mal…?
Mansamente, con ironía apacible y amarga,
—¿Para preguntarme eso me habéis hecho levantar…?
Como nadie respondiese a observación tan justa, el torero añadió:
—Señores, se agradece la intención…
Y suavemente, sin cólera, levantó el cristal. En aquel momento partíamos y entonces, tibios, rezagados, sonaron algunos aplausos.
Aunque convencido de que Manuel González no era verdadero responsable de nada, yo le había cobrado mala voluntad: por causa suya, sus adictos de Córdoba me molieron a bastonazos, y en Baeza un salvaje, de una pedrada, me había roto un cristal. Era aquel uno de los viajes peores de mi vida. Este mal humor mío lo compartían mis inquilinos, a quienes las ovaciones tributadas al
—Será la última vez —musitaban— que vuelva a viajar en compañía de un torero
El caballero a quien he adjudicado el remoquete del señor
—¿Cuánto costó el puro?
—Tres pesetas; era de los más caros; pero se trata de una
—Debías haber comprado dos, para fumarte uno; y si el tuyo ardía bien, regalarle el otro.
—¡Tienes razón… —suspiraba el marido mordiéndose los labios— tienes razón…! ¿Cómo no se me ocurriría eso…?
Toda su familia sufría de este dolor, aterrada de la facilidad con que el descrédito puede herir a las personas. En el cerebro del hombre
—¿Y si volvieses a visitarle —propuso la señora— con pretexto de informarte de su salud, y así… charlando… le preguntases si el puro le gustó…?
—¡Es una excelente idea, papá! —apoyaron las hijas.
Estas palabras, ungidas de discreción, prendieron en los ojos del ingenuo caballero una luz de esperanza.
—¡Tal vez tengáis razón! —exclamó a la vez receloso y contento—; las mujeres sois el Diablo: lo intentaré.
Eran más de las ocho de la mañana y trasponíamos la estación de Los Rosales, cuando el señor del bigote dejó su compartimiento resuelto a echar dudas a un lado.
En el pasillo encontró, precisamente, al
—Buenos días, Manuel…
—Buen día —replicó el matador.
—¡Celebro hallarle solo! ¿Me permite usted una pregunta?
—Todas las que usted quiera hacerme.
—¿Cómo era el habano que le di anoche…? El temor de que fuese malo no me ha dejado dormir.
—El habano que estás fumando, ¿no es el que me regaló el señor?
—Él mismo —repuso Juanito—; ¡y es muy bueno…! ¡Palabra…!
—Los tabacos que me ofrecen —agregó el torero con su hablar parsimonioso habitual— yo los acepto para obsequiar a mis amigos; pero, yo, no fumo…
El señor
Los diarios de Sevilla informaron a sus lectores de que la víspera, y por efecto de una maniobra inhábil, el expreso de Madrid había salido con cerca de media hora de retraso; pero en el fárrago de hechos que rellenan la vida cotidiana el suceso escapó inadvertido, lo cual no me extrañó, pues los hombres creen que la vida consciente no se extiende más allá de ellos mismos. ¡Ah, Si supiesen leer sólo un poco…! en el Misterio, hubieran reconocido que lo que creyeron choque fortuito de dos vagones, era un desafío.
Efectivamente, el tiempo, lejos de suavizar las asperezas de mis relaciones con El Majo, las había hecho más vidriosas y difíciles. Acostumbrado a ejercer hegemonía despótica sobre el convoy, mi enemigo no aceptaba que yo le tratase de igual a igual, y sin otras consideraciones ni reverencias que las mismas, exactamente, que él me tributaba; yo, por mi parte, no le consentía la menor insinuación autoritaria; éramos de la misma fuerza y de temple parecido, y, fatalmente, teníamos que pelear. No perdía ocasión de hostilizarme: en las estaciones del tránsito paraba súbitamente, para que yo me lastimase contra él; en las cuestas arriba se dejaba ayudar por mí, y una noche, cruzando Despeñaperros, intentó lanzarme fuera de la vía en una curva. La cobardía de su traición me encendió la cólera, y arrastróme a decirle los peores insultos.
—Eres —le dije— un majadero y un villano, y hemos de matarnos.
—Iba a proponértelo —repuso muy engallado.
—Pues en la primera ocasión será, y poco he de poder si no te expulso del convoy.
Estábamos, pues, desafiados, y pendientes del lance todos los coches. Hasta las máquinas supieron la noticia, y huelga añadir que unánimemente las simpatías se hallaban de mi parte. Era seguro que El Majo, profesional de la baratería, no me tenía miedo; pero tampoco me lo inspiraba él a mí, y si ya no habíamos liquidado cuentas fue por ausencia de ocasión. Presentóse esta al cabo en la estación de Sevilla, una tarde, con motivo de un
Sucedía que cuando La Sabrosa andaba de maniobras, bien porque tuviese que beber agua o proveerse de carbón, o ayudar a empujar algún
—Pues te corresponde la ofensiva, tómala con coraje.
—Luego me dirás —contesté orgulloso— si supe complacerte.
Y seguí a la máquina. Nuestro duelo había de ser, forzosamente, rapidísimo: limitábase al choque, más o menos rudo, que tendríamos después, al reunimos: por consiguiente todo nuestro odio, todo nuestro futuro crédito también, debían concentrarse en un golpe supremo y decisivo. Para impedir que el maquinista —como siempre hacía— regulase el movimiento aproximativo de las dos partes del
—Es indispensable —le dije— que cuando volvamos atrás y yo me halle a cincuenta o sesenta metros del Majo, fuerces tu velocidad, para lo cual arréglatelas de modo que tu
—Lo haré así —repuso La Sabrosa—; pero, la verdad: ¿tienes muchos deseos de topar con El Majo?
—Quiero —exclamé vehemente— partirle el cuerpo.
—Vamos a dar un escándalo…
—No importa, pues que en ese escándalo va envuelta una lección. Conviene escarmentar a los perdonavidas.
—Pues prepárate, Cabal, y reúne bien tus ímpetus —replicó La Sabrosa— porque ya volvemos.
Había bebido lo necesario y recogido seis mil kilos de carbón, y engrasada y reluciente retrocedía con su suave y poderoso rodar señorial. Desde otros carriles muchos vagones me observaban, y por la expectante atención que en ellos había les comprendí advertidos del lance. Aquellas miradas, en cada una de las cuales había un mordisco para mi amor propio, redoblaron mis ánimos: sentí que toda mi tablazón se contraía y endurecía, semejante a un músculo; que mis pernos y tornillos se apretaban, y que, a la vez, en sus marcos respectivos, todas mis puertas y ventanas se disponían al golpe.
—Apóyate en mí, Cabal —murmuró a espaldas mías El Negro.
Al término de la vía mi rival me aguardaba, y en cada uno de sus topes, redondos como puños, había una criminal amenaza. Sólo nos separaban cincuenta metros cuando el maquinista quiso dar contramarcha; pero La Sabrosa no amainó su velocidad; inquieto el maquinista afianzó ambas manos al volante, y por segunda vez fue desobedecido. Los frenos también parecían rebelados; el choque iba a ser terrible; varios empleados corrieron hacia la locomotora, gritando:
—¡Atrás… atrás…!
El maquinista, muy pálido, explicaba a voces:
—¡No puedo…! ¡No obedece…!
Al encontrarme con El Majo, le dije:
—¡Aguanta, si puedes…!
Y cerré contra él, sirviendo a mi destructora intención con todo mi peso. Lo hice descarrilar: primero fueron sus cuatro ruedas delanteras las que se salieron de la vía; luego su cuerpo comenzó a inclinarse y segundos después perdía el equilibrio y se desplomaba sobre un costado, al aire todos sus rodajes; como muerto. Su imperial, en casi toda su longitud, quedó abierta. Yo, con asombro y regocijo de mis camaradas, permanecí firme: ni una sola de mis piezas se estremeció; ni siquiera mi dínamo padeció… De aquella refriega, en la que, sin culpa, el fogonero y el maquinista quedaron heridos, yo salí únicamente con los cristales rotos.
Tres días permanecí ocioso, en tanto me arreglaban la cristalería y un carpintero remachaba algunos clavos que, con la percusión, habían sacado la cabeza de la madera como para enterarse de lo acaecido; y luego me añadieron a otro
Con estos excelentes camaradas rodé largo tiempo, y su optimismo y sus agudezas me proporcionaron muchos ratos amables. ¿Qué habrá sido de ellos? Todavía mi salud continúa recia, pero comprendo que el espíritu ha cambiado, y lo advierto en la desgana con que escribo, pues según las cosas —con los años— van perdiendo importancia a mis ojos, día tras día y en proporción igual me cuesta mayor trabajo escribir con entusiasmo acerca de ellas,
Por ejemplo: siendo muy mozo, llegué un anochecer autumnal a un pueblo vasco. ¿Era Andoain? ¿Era Urnieta…? ¿Hernani, quizás…? Poco importa: sólo sé que llovía bien, que hacía frío y que el aguacero tamborileaba sobre las techumbres y los cristales del convoy. Lejos, en el paisaje neblinoso, fulgían algunas luces. Olía a jaras. Detrás de la pequeña estación, de pronto, resonó un rasgueo de guitarras, y una voz varonil, entonada y caliente, empezó a cantar un zortziko. Aquel crepúsculo húmedo, aquel porfiado llover, aquella tonadilla triste… ¡qué bien rimaban…! La copla parecía diluirse en el paisaje lloroso, y el paisaje, a su vez, sollozaba en la canción. ¿Por qué ahora, después de tantos años, este delicado recuerdo vuelve a mí…?
Por movedizo y vagabundo quizás, me interesaban los ríos, cuyas aguas sólo nos dicen adiós una vez; y más que los ríos, que realizan la paradoja de lo que estando siempre en marcha nunca acaba de irse, los caminos. ¡Oh! ¡Esos caminos que, de noche, bajo el livor astral, simulan cauces secos…! ¿Quién no sufrió su poesía arcana…? Ellos significan mucho más que un lazo de unión entre dos pueblos: parodia dichosa son del Tiempo, porque como él están a nuestro lado, y delante… y detrás; y como él no cambian, y, sin embargo, jamás hubo sobre ellos dos puntos exactamente iguales; y, como él, en fin, no se mueven y parece, no obstante, que se van. Asimismo constituyen, al igual del Tiempo, el vehículo de lo más malo y de lo más dulce: por ellos ambulan la Gloria y la Suerte; por ellos vienen las novias de los hombres vestidas de blanco; por ellos, tras la diosa Aventura, se fueron los hijos, y los padres pasan en un coche negro… Son también la experiencia, y por eso, sin hablar, guían; y mientras el campo uniforme calla, ellos, al peregrino que equivocó su rumbo, le dicen:
Si la tierra, con todas aquellas divisiones que la geografía política determina, representa
Caminos de hierro, por los que, con una velocidad de ochenta y de noventa kilómetros por hora, corre la vida; caminos carreteros, limpios, señoriales, que devanáis vuestra cinta gris bajo el amparo de la Ley; caminos de herradura que, atravesando bosques, guardáis en vuestra línea ondulante un gesto incierto y trovador; caminos cubiertos, suspendidos atrevidamente entre el llano y el acantilado del monte; veredas serranas que, trepando unas veces, descendiendo otras, bordeáis el espanto de los abismos y conserváis —semejante a un perfume silvestre— la indecisión del primer viajero; rutas, en fin, sea cual fuere vuestra categoría y preeminencia, con que el horizonte responder parece a la insatisfecha impaciencia de los hombres: ¿quién no ha sentido vuestro imán; quién nació tan sordo de corazón que no oyese vibrar, en lo más recogido de su alma, vuestra voz serena…? ¿Y cuál es vuestra poesía que lo magnificáis todo de manera que, hasta el mismo mar, cuando la luna tiende sobre él su calzada de plata, se ofrece más bello?
¡Ah…! Si yo pudiese hablarles a los humanos les exhortaría a no languidecer, ni un instante, en el estéril reposo de las vidas quietas, sino a marchar constantemente, así por los caminos del mundo, como tras las ideas y las pasiones, caminos del espíritu. Yo les diría:
Esto que digo de los caminos explica mi cariño a los árboles, que reparten el bien y mueren en silencio, y tienen la dulzura de la filosofía panteísta.
No hablaré de aquellos que cubren los parajes solitarios y, amparándose unos a otros, forman bosques espesos: los, castaños, los robles, los nogales, los alcornoques, los pinos siempre verdes, las encinas —mis abuelas— torcidas como raíces, los olivos descendientes de los que florecían en el huerto donde Jesús se dejó atar las manos. Todos ellos viven apartados del tráfago humano y parecen felices: lozanean a su alrededor altos herbazales que, defendiendo la frescura del suelo, los benefician; por las mañanas, sus frondas sin polvo y mojadas de rocío tienen la fuerte alegría verde del mar. En verano, a la hora sin brisas de la siesta, el canturreo lascivo de las cigarras los adormece, y de noche, bajo la melancolía lunar, sus sombras, alargadas sobre la tierra, parecen almas. Así viven siglos: nadie los molesta; de tarde en tarde, un cazador furtivo, un grupo de contrabandistas, un tren que huye a lo lejos…
Tampoco hablaré de aquellos árboles que embellecen los jardines públicos. Alineados, podados, monótonos, no tienen la altivez ni la melancolía arisca de los otros, sus hermanas del bosque: antes muéstranse débiles y tristes, cual conscientes de su esclavitud. Son, no obstante, verdaderos mimados de la fortuna, y servidores uniformados vigilan su reposo, y limpian sus alcorques de vegetaciones parasitarias y de insectos nocivos; se los abona, se los riega, se los rodea de césped, y cuanto les circunda es alegre, porque la muchedumbre que acude a los paseos sólo va a solazarse. Quizás estribe en esto mi desdén hacia ellos; me parecen empleados del ayuntamiento; no me interesan…
Entero mi amor lo consagro a los árboles olvidados de la suerte, a los árboles-parias, a los árboles trágicos, que el hombre o la casualidad sembraron al borde de los caminos. Nadie los defiende, nadie los cuida; y ellos, sin embargo, no vegetan egoístamente como los otros, sino que, bondadosos, extienden su ramaje sobre la aridez de la carretera por donde el dolor de la vida pobre, de la vida triste, pasa lentamente, y amparan al peregrino y defienden del sol a las bestias cargadas. Nunca pude ver sin emoción esas hileras de árboles que en la sequedad de la planicie castellana derivan hacia el horizonte marcando las ondulaciones de un camino. Parecen marchar tras de un entierro, y en su ramaje ralo que sombrea a intervalos la ruta polvorienta, hay un ascetismo. ¡Qué tristeza la suya, tan honda! Solos, abandonados, nadie acudirá a levantarlos si el huracán los derriba, ni los desembarazará de la cizaña, ni lavará el polvo calizo que mata su fronda, ni les dará un poco de agua cuando sus raíces, bajo el sol de agosto, mueran de sed. Nada los defiende. El carretero cortará de ellos la vara que necesita para apalear su ganado, y al pie de su tronco los pastores, en las noches de invierno, encenderán la hoguera con que han de calentarse. Eucaliptos, higueras, álamos erectos, chopos llenos de gracia, acacias plateadas… no merece perdón el ingrato que arranque a vuestro ropaje una sola hoja. Si sois bellos y buenos, si dais hermosura al paisaje y salud al hombre, ¿quién exigirá más de vosotros…?
Esta sutil inclinación mía hacia los desvalidos y los humildes, me ha ayudado a bucear más hondo en el alma humana, y colocado en disposición de discernir matices sentimentales que antaño no hubiese visto; mi sensibilidad actual alcanza un campo de acción mayor que nunca. En una palabra: me he refinado, me he pulido. Gracias a ello comprendí la dolorosa agudeza emocional del episodio que narraré a continuación y que sin titubeos coloco entre los más bellos de mi vida.
Empezaban a sentirse los primeros fríos de un mes de octubre; día tras día el añil celeste se debilitaba, y por los campos corrían temblores amarillentos. Algunas hojas secas habían caído ya, y el serojo empezaba a llenar de dolor las zanjas. Era la estación en que los trenes regresan a la Corte cargados de veraneantes, y se marchan vacíos.
Aquella noche, al salir de Madrid, sólo llevaba conmigo cinco pasajeros. Me interesó uno de ellos por su aspecto decaído. Aparentaba cincuenta años, pero acaso tuviese muchos menos: era alto, esquelético, encorvado, trémulo, y al andar se apoyaba en un bastón de muletilla que asía con una mano flaca, húmeda, impaciente, con esa fiebre —deseo de agarrarse a todo— que pone en los dedos la agonía. Aquel hombre, a quien nadie fue a despedir, alquiló cuatro almohadas y se instaló junto al corredor y de espaldas a la máquina. Tuvo un largo y angustioso ataque de tos, y empapó en sangre un pañuelo. Yo creí que se acostaría; pero mantúvose sentado, acaso porque en esta posición respiraba mejor. Poco a poco ordenó a su alrededor las almohadas: una, a la altura de los riñones; otra, detrás, de la cabeza; las dos restantes, debajo de los brazos. Hecho esto pareció descansar, y suavemente, como aliviado, entornó los párpados; mas apenas sus ojos —que eran grandes y ardientes— se apagaron, cuando me pareció que su rostro pajizo cubríase de nueva lividez, y que su nariz aguileña se afilaba, y sus pómulos salientes se acentuaban más; y advertí también que entre el bigote lacio y las descuidadas barbas, la boca, de labios blancos, había quedado abierta. Así, enfundado en un viejo gabán, con el perfil vuelto hacia arriba y una boina que, ajustándole las sienes, realzaba la convexidad del frontal, mi huésped parecía un cadáver.
—No tardarás en bajar a la tierra —pensaba yo.
De vez en vez, molestado por mis traqueteos, abría los ojos, tosía, escupía en su pañuelo y tornaba a adormecerse; aunque no era el sueño, sino la flaqueza y total ruina de su organismo, lo que le inmovilizaba. Pronto le olvidé.
En el andén de Alcázar de San Juan vi una mujer de buena estatura, de cabellos castaños y vestida de luto, a quien en seguida reconocí. ¡Era Raquel…! Y la silueta ensangrentada del infeliz don Rodrigo pasó, semejante a un remordimiento, por mi memoria. En los cuatro años transcurridos desde entonces la silueta de mi antigua
—¿Vestirá así por
Y seguí meditando, mientras la observaba: ¡Si supieras que este vagón, que crees no conocer, es el mismo que tantas veces te llevó y te trajo de La Coruña a Valladolid! ¡Si supieses que yo, leyendo en el pensamiento de tu amante, que te adoraba, muchas veces te vi desnuda…! ¡Si el corazón pudiera explicarte que me debes la vida, porque fui yo quien mató a tu hombre la noche, precisamente, en que él iba a matarte…!
Raquel se acercó a la Biblioteca, a comprar algo que leer, y la oí platicar con la vendedora. La joven había pedido obras de Leonardo Ruiz-Fortún, escritor entonces muy en boga. En los armarios, a la vista, no quedaba ninguna, por lo cual la vendedora púsose a registrar en un arcón: sus manos, conocedoras y diligentes, avezadas a manejar libros, iban de un volumen a otro.
—¡Bien sabía —exclamó, incorporándose— que quedaban varias! Tome usted:
Raquel suspiró: porque aquella obra tenía para ella un recuerdo:
—La he leído…
—Vea otra:
—También la he leído; conozco casi toda la producción de Ruiz-Fortún; es mi autor predilecto.
—Otra… la última:
—¿Ah…? ¿Es nueva…?
—Acaba de ponerse a la venta; la recibimos ayer.
Con aire desasido Raquel abonó el importe del volumen, que empezó a hojear, y cuando, de pronto, acertó con ese
Inmediatamente se acercó al
Raquel, después de sentarse cerca de una ventanilla, miró a su alrededor; esto es,
Raquel observó unos momentos el cielo límpido y estrellado. Después sacó de un
Bruscamente el viajero que llamaré
—Es un tísico —monologueó Raquel—; un incurable…
Y, aunque piadosa, apartó con disgusto los ojos del desconocido, que proyectaba un perfil macabro sobre mi fondo gris.
Nuevamente reanudó su lectura.
En aquel momento el autor trazaba, con rasgos magistrales, el hechizo perezoso de una siesta andaluza: Eran las tres de la tarde de un día de agosto:
Por segunda vez Raquel miró a su compañero de viaje. El infeliz tosía y se ahogaba; gruesas gotas de sudor perlaron su frente; sus ojos se desorbitaron con la angustia. Después, ya calmado, volvió a reclinar la cabeza hacia atrás y sus mejillas, empurpuradas momentáneamente por la asfixia, recobraron su lividez. Raquel pensó, egoísta:
Tornó a su lectura, y rápido el superior espíritu de Ruiz-Fortún, su autor favorito, volvió a poseerla: como un brujo la dominaba, la aturdía. Había en el verbo del gran artista, adorado de las mujeres, una emoción quemante y como usada, dotada de milagroso vigor. Todo era en él pasión, ímpetu, amor romántico y exaltado. Leonardo Ruiz-Fortún era un griego que resultaba en el cansado occidente el espíritu optmista de la vieja Hélade. De sus libros, el pesimismo, que es cobardía, estaba proscripto, y todos sus personajes eran andaluces y hermosos como héroes…
Embelesada, Raquel cerró lentamente sus largos ojos negros… y, de súbito, la imagen lejana le don Rodrigo ocupó unos segundos su memoria. Humilló la cabeza; se quedó triste, con esa segura melancolía que emana del fastidio; haca tiempo que esta disposición depresiva de alma la visitaba.
Me aburro —pensó— y aburrirse, cuando estamos solos, equivale a no hallarnos satisfechos de nosotros mismos; es
Llegábamos a Santa Cruz de Mudela, donde mudábamos de locomotora; eran más de la una de la madrugada. El hombre
Sí; el autor de
La tos del paciente, que sonaba lúgubre con una voz salida de la tierra, quebrantó transitoriamente el hilo áureo de aquellas meditaciónes. La joven tuvo un nuevo gesto de impaciencia y de asco. Luego su fantasía volvió a piruetear y pensó en escribir a Ruiz-Fortún explicándole la desolación de su espíritu y la admiración —veneración, más bien— que hacia él sentía; y como el novelista, a fuer de cumplido caballero, se apresuraría a contestarla, era seguro que legarían a ser amigos… amantes, quizás… En este punto de su laborioso discurrir la figura del escritor, por primera vez, le preocupó, pues ella jamás habría podido enamorarse de un hombre feo. ¡No…! La naturaleza no gusta de dejar sus obras inconclusas: los artistas divinos y deformes, como Leopardi, son, afortunadamente, muy raros. Y Raquel se tranquilizó al convencerse de que Leonardo Ruiz-Fortún tendría, como lord Byron, una hermosa cabeza juvenil, grave y triste…
En Venta de Cárdenas subieron a mí y se instalaron en el departamento donde iba Raquel dos viajeros, que debían de ser madrileños por lo que de su acento y conversaciones pude colegir. Transcurrió la noche. A la mañana siguiente, al llegar a Córdoba, el señor
Mi asombro fue enorme al oír que uno de los dos pasajeros que viajaron con él desde Venta de Cárdenas decía a su amigo:
—¿Conoce usted a ese que acaba de salir?
—No.
—Leonardo Ruiz-Fortún.
—¿El novelista?
—El mismo: creo que el pobrecito se quedará en Córdoba…
Raquel, que, como yo, había seguido este diálogo, a durísimas penas reprimió un grito. ¿Era posible que aquel tuberculoso, aquella lamentable piltrafa de la vida, fuese el mismo escritor de inspiración férvida, de propósitos anchos, de estilo recio, con quien ella horas antes, precisamente, había soñado? ¿Cómo en un cuerpo exangüe, casi muerto, podía alojarse un espíritu así…? ¿O era que, tal vez, la misma implacable brasa del alma había roído la carne hasta consumirla…?
—¡La naturaleza es ciega! ¿Para qué fantasear? ¿Para qué esforzarnos en ser dichosos? —discurría Raquel.
Tras una pausa, fríamente, por la ventanilla, tiró el libro al espacio.
En unas revistas ilustradas olvidadas sobre mis asientos, he leído artículos laudatorios acerca de la última obra del escultor montañés Pendro Juan, el cual, cuando yo trabajaba en la línea de Hendaya, viajó diferentes; veces conmigo hasta Miranda de Ebro, y de cuyo rostro aguileño y palidísimo, flaco, como consumido por las brasas de sus ojos extraordinarios, recuerdo muy bien. Los críticos celebraban con un ahínco que acreditaba la sinceridad de sus elogios, la expresión, la emoción palpitante,
Sin duda todos aquellos ditirambos eran justos, y yo los aprovecho para fortificar lo que en diversos pasajes de este libro expuse a propósito de las vibraciones de inteligencia, de voluntad, de memoria y de sensibilidad física, que el hombre comunica a cuantos objetos le acompañan habitualmente. Si un escultor, por ejemplo, con sólo el esfuerzo de su inspiración y de sus manos, infunde a un pedazo de mármol el calor de su alma, ¿cómo negar esa constante y certera
En mi biografía hay millares de meses tediosos, absolutamente idénticos, que no hubiese querido vivir; pero, afortunadamente, de cuando en cuando la aventura, la divina bruja de los ojos verdes, me miraba, y su roce era tan eficaz, tan excelso, que aunque sólo durase horas bastaba a consolarme de mi fastidio de varios años. Acordándome de aquellas muchachitas que, cuando yo rodaba sobre la línea de Galicia, salían a verme a los andenes del tránsito, yo pensaba:
El hada Sorpresa, tacaña por temporadas hasta la sordidez, tiene a ratos prodigalidades excesivas. Su alma es histérica, ilógica, y, por lo mismo quizás, adorable. Ora no da nada, ora da muchísimo; ¿pero si repartiese sus dones más proporcionalmente, no nos parecerían menos sabrosos…?
Los dos hechos que voy a narrar se desarrollaron, uno a continuación del otro, desde la noche de un veinticuatro de diciembre —es la segunda Nochebuena notable que recuerdo— y la mañana del día veintiséis: el primero es un episodio lírico, plácido; un dueto al par sensual y romántica que, si terminó conforme sus mantenedores se obligaron delante de mí a desenlazarlo, reducido quedó a un bellísimo cuento; pero que si tuvo
Salí de Madrid, como todos los años me sucedía durante las festividades navideñas, con escaso pasaje. No llegarían mis ocupantes a ocho. En mi segundo departamento viajaban una mujer y un hombre: yo les había oído hablar en el andén; él se hallaba próximo a mí, alquilando una almohada, cuando ella le abordó para preguntarle:
—Caballero… ¿puede usted decirme si este es el tren de Almería?
Tenía una voz dulce, armoniosa; una voz
Clavó él en la desconocida una mirada huida, hambrienta, de gavilán; un mirar con el que la desnudó y la palpó y la registró, por igual, el cuerpo y el alma.
—Sí, señora; este es el tren…
Y añadió afirmativo:
—Tomaré una almohada para usted.
—Bien, muchísimas gracias…
Buscó apresuradamente su portamonedas para abonar el importe de aquel ofrecimiento, pero él ya había pagado.
—Es igual —dijo con una sonrisa y un ademán elegantes—; ¡es igual…!
Uno tras otro subieron a mí, y él, personalmente, colocó primero las maletas de su compañera de viaje, y luego las suyas, en mis redecillas. Ella parecía agradablemente impresionada, al par que cohibida; la eficaz devoción con que era servida la colocaba, por agradecimiento, en un cierto estado de inferioridad ante aquel caballero lleno de iniciativas oportunas. Claramente yo leía, en su alma. Pensaba:
Fluctuaba la edad de la viajera entre los treinta y los treinta y cinco años: era trigueña, ojinegra, antes abastada que escurrida de formas, vestía esmeradamente, parecía presumir —y a fe que podía hacerlo— de tener la pierna linda y el pie menudo y bien calzado, y era, en suma, lo que por estilo conciso y pintoresco el pueblo español denomina una real moza.
Él, flexible, alto y correctamente trajeado, aparentaba igual edad, y sus manos pulidas y su semblante aguileño, prematuramente fatigado, hablaban de un pretérito aristocrático. No parecía, sin embargo, enfermo de desgana, por cuanto en seguida prendió y mantuvo el fuego de la conversación con privilegiada elocuencia, orientando el diálogo hacia donde quería, y expresándose con franqueza y acierto desusados.
—¿Me dijo usted que iba a Almería? —preguntó.
—Sí, señor. ¿Usted también?
—No, señora: yo debía ir a Huelva…
Ella hizo un gesto vago; no comprendía cómo un tren que fuese a Almería pasase por Huelva, o viceversa; creyó haber entendido mal. Él sonreía en silencio, dando tiempo a que su colocutora se percatara de su hilaridad y se extrañase de ella. Así fue: la joven, curiosa, indagó:
—¿De qué ríe usted?
—De una pequeña travesura que he cometido y usted inmediatamente me perdonará. Usted sabrá que la línea de Almería y Granada arranca en la estación de Baeza…
Ella movió la cabeza afirmativamente, y con la ansiedad de la explicación que esperaba su rostro parecía más bello.
—El tren en que vamos —prosiguió el viajero— pasa por Baeza a las tres y cuarto de la madrugada, y el de Almería no sale hasta las nueve o las diez…
—¡Qué horror…!
—El tren que debió usted tomar no era este, el
Ella, un tanto molesta, replicó:
—¡Naturalmente…! ¿Por qué no tuvo usted la bondad de explicarme todo eso cuando aún era tiempo?
—Por egoísmo.
—No le comprendo.
—Por egoísmo, sí, señora: por no privarme del placer de viajar con usted.
Hallábanse sentados frente a frente, y podían mirarse bien a los ojos.
—¡Caballero —exclamó la joven embridando mal su despecho— en el fondo de esa galantería no hallo más que una impertinencia inexcusable!
Se había puesto roja y, como antes la ansiedad, ahora la hermoseaba el despecho. Él contestó con una naturalidad desconcertante, por lo sincera:
—No se enoje usted conmigo, porque sería inútil. Todo cuanto está sucediendo y ha de suceder esta noche, es inevitable. Medite usted en el alcance de ese concepto, según los casos, divino o maldito:
Ella inquirió, atónita:
—¿Por qué…?
—Porque usted misma, dentro de un rato y en virtud de una maravillosa revolución que ya está verificándose en su alma, sentirá, como yo, la necesidad de abrir en nuestros respectivos viajes un paréntesis de veinticuatro horas. Sobre la realidad monótona de esos rincones provincianos adonde nos dirigimos, acaso más que por nuestra propia alegría para repartir alegría entre los seres que nos aman, está el ensueño, la casualidad novelesca de habernos encontrado.
Ella, a la vez escandalizada y seducida, creyóse obligada a protestar en nombre de su honestidad; pero él, por momentos más apremiante y buen tracista, la redujo a silencio:
—¿No juzgaría usted desfavorablemente —decía— a quien, después de comprar un billete de teatro, no fuese a ver la función? Pues he ahí el caso de quien, teniendo un billete para el teatro de la Vida… ¡no entra en la vida…! Y usted; desde que cruzamos las primeras palabras, tiene un billete para ese teatro; se lo dio la madre Aventura… la mejor de las madres… ¡aprovéchelo usted…! Créame; cuando, la casualidad ríe junto a nosotros, debemos imitarla…
Repelió ella estas teorías con vigor, pero yo, que leía en su conciencia, me maravillaba de la ninguna fe de sus opiniones, y de la rapidez con que su gaitero colocutor la había ganado la voluntad. Tan fue así que, una hora más tarde, el diálogo había cambiado el grave entrecejo de la polémica por la sonrisa pícara del coqueteo, y enfrentábamos Castillejo cuando ella y él, sentados ya el uno al lado del otro, se apretaban las manos con una vehemencia que aceleró el latir de sus pulsos. Verdaderamente el galán, sabiendo mostrarse con oportunidad alegre o melancólico, optimista o desengañado, era un emérito cazador de almas.
—Todo nos acerca —insistía— y, más que la soledad, el misterio lleno de intimidad familiar, de la Nochebuena. Es la noche en que todos se abrazan, en que nadie, ni aun los más infelices están solos…; la noche que los hijos calaveras aprovechan para volver a su hogar y ser perdonados… Y por eso, por ser esta noche de perdón, usted escuchó mis ruegos misericordiosa. Acompañémonos, defendámonos mutuamente de la soledad… ¡abriguémonos contra el espantoso frío de no ser amados por quien quisiéramos serlo…!
Hizo ademán de escuchar, y unos segundos permaneció así, el cuello erguido, las pupilas fulgentes; y agregó misterioso y festivo:
—¿Oye usted lo que dice el vagón…? En este momento nuestro coche corre con un traqueteo trisílabo, y en esos tres tiempos de su marcha yo percibo distintamente las tres sílabas del imperativo más dulce:
La tercería que el diestro embaucador me achacaba en su amoroso pleito me hizo gracia, y desde luego le deseé la victoria. Divertida y risueña, la joven escuchó también. Luego exclamó:
—¡Es cierto…! Ya le oigo… ¡Ah, es maravilloso…! pero me ordena todo lo contrario de lo que usted supone; usted ha traducido mal… Usted percibe tres sílabas y yo distingo cuatro… El vagón dice:
Él se inclinó sobre las manos que la deseada tenía cruzadas a da altura del pecho, y, lentamente, devotamente, con unción mística, las besó. Volvió a incorporarse, acercó su rostro al de ella y mirándola intensamente a los ojos:
—El vagón dirá —murmuró— lo que tu corazón quiera hacerle decir; porque todas las interrogaciones y todas las respuestas de la vida están en nuestro propio corazón. Fuera de nosotros no hay nada. Cuando tú crees que el mundo te ha dicho algo, es que tu alma se ha contestado a sí misma.
La joven no respondió, y toda su belleza se cubrió de melancolía, circunstancia que juzgué buenísimo agüero para él, pues nada ácimo la melancolía mulle las camas que luego deshace el amor. Hubo una corta tregua. ¿Qué hacía ella…? ¿Soñaba… escuchaba…? Al fin, lánguidamente, con aquella su voz suave de derrota, de entrega, que tanto me había impresionado, y como hablándose a sí misma, murmuró:
—Usted tenía razón: el vagón dice:
Y cerró los párpados, que él, férvido, se apresuró a besar. Cerca de un minuto permaneció así, sumido en el éxtasis de aquella felicidad. Después, sin apartar los labios de donde tan a su gusto los tenía apoyados, preguntó:
—¿Oyes bien lo que el vagón te manda?
—Sí —replicó ella reclinando su cabeza enajenada sobre el pecho del hombre—; antes no le oía… pero ahora sí…
—¿Por momentos le comprendes mejor, verdad…?
—Mejor —repitió—, mejor… Creo que ya toda mi vida he de estar oyéndolo…
Y, feliz de| sentirse vencida, y como para agradecerle el bien que la hizo limpiando su alma de escrúpulos, le echó al cuello los brazos.
El expreso acababa de detenerse, y ante los coches apagados y herméticos, una voz indolente pregonaba:
—¡Alcázar de San Juan…! ¡Cambio de tren para las líneas de Valencia, Alicante, Cartagena y Murcia…!
Íbamos, como en la jerga ferroviaria se dice, a la hora; eran las once y diez. El enamorado habló, susurrante:
—Todo parece caminar al compás de nuestro deseo. Nos quedaremos en Valdepeñas, adonde llegaremos a las doce menos cinco. Inmediato a la estación hay un hotel. Aún podemos ir a la Misa del Gallo… y completar así nuestra Nochebuena… una Nochebuena que recordaremos toda nuestra vida.
El convoy volvía a moverse, y el estremecimiento que tuve al arrancar restituyó a la Seducida la conciencia de sus deberes.
—¿Qué dice usted…? ¡Yo no puedo quedarme en Valdepeñas!
Parecía despertar de un letargo profundo, y había espanto en sus ojos. Él indagó, sereno:
—¿Por qué…? ¿No quieres…?
—Sí; querer, sí quiero… Pero es que en Almería está aguardándome mi…
No concluyó la frase, porque él, rápido, con una mano la cerró la boca.
—¡Calla! —suplicó—; pues no quiero saber quién te aguarda. ¿Son tus padres…? ¿Tu marido…? No necesito saberlo… ni tú debes decírmelo. Pero considera que esas personas, a quienes con un telegrama puedes tranquilizar, te aguardarán siempre… ¡Abarca bien la significación de esa terrible palabra:
Elle le miraba asombrada; no le comprendía.
—¿Y después? —interrogó.
—No entiendo: ¿qué significa ese
—Más adelante, ¿cómo haríamos para vernos…? Usted me dijo que iba a Huelva: ¿reside usted allí?
—No pienses en eso: que no te interese saber dónde yo vivo, como a mí no debe interesarme dónde habitas tú: Huelva, Almería, Madrid… ¿qué importa, si nuestra noche de hoy no ha de repetirse nunca y si jamás volveremos a saber el uno del otro…?
Calló unos instantes, sinceramente entristecido, tal vez. Les hermosos ojos negros de la deseada se habían humedecido.
—¡No volver a vernos! —suspiró.
—Nunca —afirmó él—; porque en eso… ¡sólo en eso…! estriba el secreto de amarnos siempre. ¿No reconoces que, entre todas las personas que llenan tu biografía, te sientes, como yo, un poco sola…? Lo cual significa que ninguna logró acercarse completamente a tu alma. ¿Qué adelantaría yo, por consiguiente, informándome de tus ocupaciones, y de con quién habitas, y de todo ese fárrago de monotonía, de tristeza,
Seguía ella sin interpretar bien lo que el desconocido la proponía: pero su corazón, impulsivo y sentimental, ya le amaba.
—Te quiero —balbuceó—, te quiero
Su violenta confesión tuvo más de sollozo que de alegría. Él replicó:
—Nos querremos siempre, y voy a explicarte la razón. Du desde tu primera juventud, ¿no acariciaste la alegría de pertenecer a un hombre que te adoraba y en quien tú adorabas?
La ingenua exclamó:
—¡Es cierto!
—¿Tenía un semblante determinado ese hombre?
—No…
—¿Cómo se llamaba?
Ella repuso, sorprendida de cómo aquel breve diálogo esclarecía su comprensión, todavía remisa:
—No lo sé; nunca le puse nombre.
—¿Ves…? Luego, si jamás tuvo cara ni nombre, ¿por qué no sería yo…? Y eso, puntualmente, me sucede contigo. Si, dóciles a la universal rutina, nos dijésemos nuestros nombres, en el acto tendríamos un punto de semejanza con los millones de mujeres y de hombres tocayos nuestros; mientras que, manteniéndonos innominados, tú siempre serás para mí
Desfallecida, emborrachada por el pique novelesco de aquella aventura, la joven repetía:
—Lo que tú quieras… decide tú…
—Mañana, después de haber sido muy dichosa, ¿tendrás resolución para irte…?
Y, como no obtuviese respuesta, añadió:
—Bien; así me gusta; no te pesará… porque más adelante, cuando tu experiencia madure, reconocerás que el más esforzado amor dura menos que nuestra breve vida, y es con relación a ella —¡oh, dolor!— como un traje
Estábamos en Valdepeñas. Una voz anunciaba:
—¡Valdepeñas…! ¡Un minuto…!
Instantáneamente los dos enamorados se levantaron acelerándose en recoger sus equipajes.
—¿Oyes? —exclamó él triunfante—: La felicidad pasa, y para llevarnos consigo nos otorga un minuto. ¡Lo justo…!
Bajaron al andén y les vi dirigirse, con andar célere, hacia la puerta de salida de la estación.
A lo lejos, en la oscuridad fría y estrellada de la noche, las campanas volteaban felices anunciando que Jesús había abierto los ojos…
Al Barítono, que rodaba delante de mí, le referí por pasatiempo el original idilio que acababa de presenciar.
—¡Dichoso tú! —interrumpió desabridamente—, pues tuviste la suerte de tropezar con gente limpia. ¡Si supieras cómo voy…!
—¿Qué te sucede…?
—No me lo preguntes; estoy como para que me metan en lejía ocho días seguidos.
Le rogué que no mortificase por más tiempo mi curiosidad, y que desembuchase sus cuitas procurando desfigurar la verdad lo menos posible; y dije esto, porque tenía entre nosotros fama merecidísima de fantaseador y embustero.
—Sucede —explicó— que viaja conmigo el tipo más extravagante y gracioso que puedes soñar. Va solo, y cuando se quitó el gabán advertí que iba vestido de
—Con la maestría de un viejo camarero —prosiguió contando El Barítono— don Eugenio, que así debe de llamarse mi huésped, destapó una benemérita botella de Clicquot, sonó una detonación, un chorro de espuma mojó mis asientos y en mi techumbre recibí un taponazo. El hombre del monóculo y del
El pobre Barítono hizo un gesto de asco, que me removió las entrañas.
—¡Cállate! —interrumpí.
—Hasta que las arcadas que sufría produjeron su efecto natural. ¡Maldita sea mi suerte…!
—Motivos tienes para renegar y darte a los diablos, compañero —le repliqué—; pero reconoce que un tipo que tiene el
—Conformes; más si lo que te he contado te sucede a ti, que eres tan limpio, revientas de rabia. ¡Si le vieses ahora!
—¿Qué hace?
—Duerme. Se ha caído del asiento y yace en el suelo, sobre un charco de vino. Parece una vasija rota…
Así charlando acabamos el viaje, y cuando a las ocho y minutos de la mañana La Sabrosa nos dejó en la estación de Sevilla iba ya tan cansado que, apenas los mozos encargados de mi limpieza terminaron de barrerme y fregarme, cuando me quedé sumido en sueño profundísimo. Un empujoncillo del Barítono me despertó nueve o diez horas después; era de noche y me sorprendió ver en uno de mis departamentos
Aquel hombre hallábase tendido en el asiento contrario al lado de la máquina —hago hincapié en este detalle por ser esencial—; era delgado y de corta estatura; llevaba pantalón negro y botas de charol, nuevecitas, y la cabeza perfectamente escondida entre la visera de una gorra de viaje, que debía de estarle muy grande, y el cuello levantado de un gabán de color gris. Lo que antes hirió mi atención fue que tuviese ambas manos sepultadas en los bolsillos del abrigo. Había en aquel hombrecito algo de muñeco. Después de observarle un rato, mi atención, como sucede siempre que creemos haber examinado bastante una idea u objeto, se distrajo y comenzó a mariposear sobre todos los pequeños incidentes que a mi alrededor se producían.
Empezaban a llegar viajeros, y yo estaba cierto de que, como otros años, el pasaje sería reducidísimo. Enfrente de mí había un caballero de aspecto distinguido y atrayente, pero que tenía
Pues bien: el señor
—Buenas noches —dijo al entrar.
El mozo, con mucho esfuerzo, colocó el equipaje sobre una de mis redecillas, que gimió, y se fue. Casi al mismo tiempo, apareció el interventor.
—Si el caballero no está bien aquí —dijo— puede pasar a otro departamento: el coche va casi vacío.
El interpelado repuso:
—Muchas gracias.
—Seguramente en otro lado cualquiera iría usted mejor.
El viajero acaso iba a ceder; lo leí en su rostro; pero miró su impedimenta, consideró su peso, e instantáneamente se reafirmó en su intención de no moverse. Además, hacía frío; mucho frío…
—Gracias —dijo—, aquí no somos más que des personas y podremos dormir bien.
El interventor parecía indeciso, y renovó su oferta.
—Viajar solo siempre es agradable. Las maletas, si usted me autoriza, puedo transportarlas yo mismo…
Su porfía empezaba a molestarme, tanto más cuanto que aquel hombre, de rostro traicionero, y oscuro, siempre me había sido antipático. Mi huésped, irritado también, le replicó muy seco:
—Prefiero quedarme aquí.
El interventor se marchó, para regresar a poco con una tablilla, que decía
—De este modo —explicó— podrán ustedes descansar, seguros de que nadie ha de molestarles…
Para corresponder a tanta fineza, el viajero quiso darle un duro, pero el interventor se negó a aceptarlo; y después de picar el billete del señor
Transcurridos unos minutos, empecé a sentir que, a pesar mío,
—Me espían —pensó.
Las estaciones de Guadajoz, de Lora del Río, de Palma y de Posadas, habían quedado atrás. El interventor, al fin, se marchó a hacer la requisa de billetes; el
Hasta que, de súbito, ocurrió lo que yo vagamente esperaba. En una curva, la inercia arrancó al pasajero del gabán gris del asiento y lo tiró al suelo: con el gachapazo, la gorra se le fue hacia atrás, y las manos se le salieron de los bolsillos. Las tenía amoratadas, convulsionadas, tumefactas, y el rostro horriblemente maquillado por la asfixia. Aquel hombre no estaba dormido ni borracho, sino muerto: le habían estrangulado.
Al verle caer así, con ese ruido turbio y esa pesadez que sólo tienen los cadáveres, el viajero de la cara de muerto lanzó un grito y se puso de pie; su semblante, convertido bajo el imperio del terror en espantosa máscara, era indescriptible. ¡Ah, cuántos fotógrafos hubiesen querido retratarle…! Yo, que le espiaba, paso a paso seguí las mutaciones rapidísimas, más breves que segundos, que experimentó su espíritu. Su primer movimiento fue precipitarse sobre el timbre de alarma; pero, en el acto, casi sin transición, se arrepintió. Se vio detenido, envuelto en un proceso resonante, acusado, tal vez, de homicidio… Y tuvo miedo. El infeliz miraba al difunto como si él, realmente, le hubiese asesinado: su mandíbula temblaba, los ojos, horripilados, se le salían de las órbitas. ¿Qué hacer…? Una idea folletinesca le iluminó el cerebro. El expreso acababa de salir de la estación de Córdoba, y antes de volver a detenerse transcurriría cerca de una hora. Rápido el señor de la cara de muerto se asomó al pasillo para cerciorarse de que allí no había nadie; inmediatamente regresó a su departamento, abrió una ventanilla, cogió el cadáver y, a empellones, lo precipitó a la vía. Levantó en seguida el cristal, se sentó y aparentó leer en un libro.
En aquel instante reaparecían el interventor y el
—
Por su parte, el viajero de la faz mortuoria, los miraba de hito en hito, casi tan asustado como ellos. Al cabo, el interventor, aunque ahogándose, pudo balbucear:
—Señor… ¿El caballero que iba aquí…?
El interpelado repuso fríamente:
—No sé; salió hace un momento…
Al oír estas palabras, que envolvían algo sobrenatural, los dos miserables, seguros de hallarse en presencia de un milagro, se retiraron sin contestar.
Al otro día, los periódicos de la noche dijeron que un millonario argentino, recién desembarcado en Cádiz y que se dirigía a Madrid, fue robado y asesinado en el
Nunca la pobre Justicia supo más.
Como los soldados en tiempo de guerra, los vagones estamos obligados a socorrernos mutuamente en el peligro y a
El choque, tristemente famoso, de Chinchilla, donde el correo de Valencia y un mixto procedente de Cartagena se encontraron, y en el que finaron su vida de trabajo once coches —la mayoría de pasajeros—, diseminó una inquietud por toda nuestra red ferroviaria. Los talleres de reparaciones restituyeron a la circulación algunos vagones; varios trenes, que llamaré
Este cambio de horizontes nos satisfizo mucho, no sólo por el bien fundado deseo de conocer esa huerta valenciana que luce, junto a la seca amarillez del macizo ibérico, como una esmeralda, sino también por la blandura del clima y la suavidad y brevedad del camino: cuatrocientos noventa kilómetros de tierra llana, a nadie asustan.
Como sobre la línea andaluza, El Barítono continuaba rodando delante de mí, y aunque por la menor categoría del tren que ahora servíamos nos habían, quitado el puente que nos ligaba antes, el hallarnos entre unidades desconocidas contribuyó a anudar mejor los lazos de nuestro viejo afecto. Lo que antes nos sorprendió fue el dialecto valenciano, que no tardamos en traducir, y pronto reconocimos que los oriundos de la región levantina es gente muy alegre y decidora, pero sin que esa turbulenta alacridad que les dio el sol excluya de ellos la templanza en las palabras, ni la cortesía. Esto y los incidentes del camino nos proporcionaban abundantes motivos de conversación, y así, mirando y glosando lo que observábamos, entretuvimos agradablemente muchas jornadas.
Más allá de Getafe, donde la vulgaridad oficial se opuso a que el genio de Julio Antonio elevase a Nuestro Señor Don Quijote un monumento, el camino, hasta Alcázar de San Juan, nos era conocido. Luego la ruta se vistió para nosotros de novedad. Sucesivamente vimos pasar, a la luz de la luna y en filar pintoresco, Campo de Criptana, que parecía decirnos adiós con los brazos de sus molinos; los trigales de Socuéllamos y el magnífico encinar que inspiró al hidalgo manchego su discurso a propósito de la edad de oro; Villarrobledo, que de los robledales que la circundan tomó nombre; Minaya, que evoca gestas del Mío Cid; y pasado Albacete, célebre por sus fábricas de armas, Chinchilla, a la que su penal, instalado en un castillo cimero, prende un nimbo amargo; y luego Almansa, antiguo baluarte de la planicie castellana, con su castillo mondo, escueto y blancuzco, como una osamenta, cerca del cual Felipe V, con las manos tintas en sangre austríaca, aseguró sobre sus sienes la corona; y diez y ocho kilómetros después, el caserío de La Encina, rodeado de desolación.
Hasta allí prolonga Castilla su adustez, su secura, su amarillez de viejo rostro hidalgo; pero traspuesto el andén de Fuente la Higuera y los dos túneles que lo siguen, el paisaje varía y pronto la jocunda feracidad levantina empieza a metérsenos alma adentro. Huyen hacia atrás Mogente, la morisca; las ruinas gloriosas de Montesa y Játiba —la
A cada momento, mi compañero El Barítono me decía:
—¡Mira…! yo, a mi vez, le replicaba:
—¡Mira…! ninguno de los dos nos fatigábamos de admirar.
Embriaga la luz: a veces, los colores se favorecen y exaltan recíprocamente; otras, se estorban: la tierra, según su calidad, se muestra cubierta de hierbas, o es dorada, o roja, y sobre el suelo abermejado la fronda de los naranjos, de los limoneros, de las higueras y de los almendros, parece más oscura. A un lado y otro de la vía se columbran pueblecitos blancos, con la deslumbrante albura de las nieves arribeñas; y también esas casitas rústicas, de paredes celosamente enjalbegadas y techumbre en forma de capucho, que los valencianos llaman
Corridos los primeros días —siempre expugnables a las emociones—, el Barítono y yo íbamos acoplándonos al medio, y conforme esta, insensible adaptación se verificaba declarábamos el parecido de todos los hombres y lugares en cuanto han de más substantivo, y la esencia cierta del alma universal, tan monótona bajo el proteísmo de sus apariencias, volvía a penetrarnos. Sobre la línea valenciana se repetían las figuras y escenas que vi cuando ambulaba, años atrás, por los caminos de Andalucía, de Galicia, de Asturias y de Hendaya: con superficiales variantes, los cuadros, los individuos… ¡hasta las palabras…! eran iguales; lo que nos demostró que, desgraciadamente, mucho antes de que la vida acabe se extingue en nosotros el interés de vivir…
No pretendo negar con esto la acción educativa y sutilizadora —este es su mejor calificativo— de la experiencia: ella me enseñó a inclinarme para conceder a lo pequeño su mérito; ella agudizó mi sensibilidad y me puso en condiciones de apreciar ciertos episodios que antaño no supe ver. Para decirlo en una palabra: ella me
Hasta entonces, verbigracia, no reparé en los estudiantes, tipo emigrador que reiteradas veces, y siempre a fines de verano, había pasado junto a mí. Como la golondrina anuncia el estío, el estudiante pregona la vecindad del invierno. Vuelven con él a las capitales de provincia —y especialmente a la Corte— la alegría de las calles, el alboroto de los teatros que se abren de las hospederías y de los cafés; simbolizan los estudiantes el ruido, la esperanza, la risa del Mañana triunfante.
Comprendí el mérito de aquella silueta, por primera vez, en Carcagente, donde nos deteníamos seis minutos. Recuerdo que el estudiante aquel se llamaba Pedro: parecía haber cumplido los veinte años, y tenía el talle flexible, reideros los labios, habladores los salientes y negrísimos ojos, y la tez bronceada por los aires magrebinos de la huerta. Varias personas le rodeaban, entre ellas su padre, que le observaba con enternecimiento tranquilo: era un señor bajito y apacible, que —según le oí decir— sólo estuvo en Madrid una vez, y que creía tener de la vida un concepto exacto.
La máquina silba; nos vamos… El estudiante abraza y besa a su padre, que reprime su dolor pensando:
Pedro se arranca de aquellos brazos con que
Una explosión febril de júbilo le enajena: al fin va a ver Madrid, la gran cosmópolis, con su Universidad, su Ateneo preclaro, sus coliseos, sus bailes, sus casinos, sus centros todos de sabiduría y de perdición… Y ríe: fuera de aquel tren que le lleva, nada le preocupa. Levanta el rostro, mira hacia el campo, se pasa, una mano por los cabellos…; ante su ambición desbridada todo el mundo le parece un camino.
Otra silueta en la que tampoco había reparado bastante es la del mendigo; perfil muy español, por cierto…
Hemos parado en una pequeña estación castellana; uno de esos apeaderos, casi anónimos, apostados a la entrada de un túnel. La tarde se desmaya: por el espacio azul navegan nubecillas manchadas de carmín y de ópalo; el sol dora la cúpula de la iglesia; un aguilucho, suspendido en la inmensidad luminosa, describe, sin batir las alas, círculos homocéntricos, y su blanca pechuga parece de plata.
En el andén hay un ciego, viejo y alto, sarmentoso; la costumbre de humillarse ante el dolor encorvó su espalda; un pañuelo negro —heredero del turbante morisco— ciñe su frente; viste remendado traje de paño pardo, y cubre con zahones sus músculos cenceños; va descalzo, y sus manos, de dedos nudosos, parecen desesperadas.
—Una limosma, por amor de Dios, para quien ya no ve… —repite orientando hacia el convoy sus ojos muertos.
En el silencio su voz humildosa tiene una cadencia conmovedora, y algunas monedas caen a sus pies. Ante su figura mística los turistas suelen acordarse de los brazos queridos que les esperan, y sus almas experimentan vagamente la superstición de que la buena voluntad del pordiosero puede evitarles algún mal tropiezo. Frecuentemente —¡oh, vergüenza!— una limosna no pasa de ser una cobardía. Ya nos marchamos, ya todas las ventanillas se cerraron. Entonces el mendigo, apoyándose en su báculo, retorna al pueblo, y al verle alejarse considero que si la línea del ferrocarril es una corriente de riqueza, aquel camino que él sigue parece un brazo; el brazo con que la aldea miserable pide limosna a los trenes.
Un año y dos meses trabajé sobre la ruta de Valencia, en la que nada desagradable ni extraordinario me aconteció, y una mañana, hallándome en Madrid, supe que aquella noche El Barítono y yo saldríamos para Barcelona en un
Díme prisa en comunicarle al Barítono cuanto acababan de decirme, y su regocijo fue espejo del mío: él también era de origen francés, y, como yo, se holgaba de rever el país natal. Asimismo estimulaba nuestro júbilo el deseo que teníamos ambos de conocer Barcelona, y que ya considerábamos irrealizable porque los
El día lo pasamos inquietos, temerosos de que alguna contraorden nos volviese a nuestro antiguo derrotero; mas no ocurrió así: a media tarde una máquina-piloto vino a sacarnos del convoy valenciano, que nos vio marchar con envidia, y ya cerrada la noche salimos para la Ciudad Condal.
Este viaje lento, sembrado de paradas interminables y devanado bajo la serenidad tibia de una noche de septiembre, es el más hermoso de mi vida. Lo embellecía mi reposo interior, la satisfacción de no llevar a nadie dentro de mí: mis luces iban apagadas, mis puertas cerradas con llave; todas mis tuberías y mis asientos descansaban también: yo era como una conciencia sin remordimientos, como un corazón sin afanes. De idéntico bienestar disfrutaba El Barítono, y frecuentemente nos sonreíamos y estrechábamos el uno contra el otro, felicitándonos por nuestra ventura.
—Fíjate —decía mi compañero— en que, por primera vez, nuestros dueños nos llevan, nos pasean, sin exigirnos que transportemos a nadie. Somos, pues, verdaderos viajeros.
—¿Te duele algo? —le preguntaba yo.
—Nada: cuando voy muy cargado, sí, suele darme en el segundo compartimiento un dolor que me abate bastante; pero ahora me siento ágil y con ganas de correr, como un muchacho. ¡Si supieras qué elasticidad conservan mis muelles todavía…!
Yo quería al Barítono. Después del Tímido, del Presumido, del Misántropo, de Doña Catástrofe y de los Hermanos Sommier, mis colegas fraternos del
Aquella noche, rodando a la cola de un
En Barcelona descansamos tres días; allí volvieron a limpiarnos, y después de reconocer todos nuestros mecanismos nos engancharon a la cabeza del
—¡Ya nos vamos, Cabal! —me gritó El Barítono.
—Sí, viejo —repuse—; ya nos vamos, y antes de cuatro horas estaremos en Francia.
Como le pareciese que mis palabras no encerraban bastante calor, exclamó:
—¿No te alegras?
—Sí, que me alegro; ¡mucho…!
En realidad, yo comprendía el cariño a la patria menos que él, y así mi regocijo no igualaba al suyo. Él continuó poniéndole risueñas apostillas a su contento, y hasta me descubrió su esperanza —completamente irrealizable— de rodar algún día sobre los caminos franceses.
—Y si me encuentran viejo —suspiró— que me envíen a un taller de reparaciones y me conviertan en
—¿Serías capaz —interrumpí enojado— de degradarte hasta ese extremo?
—Yo, sí. Yo, con tal de ver París, lo acepto todo.
Después se quedó triste.
—Oye, Cabal: esto de regresar a Francia, después de tanto tiempo y cuando ya somos casi viejos, ¿no será un mal síntoma?
—¿Síntoma de qué?
—Agüero o anuncio de muerte. Tengo bien observado que numerosas personas que vivieron expatriadas sintieron de súbito el anhelo de volver a su país, y apenas lo satisficieron cuando la muerte les sorprendió… ¡exactamente como si aquel deseo hubiera sido la voz con que la tierra, donde fueron a nacer, les llamase…! Nosotros vamos, venimos… devoramos millones de kilómetros… nos creemos libres… somos como los pájaros… hasta que un día la tierra, nuestra madre nos llama… ¡y hay que obedecerla…! Cuando nosotros, hace mucho tiempo, salimos de Francia, fue por un puente, en medio de la luz y del aire… ¿te acuerdas…? Y ahora regresamos a ella por un túnel, bajo la tierra… Cabal: ¿tú no crees que exista en esto un maleficio…?
No supe qué argüirle, pues parecióme que tenía razón, y una suave melancolía descendió sobre los dos. ¡Morir…! ¿Qué desesperante tiniebla envuelve esa palabra? ¿Morir es descender, irse… o es regresar a la estación de salida…? Un largo momento permanecí silencioso y como traspasado de frío; pero luego el paisaje, con sus perspectivas de hermosa violencia, reanimó mi optimismo. Caminábamos bien: a su hora las estaciones de Gerona, la heroica; de Flassá y de Figueras, cuyo presidio puso un colofón a tantas vidas, quedaron atrás. En seguida el suelo, que ya comenzaba a inquietarse, se enardece, se encrespa furioso, y las primeras estribaciones pirenaicas asoman. La enorme cordillera detrás de la cual España y Francia se atrincheran, azulea más lejos, y sus cimas parecen galopar hacia el Norte.
—¡Los Pirineos! —grita El Barítono.
—Sí —repito emocionado—. ¡Los Pirineos…! ¡No son estos los que yo conocía; sin embargo, con qué gusto los veo…!
Y, desde el cabo de Creus hasta el de Higuer, mi pensamiento va y vuelve. Corremos entre la montaña y la costa, y el mar está tan cerca que, a veces, sus olas rompen espumeantes al pie de la vía. Un poco más y llegamos a Port-Bou, donde nos detenemos media hora; siete minutos después estamos en Cerbère. ¡Francia…! La bandera ha variado; pero yo, que no pienso como El Barítono, creo que, pues todos los trenes —vayan o vengan— han de salir de un túnel, es allí, bajo la tierra, donde la sociedad futura debía sepultar definitivamente el concepto retrógrado de
Veinte días nada más ambulé sobre la ruta de Bort-Bou. Una tarde, al regresar a Barcelona, supe que había ocurrido un descarrilamiento cerca de Calatayud, y que el
A la mañana siguiente, temprano, unos guardavías se acercaron al Barítono y a mí, y les oímos hablar:
—¿Son estos los dos coches que llegaron ha poco de Valencia? —preguntó alguien.
—Sí —repuso otra voz—, y hay que desengancharlos.
Cuando el convoy iba hacia la frontera, El Barítono marchaba delante de mí; a la vuelta sucedía lo contrario, y, por esta circunstancia, yo fui el elegido.
—Nos separan, Cabal —gimió mi compañero.
—Sí, hermano —repuse conmovido— y no imaginas cuánto voy a echarte de menos…
Aquellos hombres desenlazaron las cadenas que nos sujetaban, levantaron el puentecillo metálico que nos unía y se dispusieron a empujarme.
—En este momento —exclamó El Barítono— envejecemos un poco los dos: separarse es morir…
—O disponerse a vivir otra vez —interrumpí animoso—; ¡y más vale creer esto último…! ¡Que seas dichoso, que la ventura te acompañe siempre!
El repuso, magnífico y sacerdotal:
—Que la felicidad marche contigo.
Aquella noche, en el
Si yo tuviese tiempo y memoria —y paciencia también— para trasladar al papel siquiera la cuarta parte de mis recuerdos, mis confesiones ocuparían varios volúmenes. ¡Desfilaron ante mí tantos horizontes, tantos episodios, tantas figuras…! Y este mismo vivir bordonero, exasperó mi acuidad sensorial, pues la función crea el órgano, y así las impresiones renovadas son a los nervios lo que al músculo el ejercicio físico. A más intenso y perseverante meditar, mayor inteligencia.
El tesoro emotivo de los años tempranos perdura intacto en mí. Todavía recuerdo, sin que las imágenes hayan palidecido, la alborotada impaciencia de los primeros viajes, la avidez retozona con que mis ruedas bisoñas se deslizaban sobre la brillantez de los rieles; el entusiasmo temerario con que acometíamos las cuestas arriba; el vértigo clamoroso de los descensos a través de campos borrachos de flores y de sol; el riesgo elegante dé las curvas trazadas por los ingenieros sobre el dorso de los precipicios; la embriaguez de las carreras vertiginosas, cuando ensordeció el viento y La Caliente, o La Recelosa, o La Triste —cualquiera de mis antiguas dueñas— atrafagada y jadeante, nos arrastraba a ochenta y cinco o noventa kilómetros por hora. Y evoco también conmovido la mansedumbre de los crepúsculos gallegos, la melancolía grave de las sobretardes castellanas, la evaporación neblinosa —aroma de humedad— que desdibuja las lejanías norteñas, el profundo silencio rústico de esas estaciones minúsculas donde nuestra locomotora, fatigada, cubierta de tizne y sudor, se detuvo a beber.
Hay nombres de ciudades y de pueblos que resuenan en los tímpanos sutiles de da memoria con la dulzura de un nombre de mujer; y ese poder de evocación que, según oí decir los hombres, ejerce sobre ellos la música, lo tienen para mí ciertos pregones: algunos resumen capítulos enteros de mi vida.
Dentro de mí oigo gritar:
—
O bien:
—
La voz evocadora grita:
—
—
Es la Mancha, de color ocre, desarbolada y adusta, y también la ilusión verde de la región valenciana, que va acercándose.
—
Son las noches frías, el aire que corta, la lluvia ingrata.
—
Es Castilla, es la tierra que abrasa, son los vagones cuyas imperiales vahean bajo el fuego del sol, el emparrado mezquino que sombrea el brocal de un pozo casi seco…
Así, pensando en todo esto, creo rejuvenecerme, y el espíritu cumple el milagro de vivir muchas veces lo que la materia torpe sólo conoció y gozó una vez.
La línea de Madrid a Barcelona es más dura y ciento noventa y cinco kilómetros más larga que la de Valencia; pero, comparada con la de Galicia o la de Irún, es llana y accesible como un andén. Componen el expreso una máquina, natural de Graffenstaden, correspondiente a la serie cuatro mil, de más de trece metros de longitud, y a la que sus manejadores apodan La Quisquillosa, por ser —al igual de los caballos blancos— de boca muy sensible a cualquiera indicación, y así se detiene o corre con violencias súbitas, como si estuviese enfadada; y nueve unidades: dos
La heterogeneidad moral que presentan, con respecto unas de otras, las diversas regiones españolas, y de la que ya he hablado, vuelve a sorprenderme aquí. El público que ahora viaja conmigo no se parece al valenciano, y menos al andaluz; acaso sean el andaluz y el catalán los dos temperamentos españoles más desemejantes. Este pueblo me gusta: viste bien, es serio, callado, laborioso, enérgico; sus mujeres son gruesas y altas, y se enjoyan con cuidado, y los hombres tienen la expresión voluntaria y hablan de negocios. Al salir de Madrid, sin embargo, la psicología del pasaje no es rotundamente pura; tiene una veta aragonesa que persistirá hasta Zaragoza. Traspuesto el Ebro, la raza de los fenicios hispanos aparecerá limpia, y el idioma castellano habrá muerto, como arrojado a la vía por inútil.
En cuanto al camino, sin ser de los más bellos, es interesante, y se acerca a ciudades, ruinas y perspectivas, acreedoras a recordación.
Por ejemplo: Torrejón de Ardoz, entre cuyas roídas murallas las familias ducales de los Olivares y de los Alba tienen su sepultura; Alcalá de Henares, cuna de Miguel de Cervantes y de Catalina de Aragón; Guadalajara, ganada a los moros por Alvar Fáñez, el amigo del Cid; Sigüenza, fundada por Roma; la alcazaba de Medinaceli, y otras fortalezas diseminadas por aquellos alrededores rocosos y que en otro tiempo defendieron el tránsito del Valle del Ebro a Castilla; la, morisca Calatayud; Zaragoza, la ibérica y la heroica, cuyas dos catedrales —El Pilar y La Seo— vemos, al cruzar el puente, reflejarse en el río; Caspe, que una vez decidió del porvenir de España; Reus, Pobla, San Vicente…
A través de un bosque de pinos marítimos la vía férrea se aproxima al Mediterráneo y el paisaje cobra belleza mayor. Pasa Villanueva y Geltrú, rodeada de viñedos lujuriantes, y más allá de Sitges el expreso, que corre bordeando la costa acantilada, enfila, sin interrupción, tantos túneles, que podría decirse que camina soterrado. Estos túneles ofrecen numerosas hendeduras, especie de saeteras abiertas sobre la alegría del mar latino, y su luz, que fulge por ráfagas ante nosotros, son como ideas optimistas que esclareciesen a intervalos la tiniebla de un espíritu triste. Enfrentamos luego las fragosas costas de Garraf, y entre tantas rocas nuestros rodajes restallan y crepitan con ensordecedor trajín. A la izquierda, en aquel lontano confín donde el cielo necesita pedirle a la tierra un punto de apoyo, azulean los fastigios de Montserrat; y al fondo, manchando de blanco el horizonte desde la falda del monte Tibidabo al baluarte de Montjuich, la urbe barcelonesa, ceñida de fábricas cuyos millares de chimeneas parecen los tubos de un órgano que entonase, desde el amanecer, la misa del Trabajo; la única cierta…
Pronto se cumplirá el cuarto aniversario de mi llegada a esta línea, y nada digno de ser publicado me ha sucedido aún. ¿Por qué? Jamás mi vida fue tan pacífica… ¿A qué debo atribuir esta calma? ¿Será porque voy haciéndome viejo? ¿Acaso porque la aventura, cansada de protegerme, huye de mí…? ¡Oh, dolor! El silencio que acompaña a la ancianidad parece una emanación, un contagio, del Eterno Silencio; como si, al igual que los ríos meten su corriente en el mar, la Muerte proyectase su tristeza en la Vida.
En las otras regiones que conozco las gentes viajan por placer, por turismo, para tomar baños en las playas de San Sebastián o de La Coruña, o para asistir, a mediados de abril, a las corridas de toros de Sevilla. En la línea catalana se viaja por necesidad, por negocio; mis huéspedes son gentes laboriosas y ordenadas, para quienes la vida es una actividad lógica y no un pasatiempo. No son bruscos, según el vulgacho de otras provincias cree, sino diligentes en la acción; no son avarientos, sino emprendedores y productores. Como dentro de la idiosincrasia total de nuestra Península, puede aseverarse que Andalucía representa la fantasía y la gracia, Cataluña simboliza la acción, el impulso codicioso y perseverante. Bilbao y Valencia la imitan, la siguen de muy cerca… pero Cataluña es, hasta el momento actual,
En Reus, donde nos deteníamos ocho minutos, recogí una mañana a un matrimonio. Podía frisar el marido en los cuarenta y cinco años, y la esposa, que nunca debió de ser bonita, manifestaba poco menos. Los dos eran vulgares por el tipo, por la expresión de sus semblantes pasivos, por su indumentaria… No obstante, me impresionaron; estaba seguro de conocerles, y me eché a discurrir:
—¿Dónde les he visto…? ¿Cuándo…? ¡Debe de hacer mucho tiempo…!
Dediqué atención a lo que hablaban, en voz muy baja, cual avergonzados de tener algo que contarse.
La mujer decía:
—Yo creo que la señora Nicasia cuidará las gallinas…
—Es de suponer.
—Y que regará el jardín conforme la expliqué…
—Sí, sí, lo regará; no te atormentes.
Las respuestas del marido eran pacificadoras, cordiales. Pequeño, el vientre abultado y las piernas y los brazos muy cortos, aquel hombre sencillo y carirredondo, irradiaba buena fe. Dijo corridos unos instantes:
—Ya nuestro Alejandro estará levantándose para ir a la estación.
—Si recibió tu telegrama…
Ella recelaba siempre; él creía.
—¿Por qué no había de recibirlo…?
Después de un silencio, la mujer exclamó:
—¡Pobre hijo mío…!
El esposo suspiró, movió la cabeza…; volvió a suspirar:
—Sí; es muy triste educar un hijo para que luego la patria nos le quite así. En fin, no desesperemos: el comandante me ha prometido colocar al muchacho en una oficina, de mecanógrafo, para que no le saquen al campo…
De lo que hablaron colegí que vivían en algún hotelito de las afueras de Reus, y que aquel Alejandro, hijo suyo, debía marchar a una guerra que España sostenía en Marruecos, y de la cual, de tarde en tarde, los periódicos publicaban telegramas.
—¡Pobre mujer y pobre hombre! —pensé.
Les observaba con una atención en la que había más misericordia que curiosidad.
—Afortunadamente —seguí discurriendo—, los hombres, junto a la idea de
De pronto —¡oh, dragados increíbles de la memoria!— reconocí en mis huéspedes a aquellos recién casados que una noche, y en vida todavía de don Rodrigo, trasladé de La Coruña a Madrid; los mismos que, torpes y vergonzosos, después de oprimirse las manos y como si ya
—¿Es posible —exclamé— que él haya dedicado entera su vida a ella, y ella toda la suya a él? ¿Es verosímil que cada alma se resigne así a sólo leer en otra alma en la cual, por cierto, nada hay que leer…?
Empecé a tejer cábalas: ellos se casaron hacía, próximamente, veintiún años; su hijo, por consiguiente, tendría veinte años… o diez y nueve… ¿Qué pudieron hacer los dos en tanto tiempo…? Vi pasar sobre sus cabellos grises las horas monótonas, los días apacibles, idénticos, como uniformados, sin otra alegría que su amor —que no era
Hube de suspirar muy recio, porque El Viejo me preguntó:
—¿De qué te lamentas, Cabal…? Anda y no seas cojijoso, que ya llegamos.
Hícele partícipe de mis observaciones, y de la peña que me producían los estragos del tiempo. Tuvo un gesto de empaque y suficiencia.
—Cosas más graves —repuso— he visto yo. ¡Envejecer! ¡Eso les sucede a todos…! ¡Ah, si yo quisiera hablar…! Te juro que, aquí donde me ves, de mi vida podría sacarse una novela.
Me eché a reír con tan buenísmo arranque que amostacé a mi interlocutor.
—¿A cuento de qué viene esa algazara? —atajó.
—Me río —le repliqué sin cortar el chorro de hilaridad que me removía el cuerpo— de lo vulgar que eres. Acabas de hablar como un hombre. ¿No lo sabías…? Apenas dos de nuestros viajeros charlan media hora y simpatizan, uno de ellos exclama, siempre con una leve melancolía en la voz, como si el recordar fuese un dolor para él:
Mi camarada, más humillado que avergonzado, repuso:
—¿Y qué…?
—¡Nada…! Que para aliviarte del peso de tu biografía busques a otro, porque yo no la aguanto.
—¿No crees que la vida de cualquier hombre, como la tuya… como la mía… es una novela…?
—Posiblemente.
—¡Luego tengo razón…!
—Mira, Viejo —exclamé—; no te amontones y medita lo que voy a decirte: como la mayoría, por no asegurar la totalidad, de los hombres son vulgares; como no saben vivir, sucede que esa novela que tú atisbas en ellos necesariamente ha de ser mala; y, por lo tanto, que si cada ciudadano… ¿me oyes…? cayese en la tentación de escribir su historia, nadie volvería a comprar un libro.
Amohinado gruñó:
—Si nada te ha sucedido… te felicito.
—¡Al contrario! —interrumpí vivamente—; si no hablo es porque mucho me sucedió. Las almas, Viejo, son como los ríos: cuanto más profundos, más callados…
Así terminó la escaramuza.
Mi biografía, toda mi biografía, como si el destino la hubiese dividido a hachazos, ofrece los aspectos más incongruentes y separados: junto al fragmento ligero y azul, el capítulo rojo; al lado del episodio sentimental el picante, la palidez torva del drama.
Durante aquel último cuatrienio yo había empezado a aburrirme un poco: hallaba mi vivir demasiado uniforme, y achacaba esta escasez de emociones a mis años, que iban siendo muchos. ¡La aventura ya no me quiere…! —discurría yo en mis soliloquios, constelados de melancolías y de recuerdos—. Y daba por definitivamente acabado el libro de mi vida, cuando la terrible y divina musa de los ojos de esmeralda, la que con sus sorpresas envejeció mis miembros de hierro y caoba, tornó a mirarme. Y… ¡de qué modo, con qué fuerza trágica…!
Es una página bermeja y ardiente, como un folletín.
Estábamos en Madrid, y las manecillas del reloj luminoso —ojo, de la estación— que preside el vaivén de los trenes, iba a darnos la orden de partir. Eran las diez y ocho y quince. Todos los coches, apretados fraternalmente unos contra otros, esperábamos la señal: teníamos encendidas las luces; la calefacción, alta; los frenos, bien graduados; las ruedas, engrasadas y prontas al movimiento: La Quisquillosa resoplaba prepotente, y el latir de sus ijares estremecía el convoy. Un viento frigidísimo barría los andenes, casi desiertos, pues era día
De mis compartimientos tres estaban vacíos. En otro había un matrimonio cincuentón y de empaque burgués, al que la presencia de varios parientes, que fueron a despedirle, retenía asomado a una ventanilla.
Especialmente en invierno estos saludos me molestan mucho, porque me enfrían. Además, son de una hipocresía repugnante, pues, en la generalidad de los casos, todos, así los que se quedan como los que se van, desean separarse. Ya se dijeron cuanto necesitaban decirse; ya varias veces se estrecharon las manos… ¡y el tren no sale…! ¿Qué hacer…?
—Pero… ¡márchense ustedes! —suplican los viajeros.
Los otros responden:
—De ningún modo…
—Nos da pena verles ahí; están ustedes molestándose.
—No es molestia, es placer…
—¡Cuánta amabilidad…!
Las
—
—¡
—
—¡
¡Ah…! Cuando considero el mezquino valer de los hombres, sus falsedades, sus perjurios, sus tracerías y el eterno carnaval de sus almas, siento tentaciones de descarrilar.
A la hora exacta, el jefe de estación dio
—Eso es —hícele observar— un poco de frío; apenas llevemos rodando un rato y entres en calor se te pasará.
Habíamos traspuesto las estaciones mínimas de Vallecas y Vicálvaro, y las amenas praderas de San Fernando, y ya veíamos acercarse las luces tristes y diseminadas de Torrejón. Pasado Alcalá, La Quisquillosa aceleró su correr, y la calefacción aumentó. ¡Qué delicia…! Aquellas oleadas de vapor eran para nosotros lo que para el caminante aterido un vaso de alcohol.
El eje de mi compañero cesó de dolerse.
—¿Mejoras? —averigüé.
—Sí —repuso—; ya estoy bien.
—Pues, tira, hermano; porque El Viejo es un maula, y de no ayudarme tú no podré con él.
Hizo lo que yo le pedía, y se lo agradecí: era fuerte y bueno, y más joven que yo; con lo que declaro que me aventajaba en punto a lealtad y buena fe. Vivir es malearse…
Los andenes de Meco y Azuqueca huyeron de nuestro lado como sombras; en Guadalajara hicimos, según costumbre, un alto de cinco minutos, y seguidamente salimos para Fontanar.
El
Entonces buscó uno de mis departamentos vacíos, y un gesto que hizo y el suspiro que se le escapó de la garganta me descubrieron su satisfacción de hallarse solo. Reducíase su bagaje a un maletín pequeño, que colocó en la red, y a un portamantas cuyas correas empezó a deshebillar. Sin razón, y acaso por obra sigilosa de un presentimiento —esto lo razoné más tarde—, redujeron mi curiosidad a esclavitud la lozana juventud de mi huésped, la vivacidad de sus grandes ojos novelescos, la abundancia de sus cabellos negros y naturalmente ondulados, la sólida complexión de su espalda y la elegante anatomía de sus manos y de sus pies.
—He aquí un hombre —medité— con quien el amor no debe ser esquivo…
Apareció el interventor y pude enterarme de que el nuevo viajero iba a Barcelona. Al quedarse solo, el desconocido extinguió las dos luces del compartimiento, cerró la puerta y, corrió todas las cortinillas. Hecho esto se acomodó en un ángulo, arrebujóse en su manta y alargó ambas piernas sobre el asiento. Volvió a suspirar, como quien sufre una pena o un temor secretos, y apagó en mi cenicero el cigarrillo que estaba fumando. En la oscuridad su figura desapareció casi por completo: únicamente sus botas de charol, flamantes —bien lo recuerdo— recogían no sé qué vagarosa claridad que llegaba a ellas desde el pasillo, y yo las veía fosforear en la tiniebla como azabaches. ¿Quién era aquel tipo, qué interés podía haber en su vida? Le comparé con don Rodrigo y le juzgué, incontestablemente, más hermoso que el amante de Raquel, pero también menos distinguido, porque era menos
Una voz que gritaba:
—¡Alhama…! ¡Un minuto…!
Interrumpió a medias mi reposo: pero La Quisquillosa recobró su marcha y mis poros, mal despabrados, volviéronse de nuevo impermeables a la sensación, y mi conciencia tornó a sumergirse en las negruras insondables del no pensar.
Mucho tiempo transcurrió antes de que un pregón y una ruda presión de los frenos, me despertasen. Por añadidura mi vagón zaguero —El Viejo— acababa de darme, al detenerse, un fuerte encontrón; sin duda iba dormido. Reconocí la estación de Calatayud, callada y horriblemente triste bajo un abundantísimo aguacero. Ni un ruido. El jadear de la máquina desgarraba el silencio, y turbaba como el latir de un corazón. Al mismo tiempo, me pareció ver una sombra que trepaba al último
Media hora más tarde llegaba a mí con pasos aduendados y por el tránsito que me ligaba al Viejo, una mujer alta, de líneas esbeltas, que disimulaba sus facciones bajo un alucinante manto negro. Un extraño soplo trágico la animaba, la precedía…; la vi adelantarse por el corredor y unos segundos pude admirar sus manos blancas, la energía aguileña de su rostro, y el nimbo leonino que ceñían a su frente sus cabellos dorados: unos cabellos encrespados y magníficos, calientes y luminosos como hilos de sol. Brillaban con resplandor propio; vivían; no recuerdo haber visto nunca otros más bellos…
La desconocida detúvose ante mi primer departamento, cuya puerta descorrió suavemente; encendió una luz, miró rápida y, sin ruido, volvió a cerrar. En el departamento contiguo hizo lo mismo: abrió la puerta, asomó la cabeza, esquivóse de nuevo… Era evidente que buscaba algo. De repente asocié aquella pesquisa a la figura del viajero que subió a mí en Sigüenza.
—Le busca a él… —pensé.
Y tuve miedo, pues adiviné que algo siniestro iba a consumarse. Sobresaltado llamé la atención de mi compañero.
—Escucha, Viejo, y ayúdame a salir de dudas: ¿has visto pasar una mujer alta, vestida de negro?
—Sí; subió al tren en Calatayud, por la parte de la entrevía…
—La misma.
—Como si viniese huyendo…
—¡Exacto —exclamé—, todo eso lo pensé yo…!
—En el último vagón permaneció un buen rato; pasó después al otro, y luego a mí, donde el interventor le pidió el billete.
—¿Llevaba billete?
—Hasta Barcelona. En mi pasillo aguardó a que el interventor se fuese, y entonces registró, uno a uno, mis departamentos. Tiene cara de loca. Después se marchó. ¿Sabes dónde está?
—Aquí.
—¿Contigo?
—Sí.
—¿Qué hace?
—Busca.
La dama enlutada, efectivamente, proseguía su investigación, y en el tránsito solitario y bajo el claror pálido y trepidante de las lámparas, su silueta cobraba una virtud fantasmal. En su rostro lívido, su ojos negros tenían una expresión del drama. El destino, lo inevitable, miraban con ellos.
El Viejo, intrigado, me preguntó:
—¿Se fue ya?
—No.
—¿Qué hace ahora…?
—Busca… ¡calla…! déjame ver…
La misteriosa desconocida empujaba en aquel instante la portezuela del departamento donde
La intrusa, apenas encendió, tornó a apagar, y, favorecida por la claridad del corredor, avanzó. Su brazo derecho extendido, que ahora, bajo el manto, parecía una enorme ala maléfica, esgrimía un puñal cuya hoja limpia pintaba en la penumbra un sutil triángulo de luz. Agachóse para mejor ver, y ahogando el aliento. Adelantó la cara, en cuya lividez eucarística los labios temblaban… Luego, con recio ímpetu, apoyó su mano izquierda en la boca del durmiente, para a la vez que le impedía gritar y le tapaba los ojos, obligarle a echar la cabeza hacia atrás; y cuando le tuvo así, mudo y cegado y con la garganta bien de manifiesto, de un solo golpe cruel le degolló. Hundióse el cuchillo hasta la cruz, y, al salir, por la herida brotó un chorro caudal de sangre, purpúreo y ancho como una lengua.
Segura de haberle matado, la homicida, con repentina presencia de ánimo, enredó al alfiler que brillaba en la corbata del finado un largo cabello negro que preparado traía con este objeto, tiró el arma a un rincón y escapó. Al llegar al término del pasillo penetró en el cuarto-tocador, se lavó las manos y volvió a salir. Nadie la había visto. Sin perder instante abrió mi portezuela correspondiente a la entrevía, bajó al estribo y saltó a tierra fácilmente, pues íbamos llegando a la estación de Casetas y el convoy corría a menos de un cuarto de marcha.
Sentado, el occipucio apoyado contra una de mis cabeceras, la víctima, lívida y bermeja a la vez, no se había movido. A su alrededor y como nimbando su blancura mortal, todo aparecía tinto en sangre: el diván, el respaldo, la alfombra…
La presencia de aquel cadáver cuyo rostro, de minuto en minuto, era más blanco, me causaba indecible terror; añádase a esto la sensación de la sangre que me empapaba y rápidamente iba enfriándose. Sentía miedo, pena… y también un poco de asco. En los primeros instantes sólo compadecía al hombre; luego díome a meditar en la matadora, y a tener piedad de su dolor. ¿Qué desesperada historia se había desenlazado allí…? Y aquel cabello negro, ¿con qué objeto fue enredado en la corbata de la víctima, y a quién perteneció…? Instintivamente mi conciencia hidalga poníase de parte de la mujer y votaba en favor suyo.
Apenas el expreso salió de Casetas, referí al Pez y al Viejo lo ocurrido, y aquel tanto se asustó con la idea de que un muerto le seguía, que comenzó a cabecear y a querer zafarse de mí. Un buen tironazo que le administré, para castigarle, le devolvió el juicio. No se enfadó por ello.
—¿Está muy pálido el cadáver? —balbuceaba.
—Mucho; parece de cera; parece también que el rostro se le ha enflaquecido.
—¿Y frío…? ¿Notas tú que está frío…?
—Sí: el frío de su carne es, por instantes, mayor: rato hace que traspasó sus ropas y empezó a invadirme… Ahora me penetra y llega muy hondo dentro de mí. ¡Es horrible…!
La noticia corrió velozmente de punta a punta del convoy, y los datos aportados por mis compañeros ratificaron cuanto, momentos antes, El Viejo me había dicho. La desconocida emprendió su trágico éxodo agarrándose a uno de los estribos del último vagón, en cuyo cuarto-lavabo estuvo encerrada más de una hora, de lo cual nuestro camarada coligió que aquella mujer, no obstante su bonísima traza, viajaba sin billete. Después dejó su escondite, ojeó todos los departamentos y pasó al segundo coche, donde hizo lo mismo.
—Yo, cuando la vi adelantar por mi pasillo —exclamó El Viejo— tan alta, tan delgada y envuelta en aquel largo manto negro entre cuyos pliegues los ojos la relucían como linternas, pensé que la Muerte había entrado en mí.
—¡Y era cierto que entraba —comenté—, porque el amor y la codicia son las dos sonrisas de la Muerte: cuando la Muerte no quiere asustar a los hombres y sí sólo perderles, se hace Dinero o se hace Mujer…!
En Zaragoza, donde debíamos permanecer veintiún minutos mientras cambiábamos de máquina, sólo recogimos tres pasajeros, que subieron a los coches-dormitorios, situados a la cabeza del tren. Eran las dos de la madrugada. La Quisquillosa, que no pasaba de allí, se había desligado de nosotros, y el convoy quedó inerte y como acéfalo. Todos los vagones, sumergidos en tinieblas, parecían dormir, amodorrados por el cansancio y el frío. El Viejo y El Pez también se habían sosegado. Solamente yo velaba, y, a poder, hubiera pedido socorro con resonantes voces. Aquel difunto, cuyo rostro adquiría aún, por momentos, una albura de sudario, me helaba: ni don Rodrigo, ni aquel argentino tan misteriosamente asesinado en la línea de Sevilla, tenían su expresión: yo no quería verle, y, sin embargo, ni un segundo mi curiosidad se apartaba de él. Como acabó sin agonía, la muerte no había desconcertado la paz de sus facciones: los labios quedáronle entreabiertos, y la visera de la gorra le tapaba los ojos; pero los dedos de sus manos yertas y blancas —más que blancas, traslúcidas— sobre el fondo purpúreo de su traje cubierto de sangre tenían una expresión fascinante: estaban torturados, contraídos, retorcidos espantosamente: raíces parecían…
Un golpe inesperado me reveló que La Ronca —padecía este remoquete por lo mal que silbaba— se había unido a nosotros. Íbamos a partir, y me alegré, porque el movimiento debilita la voz de las ideas. En seguida… lo de siempre: una campana, un pito, una voz soñolienta, automática, que ordena:
El crimen perpetrado entre Calatayud y Casetas se descubrió al hacerse la nueva requisa de billetes, ya pasado El Burgo. Inmediatamente el inspector manejó el timbre de alarma, y el expreso paró. Por segunda vez la noticia, semejante a una mariposa roja, voló de un extremo a otro del tren: despertados insólitamente todos los viajeros, algunos a medio vestir, precipitáronse fuera de sus departamentos y corrieron a mí. En mi corredor los curiosos se apiñaban, se oprimían y alargaban el cuello, con el ansia impaciente de ver. Los que hubieron la fortuna de obtener un puesto frente al teatro del atentado, enmudecían de espanto y no sabía disuadir los ojos del cadáver, cuyas facciones, ya endurecidas, parecían, bajo mis luces, de transparente mármol.
Como nada podía hacerse, el revisor cerró el compartimiento y el convoy persiguió su camino a gran velocidad para recobrarnos del tiempo perdido. En Caspe nos detuvimos, y por teléfono el jefe de estación llamó al Juzgado, que inmediatamente acudió y procedió al
En la cartera de la víctima se halló una cédula extendida a nombre de Antonio del Rey, varias cartas, a las que, por abreviar tiempo, no se dio lectura, y cuarenta mil pesetas en billetes de banco: detalle este último que evidenciaba no ser el robo el móvil del asesinato. El juez advirtió en seguida el largo cabello negro —cabello de mujer joven— prendido al alfiler de corbata del finado, lo que estimó un dato revelador precioso; también examinó cuidadosamente el cuchillo, que era nuevecito y de los mejores y más bellos que producen los famosos armeros toledanos. En el acto, la presunción de un crimen por celos iluminó el espíritu de los circunstantes.
—¡Y es una mujer morena —exclamaron; a coro— quien le ha matado…!
Alguien dijo que ninguna mano femenina era capaz de asestar una puñalada así. Pero el voto contrario y unánime del público movióle pronto a cambiar de opinión. Mujer tenía que ser la autora del crimen. ¿Cómo, si no, explicar la presencia de aquel cabello? Precisamente ese cabello era
Alrededor de la imagen de una mujer
La razón del crimen volvía obsesionante a los espíritus. Evidentemente, aquella mujer había matado por celos. Antonio del Rey, al recibir la puñalada, no se defendió; acaso la muerte fue tan instantánea en él que se adelantó al dolor; finó sin sufrir: lo proclamaban así sus ojos cerrados y la serenidad y compostura de su actitud.
Respecto del cabello enredado al alfiler de la corbata, alguien dijo —y sus palabras merecieron la aprobación general que, una vez su venganza satisfecha,
Asistiendo a estas divagaciones folletinescas, pero muy verosímiles, de la imaginación popular, yo me desesperaba. ¿Cómo decirles…?
Al dar el Juzgado por terminadas sus diligencias, unos camilleros se llevaron el cadáver del desdichado Antonio del Rey, y yo, con las portezuelas cerradas, fui desenganchado del convoy y trasladado a una vía lateral, en espera de las futuras investigaciones que el señor juez instructor se proponía practicar en mí.
—¡Te han fastidiado, Cabal! —me dijo El Viejo—; los hombres, para consolarse de no prender al asesino, te prenden a ti… y tardarán en soltarte.
El expreso arrancó de Caspe con dos horas de retraso. ¿Cómo decir el frío de silencio, el dolor de abandono, que me produjo verlo marchar…?
El resto de la mañana estuve durmiendo, bajo la lluvia. Al siguiente día padecí un severo registro, y tres días después otro. El juez, asesorado por el escribano, el alguacil y dos personas más, reconstituyó —y declaro que con bastante exactitud— la escena del crimen: la posición en que se hallaba la víctima al recibir el golpe; la estatura probable de la agresora, a quien todos supusieron alta; y luego examinaron prolijamente los rincones del compartimiento, y mis estribos, con la esperanza de sorprender en ellos algún vestigio esclarecedor del misterio. Una aguja descubierta por el alguacil bastó para que todos aquellos señores se perdiesen en nuevas e inútiles divagaciones, pero no añadió luz ninguna al sumario.
¡Cómo me aburría! ¿Por qué no me sacaban de allí…? Las jóvenes caspolinas que acostumbraban a pasear por el andén, no cesaban de ir a verme. Se detenían a corta distancia de mí, sosteniéndose unas a otras por el talle, y luego, a pasos lentos, daban una vuelta a mi alrededor. Mi imponente tamaño, mi lujo y mis cortinillas caídas, como en señal de duelo, sobre el enigma bermejo que había en mí, impresionaban teatralmente la fantasía popular.
—Aquí ha sido… —se decían mis mirones.
No pasaban de ahí; y, al marcharse, caminaban despacio y volviendo la cabeza, para mirarme. En Burgos, adonde me llevaron después del asalto del expreso de Hendaya, me sucedía lo mismo.
Pero esta notoriedad no me consolaba de mis días de inacción. Cada veinticuatro horas, febril y ruidoso, pasaba mi convoy, y mis compañeros, dichosos con su libertad, me dirigían burlas inocentes.
—¡Bien te diviertes, gandul! —decían.
Una semana más tarde y con la etiqueta de
Volví a la circulación, y desde mi primer viaje tuve ocasiones de convencerme de que el asesinato de Antonio del Rey seguía encadenando la atención de la Prensa y del público. El crimen guardaba su misterio. Las declaraciones de los familiares de la víctima poco ayudaron a esclarecer el enigma: se supo que Antonio del Rey tenía en Madrid una amante italiana, rubia y alta, artista de café-concierto, llamada Emma Sansori; y también que pensaba casarse con una joven morena, de notable belleza, unigénita de un banquero que residía en Barcelona. Al principio, la pública opinión señaló a la Sansori como autora del crimen; pero ella consiguió demostrar que la noche de autos la pasó en Madrid; además, el oro de su pelo la protegía; su cabellera gritaba su inocencia… Entonces la Justicia enderezó sus investigaciones por otros derroteros, y detuvo a una aventurera a quien Del Rey conoció el verano anterior en el Casino de San Sebastián, y a su hermana. Esta nueva pista tampoco y dio resultados provechosos. La Policía avanzaba entre sombras, y se perdía. Desechada la suposición de que el asesino fuese un hombre, el fantasma de una mujer joven y de pelo negro renació triunfal. Aquel cabello detenido, al parecer casualmente, en la corbata de la víctima, se enredaba a los pies de la Justicia como un grillete y no la permitía andar.
Transcurrieron nueve o diez meses, que en esto de filar aprisa el tren de la vida nos da ejemplo a todos…
Una tarde, minutos antes de dejar Barcelona, oí vocear los periódicos
—Luego sabré de qué se trata —pensé.
Ya he dicho que, de cuanto sucede en el mundo, yo me informo por lo que oigo conversar a los viajeros, o leyendo en los diarios olvidados sobre mis asientos.
A poco de emprender el viaje, mi curiosidad empezó a ser satisfecha: varios pasajeros glosaban animadamente el sangriento suceso, cuyo relato campaba bajo titulares llamativas en la primera página de los periódicos. La muerta era una señorita, de la mejor sociedad barcelonesa, y que se hallaba en vísperas de contraer matrimonio. Se llamaba Mercedes Eloy. Según los reporteros, el día del crimen, por la mañana, Mercedes recibió una carta, que —al decir de una criada— la joven leyó con ademanes marcadísimos de inquietud, y se presume fuera un anónimo que la invitaba a una cita. Durante el almuerzo, la madre de Mercedes notó que esta tenía los ojos enrojecidos, como de haber llorado. Al anochecer, la señorita Eloy, vestida sencillamente, salió de su casa diciendo que iba a la iglesia del Carmen y volvería en seguida. Su portera la vio subir a un coche. Horas después, en un rincón solitario y umbrío del Parque, aparecía su cadáver, con dos puñaladas, una de ellas en el corazón.
Comentando el hecho, añadía un periódico:
Hay personas que atraen la tragedia como los pararrayos atraen la cólera de las nubes. Nuestros lectores no habrán olvidado que la señorita Mercedes Eloy fue novia de aquel don Antonio del Rey, asesinado misteriosamente en el expreso de Madrid.
Esta apostilla fue para mí una revelación. Vi claro.
—
No me era posible dudar. La italiana habíase impuesto una tarea exterminadora, que cumplió hasta el final: primero,
Y llego al desenlace de este folletín, que parece escrito por la misma inexorable mano de la fatalidad.
Días después salía yo con mi convoy de Barcelona, y en el Apeadero de Gracia subió a mí una mujer de estatura elevada, rubia, vestida de rigurosísimo luto, a quien reconocí en el acto: era Emma Sansori. ¿Y cómo no reconocerla si había visto sus ojos, y los ojos en que una vez leímos el deseo de matar no se olvidan nunca…? Quizás por haber adelgazado parecióme más alta, y advertí que, en virtud de inexplicables mixtificaciones psicofísicas, el dolor en su rostro se había hecho belleza. Luego examiné sus manos lívidas, nerviosas y torturadas, como remordimientos; especialmente aquella mano derecha, dos veces criminal, en la que la Muerte parecía haber dejado una llave…
La Sansori examinó uno a uno mis departamentos, que por azar rarísimo iban casi vacíos, y fue a instalarse en el mismo, precisamente, donde —pronto haría un año— apuñaló a su amante. ¿Quién la guio allí? ¿Por qué eligió aquel sitio y no otro? ¿Fue casualidad, o resultado de esas atracciones subconscientes que los objetos, testigos de un crimen, ejercen sobre el criminal…? Y, ante tales coincidencias alucinantes, ¿quién negaría que, desde que nace, cada alma lleva en sí su destino…?
Ya muy tarde, pasada la estación de Reus, Emma Sansori —como si magnéticamente mis pensamientos llegasen a ella— comenzó a darse cuenta de dónde estaba. Larguísimo rato había permanecido inmóvil, el mirar perdido en el espacio. De súbito la estremeció el choque de un recuerdo, y miró en torno suyo. Después se levantó, lanzó una ojeada rápida al desierto corredor, cerró la portezuela y tornó a sentarse. Dos veces cambió de lugar: primero se puso de espaldas a la máquina, luego de frente. Yo, que no cesaba de observarla, comprendía que su nerviosidad iba en
Se levantó, ahogando un grito, y su figura enlutada pareció alargarse y tocar al techo. En sus ojos desorbitados la locura acababa de encender sus luces amarillas. La Sansori, quiso escapar al corredor y tropezó con la puerta, y la rudeza del golpe —que a mí también me hizo daño— la derribó sobre un asiento. Por segunda vez intentó salir, y volvió a chocar contra el recio cristal y a caer. Pareciéndola que unos brazos invisibles da sujetaban por detrás, perdió valor. Juntó las manos, sus labios lívidos temblaron y se derrumbó de hinojos.
—Antonio… Antonio… Antonio… —musitó tres veces.
De un salto se incorporó; consiguió, al fin, abrir la puerta, y salió al pasillo. Miró a un lado y otro: nadie. Parecía haber recobrado su serenidad, pero su alma estaba en tinieblas.
—Va a suicidarse —pensé.
Y en el acto me convencí de haber acertado. Iba a suicidarse. Hay momentos en que las resoluciones adquieren tal intensidad, que son visibles sobre las frentes como un cartel pegado a un muro. Emma Sansori ganó mi plataforma delantera, abrió la portezuela contraria al lado de la entrevía, y con un fuerte salto se arrojó al espacio. Cruzábamos un puente. La enorme ráfaga de viento que levantaba la marcha del tren la arrancó el manto de los hombros y esparció su melena dorada. Instantáneamente su cuerpo, vestido de negro, se borró en la infinita opacidad nocturna; no así sus cabellos, que flamearon unos segundos, semejantes a una llama, en la ingente tiniebla, y fueron como un coágulo de sol que bajase al abismo.
Nadie la vio.
En aquellos momentos el expreso, enloquecido, como si huyese de sí mismo, corría a noventa kilómetros por hora.
Otros tres años de vida monótona pasaron sobre mí, y ellos quisieron que, definitivamente, en el reloj de mi modesto destino sonase la hora otoñal. No me sorprendió. Desde la catástrofe de Toral de los Vados, yo, aunque reparado escrupulosamente, no volví a sentir aquel extraordinario bienestar —salud de atleta— de mis tiempos prístinos. Mi pendencia con El Majo también me dañó, y de las heridas que los
El arreglo que me hicieron en los talleros de Valladolid apaciguó mi mal sin extirparlo, pues para las injurias del tiempo no se inventó remedio: yo, cuando mis curanderos me devolvieron a la vida rodante, parecía un veterano de los campos de batalla, cubierto de cicatrices; o un
Agréguese a esto el archivo de recuerdos —y quién dijo recuerdos, dijo melancolías— que ambulan conmigo.
Los polos del alma son la imaginación y la memoria: la imaginación es
En mí, acaso precisamente porque anduve mucho, mi fantasía peregrinó poco, y mi memoria adquirió preponderancia excepcional. Mi retentiva es formidable, y dentro de mí los recuerdos mantiénense limpios, prestos, con sus mínimos colores y detalles. Nada he olvidado: en los cristales de mi memoria las añejas imágenes reaparecen nítidas, vivaces, rotundas; recordar equivale, para mí, a hojear un álbum de postales iluminadas.
Esa rara capacidad que en todo momento me sitúa frente por frente de mi propia vida me hace sufrir mucho. Pienso, a cada rato:
Con esa aterradora lentitud con que opera lo inevitable, el fracaso ha penetrado en mí: día tras día mis largueros de encina y caoba se pandean, y el revestimiento de
De nada de esto hablo con mis colegas, a pesar de hallarles tan malparados como yo. Ya en diversas ocasiones oímos rezongar a los empleados que nos limpian:
—Cuando me declaren definitivamente inservible, ¿qué será de mí? ¿Me destinarán a ser quemado?
Pronto supe a qué atenerme. El Viejo, El Pez y yo, que ofrecíamos, aproximadamente, los mismos síntomas de ancianidad y derrota, fuimos desenganchados en Barcelona de nuestro expreso, y trasladados a Zaragoza, desde cuya Estación de Madrid —llamada también del Sepulcro por su proximidad al Campo de este nombre— nos llevaron a unos vastísimos talleres de reparaciones que yo desconocía. Varios días quedamos unidos y ociosos, hasta que un lunes, muy de mañana, nos separaron y yo fui rodado hasta una especie de cocherón que la actividad de innumerables martillos llenaba de estrépito.
Este es nuestro
Pero no era destrozarme, sino infiltrarme una segunda juventud, lo que manos diestras y buenas —o más que buenas codiciosas de arrancarle a cada coche inválido su máximo de producción— pretendían hacer conmigo.
A la vez una docena de obreros, estos tapiceros y otros ebanistas, me atacaron, y las sierras, los taladros, las escofinas, las garlopas, los formones, las barrenas, las repasaderas… todos aquellos instrumentos supliciadores que conocí en mi infancia, y cuyos terribles dientes de acero no había olvidado, tornaron a morderme. Según la fiebre que ponían en su labor aquellos hombres parecían trabajar a destajo, y hubiese creído que sólo anhelaban destruirme a no haberles oído decir:
Consolado y fortificado por estas palabras, me resigné a sufrir. No son mis asesinos —pensé— sino mis cirujanos; sus golpes no me matan, me curan; lo que ellos supriman de mi cuerpo será lo inútil, lo podrido, lo irreparable, lo que absolutamente debe irse… Y, con esta convicción, me entregué a la alegría de volver a vivir, y di por alegres cuantos dolores me amenazaban.
Mis curanderos arrancaron todo mi linóleo, bajo el cual aparecieron algunos trozos usadísimos de alfombra; asimismo se llevaron mis colchonetas, mis respaldos y mis redecillas para equipajes, y desarmaron mis asientos: las cortinillas, las abrazaderas, los espejos, los anuncios, las mesitas de las entreventanas, los ceniceros… ¡todo desapareció…! Del
Procedieron después mis operadores a reforzar los ocho ángulos máximos de mi cuerpo: cambiaron clavos, reafirmaron los tornillos, sustituyeron las maderas que por sus desgaste excesivo ya no ajustaban bien, enderezaron a martillo y a fuego las piezas que pandearon la humedad o el continuado esfuerzo, suprimieron todas las hendeduras de mis costados, taparon todas las quiebras o rajas de mi techumbre. A lo único que no tocaron fue a la tubería de la calefacción, ni a los hilos de la luz. Otro día me desmontaron, instaláronme sobre tres caballetes y se llevaron mis rodajes, lo que celebré, porque estaban desnivelados y sus muelles necesitadísimos de reparación. Yo sentía ganas de cantar, ganas de reir; yo era feliz como el muchacho a quien han prometido un traje y unos zapatos nuevos…
Esta inmensa alegría —júbilo de resurrección, ufanía de renacimiento— da la medida fiel del tremendo dolor, hecho de humillación, de vergüenza y de rabia, que experimenté al cerciorarme de que la Compañía me reformaba no con el propósito elegante de mantenerme en mi categoría de vagón de
Sin respeto a mi historia, querían degradarme, confundirme con el vulgacho, imponerme el desairado papel de noble
Terminada su obra de demolición, mis operarios comenzaron a restaurarme. Para facilitar la circulación del aire, la parte superior de los lienzos que antes aislaban mis departamentos quedó suprimida; el lugar de mis antiguas redecillas, con sus barras de acero tan firmes y tan sutiles a la vez, lo ocuparon sólidos entrepaños de madera; y mis divanes grises, aquellos cuya blandura conoció la hermosura y recogió el calor de tantas mujeres elegantes, fueron reemplazados por sólidos bancos. Todo cuanto en la época feliz de mi nacimiento tuve de mollar, de voluptuoso, de femenino, iba a tenerlo ahora de varonil e inhospitalario. No cambió la disposición o fundamental arquitectura de mis departamentos, pero sí su apariencia. Sobre mis ventanillas, en vez de cortinas hubo persianas; a mis cabeceras, antes tan blandas, sucedieron otras de madera; mis abrazaderas, mis mesitas y mis ceniceros, desaparecieron, y en el rectángulo que antaño ocuparon mis espejos colocaron un
—¿Cómo ha de ser? —meditaba yo—; ¡paciencia! Están vistiéndome de blusa…
Otro día me trajeron unos rodajes flamantes, que me parecieron excelentísimos, y no bien me instalaron sobre ellos cuando experimenté el bienestar resultado de la simplicidad y del vigor de mi nueva categoría social, Yo era como un prócer arruinado, como un
De los talleres de Zaragoza, donde permanecí seis meses, salí, sin que ni El Pez ni El Viejo me viesen, de lo que me congratulé, y cuando fui enganchado al rápido que lleva
—¡Qué distinguido es…!
Y los
—¡No parece de los nuestros…!
Seguro de la nobleza de mi origen, entre los unos y los otros yo pasaba ufano. Ahora, como antes, yo era
Después de medio año de reposo y de encierro, aquel primer viaje me causó extraordinaria alegría. Como antaño, de mozo, fue el paisaje lo que antes me cautivó. Por la mañana no me cansé de mirar los árboles, las casas, los repechos áridos sobre los cuales el sol proyectaba las sombras de los coches y de la máquina, con su largo penacho de humo. Toda la tarde corrimos por la llanura: siempre igual paisaje mezquino, las mismas aldehuelas de calor arcilloso, las mismas carreteras polvorientas, y, como horizonte, una línea de montes fragosos; mientras nosotros, los esclavos de la vía férrea, adelantábamos por el mismo camino recto… recto… inexorable como una orden. Las viejas impresiones, tan amadas, se repetían exactas. Anochecido llegamos a una pequeña estación —¿qué importa el nombre?—, donde permanecimos
Todas estas impresiones, que ya de antiguo conocía, sólo me entretuvieron durante las veintiséis horas de mi viaje primero. Quienes me interesaron y divirtieron grandemente fueron mis nuevos huéspedes, tan distintos de aquel mundo de aristócratas, empleados distinguidos, militares de graduación, artistas, toreros en boga y comerciantes ricos, que me habían frecuentado. Mi público de ahora lo componían los de abajo: obreros, trabajadores del campo, soldados, criadas, emigrantes… ¡los que tocaron; a más en el reparto del universal dolor…!
Al principio me molestaban: les aborrecía porque iban descalzos en su mayoría; porque olían a sudor; porque hablaban a gritos y se empujaban unos a otros, así para subir como para bajar, y salpicaban la conversación más trivial de interjecciones y blasfemias; les odiaba por ir siempre cargados de alforjas pestilentes y de gallinas; porque se estiraban los brazos y trataban a las mujeres sin respeto, y ahincaban clavos en mis paredes para colgar sus atadijos, y me emporcaban horriblemente con sus salivazos y los residuos de sus meriendas.
Después, según fui conociéndoles, comencé a estimarles: de sus toscas apariencias nada quiero explicar; peores no podían ser; su salvaje rudeza constituía entre ellos donaire y testimonio de masculinidad. Yo les oía discurrir: decir de alguien que era
El pueblo, por ventura de los que lo mandan, es inconsciente; quiero decir que no mide bien su infelicidad, ni ha noción precisa del dolor que le rodea, ni de las mil negaciones seculares que pesan sobre él; nunca meditó —¿cómo, si nadie le enseñó a pensar?— que la vida es algo más que un jornal y una mujer… Y, merced a eso, a que no discurre, es bullicioso y comunicativo, y fraterniza pronto.
¡Lástima que los prohombres de la política siempre que salen de Madrid lo hagan en coche-cama! Pues a viajar en
Estos cuadro de sufrimiento me ayudaron a estudiar la psicología del pueblo hispano, que pide al milagro la salud que no halla en la tierra. Yo, en cierta ocasión, llegué a Barcelona cargado de emigrantes que iban a embarcarse, unos para Buenos Aires, otros para Cuba, y al día siguiente regresé a Madrid abarrotado de peregrinos que volvían de Roma. Lo he observado: en las almas el dolor aumenta las calorías de la fe, y cuanto mayor es el abatimiento económico de un país, con mejor éxito sus congregaciones religiosas organizan peregrinaciones y romerías. Lourdes y Roma son los dos grandes Sanatorios adonde los enfermos de la fe acuden a remediarse; aunque tengo entendido que las curas que allí se realizan no son definitivas, pues, transcurrido algún tiempo, los pacientes necesitan volver…
A pesar de la amargura de estas consideraciones, no negaré que mi vida actual es más ruidosa y pintoresca que lo fue nunca. Antes yo ambulaba a través de España lleno de silencio; mis clientes eran discretos, reservados y elegantes, y la elegancia siempre conversó en voz baja: aquellas personas se parecían, sonreían sin ruido, gesticulaban sobriamente y casi siempre se hallaban de acuerdo en todas las de cuestiones. En mis huéspedes de ahora el buen humor, como la cólera, son estridentes; sus emociones no conocen matices ni perspectivas; todas, las pequeñas como las grandes, son
Yo me recreo mucho con ellos. Vamos a detenernos
Ellos miran a una y otra parte, afligidísimos, desorientados; al fin, comprenden, y en avalancha se precipitan sobre mí. Yo voy
—¡Aquí, aquí es…! —gritan los de dentro.
Y echando el cuerpo fuera de las ventanillas ayudan a izar las desvencijadas maletas, los cestos llenos de frutas, las botas hinchadas de vino, los colchones repletos de ropas y atados con cuerdas, los incontables bultos de diversos colores y perfiles que constituyen la impedimenta de sus nuevos compañeros de viaje. Estos, entretanto, apresuradamente, se despiden de sus familiares: los ojos, así de los que se van como los de quienes se quedan, se arrasan en lágrimas vehementísimas; los brazos se enlazan y las manos se crispan sobre los cuellos.
—¡Hija de mi alma…!
—¡Madre, otro beso…!
Al principio estos adioses me enternecían, me parecían definitivos; más tarde, cuando supe que muchas veces el viajero que así se despedía debía quedarse en la estación inmediata, la ninguna razón de aquella desbordada pena me inspiraba risa.
El tren rueda otra vez. Voy totalmente lleno de personas y de bultos, y mi ambiente, impregnado antes de olores agradables, apesta ahora a gallinas, a pescado, a melones, a queso… De los viajeros que no hallaron plaza, unos se han acomodado sobre sus trebejos, otros permanecen de pie, y todos, a la vez, fuman y hablan. Nadie quiere ignorar lo que concierne a su vecino, y recíprocamente se descubren y confiesan sus nombres, sus ocupaciones, la familia que tienen, el lugar adonde se dirigen y el porqué de su viaje…
De pronto, uno exclama:
—¡Moño…! ¡No diga usted más…! ¡Ya sé con quién estoy hablando…!
A su interlocutor, con esta adivinación súbita, se le alegra el rostro.
—¿Usted no es don Fulano…?
—Ese es mi nombre.
—¿El casado con la Mengana, la del almacén de comestibles de junto a la iglesia?
—El mismo.
—¡Acabáramos, hombre…! ¡Bien decía yo que nos habíamos visto en alguna parte…!
Entretanto, y si la hora de comer es llegada, las meriendas salen de sus cestas, las botellas y las botas de vino corren de mano en mano, y la virtud expansiva del mosto acelera la labor de simpatía que inició la conversación. El pueblo español es dadivoso, no obstante su pobreza, y cada cual brinda, de corazón, a los circunstantes lo poco que tiene: este ofrece un racimo de uvas, aquel una hogaza, estotro una tortilla o un plato de patatas al horno; quién reparte cigarrillos… Con el regocijo que acarrea el buen beber, las lenguas no sosiegan, cunde la hilaridad, se habla de unos compartimientos a otros, se oye el rasgueo de una guitarra, y pronto aquella multitud, unida por la vida de pobreza común a todos, parece una familia. Un grupo de mozos ha empezado a batir palmas; suena una copla…
En este momento aparece el revisor, y, a la vez, fulminante, virulenta, surge una disputa. ¿Por qué…? No se sabe. En
—Yo, cuando el caso llega, le parto el pecho al Hijo de Dios.
Y otra voz, igualmente mesurada, ha respondido:
—Vamos a verlo, si usted quiere, ahora mismo.
Todos los viajeros se han puesto de pie, y el cantador, por oír, no ha terminado su copla. Las mujeres, acostumbradas a obedecer, dóciles, con una docilidad de muchos siglos, no se mueven de sus asientos y esperan, sin miedo, a que pase el drama. Por fortuna, el revisor interviene a tiempo: grita, amenaza con mandar detener el expreso y llamar a la Guardia Civil —yo volví a acordarme de Dos-Caras— y, al cabo, se impone: los beligerantes se encalman, sus rostros se suavizan y una frase graciosa, lanzada por cualquiera, pone término venturoso a la cuestión. El interventor, sin embargo, insiste; quiere consolidar su obra de pacificación:
—Antes de pegarse —dice con aire autoritario— cada cual debe hallarse convencido de sus derechos, y para eso es necesario conocer el
Su diestra extendida señala hacia un
—¿Que leamos en ese cuadro…? ¡Vaya una gracia! Por mí, puede llevárselo la Compañía: ¡yo no sé leer…!
Otro añade:
—¡Toma…! ¡Ni yo tampoco…!
La concurrencia rompe a reír, y yo me apresuro a seguir su ejemplo por no llorar ante la alegría de tanta ignorancia.
Otro de los pequeños episodios de que entonces fui testigo, y que juzgo digno de recordar por la enseñanza que hay en él, es el viaje de un joven matrimonio belga que recogí en Barcelona. Se dirigían a Madrid. Fueron de los primeros en subir a mí, con el deseo evidente de poder instalarse bien, y ambos se acomodaron cerca de una ventanilla y dando el rostro al camino, pues la esposa —luego lo supe— se mareaba. Llevaban una maleta, una cajita de bombones y una botella de agua, y todo lo colocaron sobre el entrepaño de los equipajes y en el lugar correspondiente a sus asientos. Eran dos tipos de traza insignificante, pero sus vestidos oscuros, aunque modestísimos y harto usados, estaban perfectamente limpios. Ella era pequeña, delgadita y medio rubia, y el único atractivo de su cara pecosa estaba en la expresión complaciente de los ojos. La nariz, la boca, no valían nada, y sus manos secas, que habían trabajado mucho —las uñas lo decían—, tenían inclinación a cruzarse. El marido también era parvo, y había algo cómico en su fisonomía, de pómulos rosados y alargada por una barbita negra, cortada en punta, sobre el lazo flotante de una chalina. Sus botas toscas, recién embetunadas, relucían bajo el asiento. Él cogió una de las manos tristes de su compañera, y preguntó:
—¿No tendrás hambre?
Ella repuso, sonriendo:
—No; el azúcar alimenta… Y, al mirarse dulcemente, parecían besarse con los ojos.
Sin interrupción, mis inquilinos habituales, las mujeres y los hombres de las grandes cestas malolientes y de las repletas alforjas, iban invadiéndome con gran alboroto, y apenas entraban cuando asaltaban las ventanillas para recoger los trebejos que sus acompañantes les alargaban desde el andén. Excitados por la ufanía del viaje todos hablaban alto, se interpelaban a gritos, reían y cruzaban entre sí las interjecciones más crudas. Bajo el esfuerzo impaciente de tantos pies, algunos desnudos, mi solado crujía. Las mujeres, en su mayoría despeinadas, eran gordas, o lo parecían con las numerosas faldas que llevaban encima; muchos hombres, aunque la mañana no era calurosa, iban en mangas de camisa y calzaban alpargatas. En un santiamén mis plazas quedaron ocupadas, y mis entrepaños cargados, hasta la altura de mi techumbre, de cajones y de bultos. En mi tránsito, varios atadijos de mantas, una silla, dos jaulas de perdiz y algunos enseres de cocina metidos en una artesa, formaban barricada. Mis viajeros, con la satisfacción de hallarse ya colocados, hicieron tribuna de mis ventanillas. Una voz gritaba:
—¡Vamonos, maquinista, que ya es hora…!
Y otra:
—¡Arrea, hombre…! ¡Que en Caspe está aguardándome mi suegra…!
Estas y otras sandeces eran premiadas con grandes risotadas. Ante aquel vulgacho impetuoso y desbridado, el matrimonio extranjero permanecía cohibido y con los pies recogidos debajo del asiento. Su hermetismo, la pulcritud de sus trajes y cierta, distinción que en ellos había, molestaba secretamente el amor propio de los viajeros de aquel compartimiento. Se reconocían inferiores, lo cual les irritaba. A la esposa la encontraban fea, y al marido ridículo. Les parecía, además, que, tanto ella como él,
—Son muy
—Pues, si no les gustamos —replicó destempladamente una mujerona—, que se vayan a
La Millanes, nuestra máquina, había sido bautizada con el apellido de su maquinista, silbó y partimos. ¡Alegría general…! Alguien sacó una bota, llena hasta la espita de buen vino aragonés.
—¿Quién quiere? —voceó.
Varias manos se adelantaron, como sedientas.
—Creo —dijo un viejo— que nadie ha de rehusar.
La bota pasó de unos a otros, y con tal amor la acogieron todos que cuando volvió a su dueño había perdido la mitad del peso. Aquel, sin embargo, la presentó al matrimonio:
—¿No beben ustedes…?
Lo hizo rudamente. El esposo, muy amable, contestó:
—Muchas gracias.
Y ella repitió:
—Gracias…
La mujer que habló antes, comentó, provocativa:
—Me alegro: la culpa no es de ellos, sino del tonto que quiere obsequiarles.
Alguien dijo:
—Es que en su país no tienen la costumbre de beber así.
La mujer replicó:
—¡Moño, pues que se vayan a su tierra…!
No obstante, el aspecto modoso y cortés de los extranjeros iba ganando la simpatía de todos. Transcurrió la mañana, durante la cual, por dos veces, la esposa había comido bombones y trasegado algunos sorbos de agua. No llevaban merienda, y esto me indujo a suponer que su situación era precaria, lo que me conmovió. Acaso no llevaban dinero ninguno…
A mediodía el pasaje sintió hambre y cada cual echó mano de sus vituallas, y de las cestas y de las rollizas alforjas emergieron tortillas de patatas, huevos duros, latas de conserva, chorizos extremeños, lonjas de jamón serrano, racimos de uvas y grandes trozos de pan que las navajas cortaban en rebanadas. Volvieron a circular las botas en zarabanda regocijadora, y las botellas cantaron sobre los labios sedientos.
Un hombrachón, con faja y zahones y en mangas de camisa, que se hallaba sentado enfrente de los belgas, les ofreció pan, sardinas y unos pimientos riojanos que aseguró quemaban como el fuego. El matrimonio, en quien el buen parecer se sobreponía al apetito, rehusó, aunque sin convicción. La voz antipática de la mujerona que parecía haberles declarado la guerra, intervino:
—¡No porfiadles…! ¡Si no quieren…!
—¡Silleta, pero si no tienen qué comer! ¡Están chupando azúcar toda la mañana…! ¿Vamos a dejarles morir de hambre…?
Y encarándose con el belga, repitió:
—¡Coman ustedes, moño, remoño… que aquí en España lo que se ofrece es de voluntad…!
Entonces, con repentina alegría, los invitados aceptaron, y esto sirvió de señal para que un chaparrón de municiones de boca cayese sobre ellos. Con vehemencia conmovedora cada cual se aceleraba a darles de lo que comía: quién un pedazo de chorizo, quién un trozo de carne prensada entre dos rebanadas de pan, o un muslo de pollo, o unas manzanas asperiega…
Los belgas parecían contentísimos, y con el poco castellano que chapurreaban y gentiles inclinaciones de cabeza, procuraban corresponder a tan larga hidalguía. La mujer era la más emocionada, acaso porque fue la que mejor comió y bebió: la brillaban los ojos y tenía empurpuradas las mejillas y la risa fácil.
—¡Remoño… y no querían ustedes comer…! ¡Mire usted a su esposa: hasta guapa se ha puesto…!
Los forasteros, con sólo mostrarse amables, se habían granjeado las voluntades, y cada cual se propuso extremar sus cuidados para con aquellas dos personas, que seguramente echarían muy de menos su país. La tarde pasó, y cuando la noche nos alcanzó, allá por Sigüenza, la generosa escena del almuerzo se repitió. Terminada la colación,
—¿Quieren ustedes almohadas…?
—No, muchas gracias…
El extranjero, comedido siempre, no quería molestar.
—¡Moño, tanta silleta con molestar! ¡Pero si no molestan ustedes…! ¡Si tenemos gusto en servirles…!
Así era, en efecto: un viajero les buscó dos almohadas; otro, una manta…
—¿Quieren ustedes más? —decían.
—No, no… ¡muchas gracias…!
Como las almohadas eran largas, el matrimonio se acomodó sobre una de ellas; la otra les sirvió de respaldo, y con la manta se cubrieron hasta más arriba del pecho. Habían comido bien, y la felicidad de sus estómagos les sugería ideas risueñas; amorosamente se estrechaban las manos. Él indagó:
—¿Te sientes bien?
—Sí. ¿Has visto qué buena gente es esta?
—Muy buena.
—Al principio, esta mañana, les tenía miedo; pero ahora, no: son toscos, pero buenos. ¿Quieres que te diga una cosa? Empiezo a querer a España…
Continuaron hablando, y a cada momento, ella a él, o él a ella, se preguntaban:
Los circunstantes, desde sus rincones respectivos, les miraban, diciéndose:
Yo pensaba:
Entretanto, sentía con júbilo que todas aquellas personas, pertenecientes a dos razas distintas, habían sabido mostrarse recíprocamente lo mejor que en ellas había; y así, a la lección de dulzura, de los belgas, los españoles —tan pobres y tan ricos— supieron responder con un ejemplo de generosidad.
Cuatro años hace que sirvo como
Hay un tipo, sin embargo, privativo de los coches de
Para triunfar pronto,
Más tarde, cansado de satirizarse a sí propio,
Esta boga envidiable no es duradera. Ha cerrado la noche y, de pronto,
—Tengo sueño —declara—; basta de broma; ahora voy a dormir.
Y, envuelto en su manta, se tiende cuan largo es; una cesta o unas alforjas le servirán de almohada. Como ha sabido hacerse simpático a la comunidad, nadie le estorba. Luego se le oye roncar. Entonces, desde un compartimiento vecino, una voz ingrata pregunta:
—¿Pero, al fin se durmió?
—Sí.
—¡Demos gracias a Dios…!
Instantes después, todos le han olvidado.
A propósito de este
Rato hacía que estacionábamos delante de un pequeño andén, aguardando un cruce. Mis huéspedes se impacientaban. De súbito un viajero, medio en serio, medio en broma, dijo en voz muy alta algo que fue muy reído, y casi inmediatamente lanzó otro donaire que también arrancó carcajadas unánimes. Haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, aquel individuo consiguió obtener de su ingenio una tercera frase feliz, más dichosa, tal vez, que las anteriores. Asombrados, todos le miraron. ¿Quién podía hablar tan agudamente…? Mujeres y hombres habíanse levantado para conocer al viajero ocurrente, y la general simpatía estalló en una nutridísima ovación de risas y de aplausos.
Presencié entonces algo desolador. Aquel hombre, trastornado de repente por los vapores del éxito, enrojeció y perdió el dominio de sí mismo. Sin saber lo que hacía, se puso en pie; sus ojos brillantes iban de un lado a otro; fue como si se le hubiese extraviado el juicio. Desatóse su lengua y rompió a hablar casi sin ilación. A tente bonete dijo un chiste, que nadie comprendió; luego otro, que asimismo pasó inadvertido; lanzó tres o cuatro más, que también fracasaron… Ante el silencio severo del público, empezó a desconcertarse; las ideas se le barajaban. ¿Por qué antes hizo reir y ahora no…? Y se disponía a insistir, cuando una voz cruel le detuvo:
—¡Bueno, hombre, bastante…! ¡Cállate…! ¿No ves que no diviertes…?
Y
Dos años después, un descarrilamiento acaecido entre las estaciones de Vallecas y Vicálvaro, sirvió de inesperado colofón a mi historia. ¡En verdad que no maliciaba tan cercano el fin…! Me sucedió lo que a esos ancianos, enteros todavía que, al salir de su casa, tropiezan o resbalan y se fracturan el cráneo contra el suelo. Así yo: arranqué de Madrid aquella mañana, contento, como siempre, y, de súbito —acaso porque mis frenos no me moderasen y embridasen lo necesario— mis ruedas se salieron de la vía y me abalancé por un terraplén, arrastrando en mi desgracia a los dos coches que me seguían. El gachapazo, del que resultó un viajero muerto, fue ingente. Al perder mi equilibrio caí sobre el costado derecho, a pesar de lo cual el impulso que me animaba me arrastró ocho o diez metros por el suelo: en seguida giré sobre mi imperial con un trágico revoltijo interior de pasajeros y de bagajes, y volví a tenderme para inmediatamente recobrarme y quedar, al fin, sobre mis ruedas.
Pero… ¡en qué estado…! Con el techo roto por varias partes, los flancos doblados, desencajadas las puertas, las tuberías y el dínamo hechos pedazos, las piezas vitales torcidas… ¡y aún debo felicitarme de que mi arquitectura, en su conjunto, resistiese…!
Varios días permanecí abandonado sobre aquel declive, en cuya tierra blanda mi rodaje iba hundiéndose poco a poco, y al lado de mis compañeros de infortunio, de los cuales uno, menos sólido que yo, quedó totalmente destruido. Al romperse, la agonía le dio un escorzo lúgubre, y, de noche especialmente, bajo el livor astral, su armazón magullada, desprovista de tablas, tenía un perfil de esqueleto. ¡Cuánto padecí…! Habíamos quedado a varios metros debajo de la vía por la cual los trenes continuaban pasando, llenos de gentes y de luces, y yo veía la curiosidad, no siempre compasiva, con que sus viajeros se asomaban a vernos. Nuestra desgracia era para ellos un entretenimiento, casi un regocijo, y nos señalaban con el ademán. Estábamos a fines de octubre, y el frío, apenas declinaba el sol, era considerable. De los dos camaradas que descarrilaron conmigo, ninguno hablaba, y su silencio acrecentaba el espanto de mi situación. Hallábame con una de mis plataformas empotrada en el suelo, desmantelado, a oscuras, todos los cristales hechos añicos, y por mis ventanillas indefensas el viento y la terrible escarcha de las horas madrugueras me traspasaban.
Al cabo, una máquina-piloto vino a recogerme, y, valiéndose de una fortísima maroma, haló de mí, en tanto desde lo alto de la vía muchos hombres lograban, con auxilio de cuerdas, mantenerme en posición vertical. Vacilando, sintiendo a cada momento que el equilibrio me abandonaba, tropezando con las piedras y enredándome en los hierbajos que obstaculizaban el repecho, conseguí verme izado hasta el camino férreo, y cuando mis ruedas tomaron nuevamente posesión de los rieles experimenté una alegría de resurrección, un júbilo de náufrago, porque la vía era para mí una playa…
Lentamente, pues mis gravísimas heridas me vedaban todo movimiento acelerado, fui reconducido a Madrid, y en un carril de descarga inmediato a los talleres de reparaciones, y expuesto a la intemperie, me dejaron. A mi alrededor había varios centenares de coches inútiles, unos de pasajeros, otros de carga, que daban a aquella parte de la estación una extraña fisonomía de ciudad. Eran luchadores vencidos, eslabones dispersos de antiguos trenes, comparsas dóciles de viejas locomotoras ya apagadas. En lo desvencijados y maltrechos se me parecían fraternalmente; y como algunos me conocían de vista o por haber trabajado conmigo, y sabían mi pasado aristocrático, pronto cundió entre ellos la noticia de mi aparición. Yo les oía cuchichear.
—Han traído al Cabal… —decían.
—Sí.
—¿Quién es…?
—Ese grande, el pintado de verde; descarriló hace poco y lo han remolcado medio muerto…
Y la leyenda de mis lances sobre las líneas de Hendaya, de Galicia y de Sevilla, iba de unos a otros. Para evitarme el trabajo de hablar, me encerré en una actitud displicente. El relente de las largas, noches de invierno y la lluvia que, a través de mis resquebrajaduras, caía libremente dentro de mí, recrudecían mis dolores. No hay carcoma que destruya como la humedad, ni lepra que roa como el abandono. A mí, la quietud me consumía: hora tras hora mis maderas se combaban, mis rodajes se enmohecían. Una noche, dos ratas —animal que yo no conocía— treparon a mí y me mordieron.
El año acabó y todo en torno mío continuó igual. Mis compañeros de destierro y de hospital —que de ambas tristezas participaba el rincón en que estábamos— no se quejaban; apenas si, muy de rato en rato, cambiaban algunas palabras; parecían muertos. Mi carácter rebelde se desesperaba en aquella paz. ¿
Una mañana recibimos la visita del director
—Este fue un buen
Uno de sus acompañantes repuso:
—Si; pero después lo reformaron y lo hicieron
Empinándose señalaba, por una rotura de mi flanco, mi suelo despedazado.
—¡Bien lo veo! —replicó el director—; ¡lástima de coche! Los que ahora se construyen son muy inferiores…
Y se marcharon.
Pasó todo el invierno, aparecieron con abril las primeras alegrías vernales, y, al despertarme de un sueño que, según cálculos que luego hice, debió de durar varias semanas, vi que unas hierbas, nacidas debajo de mí, se enlazaban a mis ruedas, semejantes a esas ligaduras con que el reuma sujeta las piernas de los paralíticos. No sé qué amor, qué cariñoso deseo de retenerme adiviné en ellas, y su pequeño amor me conmovió:
—Ya no te irás de nosotras —parecían decirme.
Pero a mi destino aventurero no le plugo que yo finase allí, y después de darme a conocer la lucha, quiso darme la paz.
A principios de junio, una mañana, se acercaron a mí ocho o diez hombres, empleados en la estación. El que parecía capataz preguntó a un viejo que iba a su lado:
—¿Es este coche el que le pidió usted al director, señor Juan?
Me designaba con el gesto. El señor Juan repuso ufano:
—¡Sí; este mismo! Este…
—Buena casa va usted a tener —replicó el capataz, zumbón.
—No será mala; ya verás, en cuanto yo la arregle a mi gusto, qué bien queda.
Entre todos rodaron los coches situados delante de mí, y luego me empujaron, haciéndome pasar de unas vías a otras, hasta llevarme delante del camino de hierro principal. Yo bendecía mi sino, que decretó hacer de mí, hasta el último instante, una cosa útil.
En pocos días fui despojado de mis ruedas y de mis topes, y arrastrado al sitio a que me destinaban, y en el cual, y para mi mejor instalación, hallé dispuesto un entarimado, de dos palmos de alto, que había de servirme de apoyo o basamento.
La prisa y cuidado con que los carpinteros emprendieron la tarea de mi transfiguración, me dijo que trabajaban cumpliendo órdenes de la Compañía, la cual, reformándome, halló manera de ahorrarse la construcción de una vivienda. Por tercera vez los martillos, los formones, las barrenas, las sierras amputadoras, me torturaron. Todos mis asientos fueron suprimidos, y de cada dos de mis compartimientos, quitando el tabique o lienzo que los separaba, hicieron uno. El lavabo fue convertido en despensa, y en el cuarto-cama instalaron una cocina de hierro, a cuya chimenea dieron salida por un agujero circular que me abrieron en la techumbre. En mi costado correspondiente al corredor, y que enfrentaba la vía, sólo dejaron tres ventanas, con sus batientes de cristales; las restantes desaparecieron, así como a mis antiguas puertecillas de corredera sucedieron otras mayores y con goznes. Una de mis plataformas quedó mudada en lavadero, y la otra continuó sirviendo para entrar en mí. Después me pintaron el techo de rojo, y las ventanas y la puerta de blanco, lo que dio extraordinaria animación a mis cuatro fachadas revocadas de verdegay. Me parecía a esas casitas, de fabricación alemana, con que juegan los niños.
Una mañana, rayando el día, aparecieron detrás de un carro cargado de muebles, mis nuevos inquilinos;
Componían la familia: el señor Juan, empleado en la Compañía Madrid-Zaragoza-Alicante desde hacía más de medio siglo; su hijo Roberto, esposo de María Luisa; y dos nietos: Lolita, que ya empezaba a mocear, y Miguelín, de tres años.
Toda aquella copiosa impedimenta, nueva para mí, me interesó muchísimo: sin perder detalle vi armar las camas, y el funcionamiento de los cajones de una cómoda, y cómo adornaban mi interior con fotografías y modestos espejos de marco dorado, y la distribución que daban en la cocina a los trebejos de guisar. El moblaje fue discretamente repartido: en la habitación —llamémosla así— destinada al matrimonio, se colocaron el lecho más ancho y la cómoda; en la otra dispusieron la mesa de comer y la cama de Lolita; y en la tercera, que conservaba sus dimensiones primitivas y era por consiguiente, la menor, el catre donde habían de dormir el señor Juan y Miguelín. Antes de mediodía el pequeño ajuar estaba ordenado, y yo no me cansaba de observar toda aquella vida íntima, uniforme, recogida, que sólo de lejos conocía. Hasta entonces no empecé a saber cómo el tiempo se desliza lento en los hogares, ni cómo se lavaba la ropa, ni cómo se encendía la lumbre y se preparaba una comida.
El hallarme, no suspendido en el aire, como antes, sino bien pegado a la tierra, me infundía una ignorada y confortadora impresión de quietud, de estabilidad: me sentía más a plomo y dueño de mí mismo, cual si mi personalidad hubiese crecido. ¡Qué diferencia entre mi abrigado bienestar actual y aquellas implacables noches de olvido y de frío que siguieron a mi descarrilamiento! El alma de mis habitantes iba invadiéndome rápidamente: a la semana de tenerles en mí, la humedad me dejó: yo olía a dormitorio y a cocina; olía a hogar… y estaba contento de oler así.
—Voy aburguesándome —pensaba.
Acabó de rendirme a discreción la voluntad, el buen carácter de aquellas gentes. El señor Juan, que era guardabarrera, sólo se ocupaba de coger el banderín con que daba
La tarde de un sábado, Roberto trajo sobre una carretilla buen número de cañas y de listones, con los cuajes, y aprovechando el asueto del día siguiente, construyó junto a mí un emparrado. Otro domingo me rodeó de una cerca alta, de cuatro o cinco palmos, entre la cual y yo mediaba un espacio como de tres metros, que las manos hadadas de Lolita poblaron en seguida de flores, y así tuve un jardín minúsculo y gracioso como un juguete. Hizo más la muchacha: exornó mis ventanas con trepadoras que sembraba en vasijas rotas o en latas que fueron de pimientos; y plantó junto a mí una hiedra que creció en poco tiempo e invadió la mayor parte de mi techumbre, dándome un pintoresco aspecto de gruta; y yo pude verme poco después en una postal, obra de un fotógrafo amigo de mis huéspedes, y quedé sorprendido —por no decir enamorado— de mi carácter rústico.
Hallábame enclavado a medio kilómetro de la Estación, y muy cerca de la gran arteria ferroviaria por donde corren los trenes de Barcelona, de Andalucía y de Valencia, que tantos recuerdos tenían para mí: veía pasar las máquinas raudas, ululantes, tempestuosas, y perdidas en su torbellino negro las siluetas de los fogoneros, teñidos dantescamente de rojo por el incendio del horno; veía huir cuajados de luces los
Mucho tiempo aquellos viejos compañeros fueron y tornaron sin fijarse en mí; luego, como mi situación de vagón inmóvil les sorprendiese, comenzaron a examinarme, y al cabo me reconocieron. El que antes cayó en la cuenta de quién yo era, fue Dos-Caras. Una mañana, al pasar, me gritó:
—¿Eres tú, Cabal?
—Yo soy, viejo —le repliqué.
Y no tuvo tiempo de decirme más porque su convoy iba de prisa. La noticia de hallarme convertido en habitación cundió rápidamente, llevada por los trenes, y todos mis amigos, unos burlones, otros compasivos, me preguntaban:
—Adiós, Cabal; ¿te aburres mucho?
Yo siempre contestaba:
—No; no me aburro.
—¿Eres feliz?
—Sí, lo soy: nunca lo fui más…
¡Y era cierto…! Pues hogaño, merced, precisamente, a la soledad que me circundaba, podía descender más hondo en el misterio de la vida.
Las personas que traté antes permanecían a mi lado unas horas, cuando más una noche; mientras estas de ahora envejecían conmigo: yo las veía dormir, comer; yo las oía hablar… y su experiencia era mía también, íntegra.
Con esta quietud volvía a parecerme a mis antecesores, los árboles. La tierra me atraía, y, cosido a ella, conforme el tiempo filaba, insensiblemente, hallábame mejor. Empezaba a comprender la poesía de las fiestas domésticas, la razón de la Nochebuena, la enorme fuerza emotiva y pensante del silencio; porque mientras la materia reposa es cuando fulgen mejor las luminarias del espíritu. Considerando la vejez desvalida del señor Juan, y oyendo hablar a su hijo, supe cómo a lo largo de los siglos el capitalista perpetúa en el obrero, su hermano, el fratricidio de Caín, y vislumbré el mecanismo del tinglado social, esa rueda trágica en que el salario se transmuta en pan, y el pan en esfuerzo y dolor que luego serán salario otra vez. Vi a María Luisa dar a luz, y me expliqué el amor; y observando a Miguelín, divertido en alinear soldaditos de plomo, echar barquitos en el agua enjabonada de la artesa y arrastrar por el jardín ferrocarriles de hojalata, me di cuenta de que en este mundo —de las paradojas y de los viceversas— el niño juega y se ríe con lo mismo que hace llorar al hombre.
Va para tres años que soy hogar, y no echo de menos, ni en un ápice, mis mocedades trashumantes: el tercer vástago de María Luisa y de Roberto, se cría muy bien. Lolita ya tiene novio, y a esto atribuyo que cante tanto por las mañanas; Miguelín aprendió a escribir y se divierte en eternizar su nombre en mis paredes.
Todo esto, que ya forma parte de mí mismo, me regocija y me acompaña. Voy pareciéndome al señor Juan. Tengo algo de abuelo, y soy feliz con estos seres que crecen a mi lado, con las flores que me rodean, con la hiedra que me cubre y parece traerme un abrazo de la tierra.
Mis antiguos hermanos del camino, todos los días me dicen algo:
—¿Querrías venirte con nosotros, Cabal?
—¿Para qué? —les respondo—, si en ningún punto del mundo en que os halléis vuestro horizonte será mayor que el mío.
Efectivamente: No estoy hastiado, sino satisfecho, y no deseo, porque conocí el movimiento y gusté la quietud; todo lo que hay: y porque llegué a viejo… y ser viejo es hallarse en condiciones de recordar y de perdonar, y nada más dilecto que el recuerdo, ni más elegante que el perdón. La vida es buena, pues siendo tan breve, proporciona tres grandes goces: en la niñez, el anhelo de vivir; en el presente de indicativo, de la juventud, la alegría de vivir; en la vejez, el placer generoso de ver vivir a los demás.
Madrid, octubre 1922.